No se sabe con certeza cuándo pintó Mantegna el Cristo muerto, sin duda su obra maestra. La hipótesis más aceptada lo data entre 1475 y 1478, es decir, entre los 44 y 47 años, ya plenamente asentado como pintor de corte en Mantua (bajo la protección de Isabel D’Este) y reconocido como uno de los artistas más importantes de la Italia de su tiempo. Es un cuadro pequeño de proporciones casi cuadradas (68x81 centímetros) que probablemente Andrea pintara para su devoción personal, representando un tema habitual desde el Trecento –la lamentación sobre la muerte del redentor– pero desde una perspectiva nueva, impactante. Desde luego, se atreve con un escorzo brutal que da a la escena del cadáver tendido sobre una losa de mármol un dramatismo sobrecogedor. Pero, sobre todo, lo que más llama la atención es la profunda humanización de Cristo, casi rayana en la blasfemia (supongo que Mantegna sería consciente de que era una obra que no le convenía que se conociera demasiado). Estamos ante el cuerpo de un hombre muerto, joven y atlético, las manos y los pies agujereados sin disimulo, la sábana ajustándose y confundiéndose con las extremidades, el tórax deformado por el ángulo, el rostro tranquilo y ausente, con una expresión que parece decir que ya nada le importa, ahí os quedéis vosotros. A la izquierda, tres retratos muy parciales de tres personajes que se lamentan ante el cadáver (sólo la Virgen, en el centro, es claramente identificable); hay quienes dicen que son añadidos posteriores y quizá sea así porque, a mi juicio, estropean la composición del cuadro. Descubro sin sorpresa que este lienzo ha sido inspiración de varios fotógrafos homoeróticos, uno de ellos Anthony Gayton (Devon, 1968). Hoy al arte se le permite expresar el erotismo con mucha mayor libertad que hace quinientos cuarenta años; aún así, llama la atención que Mantegna resaltara como lo hizo el bulto de los genitales, situándolo justo en el centro geométrico del cuadro.
Mantegna era todavía un niño cuando hacia 1438 (tampoco la fecha es segura) un rico ciudadano de Florencia encarga a Paolo Uccello que pinte un tríptico en el que represente la batalla de San Romano que enfrentó cerca de Lucca a sieneses y florentinos, con triunfo de estos últimos. Son tres tablas de grandes dimensiones (aproximadamente 180 cm de alto por 320 de largo cada una) pintadas con temple al huevo, que representan tres distintos momentos de la batalla. La que reproduzco es la tercera escena, la que supone el desenlace heroico de la batalla: Niccolò Mauruzi da Tolentino, general de los florentino, desmonta de una lanzada a Bernardino della Ciarda, el jefe de los de Siena. Estamos en el quattrocento pero tanto la temática como en gran parte el estilo de esta obra se debe al gótico medieval. Sin embargo, es ya una pintura renacentista, sobre todo por el esfuerzo, aún no plenamente logrado, de dominar la perspectiva, la obsesión de Uccello. Por ejemplo, en la tabla de la primera escena, un cadáver yace en primer plano en un escorzo muy similar al de Cristo de Mantegna, pero boca abajo (y, claro, con inferior maestría técnica). Es una pena que, pese a su concepción unitaria, en la actualidad cada tabla se conserva en un museo distinto: la National Gallery londinense, el Louvre parisino y la galería florentina de los Uffizi. He visitado las tres pinacotecas y con toda seguridad he visto las tres pinturas, pero no logro ahora recordarme disfrutándolas, por más que miro cada una en el ordenador (me evocan, en cambio, imágenes de Velázquez: las lanzas, los caballos).
1931, Taos, Nuevo México. Desde 1929 Georgia O’Keeffe pasa gran parte del año en este pueblo de artistas bohemios, fascinada por el paisaje del desierto que explora incansable, recolectando piedras, huesos … Georgia O’Keeffe es una mujer extraordinaria, carácter independiente, que ha sabido ser ella en un mundo hostil. Se retira a Nuevo México huyendo del sofisticado e hipócrita mundo del arte neoyorkino, quizá también reclamando autonomía frente a su influyente marido, Alfred Stieglitz, veintitrés años mayor que ella, quien la lanzó al estrellato y de quien se enamoró apasionadamente. Pero ahora, a sus cuarenta y pico, Georgia está cansada de la ciudad, tal vez incluso esté cansada de sus flores casi abstractas, tan sexuales (la consideran la creadora de la iconografía femenina), y necesite la aridez extrema del desierto. Posiblemente, en alguno de sus paseos por los alrededores de Taos, la pintora encontraría el cráneo de una vaca, decolorado por el implacable sol de esas latitudes. Más tarde diría que por esos años, en Nueva York, todo el mundo hablaba de la necesidad de establecer el “arte americano”: había que pintar el gran cuadro americano, escribir la gran novela americana, etc. Y ella pensó que esa calavera desgastada simbolizaba a la perfección el espíritu americano; bastaba, se dijo, con pintar los tres colores de la bandera y he aquí la muestra del gran arte americano. La pureza de los colores primarios, la mandíbula rota, la composición que remite a la imagen del Crucificado … Ciertamente, O’Keeffe desde la esquina suroeste de ese inmenso país logró expresar la fortaleza, la perdurabilidad de ese espíritu. La obra forma parte de la colección del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York.
La primavera de 1808 fue movidita, especialmente en Madrid. El 2 de mayo, tras abdicaciones y cambios de reyes, Murat se dispone a evacuar de la capital a los miembros que aún quedaban de la familia real, pero desde primera hora ante el Palacio Real se congrega una muchedumbre inquieta. Cuando se dan cuenta de que quieren llevárselos, la multitud asalta el palacio, los franceses disparan, el tumulto se extiende a toda la ciudad, los madrileños quieren venganza y corre sangre gabacha, Murat ordena la carga de sus treinta mil hombres contra la población y finalmente logra hacerse con el control militar de la capital. La represión fue extremadamente cruel, casi unas quinientas personas fueron ejecutadas sin juicio previo, la gran mayoría civiles de clases populares. Uno de los emplazamientos de estos fusilamientos sumarios fue la montaña de Príncipe Pío, de la cual ya no queda ni el nombre; se trata de la colina, hoy mochada, en la que se dispone el Templo de Debod que inauguró Carlos Arias Navarro en 1972. En 1808 ese paraje estaba al exterior de la cerca que delimitaba el perímetro urbano, pero convenientemente cerca (probablemente los sacarían al amanecer por el portillo de San Bernardino, en la actual calle de la Princesa pasado el palacio del Duque de Liria). Sólo seis años después, antes de que volviera a España a ocupar el trono el que entonces fue llamado Deseado y enseguida mostraría su miserable naturaleza, Goya inmortaliza los crueles sucesos de la madrugada de aquel 3 de mayo y, de paso, provoca una revolución en la historia del arte.
Oslo 1892. Un joven pintor –aún no ha cumplido treinta– pasea al atardecer por un sendero litoral con dos amigos: “de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio - sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad - mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza”. Impactado por la experiencia pintará un óleo que titula Desesperación. Aunque el resultado no termina de convencerlo, es consciente de que ha encontrado su propio camino; quiere pintar las almas de los seres humanos. Trabaja obsesivamente en nuevas versiones de la Deseperación hasta que, un años después, llega a la última que, a su vez, es la primera de El Grito, su obra maestra. El hombre melancólico con sombrero que se asoma en la barandilla ha sido sustituido por una persona calva, de sexo incierto, que vuelve su rostro hacia el espectador en un grito que proviene tanto de su boca abierta como de sus ojos desorbitados, las manos tapándose las orejas, esquematismo pictórico que logra la máxima expresión de la angustia. En este cuadro figura y fondo se someten conjuntamente a una intencionada deformación dinámica, un flujo de colores que tiende a fundirlos como si, efectivamente, lo que se estuviera representando fuera el alma no sólo del personaje central sino de universo que lo rodea y tiende a absorber. Munch era un hombre atormentado –¿habría podido pintar El Grito si no– pero esta obra no es sólo producto de las emociones sino, sobre todo, fruto de una búsqueda consciente. Entre 1893 y 1910 pinta cuatro versiones (la primera y más famosa, la que reproduzco, está en la Galería Nacional de Oslo) y también realiza una litografía. La primera y más famosa de las versiones, óleo y pastel sobre cartón, se conserva en la Galería Nacional; el Museo Munch también en Oslo exhibe otras dos. La cuarta versión fue comprada a Munch por el armador noruego Fredik Olsen y vendida por Sotheby’s en 2012 por el alucinante precio de 120 millones de dólares. Estos Olsen, dicho sea de paso, son sobradamente conocidos en Canarias por ser los dueños de la una de las más importantes compañías interinsulares de ferris; no estaría mal que se dignaran ceder a algún museo del archipiélago algunos de los cuadros de Munch que todavía poseen.
Pues hasta aquí estas breves reseñas de las diez obras pictóricas que aparecen en el fantástico video promocional de la canción Jokerman, dirigido en 1984 por George Lois, uno de los más atrevidos publicistas desde la década de los sesenta. Dylan no estaba muy convencido de que debiera hacer un video, pero lo cierto es que los tiempos habían cambiado en los dos años que, por distintos problemas personales, llevaba semiretirado; habían aparecido los discos compactos exigiendo mejoras tecnológicas en los procesos de grabación y además nació la MTV con un inesperado y tremendo éxito limitándose a pasar videos musicales. Infidels, el álbum que contiene Jokerman, es una ruptura, tanto musical como temática, con la llamada trilogía cristiana. Mark Knopfler, que ya había colaborado con Bob años antes, contribuye decisivamente al nuevo sonido del disco. También había que pasar por el aro en el aspecto audio visual y Dylan finalmente aceptó, de lo cual no podemos sino alegrarnos. La idea de mezclar imágenes de la historia del arte con el intérprete cantando fue de Lois, quien quedó muy contento con el resultado, aunque no consiguiera evitar que casi todo el tiempo Dylan se empeñara en cantar con los ojos cerrados.
Mantegna era todavía un niño cuando hacia 1438 (tampoco la fecha es segura) un rico ciudadano de Florencia encarga a Paolo Uccello que pinte un tríptico en el que represente la batalla de San Romano que enfrentó cerca de Lucca a sieneses y florentinos, con triunfo de estos últimos. Son tres tablas de grandes dimensiones (aproximadamente 180 cm de alto por 320 de largo cada una) pintadas con temple al huevo, que representan tres distintos momentos de la batalla. La que reproduzco es la tercera escena, la que supone el desenlace heroico de la batalla: Niccolò Mauruzi da Tolentino, general de los florentino, desmonta de una lanzada a Bernardino della Ciarda, el jefe de los de Siena. Estamos en el quattrocento pero tanto la temática como en gran parte el estilo de esta obra se debe al gótico medieval. Sin embargo, es ya una pintura renacentista, sobre todo por el esfuerzo, aún no plenamente logrado, de dominar la perspectiva, la obsesión de Uccello. Por ejemplo, en la tabla de la primera escena, un cadáver yace en primer plano en un escorzo muy similar al de Cristo de Mantegna, pero boca abajo (y, claro, con inferior maestría técnica). Es una pena que, pese a su concepción unitaria, en la actualidad cada tabla se conserva en un museo distinto: la National Gallery londinense, el Louvre parisino y la galería florentina de los Uffizi. He visitado las tres pinacotecas y con toda seguridad he visto las tres pinturas, pero no logro ahora recordarme disfrutándolas, por más que miro cada una en el ordenador (me evocan, en cambio, imágenes de Velázquez: las lanzas, los caballos).
1931, Taos, Nuevo México. Desde 1929 Georgia O’Keeffe pasa gran parte del año en este pueblo de artistas bohemios, fascinada por el paisaje del desierto que explora incansable, recolectando piedras, huesos … Georgia O’Keeffe es una mujer extraordinaria, carácter independiente, que ha sabido ser ella en un mundo hostil. Se retira a Nuevo México huyendo del sofisticado e hipócrita mundo del arte neoyorkino, quizá también reclamando autonomía frente a su influyente marido, Alfred Stieglitz, veintitrés años mayor que ella, quien la lanzó al estrellato y de quien se enamoró apasionadamente. Pero ahora, a sus cuarenta y pico, Georgia está cansada de la ciudad, tal vez incluso esté cansada de sus flores casi abstractas, tan sexuales (la consideran la creadora de la iconografía femenina), y necesite la aridez extrema del desierto. Posiblemente, en alguno de sus paseos por los alrededores de Taos, la pintora encontraría el cráneo de una vaca, decolorado por el implacable sol de esas latitudes. Más tarde diría que por esos años, en Nueva York, todo el mundo hablaba de la necesidad de establecer el “arte americano”: había que pintar el gran cuadro americano, escribir la gran novela americana, etc. Y ella pensó que esa calavera desgastada simbolizaba a la perfección el espíritu americano; bastaba, se dijo, con pintar los tres colores de la bandera y he aquí la muestra del gran arte americano. La pureza de los colores primarios, la mandíbula rota, la composición que remite a la imagen del Crucificado … Ciertamente, O’Keeffe desde la esquina suroeste de ese inmenso país logró expresar la fortaleza, la perdurabilidad de ese espíritu. La obra forma parte de la colección del Museo de Arte Metropolitano de Nueva York.
La primavera de 1808 fue movidita, especialmente en Madrid. El 2 de mayo, tras abdicaciones y cambios de reyes, Murat se dispone a evacuar de la capital a los miembros que aún quedaban de la familia real, pero desde primera hora ante el Palacio Real se congrega una muchedumbre inquieta. Cuando se dan cuenta de que quieren llevárselos, la multitud asalta el palacio, los franceses disparan, el tumulto se extiende a toda la ciudad, los madrileños quieren venganza y corre sangre gabacha, Murat ordena la carga de sus treinta mil hombres contra la población y finalmente logra hacerse con el control militar de la capital. La represión fue extremadamente cruel, casi unas quinientas personas fueron ejecutadas sin juicio previo, la gran mayoría civiles de clases populares. Uno de los emplazamientos de estos fusilamientos sumarios fue la montaña de Príncipe Pío, de la cual ya no queda ni el nombre; se trata de la colina, hoy mochada, en la que se dispone el Templo de Debod que inauguró Carlos Arias Navarro en 1972. En 1808 ese paraje estaba al exterior de la cerca que delimitaba el perímetro urbano, pero convenientemente cerca (probablemente los sacarían al amanecer por el portillo de San Bernardino, en la actual calle de la Princesa pasado el palacio del Duque de Liria). Sólo seis años después, antes de que volviera a España a ocupar el trono el que entonces fue llamado Deseado y enseguida mostraría su miserable naturaleza, Goya inmortaliza los crueles sucesos de la madrugada de aquel 3 de mayo y, de paso, provoca una revolución en la historia del arte.
Oslo 1892. Un joven pintor –aún no ha cumplido treinta– pasea al atardecer por un sendero litoral con dos amigos: “de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio - sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad - mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza”. Impactado por la experiencia pintará un óleo que titula Desesperación. Aunque el resultado no termina de convencerlo, es consciente de que ha encontrado su propio camino; quiere pintar las almas de los seres humanos. Trabaja obsesivamente en nuevas versiones de la Deseperación hasta que, un años después, llega a la última que, a su vez, es la primera de El Grito, su obra maestra. El hombre melancólico con sombrero que se asoma en la barandilla ha sido sustituido por una persona calva, de sexo incierto, que vuelve su rostro hacia el espectador en un grito que proviene tanto de su boca abierta como de sus ojos desorbitados, las manos tapándose las orejas, esquematismo pictórico que logra la máxima expresión de la angustia. En este cuadro figura y fondo se someten conjuntamente a una intencionada deformación dinámica, un flujo de colores que tiende a fundirlos como si, efectivamente, lo que se estuviera representando fuera el alma no sólo del personaje central sino de universo que lo rodea y tiende a absorber. Munch era un hombre atormentado –¿habría podido pintar El Grito si no– pero esta obra no es sólo producto de las emociones sino, sobre todo, fruto de una búsqueda consciente. Entre 1893 y 1910 pinta cuatro versiones (la primera y más famosa, la que reproduzco, está en la Galería Nacional de Oslo) y también realiza una litografía. La primera y más famosa de las versiones, óleo y pastel sobre cartón, se conserva en la Galería Nacional; el Museo Munch también en Oslo exhibe otras dos. La cuarta versión fue comprada a Munch por el armador noruego Fredik Olsen y vendida por Sotheby’s en 2012 por el alucinante precio de 120 millones de dólares. Estos Olsen, dicho sea de paso, son sobradamente conocidos en Canarias por ser los dueños de la una de las más importantes compañías interinsulares de ferris; no estaría mal que se dignaran ceder a algún museo del archipiélago algunos de los cuadros de Munch que todavía poseen.
Pues hasta aquí estas breves reseñas de las diez obras pictóricas que aparecen en el fantástico video promocional de la canción Jokerman, dirigido en 1984 por George Lois, uno de los más atrevidos publicistas desde la década de los sesenta. Dylan no estaba muy convencido de que debiera hacer un video, pero lo cierto es que los tiempos habían cambiado en los dos años que, por distintos problemas personales, llevaba semiretirado; habían aparecido los discos compactos exigiendo mejoras tecnológicas en los procesos de grabación y además nació la MTV con un inesperado y tremendo éxito limitándose a pasar videos musicales. Infidels, el álbum que contiene Jokerman, es una ruptura, tanto musical como temática, con la llamada trilogía cristiana. Mark Knopfler, que ya había colaborado con Bob años antes, contribuye decisivamente al nuevo sonido del disco. También había que pasar por el aro en el aspecto audio visual y Dylan finalmente aceptó, de lo cual no podemos sino alegrarnos. La idea de mezclar imágenes de la historia del arte con el intérprete cantando fue de Lois, quien quedó muy contento con el resultado, aunque no consiguiera evitar que casi todo el tiempo Dylan se empeñara en cantar con los ojos cerrados.
De Georgia O’Keeffe me gustan más o menos sus pinturas de rocas y de flores, aunque tampoco me enloquecen, pero la que ilustra este post y el vídeo de Dylan me gusta aún menos. El Cristo muerto de Mantegna siempre me ha impresionado, pero no lo he visto ‘en persona’, creo que está en Milán. De Ucello conozco el de la National Gallery y me gusta, y del grito de Munch vi una xerigrafía de la exposición que le dedicó recientemente la Thyssen de Madrid. Mi favorito absoluto de los cinco es el espléndido fusilamiento de Goya de El Prado, aunque me gustaría ver el Mantegna en persona.
ResponderEliminarA mí sí me gusta esta calavera de vaca; de hecho, me gusta e interesa más la obra de O'Keefe a partir de su traslado a Nuevo México. Con el Cristo de Mantegna me pasa lo mismo que a ti; casi me atrevo a fechar el momento en que lo descubrí y cuánto me impresionó: fue en cuarto de bachiller, o sea allá por el 72. Está en Milán, en efecto, en la pinacoteca del Palazzo Brera y allí lo pude contemplar en el 82 (habrá que volver). Creo que he visto los tres Uccellos porque he pateado los tres museos en los que están pero, la verdad, no logro acordarme de ninguno de esos tres cuadros en concreto. En cambio, no he visto ninguno de los gritos de Munch y es una pintura que también me ha gustado desde siempre. Como Oslo es un destino que tenemos pendiente (allí vive una hermana de K) confío en que tendré ocasión de ver esos cuadros. Y sí, coincido contigo en que el favorito absoluto, tanto de estos cinco como de los diez del video de Dylan, es el Goya, sin duda.
ResponderEliminarMagnífico post de nuevo. Mi 'modesta' felicitación, Miros.
ResponderEliminarEl Cristo yacente de Mantegna es espeluznante; quizás sobren las tres mujeres de la izquierda, posiblemente añadidas más tarde como sugieres, que restan a la obra esa impecable simetría.
La calavera de res de O'Keeffe y el grito de Münch, también magistrales.
Y ahora deja que te cuente mi anédcota:
Para un spot publicitario sobre unos cuadernillos de arte me pidieron (a mi productora de cine publicitario) que hiciese una 'animación' stop frame en donde se escucha un disparo y el personaje central de camisa blanca caía muerto al suelo. Ni mi socio ni yo sabíamos de animaciones, pero el cliente sabía que teníamos en Londres un corresponsal (por así decir) especializado en el asunto; un tal Charles Jenkins de Trick Films Ltd. Fuí con él al estudio con una cáma aérea, 'rostrum camera', donde fotograma a fotograma dibujaba al tipo cayendo lentamente al suelo. Con su 'carta de animación' - una especie de partitura horizontal - fué borrando el espacio que dejaba libre el sujeto y sus sombras digitales, las del farol de luz, hasta su caída en tierra. Una noche entera de trabajo.
Ganamos un premio especial por aquél spot y si busco en los archivos del laboratorio Fotofilm Madrid o en las grandes tortas (latas con spots uno tras otro) podría terminar hallándolo y le pediría a mi hijo (a su vuelta de Bruselas donde han convocado a sus Sociedad 'Los Hacedores' para un evento especial) que te lo incluyera en el post.Seguro que te gustaía a ti tanto como a yus seguidores, entre los que me cuento entusiasmado.
Saludo,
Grillo/Javier G.