Yo trabajo en la administración pública, en un departamento que se ocupa (se supone) de la ordenación territorial y urbanística. Cuando se creó este departamento –hace 16 años, al poco tiempo de mi entrada en la Corporación- éramos pocos y “escogidos”. La intención del entonces presidente era conformar un área con cierta autonomía y máxima capacidad ejecutiva, alejada de los tradicionales vicios burocráticos de la administración pública.
Durante los primeros años, entre la ilusión propia de todo nuevo proyecto y el “buen rollito” que había entre nosotros, parecía que podía consolidarse otra forma de gestión pública. Pero, poco a poco, fuimos cayendo (o nos fueron llevando) a los vicios tradicionales de una estructura rígida funcionarial. No se trata ahora de hacer una descripción crítica de esos defectos (que tan fácil resulta condenar desde fuera), sino sólo centrarme en una de sus manifestaciones, que es la que en estos días me está preocupando.
Como es sabido, en la administración pública hay dos ramas de funcionarios, la General y la Especial. En su grupo superior, la General se corresponde muy mayoritariamente con profesionales jurídicos, mientras que en la Especial estamos los demás (los técnicos, por ejemplo). El predominio tradicional de los funcionarios de administración general ha llevado, en mi opinión, a concebir las instituciones de forma tremendamente burocrática, centrando su trabajo en el control (tanto interno como externo). Digamos, muy caricaturescamente, que la Administración no tiene que “producir” nada, sino controlar lo que los demás producen. Ni que decir tiene que la tendencia hipertrófica de esta concepción suele conducir a que los departamentos con más funcionarios de cualquier institución sean aquéllos que se dedican a controlar a la propia administración de la que forman parte, tales como Personal, Intervención, etc. Dudo que, en el sector privado, pudiera subsistir ninguna empresa en que el porcentaje mayoritario de sus empleados se dedicaran no a producir, sino a controlar la actividad de la propia empresa (y no digamos, si ese control tendiera por lo general a limitar o perjudicar la productividad).
En nuestro departamento, siguiendo el esquema predominante en toda la institución, hay dos servicios, uno técnico y otro administrativo. Quizás por las respectivas “deformaciones profesionales” de los funcionarios, cada Servicio ha tendido a dirigir el funcionamiento del departamento desde dos concepciones bastante enfrentadas. No soy para nada objetivo, dado que, probablemente, soy el más notorio portavoz de la posición “técnica” y defiendo que debe romperse la división en dos servicios, trabajando de forma conjunta tanto técnicos como jurídicos, adoptando una actitud más de encontrar soluciones (implicándonos) que de “poner pegas”. En mi opinión, esto obliga a que los jurídicos cambien el chip y se involucren más en la realidad, conociendo los problemas reales y interpretando el marco legislativo para “armar” propuestas en positivo. Hay que aclarar que, en la práctica, la mayoría de juristas que trabajan en nuestro departamento muestran un rechazo extraño a conocer el fondo de las cuestiones y, en cambio, tienden casi siempre a “informar” negativamente aplicando formalmente alguno de los múltiples preceptos legales. Pareciera que lo que tratan es de evitar toda participación en activo, como si quisieran salvaguardarse de cualquier riesgo.
Esta tensión subyacente entre dos formas de entender el servicio público se manifiesta en la práctica de distinta forma según los protagonistas concretos. Durante unos años ocupó la jefatura administrativa una mujer que, quizás para compensar su inseguridad profesional ante sus importantes carencias en las materias urbanísticas, optó por exacerbar la línea dura del control negativo. Hace un par de años, sin embargo, fue sustituida (en parte porque había llevado muchos temas a situaciones insostenibles) por otra chica, bastante más flexible, si bien con de carácter muy ambicioso. Esta mujer, no obstante, tuvo el acierto de apoyarse en un jurídico del servicio que, aparte de ser el de mayor valía profesional, compartía en gran medida la idea de que nuestra obligación es buscar soluciones a los problemas reales (no contentarnos con el mero cumplimiento de la Ley). Se planteó (y se avanzó bastante) crear una Gerencia, lo que permitiría una organización bastante más dinámica en cuyo marco, además, se rompería la tradicional (y para mí nefasta) división entre servicios técnicos y jurídicos.
Pero resulta que, hace apenas un mes, esta nueva jefa de servicio, llevada de su ambición personal, se presenta en las listas electorales al Ayuntamiento y abandona el cargo. Por ese y otros motivos, también parece que la constitución de la Gerencia, que se preveía inmediata, ha quedado en stand-by. Hará una semana me entero de que, con carácter todavía provisional, está ocupando el puesto de jefa de servicio una funcionaria que ya trabajaba en el departamento y que, a mi modo de ver, reúne varias características que la hacen completamente inapropiada. En primer lugar es bastante joven (treinta y pocos), lo que le resta un factor “natural” de autoridad moral, máxime cuando hay otros jurídicos mayores que ella. En segundo lugar, no está suficientemente preparada profesionalmente. A este respecto hay que aclarar que el derecho urbanístico no es algo que dominen los profesionales jurídicos, salvo que se dediquen a ello; por contra, aún no siendo licenciado en derecho, cualquiera que lleve años trabajando en estos temas ha de aprender bastante de derecho urbanístico. Resulta, de otra parte, que en el servicio técnico hay una serie de técnicos (mayoritariamente arquitectos) que llevamos muchos años dedicados profesionalmente a estas materias y, por ende, dominamos aceptablemente los aspectos jurídicos relacionados. Ante esta situación, esta chica (Alicia, se llama) reacciona defendiendo su exclusiva competencia y capacidad de decisión en materia jurídica (en virtud de su titulación), evitando entrar a discutir con argumentos cada caso. Por otra parte, tiende a acentuar la separación (como expresión de autonomía) respecto a los técnicos, lo que le lleva necesariamente a defender el esquema de “control legalista” frente al de “búsqueda de soluciones” (si es que no está ya convencida por principios).
En resumen, que tengo el convencimiento de que Alicia, de consolidarse en ese cargo, va a hacer un daño tremendo y puede convertirse en un obstáculo importante (quizás insalvable mientras siga ahí) para que mi departamento evolucione en la línea que creo que debe hacerlo. En este punto quiero señalar que, pese a mi progresiva desilusión y escepticismo, me sigue gustando lo que hago y sigo creyendo en que nuestra función es importante en términos sociales; aclaro esto porque, de no cambiarse el rumbo, estoy bastante seguro de que mi trabajo servirá cada día para menos y me iré cabreando hasta tener que mandarme mudar.
Los tres o cuatro “personajillos” de mayor relieve del departamento, entre los que me cuento, hemos hablado y coincidimos en que el nombramiento de esta mujer supone un grave empeoramiento de la situación que dificulta alcanzar el modelo de administración y la forma de trabajo que, con matices, todos compartimos. Pero ahí se queda la cosa, porque a ninguno se le pasa por la cabeza hacer nada. Cuando les planteé la posibilidad de hablar con el responsable político de nuestra área, que es quien tendrá que confirmar, en su caso, el nombramiento de esta mujer, me miraron con cara de “mejor no nos metamos ...” y procuraron eludir el bulto. Estos compañeros piensan que si hablamos, por un lado, pocas probabilidades tenemos de que el político nos haga caso y, por otro, nos exponemos a malos rollos en el futuro (sin ir muy lejos, que la interesada se entere y haya un conflicto personal).
A mí estos argumentos no me convencen del todo. Creo que uno tiene el deber ético de manifestar lo que cree que está mal ante quien tiene la capacidad de arreglarlo, aunque piense que cuenta con pocas probabilidades de éxito. Opino que la actitud de mis compañeros, tan común, es uno de los factores que contribuyen a que tantas cosas no se resuelvan. Puede que mi intento no valga para nada pero, al menos, me quedaré con la sensación de que he hecho lo que estaba en mi mano para mejorar la situación. De otra parte, no me apetece nada crearme nuevos conflictos (para lo cual, habré de evitar que Alicia se entere de lo que pienso). Pero, la verdad, no me parece suficiente excusa para la inactividad; además, conociéndome y conociéndola, me temo que será inevitable que nos enfrentemos.
Pues nada, ya está expuesta mi posición. ¿Alguien cree que estoy equivocado? Que todavía no he hecho nada ..
Durante los primeros años, entre la ilusión propia de todo nuevo proyecto y el “buen rollito” que había entre nosotros, parecía que podía consolidarse otra forma de gestión pública. Pero, poco a poco, fuimos cayendo (o nos fueron llevando) a los vicios tradicionales de una estructura rígida funcionarial. No se trata ahora de hacer una descripción crítica de esos defectos (que tan fácil resulta condenar desde fuera), sino sólo centrarme en una de sus manifestaciones, que es la que en estos días me está preocupando.
Como es sabido, en la administración pública hay dos ramas de funcionarios, la General y la Especial. En su grupo superior, la General se corresponde muy mayoritariamente con profesionales jurídicos, mientras que en la Especial estamos los demás (los técnicos, por ejemplo). El predominio tradicional de los funcionarios de administración general ha llevado, en mi opinión, a concebir las instituciones de forma tremendamente burocrática, centrando su trabajo en el control (tanto interno como externo). Digamos, muy caricaturescamente, que la Administración no tiene que “producir” nada, sino controlar lo que los demás producen. Ni que decir tiene que la tendencia hipertrófica de esta concepción suele conducir a que los departamentos con más funcionarios de cualquier institución sean aquéllos que se dedican a controlar a la propia administración de la que forman parte, tales como Personal, Intervención, etc. Dudo que, en el sector privado, pudiera subsistir ninguna empresa en que el porcentaje mayoritario de sus empleados se dedicaran no a producir, sino a controlar la actividad de la propia empresa (y no digamos, si ese control tendiera por lo general a limitar o perjudicar la productividad).
En nuestro departamento, siguiendo el esquema predominante en toda la institución, hay dos servicios, uno técnico y otro administrativo. Quizás por las respectivas “deformaciones profesionales” de los funcionarios, cada Servicio ha tendido a dirigir el funcionamiento del departamento desde dos concepciones bastante enfrentadas. No soy para nada objetivo, dado que, probablemente, soy el más notorio portavoz de la posición “técnica” y defiendo que debe romperse la división en dos servicios, trabajando de forma conjunta tanto técnicos como jurídicos, adoptando una actitud más de encontrar soluciones (implicándonos) que de “poner pegas”. En mi opinión, esto obliga a que los jurídicos cambien el chip y se involucren más en la realidad, conociendo los problemas reales y interpretando el marco legislativo para “armar” propuestas en positivo. Hay que aclarar que, en la práctica, la mayoría de juristas que trabajan en nuestro departamento muestran un rechazo extraño a conocer el fondo de las cuestiones y, en cambio, tienden casi siempre a “informar” negativamente aplicando formalmente alguno de los múltiples preceptos legales. Pareciera que lo que tratan es de evitar toda participación en activo, como si quisieran salvaguardarse de cualquier riesgo.
Esta tensión subyacente entre dos formas de entender el servicio público se manifiesta en la práctica de distinta forma según los protagonistas concretos. Durante unos años ocupó la jefatura administrativa una mujer que, quizás para compensar su inseguridad profesional ante sus importantes carencias en las materias urbanísticas, optó por exacerbar la línea dura del control negativo. Hace un par de años, sin embargo, fue sustituida (en parte porque había llevado muchos temas a situaciones insostenibles) por otra chica, bastante más flexible, si bien con de carácter muy ambicioso. Esta mujer, no obstante, tuvo el acierto de apoyarse en un jurídico del servicio que, aparte de ser el de mayor valía profesional, compartía en gran medida la idea de que nuestra obligación es buscar soluciones a los problemas reales (no contentarnos con el mero cumplimiento de la Ley). Se planteó (y se avanzó bastante) crear una Gerencia, lo que permitiría una organización bastante más dinámica en cuyo marco, además, se rompería la tradicional (y para mí nefasta) división entre servicios técnicos y jurídicos.
Pero resulta que, hace apenas un mes, esta nueva jefa de servicio, llevada de su ambición personal, se presenta en las listas electorales al Ayuntamiento y abandona el cargo. Por ese y otros motivos, también parece que la constitución de la Gerencia, que se preveía inmediata, ha quedado en stand-by. Hará una semana me entero de que, con carácter todavía provisional, está ocupando el puesto de jefa de servicio una funcionaria que ya trabajaba en el departamento y que, a mi modo de ver, reúne varias características que la hacen completamente inapropiada. En primer lugar es bastante joven (treinta y pocos), lo que le resta un factor “natural” de autoridad moral, máxime cuando hay otros jurídicos mayores que ella. En segundo lugar, no está suficientemente preparada profesionalmente. A este respecto hay que aclarar que el derecho urbanístico no es algo que dominen los profesionales jurídicos, salvo que se dediquen a ello; por contra, aún no siendo licenciado en derecho, cualquiera que lleve años trabajando en estos temas ha de aprender bastante de derecho urbanístico. Resulta, de otra parte, que en el servicio técnico hay una serie de técnicos (mayoritariamente arquitectos) que llevamos muchos años dedicados profesionalmente a estas materias y, por ende, dominamos aceptablemente los aspectos jurídicos relacionados. Ante esta situación, esta chica (Alicia, se llama) reacciona defendiendo su exclusiva competencia y capacidad de decisión en materia jurídica (en virtud de su titulación), evitando entrar a discutir con argumentos cada caso. Por otra parte, tiende a acentuar la separación (como expresión de autonomía) respecto a los técnicos, lo que le lleva necesariamente a defender el esquema de “control legalista” frente al de “búsqueda de soluciones” (si es que no está ya convencida por principios).
En resumen, que tengo el convencimiento de que Alicia, de consolidarse en ese cargo, va a hacer un daño tremendo y puede convertirse en un obstáculo importante (quizás insalvable mientras siga ahí) para que mi departamento evolucione en la línea que creo que debe hacerlo. En este punto quiero señalar que, pese a mi progresiva desilusión y escepticismo, me sigue gustando lo que hago y sigo creyendo en que nuestra función es importante en términos sociales; aclaro esto porque, de no cambiarse el rumbo, estoy bastante seguro de que mi trabajo servirá cada día para menos y me iré cabreando hasta tener que mandarme mudar.
Los tres o cuatro “personajillos” de mayor relieve del departamento, entre los que me cuento, hemos hablado y coincidimos en que el nombramiento de esta mujer supone un grave empeoramiento de la situación que dificulta alcanzar el modelo de administración y la forma de trabajo que, con matices, todos compartimos. Pero ahí se queda la cosa, porque a ninguno se le pasa por la cabeza hacer nada. Cuando les planteé la posibilidad de hablar con el responsable político de nuestra área, que es quien tendrá que confirmar, en su caso, el nombramiento de esta mujer, me miraron con cara de “mejor no nos metamos ...” y procuraron eludir el bulto. Estos compañeros piensan que si hablamos, por un lado, pocas probabilidades tenemos de que el político nos haga caso y, por otro, nos exponemos a malos rollos en el futuro (sin ir muy lejos, que la interesada se entere y haya un conflicto personal).
A mí estos argumentos no me convencen del todo. Creo que uno tiene el deber ético de manifestar lo que cree que está mal ante quien tiene la capacidad de arreglarlo, aunque piense que cuenta con pocas probabilidades de éxito. Opino que la actitud de mis compañeros, tan común, es uno de los factores que contribuyen a que tantas cosas no se resuelvan. Puede que mi intento no valga para nada pero, al menos, me quedaré con la sensación de que he hecho lo que estaba en mi mano para mejorar la situación. De otra parte, no me apetece nada crearme nuevos conflictos (para lo cual, habré de evitar que Alicia se entere de lo que pienso). Pero, la verdad, no me parece suficiente excusa para la inactividad; además, conociéndome y conociéndola, me temo que será inevitable que nos enfrentemos.
Pues nada, ya está expuesta mi posición. ¿Alguien cree que estoy equivocado? Que todavía no he hecho nada ..
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas