En la novela La decisión de Sophie, de William Styron, el narrador, Stingo es un joven sureño de Virginia que se ha mudado a Nueva York con la intención de convertirse en escritor. En el verano de 1947, recién despedido de una editorial en Manhattan, alquila una habitación en la casa de una señora judía, en Brooklyn. Allí traba amistad con Nathan, un culto y contradictorio judío, y Sophie, una bellísima polaca superviviente de Auschwitz. En una excursión de los tres a Coney Island, Nathan le presenta a Leslie Lapidus. La brevísima relación entre Stingo y Leslie parece un calco (salvo las diferencias propias de espacio y tiempo) de una experiencia que viví en 1977, treinta años después de la narrada en la novela y dos antes de que ésta se publicara. La cosa es que la semana pasada, leyendo esas páginas de los capítulos 5 y 7, reviví con sorprendente "realismo" las imágenes y sensaciones que creía olvidadas de aquella chica del último curso del León Pinelo, el colegio judío situado en el distrito de San Isidro de Lima. En esos párrafos me veía a mí mismo como el narrador y, en vez de Leslie, leía el nombre de Jessica, que era el nombre de mi amiga seguido de un apellido que delataba sin lugar a dudas su adscripción askenazi, con claras referencias geográficas a Polonia o su entorno. Como he dicho, tanto me han sorprendido las coincidencias que no me puedo resistir a transcribir algunos de esos párrafos de Styron y confrontarlos con las que fueron mis propias vivencias.
Imaginaos, pues, lo que sentí cuando, el primer día que vi a Leslie Lapidus, unas horas después de habernos conocido, extendió sus soberbias piernas sobre la arena como una joven leona y, clavándome en la cara sus almendrados ojos, sugirió con toda la silenciosa perversidad de una pagana ramera babilónica y usando los más increíbles y escabrosos términos, la aventura que me esperaba. Sería imposible exagerar mi conmoción, en la que el espanto, la incredulidad y una hormigueante incredulidad de delicias se mezclaron torrencialmente. Sólo el hecho de que era demasiado joven para una oclusión de coronaria salvó mi corazón que cesó de latir durante un número crítico de segundos.
Pero no fue tan sólo la sorprendente espontaneidad de Leslie lo que me enardeció. El aire que cabía en los límites del acotado triángulo de arena que ... el vigilante socorrista amigo de Nathan nos había reservado para aquella tarde de domingo como un santuario social privado, se llenó con las palabras más puercas que hubiese oído jamás en lo que pudiera denominarse reunión mixta. Pero había algo más serio y complejo que eso. Era su sofocante mirada, que contenía un desafío directo y la esperanza de la correspondiente aceptación, una mirada de desnuda invitación, como un lascivo lazo echado alrededor de mi cuello. Se refería llanamente a pura acción, sin paliativos. (página 215)
El escenario de mi primer encuentro con Jessica fue también una playa arenosa. Había ido al club Regatas con unos amigos recientes y uno de ellos, a su vez, era amigo del hermano de Jessica. Se hizo un grupo mixto, usando las palabras de Styron, en el que, sin duda, destacaba aquella chica de melena rubia y cuerpo con demasiadas curvas para una niña que como mucho andaría por los diecisiete. En la novela, Leslie se siente atraída por Stingo gracias al "exotismo" (para ella) de su origen sureño; también funcionó a mi favor la nota exótica, en este caso la de mi procedencia española. En ese rato grupal, además, pude decirle que estudiaba arquitectura y que escribía cuentos (desastrosos, por más que entonces no me lo parecieran), que debieron sumar motivos bastantes para que la preciosa judía se las ingeniase para apartarse conmigo y pasar el resto de la tarde a solas.
Supongo que no estaríamos juntos más de un par de horas, pero las recuerdo como una verdadera vorágine de sorpresas. Enseguida derivo una conversación literaria más o menos genérica (y poco comprometida) hacia el sexo. A diferencia de la Leslie ficiticia, Jessica no había ido al psicoanalista (quién sabe si luego lo haría, al fin y al cabo era muy joven por entonces); sin embargo, recuerdo que teorizó sobre lo malo que era la represión de la sexualidad en el desarrollo de la personalidad, usando una jerga vagamente freudiana. Confesaré que por aquellas fechas casi nada sabía de Freud y atendía estupefacto a las explicaciones sobre la libido que salían de unos labios demasiado tentadores, que me daba una mujercita en bikini cuyo cuerpo me mantenía en un desasosiego permanente. De hecho, mi primer interés hacia el psicoanálisis tiene la fecha de esa primera tarde con Jessica. Pero ahí no acaban las coincidencias porque, se me crea o no, también me habló de El amante de lady Chatterley que, como Leslie, había devorado en plan revelación trascendente. No puedo asegurar que me dijera las mismas palabras, pero al leerlas en la novela vi claramente a Jessica pronunciándolas:
¿Has leído El amante de lady Chatterley, de D.H. Lawrence? ... Léelo, léelo, por tu salvación. Una amiga mía pasó uno de matute al venir de Francia; te lo prestaré. Lawrence es la respuesta ... Ah, sabe tanto de eso del joder ... Dice que cuando jodes te trasladas al mundo de los dioses oscuros ... Ah, Stingo, te lo digo en serio: joder es trasladarse al mundo de los dioses oscuros. (página 300)
A diferencia de Stingo, yo sí había leído la famosa novela de Lawrence (la cogí a escondidas de la biblioteca de mis padres en el último año de bachillerato) y pude sumar algún punto más, aparentando conocimientos que distaba mucho de poseer. Porque, en lo que a experiencia sexual se refiere, estaba unos cuantos escalones más abajo que Stingo. La mía no era una virginidad técnica como la del virginiano, sino absoluta; y en lo que se refiere a escarceos con jovencitas "calientapollas" (lenguaje de Styron) tampoco había habido nada más allá de torpes besos de lengua y tocamientos sobre la ropa y demasiado superficiales para mis ansias. Diré en mi defensa que yo andaba por los dieciocho, mientras que el chaval de la novela tiene veintitrés.
Supongo que los setenta no fueron, en términos de represión sexual, tan duros como los cuarenta de la novela. Sin embargo, yo venía del tardofranquismo y una educación enfermizamente obsesionada con el sexto mandamiento y había caído en una sociedad tremendamente machista e hipócrita, en la que los niños de buenas familias podían desfogarse en burdeles pero habían de "respetar" a sus enamoradas. Dado que no me había atrevido a visitar ningún burdel y que para entonces sólo había tenido una enamorada que parecía considerar desagradable cualquier connotación sexual (no hablemos ya de actos concretos), no creo que mi situación anímica y mis perspectivas al respecto fueran muy distintas de las de Stingo. Lo cierto es que durante primera "cita" con Jessica, en la que aparenté una madurez y experiencia que distaba de poseer (al menos así me lo creí), recargué las baterías de mi libido tanto o más que Stingo en Coney Island y, como él, me despedí con la seguridad de que la próxima vez habría entre nosotros algo más que palabras.
Porque esa tarde en el Regatas sólo había habido un par de apretones de manos, casi como al descuido. No me pidió que le diera crema por la espalda, como hizo Leslie. Tampoco me dijo nada tan directo como que pensaba que yo podría producir un orgasmo de campeonato a cualquier chica (palabras de Leslie a Stingo), aunque sí recuerdo que también hablamos de orgamos. Pero hubo más que suficientes palabras, gestos, miradas, sonrisas y hasta vibraciones de energía sexual como para que me quedase meridianamente claro que algo había de pasar; que por fin ese algo me iba a pasar a mí y, para que el premio fuese el gordo, iba a ser con esa preciosidad rubia y voluptuosa. Durante la conversación ya habíamos comprobado que vivíamos muy cerca el uno del otro (al lado del Golf de San isidro) y, al despedirnos, Jessica me propuso, con naturalidad admirable, que fuera a visitarla al día siguiente. También Stingo se despidió seguro de que iba a tener plan y concretando una visita a la casa de Leslie, aunque él hubo de esperar unos días más que yo.
Imaginaos, pues, lo que sentí cuando, el primer día que vi a Leslie Lapidus, unas horas después de habernos conocido, extendió sus soberbias piernas sobre la arena como una joven leona y, clavándome en la cara sus almendrados ojos, sugirió con toda la silenciosa perversidad de una pagana ramera babilónica y usando los más increíbles y escabrosos términos, la aventura que me esperaba. Sería imposible exagerar mi conmoción, en la que el espanto, la incredulidad y una hormigueante incredulidad de delicias se mezclaron torrencialmente. Sólo el hecho de que era demasiado joven para una oclusión de coronaria salvó mi corazón que cesó de latir durante un número crítico de segundos.
Pero no fue tan sólo la sorprendente espontaneidad de Leslie lo que me enardeció. El aire que cabía en los límites del acotado triángulo de arena que ... el vigilante socorrista amigo de Nathan nos había reservado para aquella tarde de domingo como un santuario social privado, se llenó con las palabras más puercas que hubiese oído jamás en lo que pudiera denominarse reunión mixta. Pero había algo más serio y complejo que eso. Era su sofocante mirada, que contenía un desafío directo y la esperanza de la correspondiente aceptación, una mirada de desnuda invitación, como un lascivo lazo echado alrededor de mi cuello. Se refería llanamente a pura acción, sin paliativos. (página 215)
El escenario de mi primer encuentro con Jessica fue también una playa arenosa. Había ido al club Regatas con unos amigos recientes y uno de ellos, a su vez, era amigo del hermano de Jessica. Se hizo un grupo mixto, usando las palabras de Styron, en el que, sin duda, destacaba aquella chica de melena rubia y cuerpo con demasiadas curvas para una niña que como mucho andaría por los diecisiete. En la novela, Leslie se siente atraída por Stingo gracias al "exotismo" (para ella) de su origen sureño; también funcionó a mi favor la nota exótica, en este caso la de mi procedencia española. En ese rato grupal, además, pude decirle que estudiaba arquitectura y que escribía cuentos (desastrosos, por más que entonces no me lo parecieran), que debieron sumar motivos bastantes para que la preciosa judía se las ingeniase para apartarse conmigo y pasar el resto de la tarde a solas.
Supongo que no estaríamos juntos más de un par de horas, pero las recuerdo como una verdadera vorágine de sorpresas. Enseguida derivo una conversación literaria más o menos genérica (y poco comprometida) hacia el sexo. A diferencia de la Leslie ficiticia, Jessica no había ido al psicoanalista (quién sabe si luego lo haría, al fin y al cabo era muy joven por entonces); sin embargo, recuerdo que teorizó sobre lo malo que era la represión de la sexualidad en el desarrollo de la personalidad, usando una jerga vagamente freudiana. Confesaré que por aquellas fechas casi nada sabía de Freud y atendía estupefacto a las explicaciones sobre la libido que salían de unos labios demasiado tentadores, que me daba una mujercita en bikini cuyo cuerpo me mantenía en un desasosiego permanente. De hecho, mi primer interés hacia el psicoanálisis tiene la fecha de esa primera tarde con Jessica. Pero ahí no acaban las coincidencias porque, se me crea o no, también me habló de El amante de lady Chatterley que, como Leslie, había devorado en plan revelación trascendente. No puedo asegurar que me dijera las mismas palabras, pero al leerlas en la novela vi claramente a Jessica pronunciándolas:
¿Has leído El amante de lady Chatterley, de D.H. Lawrence? ... Léelo, léelo, por tu salvación. Una amiga mía pasó uno de matute al venir de Francia; te lo prestaré. Lawrence es la respuesta ... Ah, sabe tanto de eso del joder ... Dice que cuando jodes te trasladas al mundo de los dioses oscuros ... Ah, Stingo, te lo digo en serio: joder es trasladarse al mundo de los dioses oscuros. (página 300)
A diferencia de Stingo, yo sí había leído la famosa novela de Lawrence (la cogí a escondidas de la biblioteca de mis padres en el último año de bachillerato) y pude sumar algún punto más, aparentando conocimientos que distaba mucho de poseer. Porque, en lo que a experiencia sexual se refiere, estaba unos cuantos escalones más abajo que Stingo. La mía no era una virginidad técnica como la del virginiano, sino absoluta; y en lo que se refiere a escarceos con jovencitas "calientapollas" (lenguaje de Styron) tampoco había habido nada más allá de torpes besos de lengua y tocamientos sobre la ropa y demasiado superficiales para mis ansias. Diré en mi defensa que yo andaba por los dieciocho, mientras que el chaval de la novela tiene veintitrés.
Supongo que los setenta no fueron, en términos de represión sexual, tan duros como los cuarenta de la novela. Sin embargo, yo venía del tardofranquismo y una educación enfermizamente obsesionada con el sexto mandamiento y había caído en una sociedad tremendamente machista e hipócrita, en la que los niños de buenas familias podían desfogarse en burdeles pero habían de "respetar" a sus enamoradas. Dado que no me había atrevido a visitar ningún burdel y que para entonces sólo había tenido una enamorada que parecía considerar desagradable cualquier connotación sexual (no hablemos ya de actos concretos), no creo que mi situación anímica y mis perspectivas al respecto fueran muy distintas de las de Stingo. Lo cierto es que durante primera "cita" con Jessica, en la que aparenté una madurez y experiencia que distaba de poseer (al menos así me lo creí), recargué las baterías de mi libido tanto o más que Stingo en Coney Island y, como él, me despedí con la seguridad de que la próxima vez habría entre nosotros algo más que palabras.
Porque esa tarde en el Regatas sólo había habido un par de apretones de manos, casi como al descuido. No me pidió que le diera crema por la espalda, como hizo Leslie. Tampoco me dijo nada tan directo como que pensaba que yo podría producir un orgasmo de campeonato a cualquier chica (palabras de Leslie a Stingo), aunque sí recuerdo que también hablamos de orgamos. Pero hubo más que suficientes palabras, gestos, miradas, sonrisas y hasta vibraciones de energía sexual como para que me quedase meridianamente claro que algo había de pasar; que por fin ese algo me iba a pasar a mí y, para que el premio fuese el gordo, iba a ser con esa preciosidad rubia y voluptuosa. Durante la conversación ya habíamos comprobado que vivíamos muy cerca el uno del otro (al lado del Golf de San isidro) y, al despedirnos, Jessica me propuso, con naturalidad admirable, que fuera a visitarla al día siguiente. También Stingo se despidió seguro de que iba a tener plan y concretando una visita a la casa de Leslie, aunque él hubo de esperar unos días más que yo.
CATEGORÍA: Literaturas y Recuerdos
Al terminar pensé, "buenísimo,pero se queda en lo mejor..." Después vi que es la 1° parte. Quedo esperando la continuación. Un beso
ResponderEliminarBueno belleza, ya he teminado mi lista de felicitaciones, las cervezas y las papas fritas, y te he dejado el último por eso de la "cercanía hace confianza" que me acabo de inventar.
ResponderEliminarComo me voy un par de días quiero desearte las mejores fiestas, pero después no se te ocurra conducir...! Que el nuevo año te traiga menos trabajo y plazos más urbanos y que tu vida siga siendo tan maravillosa como una nivola.
Un beso muy grande y feliz navidad, a ti y a los tuyos. Si tienes tuyos... Poruque como eres tan filosófico a lo mejor me dices que nadie es de nadie... Pero hombre, que es una forma de hablar!
Bueno, felicidades a ti y a los suyos!
Pues yo también me quedo a la espera de la segunda parte. Más allá de la casualidad circunstancial el post me ha recordado sensaciones muy similares. Al final creo que todos tenemos nuestra "Leslie-Jessica".
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