Cuando los Estados Unidos iniciaron su "revolución" que había de llevarles a alcanzar la independencia, las dos potencias europeas –y por ende mundiales– eran Francia e Inglaterra. Al margen de la retórica democrática y republicana que tanto influiría en la inminente Revolución Francesa (recuérdese a Lafayette), el apoyo gabacho a los rebeldes americanos tenía mucho más que ver con intereses económicos propios, los cuales pasaban naturalmente por perjudicar los de los ingleses. A la firma del Tratado de Versalles (3 de septiembre de 1783), después de casi ocho años de guerra, ciertamente el sentimiento general entre los recién independizados era de cariñosa gratitud para los franceses y hostilidad hacia los británicos y, para ello, no hay más que examinar el maltrato que recibieron los llamados "leales" (en flagrante incumplimiento de la cláusula sexta) que, en su gran mayoría, hubieron de abandonar sus tierras y emigrar. Sin embargo, pasada una década, las tendencias emocionales se habían invertido. Para entenderlo hay que recordar que los hombres que sentaron las bases de la nueva nación y que habían ido acaparando el poder no eran ya ni jóvenes ni radicales; muy al contrario, sus inclinaciones eran fuertemente conservadoras, tanto al norte como al sur de la conocida línea Mason-Dixon. Por eso, sobre todo a partir de la Revolución Francesa, se miraba a la monarquía británica, el más firme bastión del conservadurismo, con cada vez mayor simpatía. De otra parte, por más que durante los primeros años del joven país los ingleses se hubieran dedicado a incordiar los intereses norteamericanos, lo cierto era que el comercio de Estados Unidos dependía sobre todo de aquéllos y, por tanto, era fundamental para la prosperidad de los bussiness men allanar los recelos y propiciar la buena voluntad de la antigua metrópoli. En cierto modo, esta progresiva "anglofilia" hay que relacionarla con el primer debate político y económico que vivió la nueva nación y que generó la creación de los dos primeros partidos: el federalista y el republicano-demócrata. Políticamente, la discusión se centraba en el equilibrio de poderes entre el Estado central y los estados herederos de las Trece Colonias (cuyo número fue incrementándose tras la independencia); económicamente, la pugna era entre quienes defendían un desarrollo basado en la agricultura y los que apostaban sobre todo por el comercio y los negocios. Sobra decir que quienes más ventajas obtuvieron fueron los federalistas, defensores tanto de la primacía del Estado central como del desarrollo capitalista; ya desde los primeros tiempos, antes incluso de entrar en el siglo XIX, podría aventurarse que a esta nación que no llegaba a los cuatro millones de habitantes le esperaba un futuro glorioso, que estaba llamada a ser el ostentador del poder imperial. Pero ese "destino manifiesto" no lo era tanto entonces y mucho se debió a las singulares formas de pensar y actuar de sus dirigentes, incluso las de los primeros.
Uno de los hombres clave en la formación política de los jóvenes Estados Unidos fue Alexander Hamilton, Secretario del Tesoro (1789-1795) durante los dos mandatos de George Washington. Hamilton, probritánico e indiscutible líder del partido federalista, puede considerarse el artífice de que Estados Unidos lograra desembarazarse de la alianza que tenía suscrita con Francia para orientar la política exterior hacia Inglaterra. Elemento fundamental para su objetivo era difundir en América las atrocidades del Terror, espantando a los americanos, por más que los idearios políticos de ambas repúblicas fueran primos hermanos. Enfrente de Hamilton estaba el partido demócrata republicano y, sobre todo, Thomas Jefferson; pero hasta a los más francófilos les costaba mantener públicamente sus simpatías a medida que se conocían los acontecimientos franceses y lo bien engrasada que mantenían la guillotina; la palabra jacobino adquirió entre los yanquis de entonces un significado equivalente al que tendría la de comunista en los momentos más álgidos de la guerra fría. En 1793, Estados Unidos se declaró neutral en el conflicto europeo (la guerra de la Primera Coalición) y hacia el final de ese año quienes defendían a Francia estaban ya en abrumadora minoría, tanta que Washington se vio obligado a expulsar a Jefferson del gobierno. Pese a la voluntad del primer mandatario de mantenerse al margen de los partidos, en 1794 aceptó enviar a John Jay, el presidente del Tribunal Supremo, a Londres para resolver las diferencias con los ingleses y, tras medio año de negociaciones, suscribió el Tratado de Londres (conocido como Tratado Jay) el cual, aparte de generar agrias discordias en los USA, cabreó profundamente a los franceses (especialmente irritante les resultó que los americanos reconocieran la deuda con Gran Bretaña y en cambio intentaran eludir el pago de los casi doce millones de dólares que les debían, argumentando que el pacto había sido con Luis XVI y no con la naciente república gala). Los franceses, entonces, empezaron una campaña de hostigamiento de los barcos mercantes americanos (copiando lo que ya habían practicado los ingleses), además de varios actos diplomáticos que parecían sugerir una ruptura de las relaciones entre ambos países y que animó a los más radicales de los federalistas a pedir que se les declarara la guerra. En ese clima prebélico, llegó a la presidencia John Adams, quien antes de acceder a los deseos de los halcones de su propio partido, quiso intentar la vía diplomática que evitara la guerra. Así, en 1797, John Marshall, federalista de Virginia, y Elbridge Gerry, demócrata republicano de Massachussetts, viajaron a París para lograr algún tipo de acuerdo con el Directorio que suavizara las tensas relaciones.
El ministro de asuntos exteriores francés era nada menos que Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, uno de los tipos más venales del extenso catálogo de políticos corruptos. Talleyrand no quiso entrevistarse con los delegados norteamericanos (entre los que también estaba Charles Pinckney, quien ya ejercía en Francia como embajador) y les mandó a tres intermediarios. Éstos plantearon demandas que a los estadounidenses les resultaban inaceptables y entre las que, para su escándalo, figuraba el pago de un fuerte soborno al ministro. Hay que tener en cuenta que para entonces Francia arrollaba en Europa gracias a las campañas italianas de Napoleón, lo que permitió a Talleyrand exhibir una insultante arrogancia ante los recién llegados del otro lado del Atlántico; incluso les amenazó con invadir los Estados Unidos. De otra parte, aunque suele simplificarse el asunto reduciéndolo al intento de soborno (que lo hubo), las intenciones de Talleyrand, manipulador extremadamente hábil, eran de más largo alcance y para lograrlas le interesaba "entretener" a los diplomáticos americanos, a la espera de que su conspiración para poner a Bonaparte en el poder tuviera éxito. La historia oficial estadounidense narra el fracaso de esta intentona conciliadora haciendo hincapié en el noble comportamiento moral de su política: indignados ante la corrupción del Directorio, los delegados rompen los tratos y se vuelven a casa. Naturalmente, lo que enseguida ordenó el presidente fue hacer públicos los detalles de las negociaciones (algo muy poco correcto en las relaciones diplomáticas) para soliviantar a sus ciudadanos, propiciar el conveniente clima de patriotismo francófobo y, de paso, que su partido ganara escaños en el Congreso. También gracias a la torpeza de Talleyrand y a la calculada indiscreción yanqui, se destinaron cuantiosos recursos a la construcción de los primeros barcos de guerra, formándose la Marina estadounidense. Pero, al mismo tiempo, Adams se negó a declarar la guerra con el argumento de que los Estados Unidos nunca serían los atacantes, discurso que con mucha frecuencia han repetido sus gobernantes a lo largo de la historia: siempre que entran en guerra lo hacen "obligados", forzados a renunciar al pacifismo intrínseco a sus esencias nacionales.
Lo cierto es que durante unos dos años los Estados Unidos y Francia se involucraron en continuas batallas navales en la costa sur y en el Caribe. Fue la llamada Cuasi-Guerra que, pese a no haber sido nunca declarada oficialmente, puede considerarse el primer conflicto internacional de los USA, cuando la república apenas contaba con quince años de vida. Al poco de alcanzar el poder, Napoleón, nada interesado en tener problemas con los americanos que le distrajesen de sus objetivos europeos, accedió a firmar con Adams el Tratado de Mortefontaine (septiembre de 1800) que permite a los Estados Unidos asentar su neutralidad libre de cualesquiera compromisos con las potencias europeas, requisito necesario para iniciar su propio camino imperial (muy poco después, por cierto, conseguirían también de Napoleón la adquisición de la inmensa Luisiana, asunto sobre el que ya escribí calificándolo como el mayor negocio de la historia). A partir de entonces, en el siglo XIX, los americanos dedicarían mayoritariamente sus energías bélicas dentro de casa para ampliar sus dominios masacrando indios y para matarse entre ellos en la Guerra de Secesión y unificar el país. Pero ello no impidió que desde fechas tempranas tuvieran presentes objetivos expansionistas e intervencionistas, los cuales (al margen de algunas aventurillas menores) se manifestaron con toda crudeza en los ataques a México nada más independizarse de la Corona española. Y desde ahí sin pausa hasta la fecha. Probablemente el país que, en toda la historia universal, más ha recurrido a la fuerza como instrumento básico de su política pero, al mismo tiempo, siempre enormemente preocupado de presentarse como adalid de la paz y de la justicia. Que la gran mayoría de los americanos se crea los sucesivos discursos oficiales (sangrantemente hipócritas tras la Segunda Guerra Mundial), que considere que, en efecto, viven en "la tierra de los libres", no deja de parecerme a la vez un milagro de ingenuidad y de manipulación. Pero así son las cosas.
P.S: Esta canción, Hail, Columbia, fue compuesta en esos años de tensión franco-americana, buen ejemplo de esa larga ristra de deleznables soflamas musicales a que tan aficionados han sido siempre los estadounidenses y que han demostrado no poca efectividad para avivar el patrioterismo emocional, muy conveniente para que los gobiernos puedan hacer en cada momento lo que les conviene (a ellos y sus intereses, no necesariamente a los ciudadanos). El tema fue cantado en todas partes con delirantes aplausos y hasta los más francófilos de los demócratas republicanos fueron reducidos a silencio. "Firmes y unidos estemos en torno a nuestra Libertad, como un grupo de hermanos, y encontraremos la paz y la seguridad".
A mí me gustan los EEUU intelectuales y tecnológicos, pero detesto su ombliguismo que los ha convencido de ser la tierra elegida. Una lástima.
ResponderEliminar“Probablemente el país que, en toda la historia universal, más ha recurrido a la fuerza como instrumento básico de su política pero, al mismo tiempo, siempre enormemente preocupado de presentarse como adalid de la paz y de la justicia.”. Bueno, mucha tela hay que cortar en esta entrada, Miroslav. En conjunto estoy de acuerdo con tu exposición, aunque la frase tuya que entrecomillo al comienzo de este comentario podría aplicarse igualmente a la Roma del Imperio, al Egipto del Imperio y…a tantos imperios. O sea, que es apropiada para los imperios que han sido, a todos. Estados Unidos siempre ha tenido vocación imperial (el resto de América y sobre todo el centro y sur como su patio trasero), el destino manifiesto, la rivalidad canadiense…pero esa ‘centrifuguez’, siempre se ha visto compensada o enfrentada con la tendencia centrípeta contraria. Todos los presidentes que ha habido pueden clasificarse en uno u oro extremo. Eso por un lado, por otro, la política a tres bandas: Francia-Inglaterra- EEUU en la época que mencionas no fue la de un triángulo equilátero, sino que uno de los lados, el de USA, era entonces más pequeñito que los otros dos, quién iba a pensar…. Nadie pensaba que esas colonias chiquitas desde Nueva Inglaterra a Virginia se iban a apropiar de mucho más dela mitad del subcontinente americano e iban a tener una influencia hegemónica y decisiva –que sólo se alcanzó tras la Segunda Guerra Mundial, es decir, ayer mismo- en el resto del planeta.
ResponderEliminarEstados Unidos, como resultado de esa historia, de ese relato colonizador y de frontera tan ingenuo y a la vez tan potente, reúne para mí lo mejor y lo peor del mundo actual: la meritocracia y los lobbies, el capitalismo salvaje y la igualdad de oportunidades, la zafiedad y barbarie analfabeta que ignora casi todo del resto del mundo y las universidades más excelsas ye indudablemente mejores…Estados Unidos es la esquizofrenia de este mundo. Y hay que leer ese maravilloso libro de viajes y de politología que se llama La democracia en América de Alexis de Tocqueville (acompañado de Gustave de Beaumont), hablando de franceses en América. Y del destino de esta nación.
Ozanu: Al hilo de tu comentario conviene que distinga en que el evidente antiamericanismo que rezuma este post no va dirigido contra the people sino contra el Estado norteamericano que, desde sus orígenes se ha ido conformado como el paraguas para institucionalizar un imperialismo tremendamente hipócrita.
ResponderEliminarLansky: Mantengo la frase que entrecomillas porque, desde luego, no creo que ningún otro imperio de la historia haya llegado al grado cuantitativo del americano. No hacía una distinción cualitativa sino cuantitativas. Que todas las potencias han recurrido siempre a la fuerza es una obviedad, aunque pienso que ninguna tanto como los USA; si repasas su "breve" historia como independiente, verás que apenas hay año en que no estuvieran involucrados en alguna guerra. Pero lo realmente diferenciador es lo mucho que insisten sus gobiernos en exhibir su pacifismo y deseos de justicia, libertad, etc. No se me ocurre a bote pronto ninguno anterior que haya manifestado esa obsesión (hipócrita) a tal extremo. Desde luego, no sus antecesores y maestros, los ingleses. Tanto es así, que la mayoría del pueblo americano, a diferencia de los súbditos de cualquier otro imperio de la historia, no considera que sean un imperio.
En cuanto al pretendido equilibrio entre imperialismo y aislacionismo, tiene más de mito que de realidad. Ciertamente, desde sus orígenes, ha habido presidentes que defendían actitudes "centrípetas"; Jefferson, sin ir más lejos, (uno de los fundadores y tercer presidente) es el más característico de esta posición y, curiosamente, su política real fue casi opuesta a sus posiciones declaradas previamente. No creo que ni Jefferson ni los muchos políticos posteriores que encajan en el tópico de la "tendencia centrípeta" a la que te refieres fueran necesariamente hipócritas. Lo que pienso es que, desde casi los orígenes, se fue construyendo un discurso oficial (en el que algunas de las "caras visibles" de la política creían) que reforzaba la sensación de "buena conciencia" de los americanos y que valía, al mismo tiempo, para que quienes poco a poco se iban apoderando del Estado, lo contradijeran hipócrita y descaradamente con la política real. Estoy hasta dispuesto a admitir que a esos resultados (absolutamente claros desde la Segunda Guerra Mundial, como bien dices) se pudo llegar desde unos orígenes no conscientes, aprovechando los enfrentamientos de las potencias europeas, y que ciertamente éstas, a finales del XVIII y durante la primera mitad del XIX, despreciaban a ese joven país lejano y pequeño (demográficamente). Aunque creo que, desde muy pronto, hubo estadounidenses influyentes que se dieron cuenta de las posibilidades de éste para conformarse como un Estado útil a sus intereses y dirigieron la política en tal dirección.
Leí hace tiempo el librito de Tocqueville quien, naturalmente, no podía ni imaginar hacia donde iban a ir las grandes ideas democráticas. Sin duda, Estados Unidos reúne lo mejor y lo peor. Pero en este post (y otros que seguirán) no me estoy refiriendo al país en su totalidad, sino a ese núcleo dirigente, tan ajeno al pueblo, que ha ido moldeando poco a poco (casi desde sus orígenes) su política y, por ende, la de todo el mundo actual. Estados Unidos como paradigma (metáfora, si quieres) de la institucionalización política del tremendamente injusto sistema en el que vivimos, erigido para colmo desde las mayores de hipocresías.
Ya te he dicho que estoy esencialmente de acuerdo con tu entrada, pero...
ResponderEliminarDurante su etapa republicana no, pero durante su época imperial que excede en duración la de Estados Unidos en varios órdenes de magnitud, Roma no tuvo un solo año de paz, y se presentaba como la gran pacificadora y trasmisora de cultura a los pueblos bárbaros. ¿Qué quiero decir? Que no hay nada nuevo (cualitativamente) bajo el sol.
Yo no veo que criticar lo que se cree injusto sea ser "anti-país que toque". A mí el Japón imperialista de la SGM me parece miserable, y no por ello me considero enemistado con ese país.
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