Esa tarde no llovía y, aunque el cielo seguía gris, quisimos pasear por los jardines de la parte alta. En la televisión habían recomendado no abandonar las viviendas hasta que la alarma meteorológica fuese anulada. Sabíamos que los consejos del servicio civil cargaban una intención conminatoria bajo la dicción amable y las sonrisas carnosas. "Nadie te obliga a ser feliz", era la consigna de la última campaña de afirmación democrática, repetida en los anuncios con escenas de las viejas películas en blanco y negro (Bogart despidiéndose de la Bergman con esa frase).
Así que nadie nos obligaba a ser felices y nadie, tampoco, nos impedía salir de casa antes de la anulación de la alarma meteorológica. Y además la perra estaba insoportable tras diecisiete días de temporal sin poder correr sobre los lechos de hojarasca del monte de las nieblas. Sin embargo, Rosa y yo, sin saber bien por qué, preferíamos seguir bajo nuestro techo, ocupados en seguir las recomendaciones para el tiempo libre de los boletines y en mantener ordenadas las horas, cuya secuencia era acompasada por la firma regular de los recibos del servicio de abastecimiento y la contestación a las encuestas de los agentes censales del instituto de estadística. Estos últimos, siempre chicos jóvenes con camisas rayadas en tonos vivos y gafas de montura añil, eran mucho más alegres que los impávidos hombres con el mono color butano del servicio de abastecimiento, quienes, tras entregar el material solicitado –que a menudo no estábamos seguros de haber pedido, pero eso no importaba porque al verlo nos entusiasmaba la idea de probarlo–, presentaban a la firma el acostumbrado volante oficial y dejándonos la copia se despedían con una tenue sonrisa sobre cuyo significado incierto solíamos edificar sofisticadas interpretaciones que nunca terminaban de coronarse consistentemente porque, en lo mejor del juego, uno de los dos –Rosa por lo general– se acordaba sobresaltado de que no habíamos pasado al ordenador ese último servicio y, si no nos dábamos prisa, llegarían los muchachos de estadística sin que tuviéramos los datos correctamente tabulados. Así que corríamos a la habitación del fondo y mientras probábamos el uso o consumo de la última entrega (quizá con excesiva avidez), tecleábamos nuestras impresiones junto con los hechos objetivos; por suerte, todo antes de que sonara el timbre y apareciera la figura familiar –pero nunca la misma– de camisa rayada y educadas preguntas que respondíamos con reconfortante orgullo compartido.
Fue justamente uno de esos muchachos del servicio de estadística –Israel era su nombre– quien se refirió a la prematura floración de violetas en los jardines de la parte alta. Lo comentó de improviso, mientras revolvía en su mochila arrugada y extraía la segunda página del cuestionario con radiante satisfacción. No dejaba de ser el suyo un comportamiento poco usual; la costumbre marcaba que los camisas rayadas, nada más entrar en casa, apoyasen la mochila (con el anagrama oficial en color teja sobre la lona amarilla) encima del aparador del vestíbulo, que fueran sacando pausadamente –en un sutil clima de expectante solemnidad– las tres, cuatro o incluso cinco páginas del cuestionario de turno, que las extendiesen apaisadas y ligeramente montadas entre sí sobre la superficie de madera lacada, que carraspeasen mínimamente y nos invitasen con voz tímida a tomar asiento en nuestras sillas, y que recitaran las preguntas y anotaran las respuestas, sin hacer comentario alguno hasta finalizar completamente. Sólo entonces, acabado el ritual, se aflojaban los rasgos del chico y cruzábamos frases animas mientras reordenaba en un único fajo las páginas del cuestionario, lo introducía en la mochila, cerraba la cremallera, se la colgaba a la espalda y se despedía llevándose las últimas palabras de la breve conversación.
Israel, en cambio, se acuclilló desmañadamente y, con la mochila en el suelo, sacó una sola página; luego, en movimiento un tanto brusco, se enderezó y dijo, sin apenas entonación interrogativa: –los códigos de control los dejamos para el final, así que, uno, ¿cuál es la media de proteínas de origen animal ingeridas por persona de la unidad familiar en el último mes? Nosotros, claro, no nos habíamos sentado todavía y permanecimos indecisos, como dos actores que dudan si el director ha equivocado el guión o si son ellos quienes se han confundido de drama. Pero Rosa reaccionó antes de que el silencio se hiciera violento y, hojeando los papeles que tenía en la mano, contestó que 38,65 gramos y ofreció al encuestador ver la distribución mensual de las ingestas, diferenciadas por cada uno de los tres miembros de la unidad familiar (a efectos estadísticos, la perra no contaba) en gráficos polícromos de múltiples líneas, barras y círculos explotados en quesitos, merecedores en nuestra orgullosa confianza de ser expuestos en la central de datos del instituto.
Israel se rió –y me apresuro a aclarar que tal cosa me pareció el sonido seco que brotó de su boca muy abierta, aunque Rosa luego sostuvo que a ella más bien se le antojó una especie de tic nervioso– y, sin hacer caso de los papeles, pasó a la segunda pregunta. En el acto nos sentimos obligados a responder con precisión, absteniéndonos de cualquier digresión, como si hubiéramos sido llamados al orden. Así que empezó a sucederse la serie de preguntas y respuestas, en un ping-pong dialéctico, titubeante al principio y contundente y acelerado a medida que se acercaba el final de la página. Después de la vigésimo quinta constestación, los ojos de Israel centellearon divertidos mirando la tensión suspendida de nuestros reflejos y remarcando lo que podía ser un golpe definitivo; un instante de silencio y de pronto pronunció un sonoro "¡Aaaaaalto!" seguido, ya en voz más suave, de "hasta aquí la primera parte". Y entonces fue cuando, sonriendo mientras se agachaba a hurgar en su mochila, comentó lo curioso que era que a mediados de enero hubieran brotado ya las matas de violetas. Él –dijo– había venido a nuestra casa dando un rodeo a través de los jardines de la parte alta y se había maravillado ante el brillante colorido de las flores, luminoso entre los ocres parduzcos del barro y las hojas muertas. ¡Qué pena que los viejos estuvieran recluidos en sus casas por el temporal y no viesen ese espectáculo! Pero tampoco importaba mucho –se corrigió enseguida con una sonrisa– porque las violetas habrían de florecer de nuevo a mediados de abril, coincidiendo con las fiestas de primavera, para cuando los jardines exhibían su mejor imagen.
–¿Te parece que nos sentemos? –aproveché, viendo que Israel no acertaba a encontrar la segunda página. –Hay una banqueta junto al aparador; trabajarás más cómodo si colocas ahí la mochila. Rosa y yo nos sentamos inmediatamente. Nos sentíamos cansados después de ese extraño primer round. De alguna manera, mis palabras pretendían recuperar, con audacia medida, el orden habitual de esas entrevistas. Sin embargo, Israel no se dio por aludido; ya había cogido la segunda página del cuestionario y se alzaba triunfante, blandiéndola en la mano derecha como si fuera la prueba de alguna misteriosa victoria.
–Han tenido suerte: ésta es la última. Pero creo que es mejor que la contesten meditando sus respuestas. Tal vez fuera conveniente que consultaran sus archivos más cuidadosamente para evitar caer en tantas contradicciones como hasta ahora. Sí, ya sé, ya sé ... –siguió al notar nuestras caras de estupor–; no es normal lo que les digo, los cuestionarios deben cumplimentarse sobre la marcha, sin buscar tres pies al gato. Pero es que, amigos míos, este gato tiene muchos pies; yo sé lo que me digo y más les vale hacerme caso porque están ustedes en las fichas naranjas del instituto. Así que voy a hacer una cosa: me largo, les dejo aquí la segunda página, y ya vendré a recogerla.
E Israel se fue y la hoja listada reposa sobre laca caoba fulgiendo naranjas; la puerta se abrió y cerró en chirrido naranja disolviendo la sombra vespertina del muchacho. No me atrevo a moverme –¿qué son las fichas naranjas del instituto?–, no miro a Rosa, no giro siquiera los iris, no distiendo un solo músculo, no me hace falta para saber que es la misma presencia sólido-gaseosa la que nos ha enmoldado y tantea ahora sus contornos en ajustes precisos a los nuestros, anclando duros y flexibles filamentos en cada poro; sé que Rosa y yo sentimos con idéntica percepción la meticulosidad del proceso y sé que ambos dejamos con nuestra inmovilidad que se complete, aunque no nos preguntemos nada, ni siquiera nos consultemos si así lo queremos, porque simplemente hay que sentir esta materia que nos envuelve y colorea de naranja, el color de las fichas del instituto que han nacido de Israel y ahora permanecen tras su marcha como una pregunta que genera angustia que no es angustia sino quietud ante la fatalidad, aunque tampoco es fatalidad porque simplemente no es nada, es una materia que –sé, sabemos ambos– nos está invadiendo a través de los miles de alambres con que se ha adherido a nuestros poros, que son como jeringas gomosas e inyectan la sustancia que nos recubre hacia el interior de los cuerpos, y la capa plástica sólido-gaseosa adelgaza su espesor hasta no ser sino una película que imagino, imaginamos, algo grasienta, y luego ya nada, la piel ha quedado limpia, apenas unos sutilísimos brillos anaranjados en las puntas del vello de los brazos, como restos de purpurina, y Rosa y yo ya tenemos dentro esta materia que sentimos sin saber, pero sabemos que ahora hay que moverse y yo lo hago, y también ella, acaba de cerrarse la puerta, Israel se ha ido, ha sido ahora mismo y ambos nos preguntamos a la vez qué son las fichas naranjas del instituto.
La segunda página del test no es ninguna página de ningún test. Se la muestro a Rosa sin hablar: son apuntes manuscritos con fórmulas y ecuaciones sobre un papel a franjas verdes y blancas, fragmentos de notas de clase universitaria. Israel se ha equivocado, en el desorden de su mochila se mezclaban las hojas del instituto y la de sus estudios. Pero entonces, ¿por qué dijo haber encontrado la segunda página? Sacó este papel, este solo; lo había mirado, no pudo confundirlo con el cuestionario oficial, los papeles del instituto están impresos, tienen el anagrama, el mismo de las mochilas amarillas.
–Los encuestadores siempre nos leen las preguntas sin que veamos las páginas del cuestionario. ¿Cómo sabemos que están impresas en papel con el anagrama oficial? Rosa tiene razón. Las preguntas se las van inventando mientras fingen leerlas; nuestras respuestas no se registran, también es simulación el ceño fruncido del muchacho concentrándose en rasguñar con un bolígrafo –sin tinta, seguro–; en el instituto, si es que existe, no se tabula ningún resultado, las estadísticas se inventan con la combinación justa de aleatoriedad y premeditación.
–Y no hay fichas naranja. –Rosa levanta la voz –Todo es una burla. A eso ha venido Israel, a decirnos que todo es una burla, que no hay que hacer caso de nada, que no hay que registrar cada una de las entregas del servicio de abastecimiento, que no hay que creerse los informes de la televisión, que ni siquiera llueve cuando hay temporal, que las violetas han florecido, pero no prematuramente porque ya debe ser abril y no enero como nos aseguran.
–Pero entonces, ¿cuál es el sentido de la farsa? ¿Y para qué habría de venir Israel a desengañarnos? –Rosa me mira sin querer oírme, paseando nerviosa en un vestíbulo que se había vuelto extraño. –Tratemos de razonar, hay algo que no encaja, de acuerdo, pero no desmorones todo el universo sólo por eso. Israel es la pieza que falla, Israel no es quien creemos que es, Israel es la impostura. Las violetas no han florecido y claro que hay temporal, no seas tonta, el cielo está gris, oímos llover casi a todas horas desde hace días, Héctor no tiene colegio, no estamos yendo a trabajar, nadie sale de sus casas. Nos hemos angustiado por unas hipotéticas fichas naranjas, porque ha venido un chico que decía ser del instituto y ha roto la rutina de los cuestionarios. Si Israel es mentira, también lo son las fichas naranjas, ¿de qué nos amedrentamos? No hay fichas naranja. Punto.
Pero mi punto no anula la sustancia que nos intranquiliza desde dentro. Sigo sosteniendo la hoja que no es la segunda página de ningún cuestionario. Estamos a mediados de enero, llevamos ya diecisiete días de temporal, encerrados en casa, aburridos –bueno, aburridos no: hay siempre algo que hacer, pero echamos en falta el aire de fuera–. Héctor asoma en el umbral del vestíbulo con la perra, hemos gritado, estamos nerviosos. Vamos a dar un paseo, abrígate, Héctor. Yo me quedo aquí –dice Rosa–; id hasta los jardines de la parte alta, que la perra corra por la hojarasca, ved si es verdad que han florecido las violetas. Yo miro el papel manuscrito; a lo mejor me acerco al instituto y busco a Israel, pero lo pienso sin convencerme, vamos a dar un paseo, sólo eso.
Mr. Wrong - Sade (Promise, 1985)
Está muy bien. Y este Brave New World tuyo, lleno de formularios y encuestas, es tan atroz como verosimil. Y las violetas florecen casi tan tempranas como los almendros, es bien cierto.
ResponderEliminarMe alegra que te guste, Lansky. Es un relato escrito hace más de quince años que tenía perdido y olvidado. Ayer lo encontró un amigo a quien se lo di en su día, lo escaneó y me lo envió por mail. Al releerlo me pareció bastante pasable y lo tecleé para subirlo al blog. Aunque, sí, la temática remite a Huxley, lo noto muy influido por el estilo cortazariano, ¿no crees?
EliminarEn la poética esa de cronopios y famas, sí
EliminarPues yo lo veo más bien orwelliano, con todas esas estadísticas falsas. ¿Huxley no era más de manipulación genética?
ResponderEliminar"Tratemos de razonar, hay algo que no encaja, de acuerdo, pero no desmorones todo el universo sólo por eso."
¡Huy, cuánta gente habrá que piensa algo muy parecido sin darse siquiera cuenta!
Sí, el entorno es más de Orwell que de Huxley, aunque sigo pensando que el "clima" le debe más a Cortazar que a los británicos.
EliminarMe ha parecido excelente. Sí, hay algo cortazariano en ese modo fragmentario y casual con que se nos va dejando ver el escenario, sin explicarlo, dándolo por consabido; y en la especie de antífona entre los dos miembros de la pareja, la disimulada tensión con que cada uno atisba en el otro el reflejo de su propio miedo, y en el modo de narrar, centrado, más que en lo que pasa, en cómo afecta al narrador lo que pasa. Pero es un Cortázar muy bien asimilado, nada mimético ni evidente. Me ha parecido un relato estupendo. Tendrías que dedicarte a esto con más frecuencia.
ResponderEliminarUn texto atemporal, a la vez que actual, y angustioso, sí me ha recordado un poco a Orwell.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
Un saludo,:)