Dice la Wikipedia que “la literatura cubana es una de las más prolíficas, relevantes e influyentes de América Latina”, lo cual me ha hecho preguntarme cuánto de ella conocía. Me centro en la narrativa y veo que, cronológicamente, el primer autor que he leído es Alejo Carpentier. Lo descubrí a principios de los ochenta, después de devorar casi toda la producción de los entonces inevitables escritores del boom, y me deslumbró, muy en especial El Siglo de las Luces (1962). Poco después leí Paradiso, de Lezama Lima, de la que en estos momentos apenas recuerdo nada. En los noventa, a raíz de que le concedieran el premio Cervantes, leí Jardín, de Dulce María Loynaz (en Canarias ese premio fue muy celebrado pues se consideraba a la escritora muy vinculada a esta tierra). También en los últimos años del siglo pasado cayeron obras de Guillermo Cabrera Infante (me gustó especialmente Tres Tristes Tigres), la Trilogía Sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez y alguna de Zoé Valdés, cuyo título ahora no recuerdo. El último de los narradores cubanos a incluir en mi lista es Leonardo Padura, a quien he conocido hace no más de un par de años y del que llevo tres o cuatro novelas.
Como puede comprobarse, mi personal censo, si no famélico, dista de merecer buena nota. De hecho, creo que de la mayoría de países hispanoamericanos podría citar muchos más autores leídos que de Cuba. El caso es que hace unos quince días leí El Insomnio de Bolívar (2009), ensayo bastante sugerente de Jorge Volpi sobre la realidad y la literatura de América Latina. Pues bien, hablando de la Cuba posterior al desmoronamiento del poder soviético, nos dice que “los narradores que no se han prestado al juego del oficialismo han optado por distanciarse lo más posible del poder castrista, aun si éste se empeña en convertirlos en “disidentes”, prohíbe la circulación de sus obras o los incordia de todas las maneras posibles”; añadiendo enseguida que “Más que rebelarse activamente, muchos de ellos han desertado de la política de la misma forma que sus coetáneos en otras partes: no han empleado lanchas o pateras, sino que interior, artísticamente, han roto cualquier vínculo con la Revolución y se limitan a subsistir como si sus guardianes hubiesen muerto décadas atrás”. Como ejemplo de ese diagnóstico, aporta tres obras: Todos se van (2006), de Wendy Guerra; Cien botellas en una pared (2002), de Ena Lucía Pórtela, o La fiesta vigilada (2007), de Antonio José Ponte que, para él, son “implacables retratos de la decadencia revolucionaria como si sus autores fuesen los incómodos cronistas del derrumbe largamente anunciado”. Me hice con esas tres novelas y me las he leído en esta semana pasada.
Todos se van
Wendy Guerra (La Habana, 1970) tenía 36 años cuando publicó “Todos se van”, su primera novela; pero para entonces ya tenía una respetable obra poética. Nació en La Habana y allí se licenció en dirección de cine. La novela que he leído adopta la forma de diario; los diarios de la protagonista que, claramente, es un trasunto de la propia autora (no se llama Wendy sino Nieve pero mantiene el apellido Guerra). Optar por el diario como estructura formal de la obra puede que sea una influencia de Anais Nin, personaje que le interesaba mucho; de hecho, en 2014 publicaría “Posar desnuda en La Habana” que creo que también adopta la forma de diario (un aprócrifo del que escribió la que fue amante de Miller). O quizá otra influencia pudo ser Anna Frank, de la cual extracta un párrafo de sus Diarios como cita inicial del libro. En todo caso, sea cual sea su origen, lo cierto es que la elección es muy acertada. Obliga al lector a seguir los acontecimientos desde la mirada de la protagonista en el tiempo real en que se van produciendo (y, por tanto, con la percepción propia de la edad correspondiente). Porque justamente de eso trata la novela, del crecimiento de una niña durante doce años, desde los siete a los diecinueve, desde 1978 a 1990; pero con la especial particularidad de que ese crecimiento se produce en un entorno asfixiante, cuya evolución se entrelaza íntimamente con la de la propia protagonista. Ese entorno, claro, es Cuba; en la primera parte (Diario de Infancia) es Cienfuegos; en la segunda (Diario de adolescencia), La Habana. Entre ambas hay un vacío de algo más de seis años (entre los nueve y los quince años).
Naturalmente, el título alude a que (casi) todas las personas que acompañan a la niña y adolescente protagonista van, poco a poco, yéndose. Se van de su vida pero también se van de la Isla, como si irse, escapar, fuera el destino inevitable de sus pobladores. Ese lento pero constante goteo de huidas crea, a lo largo del libro, un clima opresivo y triste. También la protagonista quieres salir, pero a ella le es imposible, como si la hubieran castigado a permanecer hasta el hundimiento final (de su vida, de Cuba) mientras los demás la van dejando sola. El último párrafo de la novela es expresivo de esto último que comento: “Estoy en La Habana, lo intento, trato de avanzar cada día un poco más. Pero una vez helado el mar Caribe, no hay posibilidad alguna de llegar a ningún sitio. De este lado sigo escribiendo mi Diario, invernando en mis ideas, sin poder desplazarme, para siempre condenada a la inmovilidad.”
Todos se van no es una lectura grata sino desasosegante, depresiva incluso. De otra parte, a mi modo de ver, no termina de ser una novela (lo cual no supone en absoluto minusvalorarla), sino más bien una especie de examen de conciencia intimista, por momentos muy pleno de lirismo (se advierte que la autora es poeta). Es, sin duda, literatura de calidad –así lo atestiguan los reconocimientos recibidos y las críticas de quienes saben mucho más que yo– y me alegro de haberla leído. No dudo tampoco en recomendarla, aunque no si lo que se quiere es pasar un rato entretenido, divertirse. Por cierto, al escribir este post, descubro que en 2015 el director colombiano Sergio Cabrera hizo una adaptación cinematográfica de esta novela; habré de verla.
Cien botellas en una pared
Ena Lucía Portela (La Habana, 1972) es dos años menor que Wendy pero empezó a publicar novela bastante antes que aquella (en 1999). Ésta que he leído, Cien botellas en una pared, es de 2002, cuando aún no había cumplido los treinta, y fue la que popularizó su nombre entre los jóvenes escritores iberoamericanos. Desde luego, revela una maestría narrativa impresionante y no me cortó en confesar que para mí ha sido un descubrimiento deslumbrador, que me parece una de las mejores novelas que he leído en los últimos años. Hay quien (una profesora de New Jersey llamada Iraida H. López) ha calificado esta obra de novela negra posmoderna, lo cual, en mi opinión, es ir demasiado lejos. No obstante, aunque sea en clave paródica (que es un elemento omnipresente a lo largo de toda la obra), sí es verdad que hay varias referencias al género policiaco que, en efecto, pueden entenderse como piezas deconstruidas. Metalenguaje (que se refuerza con una intencionada mezcla entre lo real y lo ficticio) y deconstrucción son ciertamente recursos frecuentes en eso que se llama literatura posmodernista. En el mismo plano técnico, habría que dejar constancia del excelso dominio del lenguaje; una prosa que absorbe sin dificultad pese a que responde a una complejidad sintáctica y riqueza léxica admirables. Estamos, puedo asegurarlo, ante una escritora grande. También escrita en primera persona, ésta, en cambio, no ofrece ninguna duda en cuanto a que es una novela con todo el contenido que quiera dársele a la palabra. Una novela que cuenta una historia. Una trama argumental imaginativa, adictiva, divertida (a veces desopilante), intrigante … Y dejo de poner adjetivos porque, si no, sería el nunca acabar. El cuento avanza a saltos –cada capítulo, un salto– pero no demasiado largos, lo suficiente para que te descoloque momentáneamente pero enseguida recuperes la continuidad de la trama. Ya digo que el argumento es fantástico pero no menos lo son los personajes, un elenco de frikis habaneros absolutamente maravillosos y originales. La primera, por supuesta, la protagonista que pretende contar su historia aunque sabe que nadie se la va a creer, que cualquiera pensará que son delirios del alcohol o la marihuana o figuraciones que vienen del lado maniaco depresivo de su personalidad. Se llama Zeta Álvarez La Fronde, una mujer de unos treinta años con sobrepeso, residente en un palacete tugurizado de El Vedado que amenaza desde hace muchos años ruina inminente; su forma de hablar y comportarse es de una ingenuidad enternecedora, carente a la vez de prejuicios. El primero que aparece en la novela, sin embargo, es la pareja de Zeta (aunque darle ese título es más que discutible), un señor bordeando la cincuentena que se llama Moisés, que siempre está enfadado y que la trata a golpes. Pese a ello Zeta está irremediablemente enganchada con ese hijueputa (me encanta la grafía cubana de esta palabra) y no es capaz de dejarlo, aún sabiendo que es probable que acabe matándola. Y solo añadiré otro personaje clave de la novela, una amiga de Zeta llamada Linda Roth, judía, feminista, lesbiana, súperdotada y escritora de novela negra con altísimo concepto de sí misma (está segura, por ejemplo, que recibirá el premio Nobel). Pero hay unos cuantos más, cada uno de ellos fantástico. Y, por supuesto, el personaje omnipresente de La Habana en su agonía. También, como en Todos se van, la ciudad crecientemente deteriorada forma parte fundamental de la novela, pero aquí la protagonista la asume con una indiferencia irónica, sin que se convierte en la causa de sus males.
En fin, Cien botellas en una pared (alusión a una canción
infantil cubana análoga a nuestros elefantes que se balaceaban en una tela de
araña) es, a mi juicio, un prodigio de creatividad y un ejemplo de maestría
literaria. Ni qué decir tiene que recomiendo encarecidamente su lectura.
La fiesta vigilada
Antonio José Ponte (Matanzas, 1964) ha trabajado como ingeniero hidráulico, guionista de cine y profesor de literatura. Pero obviamente, su vocación era la escritura: poesía, ensayo, cuento y, en menor medida, novela. Sin embargo, en 2003, en una terraza habanera, dos funcionarios de la Unión Nacional de Escritores y Artistas le comunicaron que se le prohibía dedicarse a la literatura en Cuba; su obra, por lo visto, no era compatible con la Revolución.
La fiesta vigilada fue publicada por Anagrama en 2007, el
mismo año en que el autor se radicó en Madrid, donde parece que sigue. El
libro, en la colección Narrativas Hispánicas, se califica de novela, aunque no
me queda claro que tal sea su género. El narrador va paseando por los tiempos
de La Habana desde la Revolución hasta el fin del siglo. Una crónica cultureta
de una ciudad que perdió la fiesta en los sesenta y quiso recuperarla en los
noventa (pero no alcanzó sino un remedo). Habla del Our man in Havana de Graham
Greene, y de su adaptación cinematográfica de Carol Reed (esa novela,
estupenda, la había leído pero no en cambio no había visto la peli, también
magnífica; así que he aprovechado su recordatorio para hacerlo gracias a
Youtube). Habla de Sartre y Simone de Beauvoir, de la censura oficialista, del
Buenavista Social Club y los músicos cubanos. Pasa a reflexionar sobre las ruinas en general y sobre las de La Habana en concreto (se declara ruinólogo). Por último, tomando como referencia el libro de Timothy Garton Ash sobre el expediente que le abrió la Stasi, cuenta sus intentos frustrados de conseguir la información que sobre él habría ido archivando el Ministerio del Interior cubano. Esta última parte remite claramente a Kafka (El castillo) y supone un último desnudo del régimen que deja en el lector al lector (al menos a mí) un poso de tristeza.
No diré que no se trate de una buena obra. De hecho, he encontrado varias reseñas sesudas y elogiosas en Internet. Gustavo Faverón, por ejemplo, peruano residente en Maine cuya novela Vivir Abajo leí hace unos meses y me subyugó, dice que “el matancero Ponte es probablemente el mayor hallazgo literario de América Latina en el nuevo milenio, y solamente la irregularidad de nuestra crítica inmediata y la dificultad relativa de la obra del cubano pueden explicar el hecho de que ese reconocimiento no sea unánime”; añadiendo que “La fiesta vigilada (es) sin duda una de las cuatro o cinco mejores novelas aparecidas en los últimos diez años en español”. Pero como aquí de lo que se trata es de dar mi opinión diré que no me enganchó, que terminé de leerla casi por autodisciplina y –también es verdad– porque Cuba me interesa. Creo que lo que pasa es que es mucho más ensayo –con buena dosis de ajuste de cuentas– que novela y lo que yo esperaba era una novela. También, que empecé con ella inmediatamente acabada las Cien botellas en una pared, y después de que te han zarandeado y emborrachado en las gloriosas alturas de una maravillosa narrativa, La fiesta vigilada viene a ser una ducha fría que no sienta nada bien para la resaca.
Pues me las apunto. Tienen buena pinta.
ResponderEliminarLa más entretenid la segunda, sin duda.
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