Hace unas noches soñé –ignoro qué lo habrá motivado- con El Siglo de las Luces, la prodigiosa novela de Alejo Carpentier. La novela fue publicada en México en 1962., pero llevaba escribiéndose desde 1955, cuando Carpentier, durante una breve estancia en Guadalupe, descubrió al personaje Víctor Hugues. Para situarnos, citemos algunas obras publicadas en esas fechas por los autores que, luego, vinieron a llamarse el “boom” latinoamericano. En el mismo año y país, México 1962, publica Carlos Fuentes La muerte de Artemio Cruz; cinco años después, la fantástica Cambio de piel. Pocos años antes García Márquez había publicado El coronel no tiene quien le escriba (1961) y Los funerales de la Mamá Grande (1962); unos años después vería la luz la sacrosanta Cien años de soledad (1967). Y demos un salto al cono sur (por más que viviera en París): en 1963 aparece Rayuela, la primera “novela” publicada de Cortázar, si es que a Rayuela se le puede poner esa o cualquier otra etiqueta. Y de Argentina a Chile: Donoso publica El lugar sin límites (estremecedora) en 1965. En Perú, obviamente, toca Vargas Llosa quien, en 1963 presenta La ciudad y los perros; en el 65 La casa verde (nunca me gustó demasiado pese a ser de las más halagadas) y en el 69, Conversación en La Catedral (maravillosa). Y acabo este rápido repaso volviendo a Cuba con Cabrera Infante y sus Tres tristes tigres de 1965.
El boom realmente fue un invento de la crítica, un ponerle etiqueta a un grupo de escritores latinoamericanos que llevó la literatura del continente al primer plano de la atención mundial; bueno, al menos europea (desconozco qué tanto caló el fenómeno en los USA). Aunque cada uno fuera de su padre y de su madre (con notables diferencias de edad entre ellos), no se puede negar que había denominadores comunes; uno de ellos, creo yo, es la conciencia de escribir como latinoamericanos, de descubrir y expresar una voz propia, por más que tuviera diversos acentos. Incluso me atrevo a sostener que ese “aire de familia” se sostenía justamente en las temáticas locales diferentes. Esa voz propia era, además, nueva, joven, potente … revolucionaria. No es casualidad que la década de los sesenta fuera, en gran medida, la de la irrupción de América Latina como sujeto histórico; no es casualidad que en todos estos escritores la revolución cubana fuera una referencia fundamental (al margen de cómo evolucionaron después las cosas).
El boom realmente fue un invento de la crítica, un ponerle etiqueta a un grupo de escritores latinoamericanos que llevó la literatura del continente al primer plano de la atención mundial; bueno, al menos europea (desconozco qué tanto caló el fenómeno en los USA). Aunque cada uno fuera de su padre y de su madre (con notables diferencias de edad entre ellos), no se puede negar que había denominadores comunes; uno de ellos, creo yo, es la conciencia de escribir como latinoamericanos, de descubrir y expresar una voz propia, por más que tuviera diversos acentos. Incluso me atrevo a sostener que ese “aire de familia” se sostenía justamente en las temáticas locales diferentes. Esa voz propia era, además, nueva, joven, potente … revolucionaria. No es casualidad que la década de los sesenta fuera, en gran medida, la de la irrupción de América Latina como sujeto histórico; no es casualidad que en todos estos escritores la revolución cubana fuera una referencia fundamental (al margen de cómo evolucionaron después las cosas).
Yo descubrí el boom en mi adolescencia. Entre los últimos años del bachillerato y los primeros de la universidad, digamos que hasta 1978 más o menos, es probable que me haya devorado toda la obra publicada hasta entonces por la mayoría de los autores que he citado (y de algunos otros que he callado). Para colmo, en esa última etapa de lecturas entusiastas residía en Lima, y es fácil entender que Conversación en La Catedral no se interioriza igual en la capital peruana que en Dublín (en este caso, atrévase usted con Ulises). En fin, lo que pretendo decir es que mi relación con estas obras tiene mucho de íntima; son parte de esas “cosas de nuestras vidas” sobre las que ya escribí en este blog. Y eso que, por condicionantes cronológicos, para cuando pude leer Rayuela (por citar la que más cerca está de mi corazón) los propios implicados habían decidido expedir certificado de defunción al boom (oficializado por Donoso en 1972 con su Historia personal del boom).
He dicho que antes de mis veinte años ya había devorado a casi todos esos autores; el casi se debe a que a Carpentier no lo leí hasta bastante más tarde, superada la treintena. Y es curioso porque Carpentier es, de lejos, el de mayor edad de los escritores citados; nacido en 1904, diez años antes que Cortázar, pero es que, por edad podría ser el padre de Donoso (1924), García Márquez (1927), Carlos Fuentes (1928), Cabrera Infante (1929) y no digamos de Vargas Llosa (1936). Mientras en los primeros 60 los restantes (Cortázar algo menos) eran escritores jóvenes, al publicar El siglo, Carpentier tenía 58 años. Pero, sobre todo, el escritor cubano llevaba ya una obra a rastras mucho más consolidada que la de los otros. Al evocar mis años adolescentes no recuerdo que el nombre de Carpentier sonara con la fuerza de los demás, aunque sí se me apareció en algunas ocasiones, pero quizás su reclamo no retumbara tanto. En retrospectiva pienso que no fue mala cosa que no lo leyera hasta casi dos décadas después. Por más que sea él quien creó esa intuición poética que anegaría la literatura latinoamericana (fue él quien primero habló de lo “real maravilloso” que devendría luego en el “realismo mágico”), hay muchos que se resisten a situarlo bajo el celebérrimo marchamo del boom. Lo que es verdad es que su escritura tiene notas distintas del resto, más distintas que las distinciones que pueden señalarse entre los restantes (habría también que apartar también a Cortazar, pero por otras razones).
Dudo ahora que si hubiera leído con diecisiete años El siglo de las luces (o algunas de las otras tres que he leído suyas), hubiese sido capaz de extasiarme tanto con la exuberancia barroca del lenguaje; probablemente me habría producido una cierta desazón, nacida de mi impaciencia juvenil por llegar, a costa de perder gran parte del placer del viaje. En el sueño de la otra noche, de muy escaso y confuso recuerdo, me queda una sensación de olas marinas y olores densos y un enroscamiento de colores abigarrados. Apenas me acordaba de los detalle de la historia caribeña, del simbólico nexo entre el nacimiento de las libertades (la revolución francesa) y el autoreconocimiento de América. Me quedaban, sólo, las huellas mentales de letra (la historia) y música (el estilo), pero eran (son) huellas bien marcadas, como todos los recuerdos capaces de engendrar sueños. Me desperté, pues, con ganas de releer la novela; la busqué y en un rato absorbí el primer capítulo. Fue suficiente para activar muchas cosas. Luego dejé el libro; tengo ahora otros entre manos que prefiero acabar antes. Pero ahí queda, para dentro de nada, una relectura que me apetece mucho. Entre tanto transcribo las dos primeras frases (son sólo dos oraciones) para que se entienda qué significa exuberancia barroca. Y para que se sepa qué es escribir de maravilla.
Detrás de él, en acongojado diapasón, volvía el Albacea a su recuento de responsos, crucero, ofrendas, vestuario, blandones, bayetas y flores, obituario y réquiem –y había venido éste de gran uniforme, y había llorado aquél, y había dicho el otro que no éramos nada …– sin que la idea de la muerte acabara de hacerse lúgubre a bordo de aquella barca que cruzaba la bahía bajo un tórrido sol de media tarde, cuya luz rebrillaba en todas las olas, encandilando por la espuma y la burbuja, quemante en descubierto, quemante bajo el toldo, metido en los ojos, en los poros, intolerable para las manos que buscaban un descanso en las bordas. Envuelto en sus improvisados lutos que olían a tintas de ayer, el adolescente miraba la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías verdes, rojas, anaranjadas, coloreaban una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas –siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de albañilería, desde que la fiebre de la construcción se había apoderado de sus habitantes enriquecidos por la última guerra de Europa.
CATEGORÍA: Literaturas
He dicho que antes de mis veinte años ya había devorado a casi todos esos autores; el casi se debe a que a Carpentier no lo leí hasta bastante más tarde, superada la treintena. Y es curioso porque Carpentier es, de lejos, el de mayor edad de los escritores citados; nacido en 1904, diez años antes que Cortázar, pero es que, por edad podría ser el padre de Donoso (1924), García Márquez (1927), Carlos Fuentes (1928), Cabrera Infante (1929) y no digamos de Vargas Llosa (1936). Mientras en los primeros 60 los restantes (Cortázar algo menos) eran escritores jóvenes, al publicar El siglo, Carpentier tenía 58 años. Pero, sobre todo, el escritor cubano llevaba ya una obra a rastras mucho más consolidada que la de los otros. Al evocar mis años adolescentes no recuerdo que el nombre de Carpentier sonara con la fuerza de los demás, aunque sí se me apareció en algunas ocasiones, pero quizás su reclamo no retumbara tanto. En retrospectiva pienso que no fue mala cosa que no lo leyera hasta casi dos décadas después. Por más que sea él quien creó esa intuición poética que anegaría la literatura latinoamericana (fue él quien primero habló de lo “real maravilloso” que devendría luego en el “realismo mágico”), hay muchos que se resisten a situarlo bajo el celebérrimo marchamo del boom. Lo que es verdad es que su escritura tiene notas distintas del resto, más distintas que las distinciones que pueden señalarse entre los restantes (habría también que apartar también a Cortazar, pero por otras razones).
Dudo ahora que si hubiera leído con diecisiete años El siglo de las luces (o algunas de las otras tres que he leído suyas), hubiese sido capaz de extasiarme tanto con la exuberancia barroca del lenguaje; probablemente me habría producido una cierta desazón, nacida de mi impaciencia juvenil por llegar, a costa de perder gran parte del placer del viaje. En el sueño de la otra noche, de muy escaso y confuso recuerdo, me queda una sensación de olas marinas y olores densos y un enroscamiento de colores abigarrados. Apenas me acordaba de los detalle de la historia caribeña, del simbólico nexo entre el nacimiento de las libertades (la revolución francesa) y el autoreconocimiento de América. Me quedaban, sólo, las huellas mentales de letra (la historia) y música (el estilo), pero eran (son) huellas bien marcadas, como todos los recuerdos capaces de engendrar sueños. Me desperté, pues, con ganas de releer la novela; la busqué y en un rato absorbí el primer capítulo. Fue suficiente para activar muchas cosas. Luego dejé el libro; tengo ahora otros entre manos que prefiero acabar antes. Pero ahí queda, para dentro de nada, una relectura que me apetece mucho. Entre tanto transcribo las dos primeras frases (son sólo dos oraciones) para que se entienda qué significa exuberancia barroca. Y para que se sepa qué es escribir de maravilla.
Detrás de él, en acongojado diapasón, volvía el Albacea a su recuento de responsos, crucero, ofrendas, vestuario, blandones, bayetas y flores, obituario y réquiem –y había venido éste de gran uniforme, y había llorado aquél, y había dicho el otro que no éramos nada …– sin que la idea de la muerte acabara de hacerse lúgubre a bordo de aquella barca que cruzaba la bahía bajo un tórrido sol de media tarde, cuya luz rebrillaba en todas las olas, encandilando por la espuma y la burbuja, quemante en descubierto, quemante bajo el toldo, metido en los ojos, en los poros, intolerable para las manos que buscaban un descanso en las bordas. Envuelto en sus improvisados lutos que olían a tintas de ayer, el adolescente miraba la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías verdes, rojas, anaranjadas, coloreaban una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas –siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de albañilería, desde que la fiebre de la construcción se había apoderado de sus habitantes enriquecidos por la última guerra de Europa.
CATEGORÍA: Literaturas
Buenos días ¿¿¿¿hoy es tu cumple?? ¿¿o todavía falta un poquito???.
ResponderEliminarPD: Ves estos post dan una seriedad a tu blog, que claro luego nos vienes con uno con tono irónico y una no lo pilla. Una y más de una.
Jope, Miros, ahora ya no me fío... ¿estarás escribiendo este post también con ironía? Si es que no se puede juguetear con el personaaaal, que luego pasa lo que pasaaaa.....
ResponderEliminarEso sí, me han entrado unas ganas de leer, que ni te cuento.
Besitos.
Acuerate que Horacio, en Rayuela habla de mujeres o libros "desencadenantes". Para mi uno de esos libros (que nunca para de crecer) fue "Los pasos perdidos". Ante una iluminación tan brusca, he intentado leerme todo de Carpentier, y...lástima...no todo es como "Los pasos". A "El Siglo" le veo precisamente como defecto lo que tú le ves como virtud: esa prosa casi excesiva (además, una anécdota famosa cuenta que García Márquez llevaba escritas más de cien páginas de "Cien años de soledad" que volvió a empezar al leer "El Siglo", yo creo que por eso se perecen "tanto" sus prosas)
ResponderEliminarLa de "Los pasos" es una historia perfecta, deslumbrante,"desencadenante"...Cuando mi mujer no era mi mujer, le presté el libro, en gran parte para ver como reaccionaba. Cuando me lo devolvió, lo hizo con los pasajes de amor subrayados......
..Carpentier sólo escribió un puñado de cuentos..te los recomiendo vívamente, sobre todo "semejante a la noche" y "los figitivos"
Ufff... yo me leí "El Siglo de las Luces" en plena adolescencia, sacado de la biblioteca del Instituto. Confieso que no recuerdo absolutamente nada del libro. Quizás deba volver a leerlo. Así como es posible que debiera conocer a Donoso, Carlos Fuentes y Cabrera Infante de quienes no he leído absolutamente nada.
ResponderEliminarBesos
Precisión pedante: "Los premios" es anterior a "Rayuela" en un par de años. Parece que se la tiene - los "entendidos" la tienen - por una novela menor, menos vanguardista y menos cortazariana. Te confieso que a mi me gusta más, como siempre me ha gustado más el Cortázar que deja fluir sin complejos su vena "burguesa", intelectual y tirando a elitista, que el que calza, a mi gusto más bien a la fuerza, una conciencia social y revolucionaria que a mi me suena a postiza. O que el peor de todos, el que trata de compaginar las dos cosas, convirtiéndose en un elitista de la revolución que resultaría irritante si en ocasiones no llegara a enternecer por lo ingenuo.
ResponderEliminarEn cuanto a Carpentier, creo que me gusta más cuanto más antiguo es el tiempo de que se ocupa. "El siglo de las luces" es espléndida, a mi al menos, que la lei a eso de los veinte años, me hizo un gran impacto y la he releído desde entonces tres o cuatro veces. "El recurso del método" es casi tan buena. De "Los pasos en las huellas", "El reino de este mundo", "El arpa y la sombra" tengo menos recuerdo, pero sé que me gustaron también en su día. Y "La Consagración de la Primavera", que compré y leí con avidez en cuanto se publicó, la he releído hace un par de años y prácticamente se me caía de las manos. No solo es que sea evidentemente panfletaria, castrista hasta el sonrojo y burdamente propagandista, sino que, siento decirlo, me ha parecido además mala sin paliativos, mala al nivel del peor Gironella, del peor San Pedro, del peor Gala. (Suponiendo que haya algún San Pedro y algún Gala que no sean el peor).
Perdona la longitud de este comentario, voy leyendo tus posts atrasados y escribo buenamente lo que me va sugiriendo su lectura. Permíteme que vuelva a decírtelo: un fantástico blog, el tuyo.
Vaya, me ha tricionado la memoria. "Los pasos en las huellas" no es una novela de Carpentier, es un relato de Cortázar. Sobre un trompetista de jazz y su biógrafo, creo recordar. La novela de Carpentier a la que me refería es "Los pasos perdidos". Excelente también.
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