El tranvía estaba detenido. Lo vi en cuanto salí a la avenida, todavía a unos doscientos metros. O sea, que tardaría unos dos minutos en llegar y para entonces ya habría arrancado. Sin embargo, no se movió. Cuando alcancé el andén los vagones, con todas las puertas abiertas, rebosaban. Por motivos técnicos, decía una voz femenina grabada por el megáfono, la circulación se mantiene con normalidad pero sufre un leve retraso. La frasecita tenía bemoles: De entrada el “por motivos técnicos” deberían haberlo pronunciado en otro sitio; pero sobre todo la evidente contradicción entre circulación normal y retraso. Y encima leve. Me dijeron que ya llevaban un cuarto de hora parados, así que pensé que la salida sería inminente y piqué el bono. Pues no, otros veinte minutos de espera enlatados como sardinas y amenizados cada tres o cuatro por el mensaje grabado, ajeno e indiferente a la realidad. Finalmente la voz del conductor, bastante menos melodiosa, nos informó de que debíamos evacuar el vehículo porque estaba obstaculizando a otros que venían desde abajo. No hacía falta ser un lince para llegar a esa conclusión: si consideramos que a esa hora la frecuencia normal de los tranvías es cada cinco minutos a esas alturas de la pausa debían estar detenidos siete u ocho por debajo del nuestro. Como borreguillos obedientes salimos todos al andén, donde permanecimos otros cinco minutos más, tiempo durante el cual los del centro de mando debieron cambiar de opinión: que volviéramos a subir. Una vez recuperado nuestro acogedor enlatamiento, el tranvía cerró sus puertas y se puso en marcha, pero no hacia arriba sino hacia abajo, aunque obviamente iba circulando por el carril de subida. Bueno, pensé, esto quiere decir que por encima de nosotros habrá un tranvía averiado que obstaculiza la vía y lo que haremos será pasarnos al otro carril para subir por él hasta sortear el taponamiento. En efecto, a mitad del trayecto hacia la siguiente parada noto que el convoy cambia de vía colocándose en la de bajada y frenando. Vale, me digo satisfecho, ahora empezará a moverse en dirección hacia La Laguna (de subida). Pues no, tras ese alto vuelve a arrancar y sigue en sentido descendente. Llega a la siguiente parada, abre las puertas para recoger viajeros que van hacia Santa Cruz, las cierra y continua para abajo. Desconcertado pregunto a mi vecino de asiento quien, con tranquilidad pasmosa, me confirma que se ha dado perfecta cuenta de que estamos yendo en dirección contraria; como es imposible no darse cuenta, mi desconcierto aumenta al comprobar que todos los pasajeros, que media hora antes pretendían ir en una dirección, se mantienen impertérritos aunque los lleven en la dirección contraria. Al llegar a la segunda parada me bajo. En el carril paralelo, el de subida, estaba un tranvía con las puertas abiertas. Me meto en él pocos segundo antes de que cierre y arranque hacia arriba. El resto del trayecto hasta la parada final en La Laguna transcurrió casi normalmente. Por cierto, no había ningún tranvía averiado en ninguna de las paradas más arriba de aquella en la que inicié el estrambótico viaje.
Mientras subía, me dio por fantasear que, algunas paradas más arriba el tranvía volvería a detenerse y se repetiría la escena. De alguna manera, me había introducido en una especie de universo paralelo y absurdo que consistía en un bucle infinito de tranvías que subían y bajaban sin llegar nunca a sus destinos finales. Las vías y los vehículos eran el único soporte real de ese mundo y todos estábamos condenados, como Sísifo, a repetir ese movimiento circular sin posibilidad de escape. Naturalmente, las escenas que veíamos al otro lado de las vías, las calles con su ajetreo habitual de coches y personas, no eran sino espejismos carentes de toda materialidad. Por más que lo intentara no podría acceder a ellas, sólo me estaba permitido pisar el andén central y cambiar al tranvía paralelo que circulaba en sentido contrario. O tal vez, ese otro mundo tan habitual para mí hasta hacía un rato sí existiera y estos tranvías con nosotros en su interior fueran inexistentes para los habitantes de aquél. A lo mejor, como tiene que ocurrir con los universos paralelos, los tranvías habituales, ésos que no mostraban tan estrafalario comportamiento, se superponían con sus desplazamientos normales sobre los nuestros, sobre estas cárceles rodantes. Como fuera, lo relevante era que estaba atrapado.
Convencido pues de que por algún azar cósmico me había traslocado a otro universo, no dejaba de sorprenderme que mis vecinos de viaje mostraran tan absoluta indiferencia, como si para ellos lo de subir y bajar eternamente en estos vagones fuera algo completamente normal. Traté de entablar conversación con el tipo que ahora tenía al lado, un veinteañero con camiseta de los Lakers y el brazo izquierdo profusamente tatuado. Éste sí va para La Laguna, le comenté, la primera frase estúpida que se me ocurrió. Mirada de condescendencia aburrida y enarcar de cejas: hacia, en efecto, para inmediatamente girar la vista hacia la ventana, como si esperara ver algo en el anodino paisaje urbano. Miré en torno: la mayoría de los viajeros parecían ir solos, sumido cada uno en sus propios pensamientos. De pronto, por un breve instante, sus caras se me antojaron extrañas; no es que detectara nada concreto en los rasgos de esa gente, era tan solo la sensación incómoda de que los rostros que veía no terminaban de encajar, pero ¿encajar en qué? Entonces se me ocurrió: están muertos, estoy en un tranvía de fantasmas y este universo paralelo es una especie de purgatorio rodante. Si la hipótesis fuera correcta habría de seguirse que también yo estoy muerto. Suponerlo no me produjo ninguna angustia (casi al contrario, el primer sentimiento fue de alivio: a la mierda el curre inacabable al que estoy-estaba encadenado), de momento sólo curiosidad. ¿Cómo me he muerto? Pero no lograba recordar ningún incidente desde esa mañana en que, como siempre, me había despertado temprano, cumplido todos mis rituales habituales y caminado hasta la parada para subir a la oficina. ¿Y cuánto tiempo me tocará esta rutina post-mortem? Quizá tenga que resolver algo pendiente (influencia de novelas góticas novecentistas, ya lo sé, pero no pude evitar el pensamiento), aunque en tan limitado entorno ... Entre tanto, el tranvía seguía su trayecto, se detenía en las paradas y algunas personas subían y otras bajaban. Me pareció que estos últimos, en vez de caminar hacia sus destinos, se quedaban quietos en el andén, como si esperaran que pasara el convoy descendente. Me estoy sugestionando, pensé, y cerré los ojos.
En la penúltima parada se bajaron casi todos los viajeros, incluyendo el chico que iba sentado a mi lado. Contra lo que es habitual, quedamos muy pocos en el tranvía, que arrancó bruscamente al mismo tiempo que hacía sonar la bocina. En el túnel que viene a continuación se detuvo chirriando los frenos y las luces de los vagones se apagaron y encendieron durante unos segundos. Reconozco que me asusté: aquí va a pasar algo. Salté del asiento y me acerqué a la puerta más cercana, junto a la cual, también de pie, se agrupaba una familia de extranjeros, por la jerigonza que hablaban probablemente eslavos (de los escasos viajeros que no iban solos). Y a estos muertos foráneos, por qué les habrá tocado venir a este tranvía, me pregunté. Tras unos momentos, el tren volvió a ponerse en marcha y emergió a la superficie. El cielo estaba gris y lloviznaba (pero antes del túnel estaba soleado; no podía asegurarlo, aunque en Santa Cruz sí). Enseguida, como siempre, el tranvía entró en la última parada y las puertas se abrieron. Bajé, todos los viajeros bajaron, también los guiris que, nada más pisar el andén me rodearon sonrientes. ¿Para Santa Cruz? Me lo chapurreó el que sería el hijo mayor. Les señalé el tranvía estacionado en paralelo y en él se metieron. Entonces miré el andén, estaba vacío. Los pocos viajeros que habían llegado hasta aquí habrían cruzado ya la avenida y caminarían por la ciudad. O quizá, como esta familia eslava, se han pasado al otro tranvía, el que en unos minutos iniciará el recorrido descendente. Escudriñe hacia su interior: ¿estaban ahí mis compañeros de viaje? Pero tampoco acertaba a asegurarlo, personas desconocidas y, a la vez, con un cierto aire familiar pero también extraño. Es como si no razonara bien, como si mis facultades estuvieran mermadas, pensé. No sé qué hacer, me dije, ¿entrar en este tranvía? Unos segundos de duda y entonces el tranvía cerró las puertas y arrancó. Crucé la calzada y en unos minutos, como siempre, llegué a la oficina.
Mientras subía, me dio por fantasear que, algunas paradas más arriba el tranvía volvería a detenerse y se repetiría la escena. De alguna manera, me había introducido en una especie de universo paralelo y absurdo que consistía en un bucle infinito de tranvías que subían y bajaban sin llegar nunca a sus destinos finales. Las vías y los vehículos eran el único soporte real de ese mundo y todos estábamos condenados, como Sísifo, a repetir ese movimiento circular sin posibilidad de escape. Naturalmente, las escenas que veíamos al otro lado de las vías, las calles con su ajetreo habitual de coches y personas, no eran sino espejismos carentes de toda materialidad. Por más que lo intentara no podría acceder a ellas, sólo me estaba permitido pisar el andén central y cambiar al tranvía paralelo que circulaba en sentido contrario. O tal vez, ese otro mundo tan habitual para mí hasta hacía un rato sí existiera y estos tranvías con nosotros en su interior fueran inexistentes para los habitantes de aquél. A lo mejor, como tiene que ocurrir con los universos paralelos, los tranvías habituales, ésos que no mostraban tan estrafalario comportamiento, se superponían con sus desplazamientos normales sobre los nuestros, sobre estas cárceles rodantes. Como fuera, lo relevante era que estaba atrapado.
Convencido pues de que por algún azar cósmico me había traslocado a otro universo, no dejaba de sorprenderme que mis vecinos de viaje mostraran tan absoluta indiferencia, como si para ellos lo de subir y bajar eternamente en estos vagones fuera algo completamente normal. Traté de entablar conversación con el tipo que ahora tenía al lado, un veinteañero con camiseta de los Lakers y el brazo izquierdo profusamente tatuado. Éste sí va para La Laguna, le comenté, la primera frase estúpida que se me ocurrió. Mirada de condescendencia aburrida y enarcar de cejas: hacia, en efecto, para inmediatamente girar la vista hacia la ventana, como si esperara ver algo en el anodino paisaje urbano. Miré en torno: la mayoría de los viajeros parecían ir solos, sumido cada uno en sus propios pensamientos. De pronto, por un breve instante, sus caras se me antojaron extrañas; no es que detectara nada concreto en los rasgos de esa gente, era tan solo la sensación incómoda de que los rostros que veía no terminaban de encajar, pero ¿encajar en qué? Entonces se me ocurrió: están muertos, estoy en un tranvía de fantasmas y este universo paralelo es una especie de purgatorio rodante. Si la hipótesis fuera correcta habría de seguirse que también yo estoy muerto. Suponerlo no me produjo ninguna angustia (casi al contrario, el primer sentimiento fue de alivio: a la mierda el curre inacabable al que estoy-estaba encadenado), de momento sólo curiosidad. ¿Cómo me he muerto? Pero no lograba recordar ningún incidente desde esa mañana en que, como siempre, me había despertado temprano, cumplido todos mis rituales habituales y caminado hasta la parada para subir a la oficina. ¿Y cuánto tiempo me tocará esta rutina post-mortem? Quizá tenga que resolver algo pendiente (influencia de novelas góticas novecentistas, ya lo sé, pero no pude evitar el pensamiento), aunque en tan limitado entorno ... Entre tanto, el tranvía seguía su trayecto, se detenía en las paradas y algunas personas subían y otras bajaban. Me pareció que estos últimos, en vez de caminar hacia sus destinos, se quedaban quietos en el andén, como si esperaran que pasara el convoy descendente. Me estoy sugestionando, pensé, y cerré los ojos.
En la penúltima parada se bajaron casi todos los viajeros, incluyendo el chico que iba sentado a mi lado. Contra lo que es habitual, quedamos muy pocos en el tranvía, que arrancó bruscamente al mismo tiempo que hacía sonar la bocina. En el túnel que viene a continuación se detuvo chirriando los frenos y las luces de los vagones se apagaron y encendieron durante unos segundos. Reconozco que me asusté: aquí va a pasar algo. Salté del asiento y me acerqué a la puerta más cercana, junto a la cual, también de pie, se agrupaba una familia de extranjeros, por la jerigonza que hablaban probablemente eslavos (de los escasos viajeros que no iban solos). Y a estos muertos foráneos, por qué les habrá tocado venir a este tranvía, me pregunté. Tras unos momentos, el tren volvió a ponerse en marcha y emergió a la superficie. El cielo estaba gris y lloviznaba (pero antes del túnel estaba soleado; no podía asegurarlo, aunque en Santa Cruz sí). Enseguida, como siempre, el tranvía entró en la última parada y las puertas se abrieron. Bajé, todos los viajeros bajaron, también los guiris que, nada más pisar el andén me rodearon sonrientes. ¿Para Santa Cruz? Me lo chapurreó el que sería el hijo mayor. Les señalé el tranvía estacionado en paralelo y en él se metieron. Entonces miré el andén, estaba vacío. Los pocos viajeros que habían llegado hasta aquí habrían cruzado ya la avenida y caminarían por la ciudad. O quizá, como esta familia eslava, se han pasado al otro tranvía, el que en unos minutos iniciará el recorrido descendente. Escudriñe hacia su interior: ¿estaban ahí mis compañeros de viaje? Pero tampoco acertaba a asegurarlo, personas desconocidas y, a la vez, con un cierto aire familiar pero también extraño. Es como si no razonara bien, como si mis facultades estuvieran mermadas, pensé. No sé qué hacer, me dije, ¿entrar en este tranvía? Unos segundos de duda y entonces el tranvía cerró las puertas y arrancó. Crucé la calzada y en unos minutos, como siempre, llegué a la oficina.
When the train comes back - Chicken Shack (40 Blue Fingers, 1968)
Cortazar decía que la regla más importante para la buena literatura fantástica era colocar lo asombroso y extraordinario en el marco rutinario y habitual. Tú lo has logrado muy bien.
ResponderEliminarDe La Cabina a El Tranvía Chicharrero.
ResponderEliminarCuídese esa hipocondría, amigo mío.
Lansky: Gracias, ya sabes que Cortázar es uno de mis referentes. El post, aunque admito que deambula en el terreno de lo fantástico, es una mera crónica de mi trayecto del pasado lunes.
ResponderEliminarNúmeros: No me había acordado de la claustrofóbica cabina de Mercero y López Vázquez; en efecto, algunas similitudes puede tener el post. En cuanto a la hipocondría, lo intento, lo intento.