En una de mis fantasías infantiles poseía un reloj mágico. Era un reloj de esfera grande, protegida por una tapa metálica que, liberando un resorte, se abría hacia arriba. Entonces podía verse, tras el cristal ligeramente abombado, una única aguja que giraba incansable al ritmo constante y monótono con que yo imaginaba que discurría el tiempo. En el punto sur de la esfera, opuesto a la bisagra que engarzaba la tapa, se disponía una ventanita como la que en los relojes normales indica la fecha; pero en ésta se contabilizaban las vueltas transcurridas desde el inicio.
¿Qué inicio? Con el egocentrismo propio de la niñez, el inicio era mi nacimiento. Porque se suponía que el reloj me había sido entregado por algún mago benéfico en atención a a los altos designios que me esperaban. Recuerdo que la aguja completaba cada vuelta más o menos en un minuto; lo cual no es de extrañar, ya que en mi escasa imaginación la asimilaba con la segundera de los relojes que conocía. Por aquel entonces yo debía andar entre los ocho y nueve años, lo que sumaría en torno a cuatro millones y medio de vueltecitas de la aguja; ciertamente, no me había explicado cómo cabría en una ventanita tan pequeña una cifra de siete dígitos.
El reloj, además, tenía en su punto oriental la clásica ruedecita que, en los relojes normales, vale para darles cuerda (en extinción), rectificar la hora o la fecha, etc. Pero en el mío era el mando mediante el cual controlaba sus efectos mágicos. Bastaba para activarlos con tirar de ella hacia afuera; en ese exacto momento el fluir del tiempo se detenía, toda la actividad, todo lo que se moviera, quedaba quieto parado hasta que se volviera a apretar el botón llevándolo a su posición inicial. Pero, atención, el único que no quedaba afectado era –por supuesto- yo mismo, el elegido de los dioses. Aunque para no caer en el embeleso general, no podía soltar en ningún momento el reloj.
Me resulta curiosa esa condición que, en mi propia fantasía, yo mismo me imponía. Sospecho que me parecía justo imponerme un elemento de riesgo que compensara algo mi gran suerte, que me obligara a ser cuidadoso en mis actos, so pena de no sólo perder las inmensas ventajas de la posesión de tan mágico objeto, sino quedar atrapado en la parálisis universal con la catastrófica consecuencia de que ésta se volvería eterna pues, ¿quién empujaría la ruedecita para que la aguja volviera a moverse? Supongo además que necesitaba ese "factor de riesgo" como ingrediente creativo de las múltiples aventuras que desarrollaba en torno a la magia del reloj. Porque (¿hace falta decirlo?) vivía muchas peripecias imaginarias y, en varias de ellas, aparecían malvados personajes que, envidiosos de mi pertenencia, trataban de arrebatármela.
Pero no se trata ahora de evocar ninguna de esas historietas; quizás, siguiendo el ejemplo de Nanny-Ogg, me anime a convertirlas en cuentos para niños. Baste a este post con la descripción del reloj mágico y de sus efectos. Y en ese aspecto hay que añadir que, dado que corría el riesgo de que el reloj se me escapara de las manos, lo doté de un cordón fino de hilos trenzados que siempre llevaba anudado a mi cinturón. Habría podido concebir un reloj de muñeca pero no, se trataba de un reloj de bolsillo, copiado de una película en blanco y negro que vi en la tele y que no logro identificar pese a que recuerdo escenas sueltas (entre ellas las de una estación brumosa de clara apariencia victoriana en la que un viejo barbudo con levita sacaba "mi" reloj de su bolsillo para comprobar si el tren se estaba demorando).
En fin, volvamos a los efectos mágicos. No sólo lograba detener el tiempo del universo, sino también modificar, a más o a menos, la velocidad con que transcurría. La verdad, no recuerdo que nunca acelerara la aguja (es decir, no recuerdo ninguna aventura imaginaria sucedida desde esa hipótesis), pero sí que tal posibilidad existía. Ambas opciones se activaban una vez que se había parado la aguja; entonces había que tirar un poquito más de la ruedecita mágica hasta llevarla a una segunda posición y desde ahí moverla hacia un lado o hacia otro según se quisiera acelerar o ralentizar la velocidad del tiempo; el grado de variación de la velocidad dependía de cuanto se moviera la ruedecita. Hechos tales ajustes, se volvía a empujar ésta hasta su posición inicial y la aguja (y el tiempo) volvía a moverse a la velocidad deseada. Por supuesto, la velocidad "correcta" siempre podía recuperarse sin errores pues la ruedecita tenía una muesca en el punto justo para facilitar su ajuste.
Como cualquiera adivina, yo manipulaba el transcurrir del tiempo (lo detenía o lo ralentizaba) para poder hacer cosas que, al ritmo normal, me resultaban imposibles o muy difíciles. Hacía de todo, desde chiquilladas caprichosas hasta verdaderos actos benéficos que la humanidad me agradecería eternamente si no fuera porque jamás habían de enterarse (a veces, esa obligación de guardar el secreto, me escocía un poco). Supongo que esta fantasía mía (que alternaba con muchas otras también de naturaleza mágica) no tiene nada de original y habrá sido compartida por muchos otros niños. Si ahora, a mi edad, la rememoro es porque he pasado toda la tarde tratando de organizarme una estrategia que me permita, en poco más de una semana útil, ponerme al día con la cantidad de tareas que de pronto me han caído encima. Y, tras encontrar tres o cuatro truquillos para maximizar la relación entre esfuerzo y resultados y, si hay suerte, salir razonablemente airoso de lo que me espera, en vez de ponerme manos a la obra, decido postergarlo hasta mañana y escribir esta chiquillada. Porque, desde luego, me vendría muy bien que me dejaran el reloj imaginario de mi infancia.
PS1: Mi reloj mágico tenía también otra propiedad y era que podías adelantar las cifras de la ventanilla inferior hasta su límite último, hasta señalar el número máximo de vueltas que había de dar la aguja. Obviamente ese número marcaba el final de mi vida. He de decir que nunca me atreví, ni siquiera imaginariamente, a descubrir ese límite. Pero el que dotara a mi reloj de esa posibilidad me recuerda mi obsesión infantil por la muerte y cómo la necesidad de controlar las derivas angustiosas de mi cerebro han seguramente modelado mi manera de pensar (y de ser). Pero esto no es objeto del presente post.
Time - Pink Floyd (The Dark Side of the Moon, 1973)
PS2: Como todavía sigo impactado por el conciertazo del sábado pasado, repito música de Pink Floyd. Esta vez Time, porque viene a cuento.
¿Qué inicio? Con el egocentrismo propio de la niñez, el inicio era mi nacimiento. Porque se suponía que el reloj me había sido entregado por algún mago benéfico en atención a a los altos designios que me esperaban. Recuerdo que la aguja completaba cada vuelta más o menos en un minuto; lo cual no es de extrañar, ya que en mi escasa imaginación la asimilaba con la segundera de los relojes que conocía. Por aquel entonces yo debía andar entre los ocho y nueve años, lo que sumaría en torno a cuatro millones y medio de vueltecitas de la aguja; ciertamente, no me había explicado cómo cabría en una ventanita tan pequeña una cifra de siete dígitos.
El reloj, además, tenía en su punto oriental la clásica ruedecita que, en los relojes normales, vale para darles cuerda (en extinción), rectificar la hora o la fecha, etc. Pero en el mío era el mando mediante el cual controlaba sus efectos mágicos. Bastaba para activarlos con tirar de ella hacia afuera; en ese exacto momento el fluir del tiempo se detenía, toda la actividad, todo lo que se moviera, quedaba quieto parado hasta que se volviera a apretar el botón llevándolo a su posición inicial. Pero, atención, el único que no quedaba afectado era –por supuesto- yo mismo, el elegido de los dioses. Aunque para no caer en el embeleso general, no podía soltar en ningún momento el reloj.
Me resulta curiosa esa condición que, en mi propia fantasía, yo mismo me imponía. Sospecho que me parecía justo imponerme un elemento de riesgo que compensara algo mi gran suerte, que me obligara a ser cuidadoso en mis actos, so pena de no sólo perder las inmensas ventajas de la posesión de tan mágico objeto, sino quedar atrapado en la parálisis universal con la catastrófica consecuencia de que ésta se volvería eterna pues, ¿quién empujaría la ruedecita para que la aguja volviera a moverse? Supongo además que necesitaba ese "factor de riesgo" como ingrediente creativo de las múltiples aventuras que desarrollaba en torno a la magia del reloj. Porque (¿hace falta decirlo?) vivía muchas peripecias imaginarias y, en varias de ellas, aparecían malvados personajes que, envidiosos de mi pertenencia, trataban de arrebatármela.
Pero no se trata ahora de evocar ninguna de esas historietas; quizás, siguiendo el ejemplo de Nanny-Ogg, me anime a convertirlas en cuentos para niños. Baste a este post con la descripción del reloj mágico y de sus efectos. Y en ese aspecto hay que añadir que, dado que corría el riesgo de que el reloj se me escapara de las manos, lo doté de un cordón fino de hilos trenzados que siempre llevaba anudado a mi cinturón. Habría podido concebir un reloj de muñeca pero no, se trataba de un reloj de bolsillo, copiado de una película en blanco y negro que vi en la tele y que no logro identificar pese a que recuerdo escenas sueltas (entre ellas las de una estación brumosa de clara apariencia victoriana en la que un viejo barbudo con levita sacaba "mi" reloj de su bolsillo para comprobar si el tren se estaba demorando).
En fin, volvamos a los efectos mágicos. No sólo lograba detener el tiempo del universo, sino también modificar, a más o a menos, la velocidad con que transcurría. La verdad, no recuerdo que nunca acelerara la aguja (es decir, no recuerdo ninguna aventura imaginaria sucedida desde esa hipótesis), pero sí que tal posibilidad existía. Ambas opciones se activaban una vez que se había parado la aguja; entonces había que tirar un poquito más de la ruedecita mágica hasta llevarla a una segunda posición y desde ahí moverla hacia un lado o hacia otro según se quisiera acelerar o ralentizar la velocidad del tiempo; el grado de variación de la velocidad dependía de cuanto se moviera la ruedecita. Hechos tales ajustes, se volvía a empujar ésta hasta su posición inicial y la aguja (y el tiempo) volvía a moverse a la velocidad deseada. Por supuesto, la velocidad "correcta" siempre podía recuperarse sin errores pues la ruedecita tenía una muesca en el punto justo para facilitar su ajuste.
Como cualquiera adivina, yo manipulaba el transcurrir del tiempo (lo detenía o lo ralentizaba) para poder hacer cosas que, al ritmo normal, me resultaban imposibles o muy difíciles. Hacía de todo, desde chiquilladas caprichosas hasta verdaderos actos benéficos que la humanidad me agradecería eternamente si no fuera porque jamás habían de enterarse (a veces, esa obligación de guardar el secreto, me escocía un poco). Supongo que esta fantasía mía (que alternaba con muchas otras también de naturaleza mágica) no tiene nada de original y habrá sido compartida por muchos otros niños. Si ahora, a mi edad, la rememoro es porque he pasado toda la tarde tratando de organizarme una estrategia que me permita, en poco más de una semana útil, ponerme al día con la cantidad de tareas que de pronto me han caído encima. Y, tras encontrar tres o cuatro truquillos para maximizar la relación entre esfuerzo y resultados y, si hay suerte, salir razonablemente airoso de lo que me espera, en vez de ponerme manos a la obra, decido postergarlo hasta mañana y escribir esta chiquillada. Porque, desde luego, me vendría muy bien que me dejaran el reloj imaginario de mi infancia.
PS1: Mi reloj mágico tenía también otra propiedad y era que podías adelantar las cifras de la ventanilla inferior hasta su límite último, hasta señalar el número máximo de vueltas que había de dar la aguja. Obviamente ese número marcaba el final de mi vida. He de decir que nunca me atreví, ni siquiera imaginariamente, a descubrir ese límite. Pero el que dotara a mi reloj de esa posibilidad me recuerda mi obsesión infantil por la muerte y cómo la necesidad de controlar las derivas angustiosas de mi cerebro han seguramente modelado mi manera de pensar (y de ser). Pero esto no es objeto del presente post.
Time - Pink Floyd (The Dark Side of the Moon, 1973)
PS2: Como todavía sigo impactado por el conciertazo del sábado pasado, repito música de Pink Floyd. Esta vez Time, porque viene a cuento.
CATEGORÍA: Recuerdos