Morbo gálico –mal francés– era como se denominaba la sífilis entre los españoles en el siglo XVI. Nada extraño, se trataba de echarle la culpa a los vecinos, nunca amados, sin importar lo infundado de la imputación. Más razón histórica parece que corresponde a los franceses que la llamaron mal napolitano, pues las primeras infecciones masivas registradas fueron entre los soldados que batallaban contra la corona de Aragón en la capital de la Campania a finales del XV. Pero, aunque la acepción más popular de la expresión se asocia todavía hoy a la enfermedad venérea, gracias a la lectura del reciente y muy buen libro de Jordi Maluquer de Motes (La economía española en perspectiva histórica), me entero que Edmond Demolins, sociólogo y pedagogo de la segunda mitad del XIX, también bautizó así lo que consideraba una generalizada nota de la mentalidad de sus compatriotas: la excesiva confianza en el Estado, en detrimento de la iniciativa individual. En La superioridad anglosajona: a qué se debe, publicada en 1897, dice que "es habitual entre los franceses encerrarnos en una admiración beatífica y exclusiva de nosotros mismos, alabándonos y cantándonos como "la grande nation", proclamando que estamos por delante de todos los demás países ... Mientras tanto, el mundo avanza y avanza sin nosotros, y no nos damos cuenta". Para este autor, la superioridad anglosajona derivaba de un carácter desarrollado por una educación que fomentaba la independencia individual, el espíritu emprendedor y las habilidades prácticas. La educación francesa, en cambio, sumergía al chico en un entorno de saberes y frases huecas, ajeno al mundo real, con el único propósito de superar un examen público que le convirtiera en funcionario. Este carácter francés –denostado por Demolins como causa principal de la decadencia gala– derivaba hacia una concepción "comunista" del Estado, el nido estable y protector en el cual refugiarse. Conviene añadir que hacia finales del siglo XIX, los franceses vivían una desmoralización nacional consecuencia de la dolorosa derrota de 1871 en la guerra contra los prusianos.
Alain Peyrefitte, alto funcionario que ocupó cargos importantes en los gobiernos franceses durante los sesenta y setenta (no confundir con el más famoso Roger Peyrefitte), retomó el asunto en su libro de 1976 –El mal francés– e incluso más tarde (en La sociedad de la confianza, 1995) señaló que la crítica tiene su origen no en Demolins sino en el pensamiento liberal francés –anglómano y neerlandómano– del XVII, opuesto a las tendencias burocráticas y dirigistas del Estado impulsadas por Colbert, el gran ministro de Luis XIV. En este remontarse a textos antiguos, Peyrefitte destaca un opúsculo anónimo de 1758 –Consideraciones sobre el comercio y en particular sobre las compañías, sociedades y maestrías– que imputaba al afán reglamentista de los funcionarios franceses el atraso económico y profesional del país, en claro contraste con la mentalidad mucho más abierta de ingleses y holandeses. La exuberancia reguladora conduce a la esterilización del talento, a combatir y denigrar a quienes se atreven a pensar, a ahogar toda innovación. La figura más relevante en esta línea sería Turgot –padre de la fisiocracia– quien, como ministro del joven Luis XVI cuando éste no imaginaba que acabaría guillotinado–, se esforzó en acabar con los monopolios y privilegios e impulsar la libertad de comercio, limitando el intervencionismo estatal. Sin embargo, Turgot no tendría éxito y ese mal francés seguiría enseñoreando el espíritu de nuestros vecinos durante los dos siglos siguientes.
Dice Maluquer que, si bien manteniendo el término, Peyrefitte sostenía en su obra que el mal francés era, en realidad, un mal latino (de hecho, así se tradujo el libro al español: Plaza Janés, 1980), común por tanto a los países mediterráneos y herencia del Derecho Romano, agravado al espíritu de la Contrarreforma católica. Enlaza así con la famosa tesis de Max Weber (La ética protestante y el espíritu del capitalismo, 1903) y pone en primer plano el esquema dicotómico –evidentemente, una simplificación– de los patrones de desarrollo socioeconómico, el anglosajón y el latino, que ha sido retomado por innumerables autores hasta la actualidad. Naturalmente, España queda adscrita de lleno al mismo, que entre nosotros se amplía hasta pasar de mal francés a plaga española . Cito a Maluquer: "Entre estos elementos de inercia en las mentalidades y en la opinión pública sobresalen la profunda desconfianza y rechazo hacia la racionalidad del mercado y la asignación de toda clase de virtudes a la maquinaria del Estado. Las esperanzas de la población entera se cifran en el Estado y las frustraciones proceden de que el Estado no satisface las expectativas, desmedidas, que se han puesto en él. La aspiración mayor de la clase media de estos países es entrar a su servicio". En el libro se transcribe también una referencia (recogida por Fabián Estapé) de un observador en la España de 1928 (Dictadura de Primo de Rivera): "La tendencia a obtener un empleo estatal, el deseo de tener unos ingresos pequeños pero seguros, se ha desarrollado aquí mucho más que en Francia, que siempre suele indicarse como ejemplo en este sentido, y cuanto menos trabajo signifique el cargo, tanto más deseable es". Esta mentalidad parece haber subsistido hasta la actualidad y podría ser un factor relevante en las dificultades de la economía española para lograr una efectiva dinamización. De hecho, dice Maluquer, pese a la apertura de las últimas décadas y el aumento de la competencia en una economía globalizada, las actitudes de los trabajadores y de la opinión pública, así como las disposiciones de los gobernantes, dibujan un entorno decantado hacia el sector "protegido", muy poco sensible al bajo rendimiento laboral y escasamente incentivador de la iniciativa empresarial.
A mi modo de ver es cierto que ese mal latino impregna fuertemente nuestras mentalidades y yo mismo me reconozco en varios de sus síntomas. No obstante, en nuestra defensa frente a quienes elogian las bondades del "libre mercado", hay que decir que hay motivos fundados para desconfiar de éstas. Ello no quita, en todo caso, que ciertamente hayamos de reconocer muchos de los males que se nos achacan. Así, en los últimos tiempos vivo con preocupación y cabreo el asfixiante y despótico funcionamiento de nuestra burocrática administración pública, pareciera que sólo buena para impedir que se haga nada y crear dificultades –por ejemplo mediante el incremento de un cuerpo legal cada vez más farragoso– en vez de solucionar problemas. En fin ...
A cambio ellos llamaron 'gripe española' a la que inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial se llevó por delante otros tantos millones de personas.
ResponderEliminarLa referencia a la sífilis era una mera excusa para entrar en el árido asunto del post. Pero sí, la gripe española ...
EliminarMuy interesante...
ResponderEliminarPor cierto, que la asfixia a los autónomos es muy característica del gobierno de España, cosa que no coincide con el gobierno francés.
http://cincodias.com/cincodias/2014/12/24/autonomos/1419418667_321503.html
Se podría decir que los anglosajones tienen demasiada fe en el individuo, pero no deja de ser verdad que se piensa que el estado es un ente omnipotente. Craso error.
EliminarP.D: Parece que mi antivirus detecta la canción que enlazas al final como un virus.
SBP: ¿A mí me lo cuentas, que "estoy" de autónomo? Como las cosas sigan así tendré que rendirme y volver a mi puestito de funcionario.
EliminarOzanu: No, el Estado no es omnipotente, pero tenemos la idea de que da seguridad y parece que ése es un valor muy codiciado por los españoles, al menos desde el XIX (véase Galdós, por ejemplo).
EliminarLa canción tira de GoEar un servidor bastante popular. A mí no me ocurre lo que dices. En todo caso, la he subido yo y te aseguro que no es un virus.
La confianza/dependencia del Estado es un asunto en dos sentidos (vulgo direcciones), en los países con tradición democrática la gente espera del estado (a cambio de sus impuestos) ciertas cosas y otras no, pero está dispuesta en general a corresponder (pagando sus impuestos, votando, controlando a sus elegibles, exigiendo responsabilidades). En España curiosamente se espera todo del Estado, pero si se le puede soslayar en cuestiones egoistas se hace, eso nos diferencia de suizos y anglosajones y no sólo esa consideración de esperarlo todo de esa institución.
EliminarEn efecto, Lansky. En todo caso, a lo que se refiere más específicamente la expresión –o, al menos, lo que destaca Maluquer en su libro (que te recomiendo) como posible factor ·estructural" de la evolución histórica de la economía española– es a la tendencia de los habitantes de países latinos (y de España, claro) a preferir un puestito en la Administración que a tener que buscarse los garbanzos con su propia iniciativa.
EliminarEn los países anglosajones, los funcionarios, bastante más independientes de sus gobiernos, son mucho más respetados e independientes que aquí; de hecho, para cualquier profesional: abogado, arquitecto, planificador, economista o biólogo, se considera casi siempre un triunfo personal (salvo las excepciones escasísimas de los 'norman forster') pasar del sector privado a la función pública
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