Mi madre y Alfredo Landa
Un personaje de la última novela de Paul Auster (Sunset Park) cuenta a un amigo que volando de Europa a Estados Unidos le pasaron una película (Los mejores años de nuestra vida) que le avivó viejos recuerdos. Resulta que uno de los secundarios, un tal Steve Cochran, tuvo una aventura con su madre en 1942. Por esas fechas su madre, una muchacha de quince o dieciséis años, pertenecía a un grupo de teatro neoyorkino por el que pasó brevemente Cochran, un hombre muy guapo, "uno de esos ídolos irlandeses morenos y robustos". La cosa es que la chica se enamoró y estaba dispuesta a acompañarlo a California, pero los padres se enteraron y cortaron el romance de raíz. Su madre le contó la historia hace mucho tiempo, con ocasión de la muerte del actor en 1965 (todavía era una mujer joven y su hijo poco más que un adolescente), sin dar demasiados detalles y no volvió a mencionarla nunca más (era de naturaleza muy reservada). El personaje de Auster se pregunta qué es lo que hubo exactamente entre su madre y ese actor que se le apareció el otro día en un vuelo trasatlántico y, sobre todo, se maravilla de que su propia existencia se deba a que su madre no se escapó con Cochran, a que, para poner fin a la aventura, sus abuelos la emparejaran poco menos que a la fuerza con el que pocos años después habría de ser su padre.
La anécdota de ficción (si bien construida con ingredientes reales pues Steve Cochran existió, así como ciertos son los detalles que Auster aporta sobre su vida) guarda algunos paralelismos con mi historia personal, salvando, claro está, las distancias, en especial las geográficas, que ya se sabe que en los USA todos es más imponente que en estas latitudes. También mi madre es una mujer poco dada a hablar de su juventud prematrimonial, con el agravante de que sus recuerdos suelen estar deformados –me temo– por un filtro ético-subjetivo. Sin embargo, hace ya bastante tiempo nos contó que en sus años mozos (yo he calculado que debió ser hacia el 51. tendría ella unos dieciocho años), recién acabado el bachillerato, estuvo unos meses haciendo teatro con las juventudes de la Acción Católica de San Sebastián. Entre todos aquellos chavales había uno muy simpático, hijo de guardia civil, con el que debió de tontear algunas semanas, aunque la versión de mi madre es que era él quien quería ligar con ella. El galán se llamaba –se sigue llamando– Alfredo Landa, de la misma quinta de mi madre y vecino de Donosti casi durante los mismos años que ella lo fue. La cosa no fue a más, al menos en la puritana versión de mi madre, porque al chico se le veía demasiado el plumero; o sea, que quería dedicarse de lleno a ser cómico y a mi madre, que desde siempre tuvo claro lo que estaba bien, no le parecía ésa una forma adecuada de organizarse la vida.
Pero yo podría dudar de la veracidad de mi progenitora, aunque sólo fuera por afán fabulador, e imaginar que tuvo una tórrida aventura de posguerra con el joven estudiante ocasional de Derecho y actor aficionado que fundaba el TEU donostiarra y se volcaba cada vez más en el teatro. Puedo barruntar que mis abuelos descubrieran el pastel y pusieran el grito en el cielo, impidiendo que ocurriera nada "irremediable" y preservando mi futura concepción, pues está claro que muy distinto sería yo si la mitad paterna de mis cromosomas proviniera del popular actor. Pero, la verdad, a diferencia del personaje de Auster, estoy casi convencido de que esa "relación" de juventud de mi madre en ningún momento llegó a amenazar el futuro que luego fue. Ni Landa era un guapo galán como Cochran (bajito y algo feo, dijo mi madre) ni mi madre ha sido nunca una mujer aventurera, que se dejara arrastrar por las pasiones (una de sus imágenes favoritas sobre la vida es la del "valle de lágrimas" de la Salve). Pero por muy inverosímil que sea ese potencial futuro pretérito, es divertido elucubrar ficciones a partir de acontecimientos ocurridos. Al fin y al cabo, no deja de ser cierto que existió la posibilidad real de que Landa fuera "mi" padre, aunque entonces yo no sería yo.
Ese futuro improbable no ocurrió. Mi madre dejó tras pocos meses el teatro y la Acción Católica y se metió, a cambio, en la Sección Femenina. También ella tonteó con hacer Derecho, pero renunció a la universidad porque había que aportar a la economía familiar (o quizá para disponer de su propia independencia dentro, eso sí, de los límites que imponían las buenas costumbres a una chica soltera de la época). Así que entró a trabajar en la radio (no recuerdo ahora en cuál emisora) y llegó a ser locutora y a hacer entrevistas. Parece que algún año después, cuando Alfredo Landa empezaba a ser ya algo conocido (quizá después del premio de interpretación que recibió en 1956 en un certamen de todas las agrupaciones del TEU que hubo en Madrid), lo invitó a su programa pero, siempre según ella, el actor no quiso ir. Con cierta vanidad retrospectiva, mi madre achaca la negativa de Landa a las calabazas que le dio años antes, pero esta explicación tampoco me resulta demasiado verosímil. Poco después Landa conocería a la que iba a ser su mujer y, algo más tarde, a mi madre la convencería una buena amiga (luego mi madrina) a que fuera a escuchar una conferencia de un médico joven que había pasado unos años en América. Eso fue a finales del 57, y los dos se gustaron, tanto que estuvieron carteándose durante varios meses, él en Madrid, ella en San Sebastián, hasta que en una segunda visita a Donosti concertaron la boda y se lo dijeron a mis abuelos. Por esas fechas, Landa se iba a vivir a Madrid, ya como "cómico profesional" y mis padres se casaban para, año y medio después, siendo yo un crío de meses, trasladarse también a la capital. Pero ya el tenue hilo entre mi madre y Alfredo Landa se había cortado para siempre y nunca más supieron nada el uno de la otra (mi madre, obviamente, algo sí supo del famoso actor).
La anécdota de ficción (si bien construida con ingredientes reales pues Steve Cochran existió, así como ciertos son los detalles que Auster aporta sobre su vida) guarda algunos paralelismos con mi historia personal, salvando, claro está, las distancias, en especial las geográficas, que ya se sabe que en los USA todos es más imponente que en estas latitudes. También mi madre es una mujer poco dada a hablar de su juventud prematrimonial, con el agravante de que sus recuerdos suelen estar deformados –me temo– por un filtro ético-subjetivo. Sin embargo, hace ya bastante tiempo nos contó que en sus años mozos (yo he calculado que debió ser hacia el 51. tendría ella unos dieciocho años), recién acabado el bachillerato, estuvo unos meses haciendo teatro con las juventudes de la Acción Católica de San Sebastián. Entre todos aquellos chavales había uno muy simpático, hijo de guardia civil, con el que debió de tontear algunas semanas, aunque la versión de mi madre es que era él quien quería ligar con ella. El galán se llamaba –se sigue llamando– Alfredo Landa, de la misma quinta de mi madre y vecino de Donosti casi durante los mismos años que ella lo fue. La cosa no fue a más, al menos en la puritana versión de mi madre, porque al chico se le veía demasiado el plumero; o sea, que quería dedicarse de lleno a ser cómico y a mi madre, que desde siempre tuvo claro lo que estaba bien, no le parecía ésa una forma adecuada de organizarse la vida.
Pero yo podría dudar de la veracidad de mi progenitora, aunque sólo fuera por afán fabulador, e imaginar que tuvo una tórrida aventura de posguerra con el joven estudiante ocasional de Derecho y actor aficionado que fundaba el TEU donostiarra y se volcaba cada vez más en el teatro. Puedo barruntar que mis abuelos descubrieran el pastel y pusieran el grito en el cielo, impidiendo que ocurriera nada "irremediable" y preservando mi futura concepción, pues está claro que muy distinto sería yo si la mitad paterna de mis cromosomas proviniera del popular actor. Pero, la verdad, a diferencia del personaje de Auster, estoy casi convencido de que esa "relación" de juventud de mi madre en ningún momento llegó a amenazar el futuro que luego fue. Ni Landa era un guapo galán como Cochran (bajito y algo feo, dijo mi madre) ni mi madre ha sido nunca una mujer aventurera, que se dejara arrastrar por las pasiones (una de sus imágenes favoritas sobre la vida es la del "valle de lágrimas" de la Salve). Pero por muy inverosímil que sea ese potencial futuro pretérito, es divertido elucubrar ficciones a partir de acontecimientos ocurridos. Al fin y al cabo, no deja de ser cierto que existió la posibilidad real de que Landa fuera "mi" padre, aunque entonces yo no sería yo.
Ese futuro improbable no ocurrió. Mi madre dejó tras pocos meses el teatro y la Acción Católica y se metió, a cambio, en la Sección Femenina. También ella tonteó con hacer Derecho, pero renunció a la universidad porque había que aportar a la economía familiar (o quizá para disponer de su propia independencia dentro, eso sí, de los límites que imponían las buenas costumbres a una chica soltera de la época). Así que entró a trabajar en la radio (no recuerdo ahora en cuál emisora) y llegó a ser locutora y a hacer entrevistas. Parece que algún año después, cuando Alfredo Landa empezaba a ser ya algo conocido (quizá después del premio de interpretación que recibió en 1956 en un certamen de todas las agrupaciones del TEU que hubo en Madrid), lo invitó a su programa pero, siempre según ella, el actor no quiso ir. Con cierta vanidad retrospectiva, mi madre achaca la negativa de Landa a las calabazas que le dio años antes, pero esta explicación tampoco me resulta demasiado verosímil. Poco después Landa conocería a la que iba a ser su mujer y, algo más tarde, a mi madre la convencería una buena amiga (luego mi madrina) a que fuera a escuchar una conferencia de un médico joven que había pasado unos años en América. Eso fue a finales del 57, y los dos se gustaron, tanto que estuvieron carteándose durante varios meses, él en Madrid, ella en San Sebastián, hasta que en una segunda visita a Donosti concertaron la boda y se lo dijeron a mis abuelos. Por esas fechas, Landa se iba a vivir a Madrid, ya como "cómico profesional" y mis padres se casaban para, año y medio después, siendo yo un crío de meses, trasladarse también a la capital. Pero ya el tenue hilo entre mi madre y Alfredo Landa se había cortado para siempre y nunca más supieron nada el uno de la otra (mi madre, obviamente, algo sí supo del famoso actor).
Eugenia León - Cuando el Destino (Pasional, 2007)
Empiezo el año con veladas referencias al destino en el cual no creo, así que ahí va una canción del gran José Alfredo en versión de una cantante mexicana recientemente descubierta. Fuerte la letra, ¿verdad? Para nada descriptiva del carácter de mi madre y de la anécdota narrada en este post.
La letra,sí. La voz, casi insoportable.
ResponderEliminarPapa Noël me regaló el último de
Auster. He llegado a la página 20. Temí que ibas a desvelar más. Pero no lo hiciste. ¡ Bravo !
Y, en cuanto a tu despedida del 2010 : chear up ! 2011 will definitly be much better. Por lo menos te lo deseo de todo corazón,aunque no te conozca personalmente.
Quisiera que nadie tuviera problemas, o por lo menos que todos nos fijaramos más en los momentos agadables del codidiano.
Me ha gustado esta entrada, me ha hecho pensar que yo no sé nada de mi madre.
ResponderEliminarY, de alguna extraña manera, en latitudes y tiempos diferentes, que nuestras vidas se parecen bastante.
C.C.: A mí sí me gusta la voz de esa mujer. Y en cuanto a la novela de Auster, el asesino, como siempre, es el mayordomo. Que 2011 sea para también mucho mejor para ti.
ResponderEliminarEmma: Es normal que no sepamos mucho de nuestros padres, sobre todo de cuando aún no lo eran. ¿Nuestras vidas parecidas? No tengo datos suficientes para decirlo ... Besos y feliz año.