Mi padre murió hace quince años y medio. Digo esto, de entrada, para dar cuenta del tiempo transcurrido, que no es poco. Para entonces, su carácter autoritario que tanto me rebeló en la niñez se había atenuado considerablemente, casi se diría que a partir de la jubilación había sufrido un proceso de reblandecimiento que no podía evitar que me pareciese patético (el viejo cabrón ahora se nos enternece). Supongo que el hombre que fue apareciendo al inicio de la senectud (falleció con solo setenta y dos) era tan él –y quizá más– que el progenitor exigente de mis años infantiles, inflexible en la disciplina y en el castigo. Al fin y al cabo, mi padre era un producto de la inmisericordia de la victoria franquista (tenía once años al acabar la guerra) y de unos valores que no supo matizar con el cinismo hipócrita de los que de verdad salieron vencedores. Ciertamente la jubilación –anticipada– marcó el inicio de ese proceso que me gustaría calificar de humanización, aunque sea una imprecisión forzada e injusta. En su caso, jubilarse fue obtener el certificado de inutilidad social, la declaración impúdica de que se había quedado en inexorable fuera de juego, que no pintas nada, vamos. Lo irónico fue que él mismo buscó salir de un marco laboral rutinario y alienante; sin embargo, las opciones de actividad que tenía en mente pronto se revelaron como inconsistentes fantasías.
Naturalmente, la relación con mi padre siempre fue difícil. Que yo recuerde, ya desde los trece años mi objetivo prioritario era poder largarme de casa, la casa que siempre me dejaron muy claro que era de mis padres y no mía (nunca tuve llave, por ejemplo). Por unas afortunadas carambolas, la mayor parte de mis años universitarios puede vivirlos lejos de mi familia, en una ficción de independencia que, aún así, me resultó sobradamente satisfactoria. Todo lo bueno acaba y el fin de la carrera conllevó el regreso al régimen disciplinario, por muy titulado que fuese, lo que se me hizo bastante insoportable, máxime después de haber gozado de la más impune libertad (no confundir con el libertinaje que era una de las frases tontas favoritas de aquellos tiempos de la titubeante Transición). Tampoco mis padres se veían capaces de aguantar a ese primogénito desapegado y hosco, que nada ponía de su parte (hay que ser justos); de hecho, fueron ellos quienes en una tensa conversación vespertina pusieron las cartas sobre la mesa, obligándome a adelantar la decisión ya tomada de mudarme a un piso en el centro de Madrid, pagando a medias el alquiler con un amiguete y colega de la época. Lo cierto es que fue irme de casa para que cesara la guerra. Dos años después, ensanché en dos mil kilómetros la distancia y en proporción similar mejoró la relación con mi padre.
Mejorar no significa que se creara entre nosotros un vínculo de confianza. Desapareció la hostilidad e incluso ensayamos torpemente muestras de cariño, a lo que contribuyó la inteligente y empática intermediación de la que fue mi mujer. Pero, desde luego, ninguno intentó siquiera abrirse al otro, seguiríamos siendo hasta su muerte padre e hijo, lo que implicaba una asimetría jerárquica que impedía vernos y tratarnos mutuamente como dos adultos que se quieren. A los hijos –al menos a los hijos de mi generación y entorno– nos cuesta asumir que nuestros padres son humanos como nosotros. Cuando hace unos años mi hermana me contó algunas confidencias que le había hecho sobre sus desavenencias sexuales con mi madre, mi primera impresión fue de estupor. Y es que nunca entendí de verdad la sustancia de su matrimonio, sus afanes e ilusiones: eran mis padres, seres incomprensibles, por tanto. Recuerdo unas navidades en que casi provoco un drama cuando se me ocurrió opinar que ellos no eran felices, ¿cómo podían serlo concibiendo esta vida como un "valle de lágrimas"? Quizá él, en esos últimos años de "reblandecimiento", intentó tenderme puentes, pero a esas alturas ni podía ni quería cruzarlos. Seguramente, aunque me ufanaba de haber cumplido el asesinato freudiano en su momento, no lo había hecho realmente o, si sí, el cadáver lo seguía llevando a rastras y me pesaba demasiado.
Lo cierto es que se murió de verdad y antes de tiempo, aunque nadie puede decir cuándo y para qué es demasiado pronto. Porque me temo que poco habrían cambiado las cosas entre nosotros si hubiese vivido más años. Con su espíritu, sin embargo, he sido capaz de alcanzar mayor intimidad. Probablemente porque nos vemos con bastante mayor frecuencia que cuando vivía pero, sobre todo, porque ahora él no va de padre lo que me permite no ir yo tanto de hijo. El caso es que, maldita genética, he salido en muchos aspectos bastante a él, aunque las circunstancias de nuestras vidas hayan resultados muy distintas. Por eso, ahora no me corto en preguntarle por sus historietas, quiero conocer lo que le pasó y lo que sintió ante los sucesos que le tocaron, algo que antes no me interesaba en absoluto. Y también, a menudo, me acuerdo (y me aplico) muchas de las máximas que él repetía siempre, tanto que forman parte de mis circunvoluciones cerebrales. De hecho, cuando empecé post iba a escribir sobre una de esas frases suyas que ahora es mía, pero mi padre se empeñó en cruzarse y ha salido esto. Ya la contaré en otro momento.
Mejorar no significa que se creara entre nosotros un vínculo de confianza. Desapareció la hostilidad e incluso ensayamos torpemente muestras de cariño, a lo que contribuyó la inteligente y empática intermediación de la que fue mi mujer. Pero, desde luego, ninguno intentó siquiera abrirse al otro, seguiríamos siendo hasta su muerte padre e hijo, lo que implicaba una asimetría jerárquica que impedía vernos y tratarnos mutuamente como dos adultos que se quieren. A los hijos –al menos a los hijos de mi generación y entorno– nos cuesta asumir que nuestros padres son humanos como nosotros. Cuando hace unos años mi hermana me contó algunas confidencias que le había hecho sobre sus desavenencias sexuales con mi madre, mi primera impresión fue de estupor. Y es que nunca entendí de verdad la sustancia de su matrimonio, sus afanes e ilusiones: eran mis padres, seres incomprensibles, por tanto. Recuerdo unas navidades en que casi provoco un drama cuando se me ocurrió opinar que ellos no eran felices, ¿cómo podían serlo concibiendo esta vida como un "valle de lágrimas"? Quizá él, en esos últimos años de "reblandecimiento", intentó tenderme puentes, pero a esas alturas ni podía ni quería cruzarlos. Seguramente, aunque me ufanaba de haber cumplido el asesinato freudiano en su momento, no lo había hecho realmente o, si sí, el cadáver lo seguía llevando a rastras y me pesaba demasiado.
Lo cierto es que se murió de verdad y antes de tiempo, aunque nadie puede decir cuándo y para qué es demasiado pronto. Porque me temo que poco habrían cambiado las cosas entre nosotros si hubiese vivido más años. Con su espíritu, sin embargo, he sido capaz de alcanzar mayor intimidad. Probablemente porque nos vemos con bastante mayor frecuencia que cuando vivía pero, sobre todo, porque ahora él no va de padre lo que me permite no ir yo tanto de hijo. El caso es que, maldita genética, he salido en muchos aspectos bastante a él, aunque las circunstancias de nuestras vidas hayan resultados muy distintas. Por eso, ahora no me corto en preguntarle por sus historietas, quiero conocer lo que le pasó y lo que sintió ante los sucesos que le tocaron, algo que antes no me interesaba en absoluto. Y también, a menudo, me acuerdo (y me aplico) muchas de las máximas que él repetía siempre, tanto que forman parte de mis circunvoluciones cerebrales. De hecho, cuando empecé post iba a escribir sobre una de esas frases suyas que ahora es mía, pero mi padre se empeñó en cruzarse y ha salido esto. Ya la contaré en otro momento.
Muy sentido, sincero y entrañable, pero...
ResponderEliminarme hubiera gustado poder comparar esta 'versión tuya con la de tu padre. Los hijos siempre se creen con derecho a todo hasta que son a su vez padres o por lo que sea de veras maduran.
Sí, claro, a mí también me habría gustado conocer la versión de mi padre. En cuanto a lo de que "los hijos siempre se creen con derecho a todo ..." no termino de entender de qué parte de mi versión deduces que, cuando era hijo (dependiente) yo me creía con derechos. Esa frase la comparto respecto de las generaciones actuales pero no vale para la mía. Te puedo asegurar que la cuestión de mis presuntos derechos como hijo ni siquiera se nos pasaba por la cabeza en aquella época; el "mientras vivas en mi casa harás lo que yo diga" lo teníamos absolutamente asumido. No se trataba de reclamar unos derechos que no negaban sino en obtener autonomía personal, emanciparnos. Ahora no es así, claro.
EliminarQuizás hablaba más en general, pero el hecho es que tu post me ha hecho meditar sobre eso. Comprendo que la situación económica actual no lo permite, pero es insano que los hijos no se emancipen lo antes posible, enseguida que alcanzan la madurez sexual (la emocional tarda más), para que se vayan a matar al padre bien lejos de éste. Pero vivir en casa de los padres y no acatar sus reglas es un intercambio paterno filial abusivo para aquellos.
Eliminar"mientras vivas en mi casa harás lo que yo diga"
EliminarEso también se vivía en mi casa y, sinceramente, nunca me pareció mal. Supongo que también dependerá del grado de libertad que nos dieran a cada uno.
Era una expresión muy normal en la época. En su estricto significado nada que objetar, es de justicia que el dueño de la casa sea quien ponga las reglas. Pero el abuso de la frasecita para cortar cualquier intento de arañar un poco de autonomía por parte de los hijos de mi generación dice muy poco de la capacidad empática de nuestros padres.
EliminarComo se suele decir, tarda tiempo (algunos nunca se dan cuenta) el ver que tus padres son humanos, también. Espero que algún día nos cuentes la frase. _-)
ResponderEliminarYo creo que nunca asumimos que nuestros padres son humanos como nosotros. Lo sabemos, claro, pero con el cerebro, no con las tripas.
EliminarEl post en el que cuento la frase ya lo tengo casi acabado pero ya te advierto que no es nada del otro mundo, ni siquiera original (aunque fue a él al primero que se la escuché).
Tierno, entrañable y amargo. No sé bien si por rencor, por no haber arreglado las cosas a tiempo o por no poder ya arreglar las cosas.
ResponderEliminarMe sorprende esto:
Cuando hace unos años mi hermana me contó algunas confidencias que le había hecho sobre sus desavenencias sexuales con mi madre, mi primera impresión fue de estupor.
¿Un padre haciendo confidencias a su hija sobre sus desavenencias sexuales con su madre?
Eso sí que me ha dejado ojiplático.
No, rencor no creo tener y menos a mi padre. Al contrario, ahora lo echo de menos y creo entender mejor que fue como fue porque casi no podía ser de otra forma. Tampoco creo que las cosas deban arreglarse ni en deudas kármicas o cosas por el estilo. Lo que fue, fue y es inútil afectarse emocionalmente porque no haya sido de otra manera.
EliminarY sí, que mi padre le hiciera confidencias sexuales a mi hermana (tampoco creas que fueron explícitas) a mí también me alucinó. Probablemente se debiera a que era la que estaba más cercana a él de los seis que somos y a que seguramente es la que más empatía tiene. Pero aun así, en efecto.
Yo creo que es algo natural defraudar y ser defraudados en las relaciones entre padres e hijos, es muy fácil que el rencor se apodere de los hijos y la decepción de los padres, yo observo que muchos padres cambian cuando tienen niños y adoptan una actitud muy alejada de lo que son ellos realmente y los hijos captan esa incoherencia profunda, es como si al ser padres tuvieran un estatus más elevado que les impulsa a ser otra persona e incluso ocultan facetas importantes de su personalidad, en cuanto a los hijos están un poco atrapados hasta que no se piran de casa y se comen las taras de sus padres con patatas. Creo que el quid está en ser cuando eres padre lo más coherente posible con uno mismo y cuando eres hijo intentar quitarte ese cadáver que pesa a veces demasiado. Yo no soy madre ni hija, soy ante todo una mujer que busca no traicionarse así misma, y si para eso hay que dejar padres, madres, hijos y amigos por el camino, sin duda alguna los dejaré.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el post, aunque me ha entristecido un poco.
ResponderEliminarYo, que aunque no soy exactamente de tu generación, también oí con frecuencia, el "mientras vivas bajo mi techo...". Ahora que soy madre por partida doble, tengo a veces la sensación de que los niños me "chupan hasta la sangre", y eso que son pequeños. Supongo que cuando sean lo suficientemente maduros en lo único que pensarán es en largarse y dejar a su madre manipuladora (que supongo que es lo que soy y lo que seré. Genética también).
Los padres sacrificamos tanto por los hijos que pensamos que de alguna manera han de "devolverte el favor", y sabemos que no es así, que cuando crezcan no verán la hora de perderte de vista.
Avestrucita!!!