– Mi general, es la señora Thatcher.
Galtieri congeló el movimiento de su mano hacia la bombilla del mate. Por unos segundos, los dos militares se miraron en silencio. La puta, exclamó el almirante Anaya, esa mujer es bruja o nos ha puesto micrófonos. En todo caso, Leo, no sé si es procedente que hablés vos, ¿para qué carajo están los cancilleres?
Se prepara a toda velocidad la conversación telefónica. En la Casa Rosada están Galtieri, Anaya y Nicanor Costa Méndez, el ministro de relaciones exteriores, único que habla inglés con fluidez. Era el viernes 26 de febrero de 1982 hacia las tres de la tarde en Buenos Aires, las siete en Londres.
Primeros intercambios de saludos, breves comentarios triviales a tres voces (inglés-español-español y viceversa). Enseguida la Thatcher entra en materia, no era mujer de andarse con rodeos.
– General, ya está bien de tanta alharaca con las Falkland. Ha llegado el momento de los hechos.
– Sí, señora, estamos de acuerdo. La Argentina recuperará las Malvinas. ¿Está dispuesta a considerar nuestra propuesta de soberanía compartida bajo el amparo diplomático de Naciones Unidas?
– Déjese de pavadas, general. Vamos a ir a la guerra. Ahora de lo que se trata es de organizarla.
– Pero si han desguarnecido el archipiélago, no tienen fuerzas para defenderlo. ¿Tanto le importan al Reino Unido esas islitas?
– A mí las Falkland me dan igual, general, y en estos tiempos sólo son una fuente de gastos sin contrapartidas. Pero necesito la guerra. El índice de aprobación de mi gobierno está a menos del 20%, el más bajo de la historia desde que se hacen sondeos de opinión, los sindicatos, en especial los mineros, me tienen paralizada. Así que, o cambian radicalmente las cosas, o el próximo año ganan los laboristas y se va al carajo todo.
– Primera ministro, la soberanía argentina de las Malvinas es cuestión de justicia y habremos de lograrla con la guerra, si es necesaria. Pero, con todos mis respetos, no me parece que haya que hacerla sólo para que usted gane las elecciones.
– No se trata de mí, general, sino de la Cruzada en la que ambos, tanto la Argentina como este gobierno de Su Majestad, estamos comprometidos. Se trata de erradicar, a ser posible definitivamente, las nefandas políticas socialistas. ¿Acaso ustedes no han tomado el poder para salvar a su patria del marxismo?
– Y claro ... Bastante nos está costando. Acá tenemos demasiados subversivos; no piense usted que las cosas son fáciles.
– Lo sé, General. Sé, por ejemplo, que las políticas económicas que diseñó el doctor Martínez de la Hoz, a pesar del decidido apoyo del FMI, no han conseguido todavía mejorar la situación, que incluso la crisis económica se ha agravado y hay pobreza generalizada en su país. Aún así, están haciendo lo correcto. Ya querría yo tener en mi país la misma fuerza que ustedes en Argentina, pero si no cambia la opinión pública fracasaré. Ustedes, los sudamericanos, tendrán el honor histórico de haber sido los primeros en ensayar la nueva vía de transformación social y económica que ha de imperar en el nuevo mundo, de liberar a la humanidad de las perniciosas ideas socialistas. Como sabe, el presidente Reagan, buen amigo, apoya sin fisuras este esfuerzo y está dispuesto a asumir el liderazgo de este gran movimiento. El mayor riesgo para afianzar los principios del liberalismo está en Europa, general, y yo soy la abanderada. Si mis reformas son socavadas por los sindicalistas y el resto de quienes siguen defendiendo un Estado intervencionista sobre el libre mercado, corremos el riesgo de que nuestra revolución no llegue a cuajar en Europa. No se trata sólo de un proceso de reorganización nacional, como acertadamente han denominado ustedes lo que están haciendo en Argentina, sino mundial.
– Ha conseguido impresionarme, señora. Sin duda tiene razón, y ha de saber que quienes asumimos el sacrificado esfuerzo de salvar a nuestra patria siempre hemos sido conscientes de la importancia de nuestra misión histórica.
– Pues por eso han de dar ahora, ya de una vez, el paso necesario, tanto por la Argentina como por la Gran Bretaña, por el nuevo orden mundial, en suma. Deben invadir las Falkland y yo, entonces, habré de enviar a mis fuerzas para recuperarlas. De ese modo, el fervor patriótico de nuestros ciudadanos les pondrá al lado de los respectivos gobiernos y así lograremos nuestros objetivos de transformación social y económica.
– Pero una guerra tiene un coste ...
– Supongo, general, que no les preocuparan seriamente las bajas que pueda haber; ustedes ya han demostrado que no se arredran cuando han de extirparse los elementos cancerígenos de la sociedad.
– Para serle honesto, señora, estaba pensando en el futuro del régimen militar si resultáramos derrotados.
– Serán derrotados, general, no le quepa la menor duda. Y –seamos francos– es más que probable que la derrota les fuerce a convocar elecciones y abandonar el control del país. También esto forma parte del compromiso patriótico que han de saber asumir; la Junta está ya por cumplir su misión histórica. Pero no se preocupe, que garantizaremos su seguridad y velaremos para que la Argentina no regrese nunca a las equivocadas prácticas pasadas. En todo caso, como ya le he dicho, lo que está en juego ahora es más grande que el futuro de un país.
– En conclusión, señora, está urgiéndonos a que ocupemos las Malvinas.
– Así es, general. Han de tomar ustedes la iniciativa, lo cual, además, les beneficiará enormemente ante su pueblo. Un empresario argentino de chatarra, un tal Constantino Davidoff, ha firmado un contrato, autorizado por nuestra embajada en Buenos Aires, para desmantelar unas viejas instalaciones balleneras en la isla San Pedro. El pasado diciembre, la armada argentina trasladó al personal de este hombre a las Falkland. Hemos pensado que, en su próximo viaje, el propio Davidoff debería provocar algún incidente reivindicativo, por ejemplo izar la bandera argentina en alguna isla. Nosotros protestaríamos, ustedes invadirían el archipiélago y a partir de ahí se montaría la guerra. Un conflicto breve, claro, y que ha de llevarse lo antes posible para que todo quede resuelto antes de que llegue el invierno austral. A través de los conductos habituales ya iremos precisando los detalles, general.
– Bien, señora. Comprenderá que hemos de discutir esto entre nosotros.
– Desde luego, general, pero tenemos poco tiempo. Le sugeriría que se ponga en contacto con el Secretario de Estado norteamericano, Mr. Haig. Nosotros no volveremos a hablar hasta que acabe esta situación; si le he llamado, es porque entiendo que debía de conocer de mi propia boca la valoración de los hechos y las decisiones adoptadas. Somos todos, general, peones al servicio del gran devenir de la Historia. Quiero despedirme, transmitiéndole el alto respeto que siento por usted y sus colegas, y deseándole la más venturosa fortuna a la noble nación argentina. Adiós, general.
– Muchas gracias, señora primer ministro. Saludos en mi nombre y en el de la Junta Militar argentina.
Tiene huevos la inglesa conchasumadre, dijo Anaya tras el largo silencio que siguió al corte de la comunicación, ¿y ahora?