El primer año de mi estancia en Tenerife, a mediados de los ochenta, lo pasé en una urbanización turística del sur. Pasados los primeros meses de soledad, entablé amistad con algunos de los esquivos y extraños "aborígenes". La verdad es que esos primeros amigos y yo parecíamos pertenecer a universos distintos de tan poco que teníamos en común. Ellos, chicos y chicas más jóvenes incluso de lo que yo lo era, iniciaban su vida laboral en empresas vinculadas al negocio turístico (inmobiliarias, agencias, hoteles) pero sus referentes seguían siendo los propios del mundo agrario de la que provenían. Yo, en cambio, llegaba del Madrid de los años de la "movida", de una cultura exageradamente urbanita, de una incultura tremenda sobre casi todo lo que era verdaderamente real ...
Juani era una preciosidad. Diecinueve años, pelo larguísimo del negro más negro y más brillante que hasta entonces había visto, unos ojos grandes como piscinas en las que burbujeaba la risa, unos labios que me enloquecían de ganas de besarlos. Me la presentó una compañera de oficina que, inexplicablemente, se empeñó en enrollarnos; más inexplicable todavía fue que a Juani, una de las niñas más deseadas de esos barrios, le gustara el godo raro y soso que yo era y casi me obligara a besarla una noche apoyados en el muro de una platanera. Juani vivía en una casita de un grupo de cuatro o cinco construidas en el interior de una finca de plátanos y allí la acababa de dejar a la vuelta de una discoteca de Playa de Las Américas.
Juani era tinerfeña, pero sus padres habían venido muy jóvenes de La Gomera a trabajar a esa finca. Hacia principios de los sesenta, el terrateniente de las plataneras andaba escaso de mano de obra y pidió a un cuñado suyo, dueño de otras en la costa de Hermigua, que le enviase braceros jóvenes. Acompañando a dos de sus hermanos, llegó Mari, una muchacha en la quincena. Ella misma, una preciosa mujer de unos cuarenta años cuando la conocí, me contó sonriente varias anécdotas de aquellos sus primeros tiempos tinerfeños, sirviendo en la casa de los dueños y soportando trabajos duros y más de un desprecio. Unos años después, en otra remesa de inmigración agraria interinsular, llegaría Chano; se enamorarían, se casarían, se mudarían a la vivienda de los medianeros, ella dejaría la casa grande pero Chano seguiría trabajando los plátanos, nacerían Manuel, Juani, Vero ... Los hijos habían acabado el instituto, durante los últimos años habían aparecido nuevas opciones laborales: ellos no trabajarían en la platanera; los tiempos habían cambiado.
Juani y yo salimos cuatro o cinco meses; diversos acontecimientos que ahora no vienen al caso hicieron que nuestra relación acabara abrupta y no demasiado cordialmente. Al poco, dejé el sur y me mudé a Santa Cruz, la capital de la isla. Pasé varios años alejado de las plataneras y, desde luego, no he vuelto a hacer el amor bajo piñas de plátanos verdes. Tampoco he vuelto a saber nada de Juani. Pero un día, hace tres o cuatro años, volví a recordarla. Vino a vernos al Cabildo el propietario de unos terrenos agrícolas del sur. Pretendía que parte de su finca se incluyese en una operación urbanística que se estaba planificando, de forma que resultase beneficiario del correspondiente aprovechamiento urbanístico. Para apoyar sus pretensiones argüía que la crisis del plátano le había obligado a abandonar los cultivos en la parte más cercana a la carretera, justamente la que proponía reclasificar. Este hombre, de una de las familias "influyentes" de la Isla, convenció a uno de "mis" políticos para que fuese con "sus" técnicos a visitar los terrenos; de esa forma, dijo, nos daríamos cuenta de la conveniencia de que se urbanizasen.
Así que un viernes hacia mediodía bajamos al sur. Aunque yo sabía perfectamente cuál era la localización de la finca, nunca viéndola en los planos se me había ocurrido pensar que podía tratarse de la platanera que había frecuentado veinte años atrás. Al meternos con el coche oficial por los caminos rectos, estrechos y flanqueados por aquellos muros tan característicos, me vinieron de golpe un tropel de recuerdos. En efecto, las fincas más cercanas a la carretera estaban abandonadas, las plantas secas, dejándose morir (pocos paisajes son más desoladores que el de una platanera abandonada). Mientras paseábamos, al doblar un recodo, atisbé el grupito de casas en el que había vivido Juani con sus padres y hermanos; parecían también abandonadas y medio ruinosas, pero no quise (¿no pude?) preguntar nada.
Al cabo de un rato, como tácitamente estaba previsto, el terrateniente nos invitó a comer pescado en un famoso restaurante de un cercano pueblo costero (una sama a la espalda que estaba deliciosa). La comida fue larga y demasiado regada, tanto que pasadas más de dos horas los cuatro comensales estábamos despatarrados contándonos historias como si fuéramos íntimos y careciésemos de vergüenza. Quien más hablaba era el anfitrión, empeñado en rememorar su infancia y juventud en la finca de plátanos (a la que iba ocasionalmente, porque en realidad se había criado en la capital) y en revivir para nosotros (especialmente para mí, el godo) unas condiciones de vida y unas relaciones sociales hoy ya desaparecidas. Contó multitud de anécdotas de su padre, que el viejo sí que era un cabronazo de los de antes, dueño y señor de sus tierras y de quienes en ellas moraban. Con tono levemente admirativo evocó los años en que era un viudo casi sesentón, allá hacia principios de los sesenta, pero todavía fuerte y con ganas de marcha; nos contó que cuando el cuerpo le pedía la guerra cogía su coche americano y se venía para la finca a beneficiarse a alguna de sus medianeras. Me acuerdo, añadió de pronto, de que por esas fechas al viejo le dio fuerte con una chiquilla recién llegada de la Gomera, de los medianeros de mi tío. Pero le cabreaba que la niña, aunque se dejaba hacer (faltaría más), se comportara como distraída, como si no fuera con ella. Tanto que una vez, mientras follaban en la platanera, le dijo (y le gustó tanto su propia frase que la repitió a varios amigos en el casino de Santa Cruz): Mari, coño, amor no te pido; pero por lo menos pon atención.
Juani era una preciosidad. Diecinueve años, pelo larguísimo del negro más negro y más brillante que hasta entonces había visto, unos ojos grandes como piscinas en las que burbujeaba la risa, unos labios que me enloquecían de ganas de besarlos. Me la presentó una compañera de oficina que, inexplicablemente, se empeñó en enrollarnos; más inexplicable todavía fue que a Juani, una de las niñas más deseadas de esos barrios, le gustara el godo raro y soso que yo era y casi me obligara a besarla una noche apoyados en el muro de una platanera. Juani vivía en una casita de un grupo de cuatro o cinco construidas en el interior de una finca de plátanos y allí la acababa de dejar a la vuelta de una discoteca de Playa de Las Américas.
Juani era tinerfeña, pero sus padres habían venido muy jóvenes de La Gomera a trabajar a esa finca. Hacia principios de los sesenta, el terrateniente de las plataneras andaba escaso de mano de obra y pidió a un cuñado suyo, dueño de otras en la costa de Hermigua, que le enviase braceros jóvenes. Acompañando a dos de sus hermanos, llegó Mari, una muchacha en la quincena. Ella misma, una preciosa mujer de unos cuarenta años cuando la conocí, me contó sonriente varias anécdotas de aquellos sus primeros tiempos tinerfeños, sirviendo en la casa de los dueños y soportando trabajos duros y más de un desprecio. Unos años después, en otra remesa de inmigración agraria interinsular, llegaría Chano; se enamorarían, se casarían, se mudarían a la vivienda de los medianeros, ella dejaría la casa grande pero Chano seguiría trabajando los plátanos, nacerían Manuel, Juani, Vero ... Los hijos habían acabado el instituto, durante los últimos años habían aparecido nuevas opciones laborales: ellos no trabajarían en la platanera; los tiempos habían cambiado.
Juani y yo salimos cuatro o cinco meses; diversos acontecimientos que ahora no vienen al caso hicieron que nuestra relación acabara abrupta y no demasiado cordialmente. Al poco, dejé el sur y me mudé a Santa Cruz, la capital de la isla. Pasé varios años alejado de las plataneras y, desde luego, no he vuelto a hacer el amor bajo piñas de plátanos verdes. Tampoco he vuelto a saber nada de Juani. Pero un día, hace tres o cuatro años, volví a recordarla. Vino a vernos al Cabildo el propietario de unos terrenos agrícolas del sur. Pretendía que parte de su finca se incluyese en una operación urbanística que se estaba planificando, de forma que resultase beneficiario del correspondiente aprovechamiento urbanístico. Para apoyar sus pretensiones argüía que la crisis del plátano le había obligado a abandonar los cultivos en la parte más cercana a la carretera, justamente la que proponía reclasificar. Este hombre, de una de las familias "influyentes" de la Isla, convenció a uno de "mis" políticos para que fuese con "sus" técnicos a visitar los terrenos; de esa forma, dijo, nos daríamos cuenta de la conveniencia de que se urbanizasen.
Así que un viernes hacia mediodía bajamos al sur. Aunque yo sabía perfectamente cuál era la localización de la finca, nunca viéndola en los planos se me había ocurrido pensar que podía tratarse de la platanera que había frecuentado veinte años atrás. Al meternos con el coche oficial por los caminos rectos, estrechos y flanqueados por aquellos muros tan característicos, me vinieron de golpe un tropel de recuerdos. En efecto, las fincas más cercanas a la carretera estaban abandonadas, las plantas secas, dejándose morir (pocos paisajes son más desoladores que el de una platanera abandonada). Mientras paseábamos, al doblar un recodo, atisbé el grupito de casas en el que había vivido Juani con sus padres y hermanos; parecían también abandonadas y medio ruinosas, pero no quise (¿no pude?) preguntar nada.
Al cabo de un rato, como tácitamente estaba previsto, el terrateniente nos invitó a comer pescado en un famoso restaurante de un cercano pueblo costero (una sama a la espalda que estaba deliciosa). La comida fue larga y demasiado regada, tanto que pasadas más de dos horas los cuatro comensales estábamos despatarrados contándonos historias como si fuéramos íntimos y careciésemos de vergüenza. Quien más hablaba era el anfitrión, empeñado en rememorar su infancia y juventud en la finca de plátanos (a la que iba ocasionalmente, porque en realidad se había criado en la capital) y en revivir para nosotros (especialmente para mí, el godo) unas condiciones de vida y unas relaciones sociales hoy ya desaparecidas. Contó multitud de anécdotas de su padre, que el viejo sí que era un cabronazo de los de antes, dueño y señor de sus tierras y de quienes en ellas moraban. Con tono levemente admirativo evocó los años en que era un viudo casi sesentón, allá hacia principios de los sesenta, pero todavía fuerte y con ganas de marcha; nos contó que cuando el cuerpo le pedía la guerra cogía su coche americano y se venía para la finca a beneficiarse a alguna de sus medianeras. Me acuerdo, añadió de pronto, de que por esas fechas al viejo le dio fuerte con una chiquilla recién llegada de la Gomera, de los medianeros de mi tío. Pero le cabreaba que la niña, aunque se dejaba hacer (faltaría más), se comportara como distraída, como si no fuera con ella. Tanto que una vez, mientras follaban en la platanera, le dijo (y le gustó tanto su propia frase que la repitió a varios amigos en el casino de Santa Cruz): Mari, coño, amor no te pido; pero por lo menos pon atención.
Qué hjo de p...!. Encima este pederasta pertenecía a una ralea que, simplemente por tener pasta y considerarse fuerzas vivas y ejemplificantes de la sociedad, se permitían el lujo de alardear y hacer guasa de sus "hazañas".
ResponderEliminar¡Qué asco!, tenía que caérsele la pilila a cachitos a todos.
Un beso
Falta una coma detrás de cachitos.
ResponderEliminarTerriblemente triste esa última imagen.
ResponderEliminarMiroslav, qué dulces recuerdos de amor bajo los plátanos y qué actos medievales y bárbaros al mismo tiempo. Sueles dejar en tus entradas la esencia de la vida, la luz y la oscuridad.
ResponderEliminarUn abrazo
La de historias qué podrían contar esas plataneras, historias de amor y de explotación...
ResponderEliminarLos señoritos, ya se sabe, son iguales en todas partes.
Besos
Encima, tenia que poner atención. Un tiro de sal en semejante sitio le había puesto yo.
ResponderEliminar(huy, me ha salido un poco brusco el comentario)