Desde siempre se sabe que los ignorantes tienden a creerse más sabios de lo que son o, en expresión que se atribuye a Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), que la ignorancia es atrevida. Si tiramos de citas se comprueba que este diagnóstico viene desde la antigüedad y, por ejemplo, encuentro una de Aristóteles que dice que el ignorante afirma y el sabio duda y reflexiona. Barriendo para casa, Baltasar Gracián (1601-1658), maestro de las sentencias breves y enjundiosas, señala que el primer paso de la ignorancia es presumir de saber, y muchos sabrían si no pensasen que saben. Naturalmente, todos somos ignorantes, nacemos siéndolo y, a medida que crecemos, se supone que vamos reduciendo poco a poco nuestra ignorancia y, a la vez, siendo conscientes de lo inmensa que es. De hecho, la ignorancia debería ser un acicate para el saber. Pensemos en la célebre hipérbole de Sócrates –sólo sé que no sé nada–, en boca de un hombre que justamente se caracterizó por intentar remediar su ignorancia. Pero para ello, se requiere ser consciente de la propia ignorancia, dudar incluso de lo que uno cree que sabe. Lamentablemente entre muchos ignorantes que, además de serlo, son estúpidos, no suele abundar esta conciencia. Y por eso la constatación de su atrevimiento. No hay más que escuchar a cualquiera de nuestros dirigentes políticos, tan seguros de lo que dicen.
Los ignorantes que ignoran su propia ignorancia existen, creo yo, debido a dos características bastante comunes en nuestra especie. De un lado, la pereza, porque aprender, ir colmando poco a poco nuestras ignorancia, requiere esfuerzo. De otra parte, el deseo de seguridad, necesario en muchas personas para no sentirse angustiosamente paralizado. Hay que tener unas ideas claras, incuestionables, que nos permitan actuar (y, sobre todo, justificar nuestras acciones). Desde luego, si pusiéramos en duda todo, si ante cualquier afirmación nos empeñáramos en verificarla, difícilmente haríamos nada "práctico", si es que no consideramos prácticos crecer en sabiduría. Además, corremos el peligro de ser excesivamente tolerantes, de que se afiance en nosotros una cierta repugnancia al maniqueísmo, de que nos volvamos unos peligrosos "relativistas morales". Esto es algo sabido también casi desde siempre y por ello a quienes nos gobiernan no es que les interese mucho fomentar las virtudes propias de la educación, sino más bien practicar el adoctrinamiento. Tampoco es que todos ellos –quienes nos gobiernan– sean malvados; la mayoría son simplemente ignorantes complacientes, justamente por ello más peligrosos.
Desde hace muchos años pienso (iba a escribir "tengo para mí", pero me he reprimido, Lansky) que la ignorancia y la estupidez (la segunda engloba necesariamente a la primera) son motores fundamentales de la historia de la humanidad que están erróneamente menospreciados. Desde luego, la ignorancia estúpida no es ningún impedimento para alcanzar puestos dirigentes, más bien como hemos comprobado en las últimas décadas, casi parece un requisito (¿cómo es posible, por ejemplo, que una persona de tan pasmosa estupidez como George W. Bush fuera presidente por dos periodos del país más poderoso del planeta?). Puede ser que los electores prefiramos gente ignorante (más cercana a nuestra propia ignorancia generalizada), pero también algo influirá que estos tipos tan seguros en su ignorancia sean mucho mejores para "hacer lo que hay que hacer", sin que se les planteen dudas o problemas de conciencia. De hecho, tengo la impresión de que en el actual mundo de la política a una persona con afán de saber le sería muy difícil desenvolverse, y muy probablemente abandonaría descorazonado incapaz de soportar ese juego de tópicos manidos que se dan por dogmas. En suma, que soy bastante pesimista en lo que se refiere a la regeneración de la clase política.
En fin, todo esto de la ignorancia es, como ya he dicho, sabido desde siempre. Aún así, en 1999 dos tipos del departamento de Psicología de la Universidad de Cornell (Nueva York), David Dunning y Justin Kruger, quisieron comprobar si era verdad; en concreto, quisieron confirmar una frase de Charles Darwin: "la ignorancia genera seguridad (en uno mismo) con más frecuencia que el conocimiento". Para ello diseñaron cuatro tests (uno sobre "humor", otro sobre "gramática inglesa" y dos sobre "razonamiento lógico") y se los pasaron a un número variable de estudiantes de psicología de la universidad (entre 45 y 84). Acabadas las pruebas les preguntaban a los chicos qué nota creían haber sacado. Los resultados mostraron que los más incompetentes tendían a sobrestimar la calificación obtenida, mientras que los que más conocimientos habían demostrado tendían a subestimar ligeramente sus notas. Según los experimentadores, los errores de los ignorantes tenían su origen en un exceso de seguridad en sus conocimientos (o en su ignorancia), mientras que los de los competentes se debían más a que tienden a sobrestimar a los demás (no sólo se calificaba cada examen sino la posición relativa). Este sesgo cognitivo, que se ha dado en llamar el efecto Dunning-Kruger, viene a confirmar que el ignorante no sabe que lo es y además no es capaz de reconocer los mayores conocimientos en los demás. Pero también pone de manifiesto algo que es quizá más grave: que quienes no son ignorantes (o no, al menos, en los abisales niveles de gran parte de la población) no ven en sus justos términos la ignorancia de los demás, tienden a sobrestimarlos. Y es natural; cuesta admitir que un tipo que ocupa un alto cargo, por ejemplo, sea tan ignorante como parece (por más que los hechos se empeñen en confirmarnos que así es).
El estudio de Dunning-Kruger fue publicado en diciembre de 1999 en el Journal of Personality and Social Psychology, y debió de causar un cierto revuelo que, a mi entender, no veo justificado. Sí me parece más apropiado que a estos "investigadores de lo obvio" se les concediera en 2000 el Premio Ig Nobel de psicología. Recomiendo encarecidamente repasar los trabajos que han sido merecedores de este satírico galardón (que se concede desde 1991 en la Universidad de Harvard) si se quiere pasar un buen rato de carcajadas. De todas maneras, coñas aparte, hay que reconocer que no está mal que haya gente que se dedique a corroborar con metodología rigurosa (si bien, la muestra me parece muy pobre en términos estadísticos) lo que es más que sabido. Primero porque podría ocurrir que ese conocimiento asentado resultara erróneo, y segundo porque nunca hay que perder la esperanza de que características frecuentes de nuestra especie puedan ir evolucionando a mejor a lo largo del tiempo, y para ello vienen bien estos ejercicios. No obstante, me temo que la estupidez humana es una de las notas caracterológicas que se mantiene con mejor salud; incluso me atrevería a decir que la ignorancia prevalece en nuestros días con más vigor que nunca.
Brute force and ignorance - Rory Gallagher (The Essential, 2008)
Es que la clave está no sólo en no saber, sino en saber que no se sabe. En ese sentido, la máxima de Sócrates arroja una verdad valiosa: No sé, pero al menos sé eso. Si a mí me preguntaran qué sé de gramática tailandesa, diría tranquilamente que ni una palabra, pero si me preguntan cuánto sé de tebeos, mi estimación sería problemática, habida cuenta de que tampoco conozco todos los tebeos de la historia y de algunos países, como Italia, sé más bien poco.
ResponderEliminarPero sí, es obvio que el sabio lo es porque sobrestima su propia ignorancia: este acicate es lo que lo lleva a aceptar humildemente que no debe presumir y, si tiene curiosidad, aprende aquello que le interese.
Todos tenemos un interruptor de estupidez pero mientras que a muchos les da pudor usarlo a otros les es imposible desconectarlo. Creo que a veces sería práctico activarlo para ejecutar sin pensar, de ahí el origen de su peligrosidad por otra parte. El quid de la cuestión es que la estupidez no conoce el remordimiento.
ResponderEliminarSaludos, :)
La ignorancia es atrevida a veces, si. Últimamente bastante.
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