Los marcianos eran enormes; no puedo precisarte mucho pero digamos que la talla media era como mil veces la de un hombre adulto normal. Con esas dimensiones, es fácil comprender que la tierra no les interesara: les parecía muy pequeña. Sin embargo, desde sus inmensas plataformas espaciales les divertía observarnos y, desde hace unos décadas (en nuestra escala temporal), usarnos como juguetes con los que entretenerse.
Por ejemplo, organizaban campeonatos de fútbol de baja densidad, por llamar de alguna manera a ese juego extraño que les habíamos inspirado. En cualquier región que fuera suficientemente plana y poco poblada delimitaban un rectángulo inmenso, de cincuenta por cien kilómetros aproximadamente. Sí, ya sé que piensas que ese sería el tamaño de una cancha a su escala, pero el caso es que ellos no bajaban a jugar, sino que ponían a humanos dispersos por ese interminable pampón para que, cuando les cayera la pelota, avanzaran hacia adelante en un intento casi siempre inútil de encontrar la remota portería y marcar gol.
A mí me tocó en el campo del Sahara Occidental, sería porque era el que quedaba más cerca de Canarias. Estaba algo al sur de Villa Cisneros, ciudad que siempre había tenido curiosidad por visitar pero, claro, mientras durara el partido ni siquiera podía planteármelo. Pasé mucho tiempo avanzando hacia el sur, sin toparme con otros jugadores y mucho menos con la pelota. Era algo frustrante; a veces uno sentía que hacía el tonto, dudaba de que realmente el partido estuviera en juego. En otros momentos, te preguntabas que por qué habías de deslomarte corriendo para divertir a esos extraterrestres. Pero no vayas a creer que fueran esos los pensamientos más frecuentes. No, lo normal es que uno apenas pensase nada; sólo corriese hacia adelante, buscando desmarcarse para recibir la pelota en posición correcta y poder hacer una buena jugada.
Sí, los partidos se jugaban en sueños. O, quién sabe, a lo mejor lo que llamamos nuestras vidas era lo que soñábamos cuando caíamos rendidos y dormíamos unas horas en esas inhóspitas canchas de fútbol. Durante una temporada esta cuestión me preocupó y traté de dilucidarla sin éxito. Le preguntaba a mis amigos sobre sus sueños pero no sacaba nada en claro. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta de sus miradas astutas y comprendí que con esas dudas estaba perdiendo posiciones en el campo. Además, pasada la etapa adolescente, comprendí que carecía de relevancia saber cuál era la realidad. Lo único importante era marcar un gol; ese acto daría sentido a la existencia, justificaría todos los esfuerzos, me haría acreedor de las más excelsas recompensas.
Pero, por lo mismo que la esperanza del gol (o, más modestamente, de una mínimamente buena jugada) me enardecía y estimulaba, el miedo a situarme en fuera de juego generaba una angustia paralizante. Y por eso, mientras corría hacia el sur, hundiéndome en la arena y soportando el abrasador sol del desierto, buscaba ansiosamente jugadores rivales que me permitieran trazar la línea imaginaria de la defensa y confiaba en verlos justo cuando me llegara el pase largo que haría un desconocido centrocampista de mi equipo; justo antes de parar con el pecho esa pelota, bajarla al pie y acelerar mi carrera hacia delante.
Si hubiese calculado las probabilidades que tenía de cruzarme con cualquiera de los otros veintiún jugadores que, como yo, corrían en un rectángulo desértico, quizá no me hubiese desalentado. Si hubiese meditado sobre la tremenda desproporción entre nuestras dimensiones y las de los marcianos, quizá hubiese comprendido que lo que para mí era un mes entero para ellos apenas alcanzaba los cuarenta y cinco minutos que dura una parte del partido. Lo cierto es que, pese al afán tan grande por marcar gol (o, más modestamente, por protagonizar alguna jugada mínimamente buena) e incluso pese al angustioso miedo existencial al fuera de juego, me rendí al desfallecimiento y me dejé caer entre las dunas, pidiendo el cambio.
Me cambiaron, sí, y ahora estoy aquí en este banquillo galáctico, uno más de los minúsculos muñequitos de juguete entre las gigantescas manos de los marcianos. Ahora sueño que veo el partido del Sahara en una inmensa pantalla dispuesta a modo de parabrisas de esta plataforma espacial. Hace unos días, apenas unos minutos, vi a mi sustituto recibiendo un balón largo casi al borde del fuera de juego, bajándolo al pie y avanzando raudo hacia la portería, que distaba sólo unos diez kilómetros. Sentí una gran pena, una melancolía pastosa que me llenaba entero. Esa tristeza también la llevo en mi otra vida, la que transcurre en Canarias, sea cual sea la real. Me queda, sin embargo, la esperanza de que en próximo partido sea titular; por aquí se comenta que toca un campo cercano a la bahía de Hudson, vecino a Ivujivik. Frío, brumas, nieve; será un cambio.
Por ejemplo, organizaban campeonatos de fútbol de baja densidad, por llamar de alguna manera a ese juego extraño que les habíamos inspirado. En cualquier región que fuera suficientemente plana y poco poblada delimitaban un rectángulo inmenso, de cincuenta por cien kilómetros aproximadamente. Sí, ya sé que piensas que ese sería el tamaño de una cancha a su escala, pero el caso es que ellos no bajaban a jugar, sino que ponían a humanos dispersos por ese interminable pampón para que, cuando les cayera la pelota, avanzaran hacia adelante en un intento casi siempre inútil de encontrar la remota portería y marcar gol.
A mí me tocó en el campo del Sahara Occidental, sería porque era el que quedaba más cerca de Canarias. Estaba algo al sur de Villa Cisneros, ciudad que siempre había tenido curiosidad por visitar pero, claro, mientras durara el partido ni siquiera podía planteármelo. Pasé mucho tiempo avanzando hacia el sur, sin toparme con otros jugadores y mucho menos con la pelota. Era algo frustrante; a veces uno sentía que hacía el tonto, dudaba de que realmente el partido estuviera en juego. En otros momentos, te preguntabas que por qué habías de deslomarte corriendo para divertir a esos extraterrestres. Pero no vayas a creer que fueran esos los pensamientos más frecuentes. No, lo normal es que uno apenas pensase nada; sólo corriese hacia adelante, buscando desmarcarse para recibir la pelota en posición correcta y poder hacer una buena jugada.
Sí, los partidos se jugaban en sueños. O, quién sabe, a lo mejor lo que llamamos nuestras vidas era lo que soñábamos cuando caíamos rendidos y dormíamos unas horas en esas inhóspitas canchas de fútbol. Durante una temporada esta cuestión me preocupó y traté de dilucidarla sin éxito. Le preguntaba a mis amigos sobre sus sueños pero no sacaba nada en claro. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta de sus miradas astutas y comprendí que con esas dudas estaba perdiendo posiciones en el campo. Además, pasada la etapa adolescente, comprendí que carecía de relevancia saber cuál era la realidad. Lo único importante era marcar un gol; ese acto daría sentido a la existencia, justificaría todos los esfuerzos, me haría acreedor de las más excelsas recompensas.
Pero, por lo mismo que la esperanza del gol (o, más modestamente, de una mínimamente buena jugada) me enardecía y estimulaba, el miedo a situarme en fuera de juego generaba una angustia paralizante. Y por eso, mientras corría hacia el sur, hundiéndome en la arena y soportando el abrasador sol del desierto, buscaba ansiosamente jugadores rivales que me permitieran trazar la línea imaginaria de la defensa y confiaba en verlos justo cuando me llegara el pase largo que haría un desconocido centrocampista de mi equipo; justo antes de parar con el pecho esa pelota, bajarla al pie y acelerar mi carrera hacia delante.
Si hubiese calculado las probabilidades que tenía de cruzarme con cualquiera de los otros veintiún jugadores que, como yo, corrían en un rectángulo desértico, quizá no me hubiese desalentado. Si hubiese meditado sobre la tremenda desproporción entre nuestras dimensiones y las de los marcianos, quizá hubiese comprendido que lo que para mí era un mes entero para ellos apenas alcanzaba los cuarenta y cinco minutos que dura una parte del partido. Lo cierto es que, pese al afán tan grande por marcar gol (o, más modestamente, por protagonizar alguna jugada mínimamente buena) e incluso pese al angustioso miedo existencial al fuera de juego, me rendí al desfallecimiento y me dejé caer entre las dunas, pidiendo el cambio.
Me cambiaron, sí, y ahora estoy aquí en este banquillo galáctico, uno más de los minúsculos muñequitos de juguete entre las gigantescas manos de los marcianos. Ahora sueño que veo el partido del Sahara en una inmensa pantalla dispuesta a modo de parabrisas de esta plataforma espacial. Hace unos días, apenas unos minutos, vi a mi sustituto recibiendo un balón largo casi al borde del fuera de juego, bajándolo al pie y avanzando raudo hacia la portería, que distaba sólo unos diez kilómetros. Sentí una gran pena, una melancolía pastosa que me llenaba entero. Esa tristeza también la llevo en mi otra vida, la que transcurre en Canarias, sea cual sea la real. Me queda, sin embargo, la esperanza de que en próximo partido sea titular; por aquí se comenta que toca un campo cercano a la bahía de Hudson, vecino a Ivujivik. Frío, brumas, nieve; será un cambio.
Espinoza soñó con el cuadro del desierto. En el sueño Espinoza se erguía hasta quedar sentado en la cama y desde allí, como si viera la tele en una pantalla de más de un metro y medio por un metro y medio, podía contemplar el desierto estático y luminoso, de un amarillo solar que hacía daño en los ojos, y a las figuras montadas a caballo, suyos movimientos, los de los jinetes y los de los caballos, eran apenas perceptibles, como si habitaran en un mundo diferente del nuestro, en donde la velocidad era distinta ... (página 153). Por dentro, se rió. Esas palabras chilenas. Esas trizaduras en la psique. Esa pista de hockey sobre hielo del tamaño de la provincia de Atacama en donde los jugadores nunca veían a un jugador contrario y muy de vez en cuando a un jugador de su mismo equipo ... (página 259). Roberto Bolaño, 2666. Anagrama, marzo 2008.
Villacisneros!!! Seguirá aquel barco hundido en el que al bajar la marea se cogian las langostas? Y aquella construcción que hacía de piscina en el mar... Bufff cuanto tiempo! Lo siento yo de futbol poco... aunqueme duerma con el Larguero, es que me gusta oirlo y me despeja,... manias!!!
ResponderEliminarbonnne chance, mon ami!
ResponderEliminarYa te lo dije pero que quede claro. Si vas a escribir post bien pensados, bien escritos y además largos y con temas alusivos...¿cómo te va a quedar tiempo para hacer tonerías con el gmail? Besos
ResponderEliminarPues para el próximo post haces un relato con esas tonterías que haces con el gmail, que me ha dejado Alicia intrigada.
ResponderEliminar¿Marcianos aficionados al fútbol? Esto se basa en la presunción de que seres de otro planeta comprenden el sentido que tiene un juego para la mente humana. Se cree que las matemáticas o las ciencias naturales pueden ser un lenguaje inteligible por otros seres. Pero ¿un juego? Cómo explicar qué es y qué sentido tiene a quién nunca ha visto algo así. Nosotros estamos acostumbrados desde pequeños a jugar, pero sin entrar a comprender porqué jugamos. "Nos gusta", decimos. ¿Cómo explicar eso a un extraterrestre para que lo comprenda?
ResponderEliminarGreetings
Marcianos jugando al fútbol en el Sáhara... ¡me encanta la idea! ¡Me encanta el relato! Lástima no poder aplaudir, mejor dicho, lástima que no se oigan los aplausos :)
ResponderEliminarBesos
Así que lo que hacer realmente ahora es chupar banquillo - banquillo canario - no?
ResponderEliminar(Por cierto, mi destino soñado Ivujivik, una delicia)
Qué bonita retransmisión. Pero en el Sahara... cuál es el corner?
ResponderEliminarUn besote pichichi!
El corner está junto al golfo de Aden, en el cuerno de África, justo donde los piratas somalies andan con sus trastadas
ResponderEliminarBueno, en realidad lo que los marcianos están jugando no es fútbol, sino futbolito (o fútbol de mesa, no sé como le llamen en España).
ResponderEliminar:)
Un beso