Peatonalizar una calle suele tener como uno de sus efectos la revalorización visual de su arquitectura y esto es especialmente notorio en los centros históricos. Terminadas las obras y sus insufribles molestias, pareciera que de pronto los viejos edificios ganan en presencia, se nos muestran de nuevo en toda su belleza. Es sorprendente la capacidad del asfalto y del tráfico para afear el entorno; el plano negro del suelo lleno de vehículos aparcados y moviéndose se nos impone abusivamente sobre la percepción de los paramentos verticales que, en teoría, son los definidores básicos de la "escena urbana". Tan acostumbrados estamos a la dictadura cotidiana del automóvil en nuestras ciudades que ya ni nos damos cuenta y sólo cuando los coches han desaparecido descubrimos que esas calles son mucho más que canales de movilidad, sólo entonces oímos con la vista tanto que nos dicen, si es que nuestra sensibilidad no ha quedado ya definitivamente embotada. Me atrevería a decir que la ciudad, en su más noble concepción de espacio de socialización, es incompatible con los coches en muchos aspectos y el funcional no es el mayor de ellos. Claro que en la actualidad, desde hace ya demasiadas décadas, esta oposición se ha decantado del lado del tráfico (con nuestro generalizado beneplácito, no vayamos a echarle toda la culpa a nuestros ediles) con el resultado inevitable, entre otros, de apagar en un ominoso enmudecimiento el alma de las calles y, consecuentemente, empobrecer las nuestras.
La Laguna, fundada a finales del siglo XV, posee un centro histórico de notable belleza y valor cultural (patrimonio de la humanidad desde 1999, por más que este título esté demasiado teñido de politiquería). Esta ciudad concentra seguramente la mayor densidad de historia del archipiélago que, sedimentada en sus espacios públicos y edificios, es la que insufla su alma. Durante la segunda mitad del siglo pasado, el negocio inmobiliario y el "progreso" se han ocupado de ir matando ese alma. Demoliciones de casas viejas para ser sustituidas por anodinos, cuando no espantosos, edificios ajenos a las más elementales pautas de la morfotipología lagunera han destrozado irremediablemente gran parte de la arquitectura. Simultáneamente, las calles se iban adecuando para servir al nuevo dueño y señor, rompiéndose las relaciones vivificadoras, el diálogo a través del cual se manifiesta ese alma de la ciudad, entre los planos horizontales y verticales. Por fortuna, no se demolió tanto como en otros sitios; o al menos quedan suficientes edificios para poder recuperar la esencia lagunera.
En julio de 2005 se aprobó definitivamente el Plan Especial de ordenación del Conjunto Histórico. No pretendo hacer una valoración sobre su calidad técnica; en su momento fue muy contestado, principalmente por quienes se arrogan títulos de defensores de los valores culturales de la ciudad y que, desde sus pequeños feudos (la universidad y departamentos de la Administración competentes para "velar" sobre el patrimonio), protestan y se escandalizan ante casi todo pero casi nunca proponen acciones positivas. Hay, por supuesto, luces y sombras, pero lo que no creo que nadie mínimamente honesto pueda negar es que el Plan y, sobre todo, la actividad de la oficina de gestión que se constituyó, hayan contribuido notablemente a que en estos últimos años el casco lagunero haya mejorado muy significativamente. El corazón de la ciudad ha empezado a despertarse y eso no sólo se ha manifestado en la recuperación física y estética de su cuerpo material (edificios, calles, plazas) sino también en la revitalización de sus actividades (han aparecido nuevos comercios, aumento de la residencia) con el consiguiente incremento de la apreciación de los laguneros y visitantes por su ciudad. Es, perdóneseme la insistencia, como si ese alma agonizante fuera reviviendo.
El último ejemplo, todavía sin acabar, ha sido la peatonalización de la calle San Agustín (antigua calle Real). Se han levantado las estrechas y cutres aceras y el horrible asfalto para sustituirlo por un pavimento de losas pétreas. En mi opinión, una obra muy poco ambiciosa y de escasa calidad estética; podría haberse hecho un proyecto mucho mejor. Ahora bien, ha bastado tan elemental actuación para cambiar radicalmente la imagen de estos escasos seiscientos metros y hacer "aparecer" la maravillosa arquitectura que flanquea esta calle. Mi oficina está justamente en una calle paralela a San Agustín y el tramo que delimita la cara opuesta de mi manzana es el primero que se ha abierto al tránsito, que no tráfico. De repente, el Palacio Lercaro, la Casa Montañés o la de los Jesuitas, por citar sólo los "monumentos" más relevantes de ese tramo, se nos muestran como si antes no estuvieran ahí, nos empiezan a hablar, contentos de haber recuperado la voz tantos años amordazada. Es verdaderamente sorprendente cuánto puede transformarse (para bien) un pequeño espacio, apenas un tramo de 75 metros, con el simple hecho de suprimir los coches y quitar el asfalto.
Pero, como no todo van a ser elogios, tengo que dejar constancia de la mala leche que me ha producido un aspecto concreto de la intervención. Me refiero a las tapas de registro de las infraestructuras de servicio (tuberías de agua, de desagüe, cables telefónicos, eléctricos, etc). Esas espantosas tapas metálicas de la más heterogénea variedad de formas y dimensiones que se van colocando sin ningún concierto por toda la superficie de la calle. Es más que evidente que, pese a que se hizo una tremenda excavación y se removieron todas estas "tripas", a nadie se le ocurrió poner un poquillo de orden al respecto. El resultado es impresionante: en el pequeño tramo que describo hay la friolera de 113 tapas de registro, una cada 5 m2 de superficie. Es una barbaridad horrible, que desmerece estúpidamente la obra y resalta obscenamente mucho más de lo que lo haría en la fealdad habitual de las calles con tráfico (supongo que antes el mismo número de tapas y uno ni se fijaba en ellas). El otro día, mientras me dolía la vista al contarlas, se me ocurrió que habría que hacer de la necesidad virtud y, ya puestos, pintarlas de colores primarios distintos de modo que el pavimento quedara salpicado por una desordenada lluvia de manchas de policromías chillonas. A lo mejor, se lograba dignificar, mediante el recurso al contraste, el infame impuesto que hemos de pagar a la torpeza (que no a las exigencias de la calidad de vida porque hay soluciones técnicas de sobra para hacer las cosas bien). Me habría gustado entretenerme un rato con el photoshop en colorear las tapas en las fotos que he tomado para ver los efectos de mi idea, pero no ando nada sobrado de tiempo; si más adelante lo hago ya sustituiré las imágenes que ahora cuelgo.
La Laguna, fundada a finales del siglo XV, posee un centro histórico de notable belleza y valor cultural (patrimonio de la humanidad desde 1999, por más que este título esté demasiado teñido de politiquería). Esta ciudad concentra seguramente la mayor densidad de historia del archipiélago que, sedimentada en sus espacios públicos y edificios, es la que insufla su alma. Durante la segunda mitad del siglo pasado, el negocio inmobiliario y el "progreso" se han ocupado de ir matando ese alma. Demoliciones de casas viejas para ser sustituidas por anodinos, cuando no espantosos, edificios ajenos a las más elementales pautas de la morfotipología lagunera han destrozado irremediablemente gran parte de la arquitectura. Simultáneamente, las calles se iban adecuando para servir al nuevo dueño y señor, rompiéndose las relaciones vivificadoras, el diálogo a través del cual se manifiesta ese alma de la ciudad, entre los planos horizontales y verticales. Por fortuna, no se demolió tanto como en otros sitios; o al menos quedan suficientes edificios para poder recuperar la esencia lagunera.
En julio de 2005 se aprobó definitivamente el Plan Especial de ordenación del Conjunto Histórico. No pretendo hacer una valoración sobre su calidad técnica; en su momento fue muy contestado, principalmente por quienes se arrogan títulos de defensores de los valores culturales de la ciudad y que, desde sus pequeños feudos (la universidad y departamentos de la Administración competentes para "velar" sobre el patrimonio), protestan y se escandalizan ante casi todo pero casi nunca proponen acciones positivas. Hay, por supuesto, luces y sombras, pero lo que no creo que nadie mínimamente honesto pueda negar es que el Plan y, sobre todo, la actividad de la oficina de gestión que se constituyó, hayan contribuido notablemente a que en estos últimos años el casco lagunero haya mejorado muy significativamente. El corazón de la ciudad ha empezado a despertarse y eso no sólo se ha manifestado en la recuperación física y estética de su cuerpo material (edificios, calles, plazas) sino también en la revitalización de sus actividades (han aparecido nuevos comercios, aumento de la residencia) con el consiguiente incremento de la apreciación de los laguneros y visitantes por su ciudad. Es, perdóneseme la insistencia, como si ese alma agonizante fuera reviviendo.
El último ejemplo, todavía sin acabar, ha sido la peatonalización de la calle San Agustín (antigua calle Real). Se han levantado las estrechas y cutres aceras y el horrible asfalto para sustituirlo por un pavimento de losas pétreas. En mi opinión, una obra muy poco ambiciosa y de escasa calidad estética; podría haberse hecho un proyecto mucho mejor. Ahora bien, ha bastado tan elemental actuación para cambiar radicalmente la imagen de estos escasos seiscientos metros y hacer "aparecer" la maravillosa arquitectura que flanquea esta calle. Mi oficina está justamente en una calle paralela a San Agustín y el tramo que delimita la cara opuesta de mi manzana es el primero que se ha abierto al tránsito, que no tráfico. De repente, el Palacio Lercaro, la Casa Montañés o la de los Jesuitas, por citar sólo los "monumentos" más relevantes de ese tramo, se nos muestran como si antes no estuvieran ahí, nos empiezan a hablar, contentos de haber recuperado la voz tantos años amordazada. Es verdaderamente sorprendente cuánto puede transformarse (para bien) un pequeño espacio, apenas un tramo de 75 metros, con el simple hecho de suprimir los coches y quitar el asfalto.
Pero, como no todo van a ser elogios, tengo que dejar constancia de la mala leche que me ha producido un aspecto concreto de la intervención. Me refiero a las tapas de registro de las infraestructuras de servicio (tuberías de agua, de desagüe, cables telefónicos, eléctricos, etc). Esas espantosas tapas metálicas de la más heterogénea variedad de formas y dimensiones que se van colocando sin ningún concierto por toda la superficie de la calle. Es más que evidente que, pese a que se hizo una tremenda excavación y se removieron todas estas "tripas", a nadie se le ocurrió poner un poquillo de orden al respecto. El resultado es impresionante: en el pequeño tramo que describo hay la friolera de 113 tapas de registro, una cada 5 m2 de superficie. Es una barbaridad horrible, que desmerece estúpidamente la obra y resalta obscenamente mucho más de lo que lo haría en la fealdad habitual de las calles con tráfico (supongo que antes el mismo número de tapas y uno ni se fijaba en ellas). El otro día, mientras me dolía la vista al contarlas, se me ocurrió que habría que hacer de la necesidad virtud y, ya puestos, pintarlas de colores primarios distintos de modo que el pavimento quedara salpicado por una desordenada lluvia de manchas de policromías chillonas. A lo mejor, se lograba dignificar, mediante el recurso al contraste, el infame impuesto que hemos de pagar a la torpeza (que no a las exigencias de la calidad de vida porque hay soluciones técnicas de sobra para hacer las cosas bien). Me habría gustado entretenerme un rato con el photoshop en colorear las tapas en las fotos que he tomado para ver los efectos de mi idea, pero no ando nada sobrado de tiempo; si más adelante lo hago ya sustituiré las imágenes que ahora cuelgo.
Supongo que sabes que comparto tu opinión del irreconciliable antagonismo entre coche y ciudad. "El coche devora la ciudad" era un lema de los ecologistas en los ochenta.
ResponderEliminarPor otra parte, también sabes de mi hostilidad tanto a la ignorante y codiciosa furia destructora como al purismo taxidérmico que quiere conservar escenarios disecados y destinados al turismo, pero peatonalizar siempre que se pueda me parece bien. Por eso no entiendo que la parte más sencilla, esos pequeños detalles como las tapas de registro que señalas o un horrendo e inadecuado mobiliario urbano, papeleras, bancos, farolas, luego estropeen lo hecho, cuando considero, quizas equivocadamente, que es la parte más sencilla.
Una última nota, los que consideran irrevocable la invasión de la ciudad por el automóvil, aparte de anticuados no tienen imaginación. Las antiguas ciudades -estoy seguro que La Laguna también- estuvieron llenas de inmundicias (el alcantariilado enterrado de los romanos se olvidó durante siglos y las calles eran cloacas a cielo abierto) y transitadas de...piaras de cerdos (en Génova y Nápoles hasta comienzos del siglo XX). Supongo que aquella fetidez también parecía intrínseca a la ciudad, pues el coche igual, tiempos futuros habrá sin él, lo tengo por cierto.
Verdaderamente da gusto ver esa calle así (aunque tenga tapas de alcantarillas en exceso) y es cierto que el coche devora la ciudad, pero por desgracia algunos no podemos prescindir fácilmente de él. A mi me supondría duplicar el tiempo en mis desplazamientos diarios si tuviera que pasarme al transporte público. En lugar de ir y venir en media hora (una hora al día en desplazamientos) emplearia una hora y cuarto en cada viaje (dos horas y media al día, no está mi vida para esos dispendios de tiempo) Mientras yo trabaje en Leganés, mi marido en Guadalajara y mis hijas en Madrid, tendremos que seguir viviendo en el centro de esas actividades, y, francamente, si mi Señor Alcalde (que Dios confunda) pretende que use el transporte público, antes de peatonalizar el centro de Madrid (donde yo vivo) que mejore el transporte público hasta que sea una alternativa admisible. Y si quiere que dejemos el coche en casa que no nos multe por tenerlo estacionado más de cinco días seguidos. Porque hay barrios donde no hay garages ni posibilidad de hacerlos, y no estoy dispuesta a pagar una pasta por una plaza de aparcamiento de los que hace el ayuntamiento de Madrid, que no se adquieren en propiedad, sino que son para unos años solamente. Todos odiamos los coches pero todos queremos tener uno.
ResponderEliminarCuando se tienen que transportar ancianos, que apenas andan unos metros, o niños pequeños que acarrean un equipaje de órdago, el coche es casi indispensable. Por lo menos yo no podría hacer la mitad de las cosas que hago si no lo tuviera.
Aparte de todo, ¡Tengo que ir a La Laguna a ver esas puertas y ventanas maravillosas!
ResponderEliminarCigarra, echale imaginación: tu agitada vida actual en automóvil no ha sido la norma desde el comienzo de la civilización urbana ni lo tienen porque ser en un futuro más o menos inmediato.
ResponderEliminarDespués de ver las fotos de esta acogedora calle, y aún sabiendo que en La Laguna llueve poco, no he podido evitar imaginar el día que caiga un chaparrón de órdago, el agua entrando en las casas a través de esas puertas a ras de suelo.
ResponderEliminarAnónimo, en La Laguna llueve bastante; no tanto como en Londres pero sí como en Madrid, por ejemplo. Las puertas, por otra parte, no están a ras del suelo; si te fijas bien, verás que tienen un escalón respecto al pavimento.
ResponderEliminarQue coincidencia! Enlazando blogs me encuentro con un vecino dediando un post a mi calle favorita de La Laguna. Siempre me ha encantado esa calle, y ahora que la han hecho peatonal, más todavía (aunque ello contribuya a que cada vez tenga que hacer más malavarismos para encontrar un lugar para dejar el coche).
ResponderEliminarUn placer encontrarte, un saludo desde una calle vecina.