miércoles, 31 de julio de 2013

Aristóteles y Phyllis (1)

El comportamiento de Alejandro preocupaba seriamente a los prohombres de Macedonia. Desde que se había prendado de Phyllis su desapego de los asuntos de gobierno rayaba lo intolerable. Cierto que era apenas un veinteañero, pero era el rey de lo que ya no era una tribu de pastores montañeses sino un pequeño pero ambicioso estado que aspiraba a ser el primero de la Hélade. En la corte sólo Olimpia estaba complacida del encoñamiento de su hijo; así acabarán de una vez las murmuraciones, se decía, y anhelaba que ese amor diese frutos, aunque fueran bastardos. Pero no sirve un monarca reblandecido por la lujuria y menos cuando esos signos de debilidad podrían incitar a los tesalios a discutir nuevamente la hegemonía macedonia. Fueron pues algunos nobles a hablar con Aristóteles el sabio, a quien el difunto Filipo había convocado hacía ya varios años como preceptor de Alejandro. ¿Qué me vais a decir a mí? Si ni aparece a mis lecciones y a mis reproches sólo otorga irónicas sonrisas. ¿Qué fue de aquel muchacho respetuoso y ansioso por el saber? Habla con él, convéncele de que ha de moderar su trato con esa cortesana, son razones de estado a las que el rey es el primero en deberse. No podemos consentir que esta situación se prolongue, si no tienes éxito habremos de recurrir a medios definitivos, por mucho que nos desagraden.

Convocó pues el anciano (que ya rondaba la cincuentena) al impetuoso y juvenil monarca y éste asistió porque aún le guardaba el respeto que su sabiduría y prestigio le confería. Fue una larga reunión en la que el maestro volvió a imponer su oratoria sobre la del discípulo. Alabó Alejandro las artes amatorias de Phyllis, las técnicas que tan excelsamente dominaba y que, se decía, eran secretos confiados por la propia Afrodita, los goces arrebatadores que sabía darle ... Confesó que se sentía esclavo de esa mujer maravillosa, hechizado por su cuerpo y sus vaivenes, reconoció avergonzado –él, el altivo Alejandro– que sentía no tener fuerzas suficientes para renunciar a sus caricias. Pero todos sus argumentos fueron contestados por Aristóteles, despojados por el sabio de cualquier atisbo de verdad y arrojados, nudos y viles, ante los ojos de su pupilo. Y a la vez se cuidó de insuflar en el joven los ánimos necesarios para fortalecer sus virtudes, para recordarle la importancia de su destino, para impulsarle a actuar como debía a fin de ser digno de la gloria que la historia le tenía reservada. Fue el último y no el menor servicio que prestó el gran filósofo a Macedonia. Se despidieron con un abrazo y Alejandro fue a hablar con su madre para que se ocupara, ofreciéndole un generoso regalo, de apartar a Phyllis de la corte.

La mujer, claro está, no recibió de buen grado la orden del rey, pero era realista y supo qué era lo que más le convenía. Olimpia, buena conocedora de la eficacia mortal de los venenos, le advirtió de los riesgos que le acechaban. Distinto habría sido, le dijo, si como te aconsejé hubieses retenido en tu vientre la semilla de mi hijo; tuviste tu tiempo y lo desaprovechaste. No se puede apostar todo a la querencia de un amante, ni siquiera aunque sea el rey; porque, además, es un rey bisoño, incapaz todavía de enfrentarse a los experimentados nobles del Consejo y menos por una mujer. Abandona Macedonia cuanto antes, le dijo la reina madre, las riquezas que te ha otorgado mi hijo te aseguran una vida fácil donde quiera que te asientes. Phyllis asintió, no era tonta. Pero antes, se prometió a si misma, he de vengarme de Aristóteles.

Y así fue que esa misma semana la cortesana se coló en los aposentos del sabio mientras éste dormía, y pasó al hermoso jardín al que daba la ventana de su cámara, y allí, vestida con escasas ropas, empezó a danzar y cantar melodías de hipnótico erotismo. La brisa del alba transportó hasta el lecho los vapores de los perfumes de la bella y también los dulces sonidos, que removieron el sueño de Aristóteles antes incluso de que la conciencia se le avivase completamente. Como embriagado se acercó a la ventana y el espectáculo de tanta belleza le sacudió como un mazazo; le invadió de pronto una oleada de deseo que ni siquiera había sentido en sus años mozos y la sangre se le concentró de golpe, asombrándole la violencia de la fuerza ya olvidada. Llamó a la cortesana por su nombre, la instó a pasar a su cama; pero Phyllis le sonreía mientras seguía con su baile y su canto. Salió al jardín Aristóteles, excitado y sudoroso, se acercó a la mujer, se atrevió a rozar su breve túnica, quiso abrazarla ... Ella lo apartó delicada, pero al mismo tiempo que lo rechazaba, deslizó sus brazos y sus manos por el cuerpo del anciano, y hasta acercó a la suya su cara, la lengua atisbando entre los labios húmedos entreabiertos. Ven a mí, preferida de Afrodita, gimió el filósofo, déjame conocer los placeres de la diosa; y se derrumbó de rodillas, afiebrado e implorante. Ahora no puede ser, dijo por fin Phyllis; pero sí esta tarde, en el claro entre los granados y mirtos a la espalda del palacio.

Preso del desasosiego vivió Aristóteles las eternas horas de aquella mañana sin atender sus estudios. Apenas pudo tragar su frugal colación del mediodía. Llamó a sus esclavos para que lo acicalasen: le untaron el cuerpo con aceite de oliva y se lo frotaron con estrígilos y esponjas, le hidrataron con ungüento de miel perfumado con esencia de almendro, le recortaron y rizaron la barba y también los ralos y escasos cabellos, incluso pidió, para asombro de sus fámulos, que le aplicasen algo de maquillaje para esconder arrugas y dar vivacidad a sus ojos. Vanos eran sus esfuerzos para embellecerse y de sobra lo entendía, y sin embargo, para su vergüenza, en ellos persistió hasta que la sombra del gnomon se acercó a la hora señalada. Entonces vistió su mejor túnica de lino y partió solo hacia su cita.

Para su alivio, en el sombreado calvero le esperaba Phyllis. Se aproximó a Aristóteles con pasos sensuales, luminosos los ojos, labios entreabiertos; llegó hasta él, muy cerca, embriagándole con su perfume, enardeciéndole el deseo. Habló la mujer: he de dejar Pella, donde tan feliz he sido, abandonar al rey a quien tanto amo, pero antes he de agradecerte a ti, su maestro, por lo mucho que a través suyo me has enseñado; también yo tengo saberes que puedo darte en pago. Aquí con frecuencia nos amábamos, sobre esta yerba blanda y fragante; él me montaba como a Bucéfalo y cabalgábamos hasta el éxtasis. Quiero iniciar mi lección, respetado filósofo, siendo yo la jinete y tú el caballo, aferrarme apretadamente a tu cuerpo desnudo, azotar tus nalgas con la fusta para despertar tus sentidos a los misterios del placer, diluir tu poderosa mente en la arcana sabiduría de la materia y así, rendida tu voluntad a las fuerzas del instinto, seas capaz de experimentar los gozos sagrados reservados a los dioses.

Dominado por la libido y entregado a las palabras de Phyllis, nada objetó Aristóteles a sus órdenes. Soltó su cinto para despojarse del quitón y, desnudo, se arrodilló a gatas en la yerba. La mujer le ajustó una brida y le montó, los muslos apretados a sus flancos, y azotándole las nalgas comenzó a brincar sobre su lomo incitándole a una bufa cabalgada. Enseguida ella empezó a declamar a voces unos versos sobre el sometimiento de la sabiduría ante el amor, y avisados por esos gritos convenidos aparecen en el escondido recinto Olimpia, Alejandro y los más principales nobles de la corte. Al ser sorprendido en tan ridícula postura, comprende Aristóteles la burla; rojo de ira y vergüenza se desembaraza de Phyllis y busca sus ropajes para cubrirse, coreado por las risotadas de los hombres y los simuladamente airados reproches de su regio discípulo. Nada queda de la autorictas del maestro y aún así, esforzándose en templar su espíritu, logra el sabio humillado pronunciar su última lección: "advierte, Alejandro, los peligros de la lujuria que, si hasta un hombre viejo y sabio sucumbe a ella, cuanto más puede a ti dañarte". 

En los siguientes días Phyllis abandonó Pella para siempre y Alejandro se volcó en sus obligaciones de gobierno, consiguiendo en pocos meses pacificar las revueltas griegas y preparándose luego para cruzar a Asia e iniciar su carrera imperial. Aristóteles, el filósofo burlado, dio por concluida su misión en Macedonia, agrupó su vasta biblioteca y también partió en silencio hacia Atenas, con la promesa del monarca de silenciar el incidente; de tal modo pudo instalarse en la capital del Ática, alcanzar el más alto prestigio como sucesor del gran Platón y fundar su famoso Liceo. Nunca volvieron a encontrarse estos dos colosos del helenismo. En cuanto a Phyllis desapareció en las brumas del tiempo, aunque para mí que marchó hacia el oriente, hasta la India de la que sin duda provenía.

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Estaría bien que éste fuese un relato veraz, mas no es así. Quienes desconozcan las fuentes del mismo que esperen al próximo post.

Nota: Todas las ilustraciones de este post provienen de la página de Flickr de petrus.agricola, que contiene una abundante colección de muestras artísticas sobre este asunto.

   
Ride of love - Smokey Fingers (Columbus Way, 2011)

domingo, 28 de julio de 2013

Hansel y Gretel (4)

Al principio del cuento (versión de 1857), el leñador agobiado le dice a su mujer:

– ¿Qué será de nosotros? No podemos siquiera alimentar a nuestros pobres hijos, ya que no tenemos suficiente ni para nosotros mismos.
– ¿Sabes una cosa, marido? –contestó la mujer–. Mañana muy temprano llevaremos a los niños al bosque, allí donde es más espeso; entonces les encendemos un fuego y le damos a cada uno un trocito de pan, luego nos vamos a trabajar y los dejamos solos. No encontrarán el camino de regreso a casa y así nos libraremos de ellos.

Es la mujer pues la que quiere abandonarlos y tanto insistió (en realidad no tanto, ya que la decisión fue tomada esa misma noche antes de dormirse) que finalmente venció la resistencia del padre. En la versión de 1857 la malvada señora no es la madre biológica sino la madrastra, pero se trata –como ya dije– de una corrección sobre las ediciones anteriores. En la primera (la de 1812) es la madre y la palabra Mutter sólo pasa a ser sustituida por Stiefmutter en la cuarta edición, nada menos que veintiocho años después, cuando ya los cuentos eran muy populares en casi toda Europa. Naturalmente, el cambio, llevado a cabo por los propios autores (probablemente por Wilhelm, mucho más atento a los gustos del público que Jacob, con mayores pretensiones filológicas), no es más que una muestra de la corrección política, ya presente en el XIX. Había que edulcorar un relato que las madres leerían a sus hijos, dejando claro que ellas, quienes los habían parido, nunca podrían ser tan crueles para abandonarlos. Por supuesto, las que no se quedarían muy contentas con la alteración serían las madrastras pero, al fin y al cabo, eran minoría (no tanto en la Edad Media, cuando un número muy elevado de mujeres moría en el parto y con mucha frecuencia los hombres volvían a casarse para contar con una mujer que se ocupara de la casa y de los hijos).

Los Grimm no inventaron, claro está, el tópico de la madrastra malvada. De hecho, podemos rastrearlo en la figura de la mêtryiá, del griego clásico y seguramente desde antes. Cabe pensar pues que, al menos desde los griegos, era lugar común la hostilidad de la nueva esposa hacia los hijos de su marido, agravada si ésta tenía propios. Supongo que, a lo largo de la historia, habrá sido ésta una de esas verdades en las que prejuicios y hechos se reafirman mutuamente, a modo de las profecías autocumplidas. Lo "natural" es que la nueva mujer no quiera a los hijos de su marido y así se resaltarían los ejemplos en los que la hipótesis quedaba confirmada. Los tres grandes trágicos helenos recurren al personaje de la madrastra, siendo probablemente Ino, la segunda mujer de Atamante, que intentó asesinar a los hijos de su marido para asegurarse los derechos sucesorios, el más conocido. La mala fama de las madrastras también se confirma en el imperio romano, pues en no pocas ocasiones los viudos, en vez de casarse de nuevo, preferían tomar una concubina, de menor status legal, a fin de evitar someter a sus hijos a las eventuales afrentas de una madrastra. Durante la Edad Media, la misoginia generalizada se acentúa en el caso de las madrastras, como se ve, por ejemplo, en el conocido Libro de los engannos et assayamientos de las mugeres, publicado en tiempos de Alfonso X. Si bien no es sino una traducción de cuentos árabes derivados de la tradición persa y de temática distinta (la historia va de requerimientos amorosos al hijastro que la rechaza y acusación posterior ante el padre de que el chico la había forzado, en clara alusión a la leyenda bíblica de José y Putifar), viene a probar que ya para entonces el arquetipo de la madrastra malvada estaba plenamente afianzado. De ahí que no extrañe que ese personaje se convierta en un fijo en los cuentos de los Grimm cuyos orígenes populares se remiten al medioevo centroeuropeo.

Los Grimm pues no inventaron el personaje de la cruel madrastra ni tampoco son los primeros en emplearlo en los que se dieron en llamar cuentos de hadas. El género literario como tal surge en los ambientes aristócratas francesas, y no es casual que sus primeras y más fecundas hacedoras sean mujeres, empezando por la anteriormente citada Madame d'Aulnoy (1651-1705), mujer de interesante biografía a quien los españoles le caían especialmente mal. Pues bien, ya en esos relatos que podríamos llamar de primera generación aparece la madrastra, especialmente en La Cenicienta de Perrault, de 1697, que no hace sino fijar un cuento que tendría sus antecedentes más remotos en el antiguo Egipto. El comienzo de la historia de Perrault no deja lugar a dudas: Érase un gentil-hombre que casó en segundas nupcias con una mujer altiva y huraña como otra no haya habido. Pero aunque no fueron sus creadores, lo que sí hicieron los Grimm es popularizar como nadie el arquetipo de la madrastra (así como tantos otros). El personaje aparece en varios de sus relatos, no sólo en Hansel y Gretel, sino también en Hermanito y Hermanita (emparentado con el que nos ocupa), Los tres hombrecillos del bosque, La Cenicienta (sí, también escribieron su versión), La doncella de oro y la doncella de pez, El enebro, Blancanieves, El bienamado Rolando, La novia blanca y la novia negra, La novia verdadera, y alguno más que se me habrá escapado. En todos ellos es una mujer malvada, cuya única preocupación pareciera ser arruinar la vida de la hijastra que, naturalmente, es bella, buena e inocente.

En el fondo, si damos crédito a la interpretación jungiana, madre y madrastra son la misma persona, el mismo arquetipo simbólico. Según explica Sibylle Birkhäuser, discípula aventajada del psiquiatra suizo, expresada en términos psicológicos, (la madre) representa el poder de lo inconsciente en un sentido tanto positivo como negativo, es decir, tanto como creador como destructor (La llave de oro: madres y madrastras en los cuentos infantiles; Turner publicaciones, 2010). La madre representa la base física de la existencia (no deja de ser significativo que materia derive de mater), el origen de lo que procedemos. Es el principio de la pasividad, la sede de los instintos y de los impulsos primarios, que se contrapone al espíritu, al principio de la actividad, simbolizado en el padre. Esta dualidad –equivalente a la del yin y yang de la filosofía china– representa la tensión del desarrollo psicológico del ser humano y, en especial, del niño. Pero el arquetipo de la madre, como todos, tiene dos caras que reflejan la forma en que la persona se relaciona con esa parte de su psique. Según cómo se integre la interacción entre lo inconsciente y lo consciente, la figura simbólica de la madre es un principio benéfico que favorece el desarrollo personal o, en las psicopatologías de complejo materno, se convierte en fuente de peligros que amenazan con destruirnos: surge así la madrastra, que no es más que la sombra (la cara oscura, para traducir la terminología jungiana a la de La guerra de las Galaxias) de la madre benéfica. Si –como sostienen las teorías psicoanalíticas– los cuentos populares expresan el inconsciente colectivo, la frecuente aparición de la madrastra no sería más que la personificación de los principios maternales cuando éstos se convierten en obstáculos que el protagonista debe superar en su proceso de crecimiento psicológico, de maduración personal.

Naturalmente, la bruja es exactamente lo mismo, quizá una personificación aún más exagerada de la cara sombría del principio materno-femenino, asentada ya claramente en el ámbito de lo mágico, conocedora de los misterios alquímicos de la materia. En cierto modo, diría que la bruja viene a ser la madrastra que se desgaja de su rol maternal para convertirse en un ente autónomo que representa sin tapujos el principio del mal. El cuento de Hansel y Gretel puede confirmar esta conclusión: cuando los niños regresan al hogar la madrastra ha fallecido; no sabemos cómo pero es inevitable vincular su muerte a la de la bruja. Son los chicos quienes matan a la bruja/madrastra, quienes superan los peligros destructivos del principio materno como requisito necesario para su maduración personal. Madrastra y bruja serían pues, en el plano simbólico, personajes intercambiables. En varios cuentos de hadas aparecen ambas, en otros sólo una de ellas y en alguno la propia madrastra es también bruja (sin duda, el más conocido es el de Blancanieves); pero esta diversidad combinatoria no afecta al fondo del asunto.

Dice Sibylle Birkhäuser que la aparentemente excesiva abundancia de madrastras en la literatura de cuentos de hadas obedece a la importancia de la religión en la Edad Media europea. El cristianismo, desde su originaria institucionalización ideológica, reprime la amplia esfera de lo femenino, de lo instintivo, subordinándola al espíritu. El símbolo femenino pasa a ser monopolizado por la Virgen María, figura completamente luminosa, que excluye taxativamente la parte sombría del inconsciente, siempre presente en las diosas paganas. Esta limitación habría venido a a ser compensada a través de los cuentos populares que enraizarían así con tradiciones precristianas (y universales) de la psique colectiva. La transcripción literaria de las viejas leyendas en forma de cuentos para niños a partir del XVII y su definitiva popularización en el XIX (sobre todo gracias a los Hermanos Grimm) supuso en gran medida su "homologación" a los valores aceptables de la nueva sociedad burguesa, más que probablemente descafeinándolos, censurando y transformando los aspectos que con mayor crudeza expresarían las cargas simbólicas de las historias. Y aún así ...


viernes, 26 de julio de 2013

Hansel y Gretel (3)

Supongo que todos recordarán el comienzo del cuento. Ya en el primer párrafo los Grimm nos sitúan clara y concisamente. En el libro de que dispongo (Ediciones Anaya de 1985, "traducción directa e íntegra de la séptima edición completa de los Cuentos de niños y del hogar, Berlín 1857") el texto es el que sigue: Al lado de un gran bosque vivía un pobre leñador con su mujer y sus dos hijos; el muchachito se llamaba Hänsel y la niña Gretel. Tenían poco para comer y un buen día, cuando en el país reinaba una enorme carestía, no pudo ni conseguir el pan diario. Por la noche pensaba en ello y se removía lleno de preocupación. Suspirando le dijo a su mujer ... La versión original (de 1812) es todavía más escueta: Junto a un gran bosque vivía un pobre leñador, sin casi para comer o beber y que apenas conseguía el pan diario para su mujer y sus dos hijos, Hansel y Gretel. Una noche que ni siquiera había podido traer eso, preocupado en la cama le dijo a su esposa ...

La vivienda del leñador y su familia estaba situada junto a un bosque frondoso. Emplazamiento absolutamente lógico dado el oficio del pater familias, pero no nos engañemos: no vivían junto al bosque porque el buen señor fuera leñador, sino por exigencia del guión, se requería un bosque para la eficacia narrativa del relato y de esta condición primigenia proviene la profesión. En el fondo, casi no habría importado mencionarla, qué más daba a que se dedicara el padre. Aún así los Grimm la aprovechan para la explicación de la madre a los niños en la primera salida al bosque (vamos a recoger leña) y para que se queden solos (poneos aquí al lado del fuego y descansad; nosotros vamos al bosque a partir leña). Ahora bien, estas justificaciones van apareciendo en las sucesivas correcciones del cuento y, de otra parte, las mismas tampoco habrían obligado a atribuir el oficio de leñador al padre. Al fin y al cabo, cualquier familia pobre que viviera cerca de un bosque, iría a conseguir leña sin necesidad de ser profesionales del ramo. A mi modo de ver, escoger un oficio para el padre obedece más a la inercia de la época: todo hombre, y por extensión su familia, se definían por éste, de modo que se hacía casi obligado nombrarlo para identificarlo. El cuento no habría perdido un ápice de su función si no se nos informara de a qué se dedicaba el pusilánime señor, pero me imagino que a los autores ni se les pasaría por la cabeza omitirlo. De hecho, repasando los más de 200 cuentos de los Grimm, en la mayoría con protagonistas humanos (muchos son de animales) éstos se identifican por sus oficios –cuando son pobres– o como reyes, príncipes o simplemente hombres ricos. Hay ciertamente algunas pocas excepciones (por ejemplo, no se nos dice la profesión del padre de Los siete cuervos) en cuanto a los personajes masculinos, y tales omisiones son en cambio mayoría cuando se trata de mujeres: no olvidemos que éstas normalmente carecían de oficio y, consiguientemente, estaban rebajadas en su categoría de seres humanos. Así pues, tenemos reyes y príncipes y también campesinos, músicos, pescadores, sastres y algún otro leñador (el de La niña de María) que también vivía cerca de un enorme bosque. Resumiendo, que el padre de Hansel y Gretel era leñador porque algún oficio tenían que darle y, como la historia había de suceder en un bosque, era el oficio que en una inmediata asociación de ideas parecía evidente. Supongo que los Grimm no se plantearon la aparente contradicción de la extrema pobreza de un hombre que gozaba de unas condiciones laborales inmejorables para sacar partido de su oficio; o si lo hicieron considerarían innecesario explicarla.


Porque vaya que era pobre el tipo. En la edición de 1857 (la última y de la que está traducida mi versión en castellano) se nos dice que de siempre habían sido pobres pero que la situación se había extremado hasta el límite debido a una gran carestía que asolaba el país. Esta circunstancia es añadida en la quinta edición, porque hasta entonces los Grimm no consideran pertinente recurrir una crisis económica general para contarnos que el leñador un día no pudo ni conseguir el escaso pan que solía traer a casa. Naturalmente, la hambruna generalizada nos evoca la Edad Media, probablemente los principios del XIV, cuyos calamitosos efectos tuvieron que dejar honda huella en el imaginario colectivo y no es de extrañar que fuera fuente de inspiración de numerosos relatos populares. A ese tiempo –que tan magistralmente recrea Barbara Tuchman en Un espejo lejano, libro al que ya me he referido elogiosamente en alguna ocasión– remite, sin necesidad de mención expresa, el cuento de Hansel y Gretel. El apocalíptico caballo negro que asoló la Europa de 1315-1316, donde nada se había cosechado, se debió a la embestida de la "pequeña era glacial" (cambio climático que no puede achacarse a nuestra especie) y, además de muertes, trajo leyendas macabras de campesinos que habían devorado a sus propios hijos. Probablemente habrán sido casos aislados y sería exagerado deducir de ellos comportamientos generalizados, pero bastan como referente para las tradiciones orales: padres que, ante la extrema falta de alimentos, optan por abandonar a sus hijos a la provisión divina. Sumemos a este marco la peste negra que asolaría el continente apenas treinta años después, multiplicando las muertes hasta un tercio de la población europea. Entonces sí, con harta frecuencia, los padres se deshacían de sus hijos, llevados de un terror que a todos infectaba. No es de extrañar que ambos sucesos, la gran hambruna y la peste negra, distintos en sus causas pero comunes en sus desastrosos efectos, estén en la base del inconsciente colectivo del que surge el embrión de Hansel y Gretel.

Recapitulemos de nuevo: el padre era leñador y muy pobre porque era necesario para el relato del abandono de dos niños. Leñador para justificar el dónde del abandono: un bosque; muy pobre para el porqué. La extrema pobreza justifica en parte la crueldad de la acción, pero sólo en parte a los ojos de los lectores burgueses del XIX. Hacía falta un elemento más que permitiera que éstos tragasen con tamaña vileza: un padre no puede abandonar a sus hijos ni siquiera en tan terribles circunstancias. Ahí aparece la madrastra, recurrente malvada de los cuentos de hadas de la época, aunque –como trataré más adelante– es un truco tardío de los Grimm, sin duda para no escandalizar a sus lectores. Cabría –puede pensar alguien– haber narrado la misma historia sin que los padres se deshicieran voluntariamente de los niños; por ejemplo, que éstos se perdiesen en el bosque y a partir del hecho fortuito siguiera el hallazgo de la casa de la bruja y el cuento fuera prácticamente el mismo. Pues no, en absoluto. La eficacia del relato descansa en gran medida en que el abandono paterno fuera voluntaria. Como explica Bruno Bettelheim en su conocida Psicoanálisis de los cuentos de hadas (Crítica, 1994), Hansel y Gretel habían de escuchar los planes de sus padres de abandonarlos para sentir la angustia interna que les obliga a afrontar el viaje de maduración en el que superan la pasividad infantil para hacerse personas independientes capaces de enfrentarse al mundo. De eso va el cuento, claro, más allá de sus significados primarios de advertencia: del paso de la infancia a la adolescencia, de la consecución de la autonomía, superando la etapa oral de la teoría freudiana. Naturalmente, los niños se resisten a abandonar el hogar paterno donde, aunque escasamente, son satisfechas sus necesidades nutricias; las piedrecitas blancas que deja caer Hansel durante el primer intento de abandono les permiten regresar a casa. Pero ese intento de aferrarse a la seguridad es vano ante la pertinacia de la madrastra que obliga al padre a un segundo y definitivo rechazo en el que las miguitas de pan se revelan inútiles. Moraleja (que difícilmente es conscientemente aprendida por un niño al que se le lee el cuento pero germina en su subsconciente): de nada vale negarse a madurar, es necesario afrontar las pruebas a través de las cuales se consigue la autonomía personal. Y qué mejor prueba que superar el rechazo de las figuras paternas. O sea, que los padres tenían que abandonar voluntariamente a los niños, y por eso, como mera excusa justificativa, eran pobres.

El espacio del abandono es el bosque, ya se sabe. Y sobre el bosque, especialmente en la literatura popular centroeuropea, hay mucho que contar. Pero de ello tratará un próximo post.
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Feast or Famine - The Walkabouts (See Beautiful Rattlesnake Gardens, 1987)

miércoles, 24 de julio de 2013

Hansel y Gretel (2)

Creo recordar que el cuento que originalmente leí no se titulaba Hansel y Gretel sino Pedro y Margarita. No es demasiado extraño porque no hace demasiado era costumbre traducir también los nombres propios, lo cual no pocas veces ponía al esforzado traductor en más de un aprieto. Por ejemplo, en una ocasión me topé con una versión española de Hamlet en la que el príncipe danés se llamaba Amleto o algo así (por cierto, tal es el nombre usual de esta tragedia en italiano). La cosa tiene bemoles, porque Hamlet no ha sido nunca un nombre usual y parece que deriva de Amblett o Amletthus, uno de los personajes de la Gesta Danorum escrita en latín a principios del XIII por Saxo Grammaticus. Supongo que de la grafía latina, inexistente que yo sepa en la antigua Roma, tomarían el nombre los traductores italianos (así como el español que una vez vi). A propósito de estos asuntos, no me resisto a callar la famosa anécdota atribuida a Unamuno (vaya usted a saber) que cuenta que en una conferencia el ilustre rector de Salamanca pronunció Guillermo Saquespeare y uno de los jóvenes asistentes se aprestó a señalarle que "se dice William Shakespeare, profesor"; Unamuno calló, le sostuvo la mirada unos segundos al impertinente, y continuo impertérrito dictando la lección en inglés.

Pero volvamos a los dos niños protagonistas de nuestro cuento. Gretel significa, en efecto, Margarita; más en concreto, se trata de la forma abreviada de Margarete aunque también se usa como nombre independiente, pero por lo que he visto me da la impresión de que esta autonomía es relativamente reciente. El nombre de Margarita, en cambio, tiene larga historia y aparece en casi todas las lenguas occidentales. Leo que proviene del término griego que significa Perla y con ese mismo significado pasó al latín. De momento me es una incógnita (lo dejo para una posterior indagación) el porqué la palabra pasó a designar en castellano (y en portugués e italiano, pero no en inglés, francés o alemán) la popular flor silvestre (el género bellis en sus diversas especies), la primula latina. Pero parece que, al menos en su origen, el vocativo personal no alude a la flor, recurso habitual para muchos nombres femeninos, sino a la perla. Parece también que se popularizó a partir de mediada la Edad Media y me da la impresión que antes y más en los países de lenguas no romances. De hecho, Santa Margarita fue una reina de Escocia nacida en Hungría en el siglo XI y canonizada en el XIII.

O sea, que Gretel es Margarita, pero no me pregunten cómo hacen los diminutivos o familiares los alemanes porque estaremos de acuerdo en que la relación fonética con Margarete no es nada obvia. Claro que yo no sé tedesco y seguro que algún germanista aficionado podrá resolverme esta duda. Descubro fisgando por la red que a las Margaretes también se las llama Gretechen, pero el sufijo cariñoso chen ya lo conocía: sin ir más lejos, como comenté en el post precedente, Dorothea Wild, la mujer de Wilhelm Grimm, era conocida afectuosamente como Dortchen. Es decir, que es evidente que Gretechen deriva de Gretel pero no que Gretel lo haga de Margarete. Por cierto, en español también tenemos el nombre Greta pero estoy casi seguro que se trata de un préstamo del alemán (cuando era niño, una amiga de mis padres se llamaba Greta, fea como una bruja y para colmo arisca; es normal que no me guste el nombre pese a la gran Garbo). En fin, elucubraciones baladíes que no hacen sino alargar este post sin que entre al meollo, si es que lo tiene. En todo caso, asumiré que los Grimm bautizaron a su protagonista con lo que era un nombre popular en su tiempo y que supondrían (imagino que acertadamente) que también lo era en épocas remotas, ya que ciertamente la historia remite a la mítica Edad Media, con sus bosques poblados de criaturas mágicas.

En cuanto a Hänsel no es desde luego Pedro, como escribió el traductor del cuento de mi infancia, sino Juanito. Hans es la forma corta de Johannes y su origen parece situarse en los países bálticos, aunque como es sabido se propagó ampliamente por los territorios germánicos y constan numerosos personajes así llamados desde la Edad Media (recuérdense por ejemplo a los dos Holbein, del siglo XV). Hänsel es el diminutivo que, a diferencia de Gretel, no ha llegado a ser un nombre independiente (también se usa Hänschen). Así pues, la traducción correcta del título del cuento al castellano debería ser Juanito y Greta, que suena fatal, ya lo sé, pero hace que nos percatemos de un detalle curioso: que los Grimm le dieron un nombre completo a la niña mientras que al hermano le adjudicaron un diminutivo. Piénsese que lo normal habría sido ponerlos en igualdad de trato. Hans y Gretel por ejemplo, o si no, ambos en diminutivo: Hansel y Gretchen. Pero no, marcan una diferencia cuya intención no aclaran en el texto. La explicación más obvia es que la niña era la mayor pero, como ya comentaré más adelante, esto no parece cuadrar del todo con los sucesos del relato. De otra parte, enuncian en primer lugar al chico, lo que sugiere que era el primogénito. En fin, otro misterio que dejo planteado para los especialistas en la literatura popular del romanticismo alemán. Quizá no haya ninguna intención críptica, quizá simplemente Dortchen se sabía el cuento con esos nombres y en ese orden y los hermanos, obsesionados con la fidelidad a las fuentes (en especial Jacob) se limitaron a transcribirlos sin mayores averiguaciones. Pero recuerden mis lectores que nada es inocente y hasta en los títulos de los cuentos infantiles pueden atisbarse arcanos de la psique colectiva, del alma profunda del pueblo (teutón, en este caso).

Pues nada, aclarados los nombres de los protagonistas repasemos sus aventuras.

Pero basta ya de antecedentes y comencemos con Hansel y Gretel (en el siguiente post, claro).
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Hansel y Gretel - Golpes Bajos (A Santa Compaña, 1984)

lunes, 22 de julio de 2013

Hansel y Gretel (1)

Clemens Brentano (por Emilie Linder)
Hansel y Gretel, sí, uno de los más famosos cuentos infantiles de siempre. Estaba recogido en una colección de relatos heredada de mi madre, un libraco con ilustraciones a plumilla en blanco y negro publicado, calculo, entre los treinta y los cuarenta. Lo leí muy niño, no creo que tuviera más de ocho años. Había más relatos de los hermanos Grimm, pero también de Perrault y de otros cuentistas antiguos. Como es natural, durante mucho tiempo pensé que los dos hermanos de Hesse (no sabría entonces que eran de Hesse, ni siquiera qué era Hesse) eran los autores de tantísimos cuentos, admirándome de su portentosa imaginación. Me imaginaba a ambos sentados junto a una rústica mesa de madera, al calor de una chimenea y rodeado de chiquillos (si no, de qué iban a dedicarse a esto) improvisando cuentos fantásticos por los que pululaban ogros, brujas, animales parlantes y demás seres maravillosos. Pasaron varios años (estaba ya acabando la universidad) hasta enterarme de que los Grimm habían sido unos afamados lingüistas del romanticismo alemán, el agitado caldo sociocultural que llevaría hasta unificación germánica. Y que sus cuentos eran relatos orales de la tradición alemana que ellos se dedicaron a recopilar con gran entusiasmo desde muy jóvenes. Leo que la "afición" que tan fecundos frutos dio les fue sugerida ni más ni menos que por Clemens Brentano, uno de los más ardorosos impulsores de la recuperación de la tradición popular en la que los románticos veían la verdadera literatura alemana, la que contenía el alma de la nación que ansiaba unificarse.

Madame d'Aulnoy (por Pierre-Francois Basan)
Hansel y Gretel se publica en 1812 en Kinder-und Hausmärchen (Cuentos de niños y del hogar), libro que contenía 86 relatos. Los hermanos vivían entonces en Kassel, ciudad natal de la madre, a la que se había mudado la familia tras el óbito inesperado del padre. En 1808, a la muerte de la madre, Jacob y Wilhelm, los mayores, trabajaban en la biblioteca de Kassel para mantener al resto de los hermanos. Para 1810 ya tenían redactados 53 cuentos que enviaron a Brentano a fin de que los incluyera en el tercer volumen de Des Knaben Wunderhorn (El cuerno mágico de la juventud) recopilación de cantos populares alemanes que aquél llevaba a cabo junto con Achim von Arnim, otro romántico empedernido de su cuerda. Comento de pasada que estos lieder fueron materia prima para numerosos compositores germanos, románticos la mayoría, pero también posteriores (Mahler y el nefasto Schönberg). La cosa es que el alocado de Brentano se olvidó el ejemplar manuscrito (del que afortunadamente habían hecho copia los hermanos), que no aparecería hasta 1920 en la abadía de Ölenberg, Alsacia (Abbaye Notre-Dame d'Oelenberg), cuando ya los Grimm eran probablemente los más famosos cuentistas occidentales. Conviene señalar que los dos hermanos se introdujeron en los círculos patrióticos románticos al poco de entrar, con un año de diferencia, en la universidad de Marburgo, uno de los focos de más activa oposición al afrancesamiento cultural de la Confederación del Rin, el protectorado napoleónico. Estaban por entonces en los inicios de sus veintenas, unos críos convencidos casi religiosamente de la importancia de su labor filológica. Así que desde 1806 o 1807 se dedicaron frenéticamente a buscar depositarios de la tradición oral, sobre todo mujeres ancianas de los campos de Hesse. No deja de ser irónico, sin embargo, que no fueron las campesinas las mejores fuentes de sus investigaciones, sino señoronas mayores de la burguesía, muchas de origen hugonote, lo que explica que tantos de esos cuentos alemanes remitan a sus originales franceses, varios de los cuales habían sido ya recopilados por escritoras del XVII como Madame d'Aulnoy.
  
Dortchen Wild (por Ludwig Emil Grimm)
No he logrado descubrir si entre esos cuentos que se perdieron en Alsacia estaba el de Hansel y Gretel. En todo caso, parece que quien les contó la trama a los Grimm fue Dortchen Wild, la que sería la esposa de Wilhelm, pero que por entonces apenas era la hija adolescente de un boticario de Kassel especialmente severo. La historia de amor de Henriette Dorothea –tal era su nombre– y el segundo de los famosos hermanos daría para una novela romántica de época (de hecho, Kate Forsyth, una australiana de fama en la literatura juvenil y de la que no he leído nada, acaba de publicar este año su versión The Wild Girl; habré de esperar a que la traduzcan). La familia Wild vivía muy cerca de los Grimm, en una gran casa en cuya planta baja estaba la farmacia de Rudolf, el padre. Mientras los hijos de los Wild eran casi todo niñas un solo varón), en el caso de los Grimm sucedía lo contrario: la única chica, Lotte (Charlotte Amalie) era casi de la misma edad que Dortchen, así que es natural que se hicieran amigas. Y a partir de esta amistad los Grimm empezaron a frecuentar la vivienda del boticario para descubrir allí más que abundante material. Cuando los hermanos mayores conocieron a Dortchen ésta contaba apenas doce años; fue en 1807, al inicio de sus labores recopilatorias. De ella provienen no sólo Hansel y Gretel, sino también El rey sapo, El enano saltarín, Los seis cisnes y El hueso cantarín, además de versiones algo distintas de muchos otros. Es sorprendente que entre los doce y los quince años (la edad que tendría Dortchen cuando los Grimm acaban la versión que envían a Brentano) se convirtiera en una de las mejores "portavoces" del alma popular que, en este caso, no era otra que Marie, la doncella principal de los Wild, una de cuyas funciones era ocuparse de las revoltosas chiquillas (y, obviamente, contarles los tremebundos relatos que luego los Grimm suavizarían).

Pero basta ya de antecedentes y comencemos con Hansel y Gretel (en el siguiente post, claro).
   
Des Antonius von Padua Fischpredigt (Des Knaben Wunderhorn) - Gustav Mahler


jueves, 11 de julio de 2013

Mi tío Segundo

En el segundo, Segundo, segundo de mis tíos segundos. La frase tiene gracia, aunque sólo sea verdad para mí, el único hijo de su único primo. Se trata de un edificio en el casco viejo, el antiguo palacete de los Salazar, de mediados del XVIII, creo, barroco tardío me han dicho, con su ventana en óvalo oblongo sobre el escudo de armas en piedra y éste sobre el portalón de gruesas planchas de roble apretadas con herrumbrosos tirantes de hierro. Cuentan que el primer Salazar llegó a la ciudad con alguno de los reyes castellanos de la reconquista, un hidalgo burgalés de mediana fama y fortuna que se hizo grato al monarca en vaya usted a saber qué asuntos, y de resultas fue agraciado con título nobiliario –conde, nada menos– y no pocos bienes inmuebles requisados a los moros, que para eso habían perdido la plaza. Hablo del siglo XIV, así que los orígenes castellanos ya están más que diluidos y desde varias generaciones los Salazar son genuino producto andaluz, producto selecto, si convenimos en calificar así a los conspicuos ejemplares del caciquismo agrario de la región, con sede en este caso en ciudad de provincias y frecuentes viajes a Sevilla y Madrid. Las cosas hoy ya no son lo que fueron y el patrimonio ha mermado, aunque la familia sigue siendo de posibles y capaz todavía de permitirse de vez en cuando algún pelotazo. Pero el apellido mantiene incólume su prestigio en la comarca y hasta en los reducidos círculos de la arrogante zanganería sevillana, que la ocupación primera de todos los que lo portan pareciera ser la de lustrarlo incansablemente con peroratas genealógicas y estar avizores al quite de cualquier asomo de afrenta, sea de comisión o, las más frecuentes, de omisión.

El viejo palacio en que vivo no es ya la mansión nobiliaria del propietario del título con su señora, hijos, parientes pobres solteros y abundante servidumbre. En los primeros días de la guerra, cuando Guzmán Salazar el viejo todavía vivía y a despecho de las leyes republicanas ejercía con desvergonzada y cruel impunidad sus tradicionales prerrogativas feudales, la turba revolucionaria (esos rojos harapientos y desagradecidos) arrasó una noche la casona señorial y degolló sin miramientos al cacique, su mujer e hijo. En los periódicos se cuenta que fue un crimen raudo y coral, cuya autoría no pudo nunca precisarse en unas manos concretas; un drama a lo Fuenteovejuna, del que todo el pueblo era culpable y de ese modo ninguno lo era. Como la ira de Dios: sanguinaria y repentina; así fue el desbordarse vengativo de la rabia acumulada. Entrar en tropel, matar y salir en cuestión de minutos, arrojando en casi todas las estancias teas que al poco tiempo se convirtieron en grandes llamas que devoraban el palacio. Que de los Salazar no quede ni el recuerdo, que su estirpe maldita se haga polvo que barra el viento. Pero el viejo inmueble aguantó lo suficiente para que el alcalde, un maestro socialista despreciado por el conde, movilizara con exceso de celo según los vecinos a cuantos pudo para extinguir el incendio. De poco le valdría su fervor cívico en defensa del patrimonio de los Salazar. Fue uno de los primeros fusilados cuando las tropas de Yagüe entraron en la ciudad, tras una sumarísima pantomima de juicio. Se le acusó, entre otros cargos, de responsable del crimen popular en su calidad de regidor máximo de la población. Su joven mujer, con un niño de corta edad, dejó la ciudad en silencio al día siguiente.

El dos de agosto del 36 llegó al entierro desde Sevilla el otro hijo del viejo conde, Cosme, apenas conocido en la ciudad pues muy joven, bastante antes de la República, había dejado la casa paterna para estudiar abogacía en la capital andaluza. Allí se había quedado sin visitar a los padres y hermanos porque, según las malas lenguas, les guardaba un rencor que lo envenenaba. Allí había casado con una señorita de buena casa (que lindo patio tenía a dos pasos de la Giralda) aunque careciera de blasones, Rosario Cárdenas se llamaba. Allí había tenido a sus tres hijos, dos varones a los que odió desde que nacieron y la menor una hembrita, que adoró y mimó toda su vida. Se dice que el odio de Cosme hacia su padre le hacía renegar de su apellido y desear su extinción. De ahí que, contrario a lo habitual, no quisiese descendencia y cuando la naturaleza de Rosario se empeñó en concedérsela ansiaba durante cada embarazo que fuese niña la que naciese. A su primogénito lo llamó Guzmán no por respeto al padre, sino por retorcida voluntad de venganza y castigo autoinfligido, y muy cierto es que al pobre niño le amargó la vida hasta impulsarle a quitársela apenas con veinte años. Al segundo, mi tío segundo, lo llamó Segundo, como chiste privado y sarcástico. Yo siempre fui el segundón y así me llamaba el cabrón de mi padre y hasta mi hermano en los juegos infantiles; pues que tal sea el nombre de bautizo de este crío, que para eso es mi segundón. No obstante, aún siendo también odiado, Segundo no sufrió tanto como su hermano. Quizá porque el padre volcaba lo principal de sus rencores en Guzmán, quizá porque mi tío era de más recio carácter.

Decía pues que ese día de agosto, en el calor que en tales fechas solo hace en esta tierra, llegaron a la ciudad Cosme Salazar (32 años), Rosario Cárdenas (28) y los tres hijos: Guzmán (8), Segundo (7) y Carmelita (3). Llegaron sin estrépito, dos días después de la liberación por el glorioso ejército nacional, al siguiente del ajuste de cuentas vía fusilamientos o de la justa depuración. La mayoría de los vecinos ni sabía quiénes eran esos forasteros. Los que habían participado en el asalto criminal a la casona Salazar mucho menos; cuando se enteraron de que la estirpe no la habían extinguido, más de uno sintió el dolor de una bofetada, el agudo escozor de un navajazo. Claro que para entonces que su acto hubiese sido inútil era el menor de sus sufrimientos, apenas una gota más. La nueva familia Salazar se instaló en el único hotel que existía, en la plaza frente al Ayuntamiento, en el solar donde está hoy el Banco de Santander. Y a los pocos días, no habría acabado todavía agosto, empezaron las obras de reconstrucción y reforma del viejo palacio, gracias a una generosa subvención votada unánimemente en el primer Pleno del nuevo ayuntamiento falangista. Como dijo el flamante alcalde, se trataba de una deuda que la ciudad habría contraído con su más ilustre familia, deuda que nunca podría ser saldada. Las cosas, parecía, volvían a ser como debían. Pero no del todo.

Que el nuevo Salazar no era exactamente como sus antecesores se notó pronto. Lo primero que llamó la atención fue su desinterés por la gestión de las grandes fincas agrarias del patrimonio. A diferencia de otros terratenientes, Salazar el viejo (apelativo que, por cierto, empezó a dársele entonces, una vez muerto, solo para distinguirlo del recién llegado, ya que a don Guzmán lo habían asesinado sin que llegara a cumplir los cuarenta), mediante mano dura y oportunos sobornos a las autoridades, había conseguido eludir las leyes reformistas republicanas y mantener casi incólume el régimen de trabajo casi feudal de sus propiedades. Pero este Cosme, para asombro de todos, despidió enseguida a Avelino, el fiel y cruel capataz de la familia, y puso al frente de la administración a un tipo joven de Sevilla, un ingeniero agrónomo que había trabajado varios años en Alemania y que se propuso acabar con unas formas de explotación que, según contaba entusiasmado a los parroquianos del casino, lastraban por obsoletas las exigencias productivas modernas. Lo cierto es que la guerra primero, que no había hecho más que empezar, y los duros años de carestía que la siguieron, impidieron que sus reformas se tradujeran en aumentos efectivos de la riqueza familiar, lo que no dejó de complacer a los señorones de la ciudad, molestos con esos nuevos modos ajenos a las costumbres de su clase. Sin embargo, el aparente fracaso económico no pareció importar a Cosme y significó un considerable alivio en las cargas de sus jornaleros.

Aunque el cambio que más sorprendió en la ciudad fue descubrir, a medida que avanzaban las obras de la casona, que el nuevo propietario la estaba troceando en varias viviendas, en flagrante afrenta a la tradición perpetuada desde la Edad Media. No son los que vienen tiempos de palacios, escueta frase con la que Cosme abortó de inicio una conversación con el alcalde. A instancias de las escandalizadas fuerzas vivas, el representante local de la Cruzada, le había sugerido que debía preservarse la unidad habitacional del inmueble alegando motivos de índole histórico-artística, pero el jefe de los Salazar no le dio ocasión a argumentarlos: qué coño le importa a nadie lo que yo haga en la casa de mi familia; y descuide usted señor alcalde, que respetaré la fachada y no tocaré ni el zaguán ni el patio, por si algún día quiere el Ayuntamiento hacer un museo. Aunque no fue del todo fiel a su promesa, pues levantó los tejados para ganar altura en la planta abuhardillada y hasta abrió algún que otro nuevo vano rompiendo las simetrías originales.

Más de un año duraron la obras y sólo hacia finales del 37 dejaron los Salazar el hotel para instalarse en su nueva vivienda, limitada ahora a la parte central de la primera planta, la que se abría a la calle mediante la balconada sobre el portón. La flanqueaban, en ese mismo nivel, dos apartamentos de poco más de cien metros cada uno, adosados a las respectivas medianeras. La segunda planta fue mucho más radicalmente reformada, demoliendo incluso algún muro de carga a fin de lograr una distribución más funcional y conseguir nada menos que seis viviendas aprovechando las luces a las dos fachadas (la trasera daba a un amplio jardín) y al patio. Y en la tercera, la que había sido alzada, el arquitecto dispuso otras cuatro viviendas más. Así que de pronto el noble palacio de la familia se convirtió en un edificio de trece pisos repartidos laberínticamente, y no acabó ahí el destrozo pues en la planta baja se abrieron dos locales hacia la calle destinados a negocios comerciales y las antiguas estancias de servicio en torno al patio principal y trasero se convirtieron en oficinas para alquilar.

La reforma del palacio no era sólo una venganza simbólica de Cosme hacia su apellido, aunque nadie dudaba de que tal era su motivación fundamental. Había también un cálculo económico que habría parecido sacrílego a sus antecesores: hacer del inmueble un negocio generador de rentas. Sin embargo, habría de esperar muchos años para que los locales de la planta baja se alquilaran mientras que las viviendas siempre han sido reservadas para el uso de los miembros de la familia y aun hoy quedan dos vacantes. O sea que han pasado tres cuartos de siglo para que el edificio, que ya no palacio, de los Salazar se fuera progresivamente ocupando. Primero, ya lo he dicho, la vivienda principal del primero. Pero enseguida, a mediados del año 38, la de la derecha. Allí vino a instalarse Asunción Cárdenas, la hermana menor de la esposa de Cosme, una chica tímida y asustadiza. Y que Asunción, mi abuela, dejara su Sevilla natal por esta ciudad fue el primer capítulo de mi propia historia.


domingo, 7 de julio de 2013

Ética

Se pueden establecer unos principios éticos universales a partir de los cuales legitimar o condenar los actos humanos. Más o menos así podría enunciarse la premisa básica que defendía un amigo el otro día en una reunión que, a partir del asentimiento común de los presentes sobre la desvergüenza generalizada en que vivimos, fue derivando hacia las estratosferas filosóficas y dejando ver interesantes diferencias "ideológicas" –por muy de matiz que fueran– entre quienes allí estábamos. O sea, la sempiterna discusión sobre absolutismo/relativismo moral, en la que yo suelo decantarme hacia el segundo extremo, tiendo a pensar que los valores éticos son poco más que convenciones que van consolidándose (y modificando) sincrónica y diacrónicamente.

Naturalmente, la ética es un producto social. ¿Cabe hablar de la ética de un hombre solo? Defoe, en gran medida, construyó la trama de su Robinson Crusoe como experimento moral: el náufrago que al descubrir las huellas de Viernes –había otro ser humano en la isla– se ve obligado a plantearse cuestiones éticas. Claro que Crusoe, al fin y al cabo, traía ya una moral instilada. Pero a lo que voy, el sistema de valores que asumimos, lo que nos hace distinguir lo bueno de lo malo, se construye socialmente. De ahí que me incline a considerar que es un mecanismo (clave) al servicio de la continuidad de las sociedades humanas y, por tanto, se adapte a las necesidades reales de éstas. No me creo, en cambio, que los grandes principios éticos estén en la base de la evolución social.

Mi amigo sostenía que hay invariantes que siempre, a lo largo de la historia, han sido ejemplos de lo bueno y de lo malo; en ello podía verse, decía, que hay principios universales que probablemente radican en algún componente (¿biológico?) común a nuestra especie. Se trata de la conciencia, claro; o, al menos, de un máximo común divisor de todas las individuales. Yendo más allá, apostó por identificar la conciencia ética como uno de los elementos constitutivos de la humanidad. Por supuesto, entendiendo la conciencia como un vago conjunto de instrucciones de nuestro sistema operativo (de las cuales las fundamentales son comunes a todo individuo) que hacen que cualquier tipo (so pena de no ser humano) se pregunte sobre la bondad o maldad de sus actos (y de los demás) y, consecuentemente, en función de su actuación sienta satisfacción o culpa.

Creo, aunque disto de estar convencido, que podría más o menos admitir que la necesidad de valorar éticamente nuestros actos (y los de los demás) es un componente definitorio (o casi) del ser humano. Ahora bien, cuando los individuos se cuestionan sobre la licitud moral de sus actos (obedeciendo ese "algoritmo moral" impreso en nuestro sistema operativo) lo que hacen la mayoría de ellos y en la mayoría de las veces es confrontarlos con dos factores no siempre coincidentes (de ahí los "conflictos éticos"): los valores que les han instilado desde la más temprana edad y sus pulsiones, intereses, apetencias, ante dicho acto concreto. Y lo hacen casi siempre en un plano sub-consciente.

Que me declare "relativista moral" no significa que reste importancia a los llamados valores éticos. Me parecen, por el contrario, fundamentales en cualquier humano, casi imprescindibles. Tanto que pienso que en gran medida son pilares básicos que sostienen y autojustifican la vida de cualquier individuo y les motivan para actuar (o dejar de actuar) en uno u otro sentido. Al margen de su génesis y consolidación sociocultural, cada uno de estos valores individualmente aprehendidos se convierte en un sentimiento profundo que es, a su vez, generador causal de las más diversas y cotidianas emociones. La indignación que sentimos ante un asesino, por ejemplo, tiene que ver con la interiorización de la condena moral a matar a un congénere. En épocas o entornos en los que los valores éticos tenían un peso tremendo en las personalidades se asiste a actos carentes de toda racionalidad (e incluso contrarios a los que serían los "intereses" elementales del agente) a los que el individuo se siente obligado por imperativo moral. Pensemos, por ejemplo, en los absurdos comportamientos que respondían a la defensa del "honor" o, en nuestros tiempos, en unos fanáticos islamistas que sacrifican sus vidas para obtener un puesto preeminente en el paraíso destruyendo los dos rascacielos más altos de Nueva York.

En el occidente contemporáneo esos valores están bastante descafeínados, aunque su importancia sigue siendo alta para mantener un mínimo grado de conformidad y cohesión social. El actual aflojamiento de la "tensión ética" desvela con mayor claridad la verdadera naturaleza acomodaticia de la moral, cómo los valores se van sutilmente modelando para legitimar las conveniencias sociales. Lo que ocurre a escala de una sociedad ocurre, desde siempre y con menos "rozamientos", en el interior de cada conciencia individual. Pero ahora es más fácil, justamente porque se han debilitado los valores socialmente reconocidos. La gran mayoría de nosotros construimos nuestra moral práctica a partir de lo que nos va conviniendo. Cabe esperar que la posición "ética" frente a la pena de muerte de una madre a la que han matado a su hijo no sea la misma que la de un catedrático de filosofía.

Cualquier discusión ética, por tanto, se mueve en el plano de los sentimientos, de un lado (del más honesto, aunque inevitablemente improductivo), pero también en el de los intereses (el más cínico y, lamentablemente, el más eficaz). En este último se dirimen las batallas que importan y que han de traducirse en las progresivas modificaciones de los condicionamientos de las conciencias. Porque quienes juegan a ese juego saben de sobra la importancia de los sentimientos éticos de sus sociedades para ganar las partidas, pero también están convencidos –intuyo– de la posibilidad de modificarlos (ergo no hay absolutos morales), aunque sepan que es un proceso lento.

A ese fin contribuyen, por más bienintencionados que sean, los múltiples "comités éticos" que se forman ante cualquier novedad en la vida social; pensemos, por ejemplo, en los debates sobre los avances en genética. Como estoy convencido de que todo lo que es posible pasa en algún momento a ser real, las sesudas disquisiciones éticas se me asemejan a las célebres discusiones bizantinas sobre el sexo de los ángeles, lo cual no obsta para que me apasionen, pero más como entretenidos ejercicios intelectuales que como factores con incidencia efectiva sobre la historia de nuestra especie. Algún día (me temo que no lo veré) se clonarán seres humanos sin que ello plantee ningún conflicto ético.

En todo caso, no se piense que minusvaloro la fuerza de los sentimientos morales y, consiguientemente, su resistencia al cambio. También lo saben de sobra los hacedores de la ética y por eso, junto a las sutiles acciones para modificar los valores, practican el ocultamiento de los efectos reales de lo que de verdad les importa que no se cuestione. Sin duda, el mayor éxito en tal sentido es el propio sistema económico en el que estamos inmersos, tan absolutamente opuesto a cualquiera de nuestros valores éticos, por muy descafeinados que estén, que lo mejor es evitar cuidadosamente que se exhiban sus consecuencias. Y cuando éstas inevitablemente aparecen han de explicarse como anomalías punibles y nunca como componentes intrínsecos del propio sistema. Conciliar la radical inmoralidad del sistema económico con la mínima tranquilidad de conciencia de los ciudadanos es el principal cometido de nuestros dirigentes y sus lacayos (entre ellos, claro, los medios de comunicación). Hipocresía "estructural" de dimensiones nunca alcanzadas en la historia.


¿Cómo, si no, podría cualquier persona "decente" entregar su dinero al sistema financiero? ¿Sabe acaso que está siendo cómplice del tráfico criminal de drogas, de los asesinatos mafiosos, de la muerte por inanición de niños en África, de los desahucios salvajes de estos tiempos y este país? Que el sistema necesariamente supone todo ello (no son "disfunciones anómalas") se oculta y, desde luego, no es objeto de "discusiones éticas", que en cuanto a alguien se le ocurre siquiera sugerirlas se le acalla a gritos (que no razones) con los tópicos más manidos, como la libertad, mira en lo que acabó el comunismo, etc. A cambio, se nos entretiene con cuestiones morales inofensivas, a las que entramos apasionadamente como los toros al trapo rojo; el matrimonio gay, por ejemplo. Hipocresía, sí, pero muy efectiva.