Mal humor navideño
Reconozco que tampoco he puesto de mi parte, así que algo de culpa tendré, pero es que nunca me han gustado nada las navidades. Por supuesto, no soy nada original y hago míos los tan repetidos argumentos contra estas “fiestas entrañables”, empezando por el exceso (hasta la náusea) de tópicos y la consiguiente exaltación de unos presuntos valores que, a estas alturas, no son más que ejercicios de hipocresía social (al fin y al cabo, lubricante necesario para que no nos matemos los unos a los otros). Con frecuencia pienso (hace un rato, sin ir más lejos) que debería hacer como que me creo el “espíritu navideño”, que es lo que harán casi todos, y de esa forma permitir que la máscara de alegría y sentimientos positivos influya, para bien, en mi actitud mental, del mismo modo en que cuando uno sonríe forzadamente condiciona al cerebro a generar el estado que estimula la sonrisa espontánea. Pero no puedo, admito que la manía que tengo a estas fechas me impide cambiar de actitud como sé que me convendría.
Seguro que, como casi todo lo que nos va definiendo el carácter, tendría que hurgar en mis recuerdos infantiles para descubrir algún trauma remoto causante de mis fobias navideñas. Pero es que apenas guardo recuerdos de la niñez que ciertamente no fue muy feliz (probablemente por eso los he ido arrinconando en pistas poco accesibles de mi disco duro) y tampoco me apetece rememorar aquellas celebraciones de las que me quedan vagas sensaciones opresivas porque había que estar especialmente atento a no infringir ninguna de las muchas prescripciones de nuestro orden familiar. Sean las que sean las causas genésicas, el hecho es que no recuerdo casi ninguna navidad, ni de niño ni de adulto, que no haya contribuido a empeorar mi nivel de felicidad. Si algunas fiestas han sido razonablemente buenas fue porque mi estado de ánimo estaba lo suficientemente alto como para que el efecto depresor de las navidades no consiguiera ponerlo en cotas negativas; si, en cambio, llegaba a estas fechas abajonado, entonces era el remate, la guinda del desastre. Armarse de paciencia para soportarlas y esperar que pasasen pronto.
En la última década, la primera de este nuevo siglo que desde luego no siento como propio, casi con seguridad que ha habido más ocasiones en las que he llegado a las navidades con mal rollo que con bueno. En el 2000 acabábamos de enterrar a mi padre, muerto el día de la Inmaculada. En el 2003, la estancia navideña en Madrid se ocupó en pruebas y análisis para confirmar que mi ex-mujer tenía un cáncer avanzado de mama. En el 2004, los estragos de un año durísimo, nos habían dejado a lo dos, a mi ex y a mí, en un estado de abatimiento y debilidad excesivo. En el 2005 me quedé en Tenerife, sufriendo el abandono de ella pero con ella casi al lado, sufriendo por otros motivos que eran causa añadida de mis sufrimientos. En el 2008 y 2009, las navidades llegaron en puntas excesivas de trabajo, con un nivel de estrés difícilmente soportable; en el año pasado, además, con el enfado y la separación (transitoria) de mi pareja. Y así llegamos a la actual, que viene precedida por un año muy duro, cruelmente marcado por la muerte fulminante del buen amigo con cuya empresa trabajaba (y trabajo, pero ahora he pasado a ser miembro de la empresa).
Este año hemos trabajado mucho, más incluso que los dos anteriores a causa de las trágicas circunstancias por las que nos ha tocado pasar. Con inevitable subjetividad, tengo la sensación de que estamos dando un servicio al Ayuntamiento para el cual trabajamos (y a sus responsables políticos) bastante más allá del estrictamente exigible en base al cumplimiento de nuestras obligaciones contractuales. Como repetía siempre nuestro amigo y jefe, somos “la puta contrata” y por tanto no hemos de esperar ningún agradecimiento por nuestros desvelos y sí en cambio acostumbrarnos, mediante el progresivo endurecimiento cutáneo, a que nos echen mierda a la primera de cambio, haciéndonos culpable de cualquier cosa que salga mal o no tan bien como les gustaría a los “clientes”. Es verdad que disto todavía mucho de haber alcanzado ese conveniente grado de resistencia y pasotismo para que me resbalen tantos comportamientos injustos, pero lo que ha ocurrido hace apenas un mes supera con creces todos los límites admisibles. Seguramente, por mor del nerviosismo electoral, el alcalde nos ha puesto a caldo con unas formas, gritos y acusaciones que en cualquier tiempo pasado me habrían llevado a una reacción durísima contra él.
No hemos hecho lo que nos habría gustado (mandarlo a tomar por saco) por la sencilla razón de que, cuando tienes a tu cargo una empresa, no son sólo tus intereses (y tus sentimientos) los que están en juego, sino sobre todo los de otras personas que viven de este contrato. En cambio, soportada la descarga tormentosa de rayos y truenos, hemos aceptado proponerle una reorganización de los trabajos y a ello nos hemos dedicado durante los últimos quince días hasta acabar ayer mismo a las nueve de la noche. Ahora se trata, pasadas estas fiestas, de renegociar la continuidad del trabajo bajo unas nuevas reglas de juego y ajustándonos a unos compromisos explícitos de plazos y obligaciones (compromisos que no sólo deben caer de nuestro lado, como ha sido hasta ahora). En teoría, de esta crisis (como de todas) deberíamos salir reforzados y mejorados, y ciertamente es lo que deseo. Pero el apaleamiento que hemos sufrido ha sido tan desproporcionadamente inmerecido, tan injusto, que no puedo evitar sentirme absolutamente desmotivado, sin ganas de continuar un trabajo en el que me he volcado y que, con sus muchas deficiencias y “traiciones”, ha supuesto una creativa renovación metodológica y ha despertado en el interés en muchos ámbitos.
Así, con este estado de ánimo, llegan las navidades que no me gustan. O sea que mala cosa, malas fechas estas, paciencia. Procuraré que el mal trago no sea demasiado amargo, comeré bien (eso sí) y veré esta noche a mi madre, hermanos y sobrinos (confiemos en que no pase nada) y a algunos amiguetes durante esta breve estancia madrileña. Luego que los tres días del tránsito del año me ofrezcan buenas dosis de felicidad y amor. Y después, el mismo tres de enero, vuelta a la carga que en unos días han de resolverse muchas incógnitas. Pero ahora lo que tendría que hacer es ser capaz de no pensar en nada de todo eso, poner al mal tiempo buena cara y felicitar las navidades a todos los que por aquí pasan (que hay muchos a quienes les gustan, ya lo sé). Pues eso … ¡Felicidades!
Seguro que, como casi todo lo que nos va definiendo el carácter, tendría que hurgar en mis recuerdos infantiles para descubrir algún trauma remoto causante de mis fobias navideñas. Pero es que apenas guardo recuerdos de la niñez que ciertamente no fue muy feliz (probablemente por eso los he ido arrinconando en pistas poco accesibles de mi disco duro) y tampoco me apetece rememorar aquellas celebraciones de las que me quedan vagas sensaciones opresivas porque había que estar especialmente atento a no infringir ninguna de las muchas prescripciones de nuestro orden familiar. Sean las que sean las causas genésicas, el hecho es que no recuerdo casi ninguna navidad, ni de niño ni de adulto, que no haya contribuido a empeorar mi nivel de felicidad. Si algunas fiestas han sido razonablemente buenas fue porque mi estado de ánimo estaba lo suficientemente alto como para que el efecto depresor de las navidades no consiguiera ponerlo en cotas negativas; si, en cambio, llegaba a estas fechas abajonado, entonces era el remate, la guinda del desastre. Armarse de paciencia para soportarlas y esperar que pasasen pronto.
En la última década, la primera de este nuevo siglo que desde luego no siento como propio, casi con seguridad que ha habido más ocasiones en las que he llegado a las navidades con mal rollo que con bueno. En el 2000 acabábamos de enterrar a mi padre, muerto el día de la Inmaculada. En el 2003, la estancia navideña en Madrid se ocupó en pruebas y análisis para confirmar que mi ex-mujer tenía un cáncer avanzado de mama. En el 2004, los estragos de un año durísimo, nos habían dejado a lo dos, a mi ex y a mí, en un estado de abatimiento y debilidad excesivo. En el 2005 me quedé en Tenerife, sufriendo el abandono de ella pero con ella casi al lado, sufriendo por otros motivos que eran causa añadida de mis sufrimientos. En el 2008 y 2009, las navidades llegaron en puntas excesivas de trabajo, con un nivel de estrés difícilmente soportable; en el año pasado, además, con el enfado y la separación (transitoria) de mi pareja. Y así llegamos a la actual, que viene precedida por un año muy duro, cruelmente marcado por la muerte fulminante del buen amigo con cuya empresa trabajaba (y trabajo, pero ahora he pasado a ser miembro de la empresa).
Este año hemos trabajado mucho, más incluso que los dos anteriores a causa de las trágicas circunstancias por las que nos ha tocado pasar. Con inevitable subjetividad, tengo la sensación de que estamos dando un servicio al Ayuntamiento para el cual trabajamos (y a sus responsables políticos) bastante más allá del estrictamente exigible en base al cumplimiento de nuestras obligaciones contractuales. Como repetía siempre nuestro amigo y jefe, somos “la puta contrata” y por tanto no hemos de esperar ningún agradecimiento por nuestros desvelos y sí en cambio acostumbrarnos, mediante el progresivo endurecimiento cutáneo, a que nos echen mierda a la primera de cambio, haciéndonos culpable de cualquier cosa que salga mal o no tan bien como les gustaría a los “clientes”. Es verdad que disto todavía mucho de haber alcanzado ese conveniente grado de resistencia y pasotismo para que me resbalen tantos comportamientos injustos, pero lo que ha ocurrido hace apenas un mes supera con creces todos los límites admisibles. Seguramente, por mor del nerviosismo electoral, el alcalde nos ha puesto a caldo con unas formas, gritos y acusaciones que en cualquier tiempo pasado me habrían llevado a una reacción durísima contra él.
No hemos hecho lo que nos habría gustado (mandarlo a tomar por saco) por la sencilla razón de que, cuando tienes a tu cargo una empresa, no son sólo tus intereses (y tus sentimientos) los que están en juego, sino sobre todo los de otras personas que viven de este contrato. En cambio, soportada la descarga tormentosa de rayos y truenos, hemos aceptado proponerle una reorganización de los trabajos y a ello nos hemos dedicado durante los últimos quince días hasta acabar ayer mismo a las nueve de la noche. Ahora se trata, pasadas estas fiestas, de renegociar la continuidad del trabajo bajo unas nuevas reglas de juego y ajustándonos a unos compromisos explícitos de plazos y obligaciones (compromisos que no sólo deben caer de nuestro lado, como ha sido hasta ahora). En teoría, de esta crisis (como de todas) deberíamos salir reforzados y mejorados, y ciertamente es lo que deseo. Pero el apaleamiento que hemos sufrido ha sido tan desproporcionadamente inmerecido, tan injusto, que no puedo evitar sentirme absolutamente desmotivado, sin ganas de continuar un trabajo en el que me he volcado y que, con sus muchas deficiencias y “traiciones”, ha supuesto una creativa renovación metodológica y ha despertado en el interés en muchos ámbitos.
Así, con este estado de ánimo, llegan las navidades que no me gustan. O sea que mala cosa, malas fechas estas, paciencia. Procuraré que el mal trago no sea demasiado amargo, comeré bien (eso sí) y veré esta noche a mi madre, hermanos y sobrinos (confiemos en que no pase nada) y a algunos amiguetes durante esta breve estancia madrileña. Luego que los tres días del tránsito del año me ofrezcan buenas dosis de felicidad y amor. Y después, el mismo tres de enero, vuelta a la carga que en unos días han de resolverse muchas incógnitas. Pero ahora lo que tendría que hacer es ser capaz de no pensar en nada de todo eso, poner al mal tiempo buena cara y felicitar las navidades a todos los que por aquí pasan (que hay muchos a quienes les gustan, ya lo sé). Pues eso … ¡Felicidades!
Como sabes, soy uno de los que les gustan, aunque comprendo y respeto a los que no os gustan nada. Haz un esfuerzo, hombre, elige una versión llevadera -se desaconsejan villancicos flamencos, centros comerciales y calles céntricas- y, durante un ratito, finge que te crees todo el rollo buenista y feliz. Daño no hace, e igual te funciona.
ResponderEliminarEn cualquier caso, un abrazo fuerte y pasa la Navidad menos infeliz que puedas.
Con esos antecedentes no me extraña que se te abran las carnes cuando llegan estas fechas. Qué cúmulo de infelicidades.
ResponderEliminarYo también las detesto aunque mis recuerdos de infancia y juventud fueron impecables. Ahora me disgustan por tanto como tienen de sonrisitas forzadas y el latazo de comidas, regalos y parabienes tópicos.
En fin, como sugiere el ponderado Vanbrugh: haz lo mejor que puedas. Son pocos días.
[Una vez más no me sustraigo a una anécdota chusca: El 31 dic. de hace 12 o 14 años llamó a la puerta de casa un amigote de confianza, con su gorro, el matasuegras y un puñado de serpentinas y confetti que tiró a mi madre cuando abrió: ¡¡¡ Felicidades !!! Y un besote. Abrió del todo la puerta y en el salón estaba el féretro de mi abuela que murió esa misma mañana.... Catafalco, velas, etc. A pesar de todo, reímos un rato por lo disparatado e inoportuno de la situación.]
Es dura la felicidad obligatoria y creo que eso es lo que rebela.
ResponderEliminarA mí la Navidad no me va ni me viene. Al que me manda una tarjeta se la agradezco, si me invitan, voy. Pero, no me hace más feliz los años que terminan mal, ni me deprime los que acaban bien (como este, afortunadamente)
Me uno al consejo de Vanbrugh, total dura poco ;)
Besos
Feliz Navidad.
ResponderEliminarReconozco que los post que más disfruto son los familiares. Siento como una especie de catarsis al saber que no estoy solo en el mundo, y que nada hay más cierto que el que en todas partes cuecen habas
Aún me río recordando las broncas que os echaba tu padre, que nos echaba mi padre, (que siendo dos parecía ser el mismo) con lo del teléfono
BON NADAL
ResponderEliminarJúlia