Según el informe Global Wealth Databook de octubre de 2014, elaborado por Credit Suisse –que tiene fama de ser el más fiable en la materia– la riqueza total de los seres humanos ascendía en 2014 a 263 billones de dólares. Si se divide esta inimaginable cantidad entre los 4.700 millones de adultos que viven en el planeta, resulta una riqueza media por persona de unos 56.000 dólares estadounidenses, unos 48.000 euros al cambio actual. Conviene recordar que la riqueza viene a ser el patrimonio de las personas; es decir, el valor comercial de sus activos –reales y financieros– menos el importe de sus deudas. No ha de confundirse pues con la renta, que son los ingresos –laborales y no laborales– durante un periodo temporal (normalmente, el año natural). Obviamente ambas magnitudes están correlacionadas; por ejemplo, según la Encuesta financiera de las familias del Banco de España de 2011 (la de 2014 no es accesible sin contraseña), en ese año la riqueza media de cada hogar español era de 266.700 € mientras que la renta media de 34.700 € (unos 2.890 € al mes); es decir, en ese año la relación entre riqueza y renta anual en nuestro país era de 7,68 o, lo que viene a ser lo mismo, cada unidad familiar poseía un patrimonio cuyo valor equivalía a sus ingresos durante unos 92 meses. El informe citado de Credit Suisse, que aporta los datos por individuo adulto y no por hogares, indica que la riqueza media de los españoles era en 2014 de 116.177 € por adulto, lo que supone un total nacional de casi 4,34 billones de euros. Si multiplicamos la riqueza media por hogar del informe del Banco de España por el número de hogares en 2011 según el INE, resulta que en ese año la riqueza total de españoles era de unos 4,83 billones de dólares. Así que la riqueza total habría caído en los últimos tres años en poco más del 10% (unos 487 mil millones de euros), lo cual que no es cierto, ya que parece que este total ha aumentado ligeramente en los desastrosos últimos tres años. En fin, es el problema de comparar cifras provenientes de fuentes distintas sin tener acceso a los criterios metodológicos de cada una. Aún así, si damos mayor fiabilidad al autorizado informe de Credit Suisse, cabe sospechar que los datos del Banco de España pueden estar algo inflados, en un afán de inyectar optimismo al personal.
Así que volvamos al informe del Credit Suisse y repitamos que cada español adulto (comprobados los datos del INE para 2014, la población adulta a que se refiere el informe parece referirse a los de 20 y más años) posee por término medio 116.177 €. Calcula lector, siempre que seas españolito/a, si tu patrimonio está por encima o por debajo de esa cifra; suma el valor comercial de todo lo que posees y resta a esa cantidad las deudas que tienes (por ejemplo, la parte del principal de la hipoteca de tu vivienda que todavía has de devolver al banco). También, antes de sacar conclusiones, considera tu edad: es normal que cuanto más viejete seas mayor sea tu riqueza. Has de saber que la edad media de los españoles adultos es de 49 años, así que el valor medio de riqueza por adulto se alcanzaría teóricamente a esa edad; si no has llegado habrías de poseer menos para estar en la media, y en cambio, si ya la has pasado, deberías tener más patrimonio. Yo, con 55 años y medio, confieso que poseo un patrimonio cuyo valor supera la media española y casi con toda seguridad la de los españoles de mi edad. Si se divide la población adulta de nuestro país en rangos por intervalos de riqueza, en el que a mí me situarían queda por encima de la media; no desde luego entre los de los más ricos, pero sí en alguno que se calificaría como clase media-alta. Mi riqueza, sin embargo, no tiene los mismos orígenes que la de las personas verdaderamente ricas del mundo (y de España); es decir, no proviene de haber nacido en una familia opulenta, ni de haberme dedicado al sector financiero o a la industria farmacéutica, ni tampoco, naturalmente, se basa en negocios clandestinos, muy lucrativos pero arriesgados. Si soy algo más rico de la media de los españoles de mi edad se debe a que he trabajado mucho desde los veinte años pero, sobre todo, a que durante mi vida laboral –y en especial en sus inicios– me ha tocado una época en que fue relativamente fácil conseguir trabajo decentemente pagado, lo que me ha permitido "acumular mi riqueza" (gracias también a que no he tenido ni he querido cargas excesivas de gastos). Pertenezco a una generación que entró en el mundo laboral con mejores expectativas que sus padres como lo demuestra el que –estoy casi seguro aunque no lo he podido confirmar con datos– el patrimonio medio de mis coetáneos en valor constante debe ser sensiblemente mayor que el medio de nuestros padres a nuestra edad actual (al menos en mi caso es así), hacia los años 80. Lamentablemente, las expectativas de nuestros hijos (chicos que por término medio deberían estar acabando la universidad) no son en absoluto mejores que las nuestras a su edad, sino todo lo contrario.
Pero hasta aquí me he referido a las medias aritméticas de la riqueza y, como cualquiera sabe, la media es uno de los parámetros más engañosos de la estadística, aunque sea muy del gusto de los gobernantes, como la mayoría de las cifras macro. La media vale, por ejemplo, para clasificar los países del mundo en intervalos de ricos y pobres, y así lo hace Credit Suisse en un mapa de colorines donde las naciones con más de 100.00 dólares por adulto (rojo) son las ricas y las de menos de 5.000 las más pobres. El mapa, a su escala macro, ofrece pocas sorpresas sobre lo que la mayoría suponíamos; nos informa ciertamente de la distribución de la riqueza en el mundo pero bajo el supuesto imaginario de que cada país fuera una unidad. Lo que pasa, claro, es que un país son muchas personas y esa riqueza media que le asigna el informe puede estar distribuida más o menos igualitariamente. La forma más expresiva de ver el grado de igualdad/desigualdad de cualquier distribución es representarla en un diagrama de coordenadas cartesianas. En el caso de la riqueza de un país, en el eje de abcisas (X) ponemos los porcentajes de población ordenados de menor a mayor riqueza y en el eje de ordenadas (Y) los porcentajes de la riqueza total. En un supuesto igualitario ideal, nos saldría una recta a 45º: a cualquier porcentaje de población considerado le correspondería el mismo porcentaje sobre la riqueza total. Naturalmente, los dibujos reales de la curva de Lorenz (que así se llama esta representación gráfica) son curvas que caen hacia abajo colgadas en sus dos extremos de los puntos inicial y final de la recta teórica (obviamente el 0% de la población tiene el 0% de la riqueza y el 100% de la población la totalidad de la riqueza). Es fácil de intuir que cuanto mayor sea el área comprendida entre la curva real y la recta teórica más desigualdad hay en la población analizada. Justamente, a partir de ahí el estadístico (y fascista) italiano Corrado Gini desarrolló el coeficiente que lleva su nombre y que es el instrumento más usado para medir la desigualdad de cualquier distribución. En el gráfico que aquí abajo adjunto, por ejemplo, el 60% de la población con menos recursos posee el 20% de la riqueza de un hipotético país.
El informe de Credit Suisse expresa la desigualdad de la riqueza en el mundo mediante una pirámide formada por sucesivas secciones horizontales. Cada sección representa el intervalo de adultos con un determinado nivel de riqueza. Así, el bloque inferior incluye a quienes poseen menos de 10.000$, los más pobres que son casi el 70% de la población mundial; el intervalo inmediatamente superior comprende a aquéllos cuya riqueza está entre 10.000 y 100.000 €, que representan el 21,5%; sobre ellos están quienes tienen más de 100.000 pero menos de un millón de dólares, que no llegan al 8% de los adultos del planeta; finalmente, en la cúspide, los propietarios de fortunas superiores al millón de dólares, apenas un 0,7% de la población del planeta. Sin duda, no vivimos en un mundo igualitario, pero la situación se muestra con toda su crudeza al comprobar que el 1% más pudiente de la población posee casi la mitad de la riqueza mundial (48,2%); eso quiere decir que el patrimonio medio de una persona en el percentil más rico de la población (3.311.430 $) equivale a más de cien veces la riqueza media de un adulto en el 99% restante (32.945 $). Naturalmente, la relación anterior se dispara escandalosamente si la referimos a los que el informe de Credit Suisse denomina "ultra-ricos" (los que poseen patrimonios netos mayores de 50 millones de dólares, unos 128.200 en el mundo). Fijarse en el intervalo más rico de cada población es pues también un buen indicador de la desigualdad. Así, una de las tablas interesantes que aparecen en el informe recoge para varios países el porcentaje de la riqueza que corresponde al percentil más rico desde 2000 a 2014; es muy significativo que a lo largo de este siglo prácticamente en todos los países los más ricos han aumentado su parte del pastel, indicio revelador de que la desigualdad económica es cada vez mayor. Nuestra especie no avanza hacia sociedades más justas e igualitarias, sino todo lo contrario. Hacer proyecciones estadísticas es siempre un ejercicio arriesgado, pero es ilustrativo resaltar que si se mantuviera la tendencia de estos últimos quince años en 2016 llegaremos a la simbólica situación en que el 1% de la población mundial poseerá la misma riqueza que el 99% restante.
Ahora bien, entre estos ricos que casi poseen el 50% de la riqueza del planeta hay muchas diferencias; piénsese que son unos cuarenta y siete millones de adultos, así que con sus familias equivalen a un país de los grandes de la Unión Europea. De hecho, el patrimonio neto para estar en el más alto percentil no llega siquiera al millón de dólares; si alguno de los menos ricos de ese intervalo pusiera su capital (unos 800.000 euros) a plazo fijo (al 2% anual, un buen interés en estos tiempos) obtendría mensualmente menos de 1.400 euros, lo que dista mucho de permitir vivir a todo tren de las rentas. Los verdaderamente ricos –dejémonos de tonterías– son los que registra la lista Forbes: 1.546 individuos con mil o más millones de dólares de patrimonio, desde Bill Gates hasta un tejano nonagenario, magnate del petróleo, llamado William Moncrief, Jr. Hagamos un interesante ejercicio: ordenemos a los 4.700 millones de adultos que hay en la Tierra según sus posesiones y vayamos sumando sus patrimonios de menor a mayor hasta acumular el total de, por ejemplo, la mitad de la población más pobre del planeta. La pregunta sería: ¿cuántos de los más ricos son necesarios para equilibrar económicamente el patrimonio conjunto de los 2.350 millones de adultos de la mitad inferior? Oxfam –en su reciente informe basado en los datos del de Credit Suisse– da la respuesta: sólo con los 80 primeros multimilmillonarios de la Forbes se llega a esa cantidad. ¿No les parece impresionante? Apenas un grupito de personas que cabe holgadamente en dos autocares. Pero hay más: según Oxfam, para alcanzar la riqueza de la mitad más pobre del mundo hace cuatro años había que sumar la de los 388 primeros de la lista Forbes. Eso es así porque en los últimos cuatro años los 80 más ricos han duplicado sus fortunas mientras que la parte del pastel en manos de la mitad más pobre del planeta se ha reducido. O sea, cuanto más rico uno sea, más rápidamente se enriquece; a finales de 2014 las personas con más de mil millones de dólares sumaban un 2,5% de la riqueza mundial, aproximadamente lo mismo que los dos tercios menos favorecidos de la Tierra.
Así se distribuye la riqueza en el mundo en que vivimos, un mundo abusivamente desigual, absolutamente injusto. Esta desigualdad sangrante es inherente al sistema económico, al modo en que los humanos –algunos humanos– han decidido organizar la sociedad. Solo quien esté loco o sea un desalmado (o economista, como reza el conocido chiste) puede sostener que la desigualdad económica es resultado de la desigualdad natural, y mucho menos que es atributo de una pretendida libertad. No es otra cosa que una de las consecuencias del sistema y por eso me resulta vergonzoso que se emplee el término antisistema como descalificación. Nadie mínimamente decente puede no ser antisistema, defender el sistema va contra la más elemental ética y todos debemos, en la medida de nuestras posibilidades, contribuir a que desaparezcan –o, al menos, se atenúen– las reglas de plomo que rigen las relaciones económicas. En el informe que ha publicado este mes de enero, Oxfam acaba con un llamamiento a los gobernantes para que pongan en marcha políticas que redistribuyan el dinero y el poder de manos de las élites hacia las de la mayoría de los ciudadanos. Son nueve líneas de actuación, cada una de ellas de incuestionable justicia y sentido común; sin embargo, el comportamiento de nuestros gobiernos va, en cada uno de estos ámbitos, en la dirección justamente contraria. (1) Hacer que los Gobiernos trabajen para los ciudadanos y hagan frente a la desigualdad extrema, (2) fomentar la igualdad económica y los derechos de las mujeres, (3) pagar a los trabajadores un salario digno y reducir las diferencias con las desorbitadas remuneraciones de los directivos, (4) distribuir la carga fiscal de forma justa y equitativa, (5) subsanar los vacíos legales en la fiscalidad internacional y las deficiencias en su gobernanza, (6) lograr servicios públicos gratuitos universales para todas las personas en 2020, (7) modificar el sistema mundial de investigación y desarrollo (I+D) y de fijación de los precios de los medicamentos para garantizar el acceso de todas las personas a medicamentos adecuados y asequibles, (8) establecer una base de protección social universal, y (9) destinar la financiación para el desarrollo a la reducción de la desigualdad y la pobreza, y fortalecer el pacto entre la ciudadanía y sus Gobiernos. Como es natural, los muy pocos de los individuos de nuestra especie –bastante menos del 1%– que se benefician desmesuradamente del capitalismo salvaje que campa a sus anchas asolando todo el planeta no están dispuestos a que las cosas cambien y cuentan con sobrado poder (riqueza=poder) para impedirlo. Aún así, la resignación no es una opción éticamente lícita y, a pesar de nuestras escasísimas fuerzas, estamos obligados a aprovechar cualquier ocasión para socavar las estructuras de la injusticia. Entre estas ocasiones están las elecciones; no votemos pues a quienes, sirviendo a los privilegiados del sistema, gobernarán a favor del sistema.
Así se distribuye la riqueza en el mundo en que vivimos, un mundo abusivamente desigual, absolutamente injusto. Esta desigualdad sangrante es inherente al sistema económico, al modo en que los humanos –algunos humanos– han decidido organizar la sociedad. Solo quien esté loco o sea un desalmado (o economista, como reza el conocido chiste) puede sostener que la desigualdad económica es resultado de la desigualdad natural, y mucho menos que es atributo de una pretendida libertad. No es otra cosa que una de las consecuencias del sistema y por eso me resulta vergonzoso que se emplee el término antisistema como descalificación. Nadie mínimamente decente puede no ser antisistema, defender el sistema va contra la más elemental ética y todos debemos, en la medida de nuestras posibilidades, contribuir a que desaparezcan –o, al menos, se atenúen– las reglas de plomo que rigen las relaciones económicas. En el informe que ha publicado este mes de enero, Oxfam acaba con un llamamiento a los gobernantes para que pongan en marcha políticas que redistribuyan el dinero y el poder de manos de las élites hacia las de la mayoría de los ciudadanos. Son nueve líneas de actuación, cada una de ellas de incuestionable justicia y sentido común; sin embargo, el comportamiento de nuestros gobiernos va, en cada uno de estos ámbitos, en la dirección justamente contraria. (1) Hacer que los Gobiernos trabajen para los ciudadanos y hagan frente a la desigualdad extrema, (2) fomentar la igualdad económica y los derechos de las mujeres, (3) pagar a los trabajadores un salario digno y reducir las diferencias con las desorbitadas remuneraciones de los directivos, (4) distribuir la carga fiscal de forma justa y equitativa, (5) subsanar los vacíos legales en la fiscalidad internacional y las deficiencias en su gobernanza, (6) lograr servicios públicos gratuitos universales para todas las personas en 2020, (7) modificar el sistema mundial de investigación y desarrollo (I+D) y de fijación de los precios de los medicamentos para garantizar el acceso de todas las personas a medicamentos adecuados y asequibles, (8) establecer una base de protección social universal, y (9) destinar la financiación para el desarrollo a la reducción de la desigualdad y la pobreza, y fortalecer el pacto entre la ciudadanía y sus Gobiernos. Como es natural, los muy pocos de los individuos de nuestra especie –bastante menos del 1%– que se benefician desmesuradamente del capitalismo salvaje que campa a sus anchas asolando todo el planeta no están dispuestos a que las cosas cambien y cuentan con sobrado poder (riqueza=poder) para impedirlo. Aún así, la resignación no es una opción éticamente lícita y, a pesar de nuestras escasísimas fuerzas, estamos obligados a aprovechar cualquier ocasión para socavar las estructuras de la injusticia. Entre estas ocasiones están las elecciones; no votemos pues a quienes, sirviendo a los privilegiados del sistema, gobernarán a favor del sistema.
Parece mentira - La Raíz (Así en el Cielo como en la Selva, 2013)
Muy bien explicado e instructivo. El sistema está obviamente roto, es irracional que tener cierto dinero haga todavía más fácil tener aún más. No obstante, nuestros políticos están a otros asuntos.
ResponderEliminarNo es irracional, es una retroalimentación positiva, lo contrario de un feed back, es decir, una bola de nieve, un círculo vicioso, un desequilibrio sistémico: el capitalismo está fuera de control. Y no se trata, o no sólo, de maneras de hablar. Piketty
EliminarMe da que es muy parecido, pero bueno, si prefieres decirlo así...
EliminarQuiero decir, Ozanu que no es irracional, sino que responde a una racionalidad diferente a la del bien común, que es la del máximo beneficio de los que ya tienen. No es cuestión de preferencias, sino de precisión. Irracional es el comportamiento de un loco, no de un supremo egoista
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