Rufián significa persona sin honor, perversa, despreciable, pero también, en su segunda acepción, dedicada a la prostitución. En las primeras ediciones del diccionario (principios del XVIII) el término tenía un significado bastante más preciso, pues tan sólo se refería al hombre que trata y vive deshonestamente con mujeres, solicitándolas o consintiéndolas el trato con otros hombres. El vocablo estaba asentado en el castellano al menos desde la Baja Edad Media. En El Corbacho, escrita por Alfonso Martínez de Toledo en 1438, una mujer se queja a su amante de que le quita el dinero que ella gana tratándola como lo hace un rufián. A finales del XVI el vocablo lo recoge Cristóbal de Las Casas en su Vocabulario de las dos lenguas, toscana y castellana. Esta referencia es relevante porque la palabra entra en nuestro idioma procedente del italiano ruffiano, en donde aludía a quien por interés lucrativo hacía de mediador en los asuntos amorosos de otros. Es decir, lo que significaba en su origen rufián hoy sería proxeneta, chulo o incluso alcahuete. Por cierto, la etimología de la palabra nos lleva hasta el adjetivo latino rufus que significa rojo. ¿Por qué? Pues leo que debido a que las prostitutas romanas solían ponerse pelucas rojizas y de ahí que el que se ocupaba de las rufarum fuera un rufulanus o algo parecido. Que el significado del término evolucionara de gestor de lujurias ajenas a persona de catadura miserable no es nada sorprendente, pues desde siempre a quienes ejercían esos oficios se les imputan todos las depravaciones.
Lo que llama la atención es que un vocablo cuyo significado es moralmente negativo se adopte como apellido. Verdad es que Rufián no es el único caso, ni siquiera el más corriente. Por ejemplo, el apellido Ladrón (contándolo solo y compuesto con “de Guevara”) lo tienen, como primero o segundo, unas 3.800 personas en España, mientras que el de Rufián lo llevan en torno a 1.200, menos de la tercera parte. Parece que en su origen, el apellido Ladrón no se refería a quienes robaban, sino que provenía del término latino latro, -nis que significa “sirviente pagado” y que ya era usado como cognomen en la época romana para pasar al romance. De hecho, se conoce un tal Diego López Ladrón que acompañó al Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, en sus campañas contra los moros. El compuesto más abundante Ladrón de Guevara tiene su origen en la familia navarra de los Vela-Ladrón, señores de Guevara y de Oñate, que allá por el siglo XII asentaron su solar en la villa alavesa (hoy Guevara ha perdido la relevancia que tuvo durante la Edad Media y apenas alberga a cincuenta vecinos). Pues bien, cabe pensar que también el vocablo Rufián pudo tener alguna acepción positiva (o, al menos, neutra) para que fuese adoptado como apellido en su origen. Y parece que, en efecto, la figura del rufián adquirió connotaciones positivas hacia fines del XVI, asociándose en concreto con cualidades tales como la bravura, la valentía, el vigor, la fortaleza. O sea, el rufián del Siglo de Oro español sería una especie de Hércules, fuerte y valeroso, “echao palante” y dispuesto a meterse en cuanta riña y pendencia, arriesgando la vida incluso. En su discurso de ingreso a la Real Academia, Arturo Pérez Reverte explica quiénes eran (y sobre todo, cómo hablaban) esos bravos o valentones que vivían “mitad de las mujeres, mitad de alquilar su espada o su cuchillo” y a los que se llamaba rufianes (y también Jaques que, a su vez, es apellido aunque más raro, pero no me desviaré por ahí). No me resisto a transcribir parte del discurso que APR dedicó a los rufianes de aquellos tiempos.
El bravo, el valentón, se levanta tarde. La noche, que él llama sorna, es su territorio. Ya empieza a bajar el sol sobre los tejados de la ancha, la ciudad, cuando nuestro hombre se echa fuera de la piltra, carraspeando para aclararse la gorja. El caso es que nuestro jaque se lava un poco, y tras mirarse en el azogue la zanja que le santigua la cara (recuerdo de una cuchillada, o jiferazo, de seis puntos, porque a veces es uno quien madruga, y otras veces nos madrugan otros), se compone con parsimonia los bigotes, que son fieros, de guardamano, apuntándole mucho a los ojos. Que entre la gente de la carda, o de la hoja, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes, la barba de gancho y el mirar zaino, valiente, de quien es (o parece) capaz de reñir con el Dios que lo engendró. Se viste nuestro bravo, tintineándole al cuello el crucifijo de plata y las medallas de santos (que en la España del rey católico, paladín de la verdadera religión, una cosa no quita la otra). Se viste con aires de mílite, cosa a menuda propia de la gente de la hojarasca. Aunque no haya oído en su vida zurrear de veras un arcabuzazo, y al turco y al luterano no los conozca sino de los corrales de comedias, él y sus compadres suelen dárselas de veteranos de los tercios o de las galeras del rey. … Después de acabar las descripción de las prendas con que viste el rufián, APR nos lo muestra por las calles madrileñas de Lavapiés (barrio que con la Heria de Sevilla, el patio de los Naranjos y el corral de los Olmos de esa misma ciudad, el Potro de Córdoba y los Percheles de Málaga, entre otros sitios ilustres, ha dado a España y al mundo, lo mejor de cada casa en los siglos XVI y XVII: la nata de la chanfaina), hasta que se entra en una taberna y se sienta con dos colegas a conversar de sus asuntos … Eso, en cuanto al oficio y los camaradas. En cuanto a las coimas, o sea, las yeguas que cada cual tiene en su dehesa, las cosas tampoco van muy bien. Sus hembras, que responden a los ilustres nombres de Blasa Pizorra, Gananciosa y Marizápalos, apenas rinden resullo (dinero). Últimamente no trotan más que de baratillo, con balhurria, y el poco socorro que aportan con el trabajo de su broquel (o guzpátaro, pare entendernos, aunque hay otros nombres; y permitan que me quede ahí), ese dinero se les va a ellos alijando la nao, o sea, gastándoselo en el garito, con la desencuadernada (los naipes) o con los dados: los huesos de Juan Tarafe. Y del oficio de valentía, para qué hablar. Fatal. O sea, agua y lana. Uno de los jaques, la cara persignada por varios araños, se queja de que ayer mismo un cabestro (un marido barbado, o sea, un cornudo o cartujo) pretendía una hurgonada (una estocada) al querido de su legítima por la fardía ledra de veinte míseros ducados. Una vergüenza, se lamenta otro compadre. A él le ofrecieron hace una semana, explica, veinticinco ducados por trincharle las asas (las orejas) y treinta por calaverar (cortar la nariz) a un galán que ponía aljófar en alcatara ajena. Por vida de Roque, adónde vamos a parar, se lamentan los tres bravos. …
Desde luego, por la descripción de Pérez Reverte no se pensaría que fuera el de rufián oficio del que enorgullecerse hasta el punto de adoptarlo como apellido para sus descendientes. Sin embargo, no se me antoja extraño que entre los del gremio llegara a considerarse punto de distinción ser tildado de rufián (que era uno de los grados superiores de la profesión y además aludía a la bravura). Parece que incluso hubo un tiempo, por las primeras décadas del XVII calculo, en que se pretendió conferir cierta respetabilidad al rufián y algo de esto puede intuirse en la comedia de Lope de 1614, El galán Castrucho, que previamente se había denominado El rufián Castrucho. En fin, después de mucho hurgar no es que llegue a ninguna conclusión firme pero sí me quedo con la idea de que, por la época en que nació el apellido (por el siglo XVI), sin haber perdido el vocablo sus connotaciones negativas, éstas serían vistas con menos severidad e incluso se resaltarían otras positivas; es decir, habría un cierto clima de tolerancia hacia estos individuos, suficiente para que alguno de ellos aceptara ser identificado públicamente como “el rufián” y que tal apodo se convirtiera en apellido de su progenie. Como fuera, eso debió ocurrir con casi total seguridad en Andalucía, lo cual no sorprende pues era en esa tierra donde mayor era el censo de casas de mancebía y, por tanto, de rufianes. Sin duda, la palma se la llevaba Sevilla (gracias al monopolio del tráfico hacia las Indias), pero también otras capitales o pueblos grandes como Córdoba, Cádiz o Málaga. Ahora bien, ateniéndonos a la actual distribución geográfica del apellido, cabe suponer que el primer Rufián fuera de Andalucía Oriental, de las tierras entre Jaén y Granada.
Fernando González del Campo, en el artículo que ha dedicado a este apellido en el número 7 de Cuadernos de Genealogía (que es la fuente principal de este post), nos dice que un tal Juan Rufián figura como testigo el 26 de julio de 1533 en una visita a un pueblo de indios en el actual estado mexicano de Veracruz. También del XVI hay constancia de dos hombres distintos apellidados Rufián, ambos moriscos de la sierra granadina. Este dato, junto con el hecho de que en algunas poblaciones que fueron asiento de moriscos (Alcaudete y Alcalá la Real, las dos de Jaén) hay y hubo un número relativamente importante de personas así apellidadas, ha hecho pensar que en su origen fuera propio de esos musulmanes del conquistado reino nazarí convertidos a la fuerza, pero no es en absoluto seguro. Lo que sí es bastante probable es que por esas comarcas andaluza naciera el apellido que nos ocupa y desde ahí se extendiera al resto de la península. Ha habido y hay algunos “rufianes” de cierto renombre, aunque yo no había escuchado este apellido hasta el salto a la fama del actual diputado por Esquerra de Catalunya. Gabriel Rufián (o Juan Gabriel que es su nombre completo), nació en 1982 en Santa Coloma, pero su familia proviene de La Bobadilla, una pedanía del municipio jienense de Alcaudete, antes citado. Su abuelo, Juan Rufián Cano, emigró con su mujer y cuatro hijos a Cataluña, hacia principios de los sesenta, como tantos otros andaluces (la propia Bobadilla superaba los cuatro mil habitantes en los cincuenta y ahora está en torno al millar). Podría ser que Gabriel, quinientos años después, fuera descendiente de un Alonso Rufián, que luchó en la rebelión de los moriscos granadinos (1568-1571) contra el Estado opresor castellano, y heredera de aquél los genes independentistas. Hoy, afortunadamente, esas batallas se hacen con otras armas.
Como apunte final hago notar la a mi juicio desproporcionada abundancia relativa de términos con significado peyorativo entre las palabras de nuestra legua acabadas en –án. En una lista apresurada y sin duda incompleta hago constar, además de la mentada rufián, todas estas más: holgazán, jayán, patán, truhán, gañán, haragán, balandrán, ganapán, pelafustán, perillán, barbián, truchimán, carcamán, charrán, barbaján, bausán, camaján, cachanchán y cachicán. Y como curiosidad añadida diré que al menos tres de estos vocablos (patán, gañán y perillán) son también apellidos.
El bravo, el valentón, se levanta tarde. La noche, que él llama sorna, es su territorio. Ya empieza a bajar el sol sobre los tejados de la ancha, la ciudad, cuando nuestro hombre se echa fuera de la piltra, carraspeando para aclararse la gorja. El caso es que nuestro jaque se lava un poco, y tras mirarse en el azogue la zanja que le santigua la cara (recuerdo de una cuchillada, o jiferazo, de seis puntos, porque a veces es uno quien madruga, y otras veces nos madrugan otros), se compone con parsimonia los bigotes, que son fieros, de guardamano, apuntándole mucho a los ojos. Que entre la gente de la carda, o de la hoja, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes, la barba de gancho y el mirar zaino, valiente, de quien es (o parece) capaz de reñir con el Dios que lo engendró. Se viste nuestro bravo, tintineándole al cuello el crucifijo de plata y las medallas de santos (que en la España del rey católico, paladín de la verdadera religión, una cosa no quita la otra). Se viste con aires de mílite, cosa a menuda propia de la gente de la hojarasca. Aunque no haya oído en su vida zurrear de veras un arcabuzazo, y al turco y al luterano no los conozca sino de los corrales de comedias, él y sus compadres suelen dárselas de veteranos de los tercios o de las galeras del rey. … Después de acabar las descripción de las prendas con que viste el rufián, APR nos lo muestra por las calles madrileñas de Lavapiés (barrio que con la Heria de Sevilla, el patio de los Naranjos y el corral de los Olmos de esa misma ciudad, el Potro de Córdoba y los Percheles de Málaga, entre otros sitios ilustres, ha dado a España y al mundo, lo mejor de cada casa en los siglos XVI y XVII: la nata de la chanfaina), hasta que se entra en una taberna y se sienta con dos colegas a conversar de sus asuntos … Eso, en cuanto al oficio y los camaradas. En cuanto a las coimas, o sea, las yeguas que cada cual tiene en su dehesa, las cosas tampoco van muy bien. Sus hembras, que responden a los ilustres nombres de Blasa Pizorra, Gananciosa y Marizápalos, apenas rinden resullo (dinero). Últimamente no trotan más que de baratillo, con balhurria, y el poco socorro que aportan con el trabajo de su broquel (o guzpátaro, pare entendernos, aunque hay otros nombres; y permitan que me quede ahí), ese dinero se les va a ellos alijando la nao, o sea, gastándoselo en el garito, con la desencuadernada (los naipes) o con los dados: los huesos de Juan Tarafe. Y del oficio de valentía, para qué hablar. Fatal. O sea, agua y lana. Uno de los jaques, la cara persignada por varios araños, se queja de que ayer mismo un cabestro (un marido barbado, o sea, un cornudo o cartujo) pretendía una hurgonada (una estocada) al querido de su legítima por la fardía ledra de veinte míseros ducados. Una vergüenza, se lamenta otro compadre. A él le ofrecieron hace una semana, explica, veinticinco ducados por trincharle las asas (las orejas) y treinta por calaverar (cortar la nariz) a un galán que ponía aljófar en alcatara ajena. Por vida de Roque, adónde vamos a parar, se lamentan los tres bravos. …
Desde luego, por la descripción de Pérez Reverte no se pensaría que fuera el de rufián oficio del que enorgullecerse hasta el punto de adoptarlo como apellido para sus descendientes. Sin embargo, no se me antoja extraño que entre los del gremio llegara a considerarse punto de distinción ser tildado de rufián (que era uno de los grados superiores de la profesión y además aludía a la bravura). Parece que incluso hubo un tiempo, por las primeras décadas del XVII calculo, en que se pretendió conferir cierta respetabilidad al rufián y algo de esto puede intuirse en la comedia de Lope de 1614, El galán Castrucho, que previamente se había denominado El rufián Castrucho. En fin, después de mucho hurgar no es que llegue a ninguna conclusión firme pero sí me quedo con la idea de que, por la época en que nació el apellido (por el siglo XVI), sin haber perdido el vocablo sus connotaciones negativas, éstas serían vistas con menos severidad e incluso se resaltarían otras positivas; es decir, habría un cierto clima de tolerancia hacia estos individuos, suficiente para que alguno de ellos aceptara ser identificado públicamente como “el rufián” y que tal apodo se convirtiera en apellido de su progenie. Como fuera, eso debió ocurrir con casi total seguridad en Andalucía, lo cual no sorprende pues era en esa tierra donde mayor era el censo de casas de mancebía y, por tanto, de rufianes. Sin duda, la palma se la llevaba Sevilla (gracias al monopolio del tráfico hacia las Indias), pero también otras capitales o pueblos grandes como Córdoba, Cádiz o Málaga. Ahora bien, ateniéndonos a la actual distribución geográfica del apellido, cabe suponer que el primer Rufián fuera de Andalucía Oriental, de las tierras entre Jaén y Granada.
Fernando González del Campo, en el artículo que ha dedicado a este apellido en el número 7 de Cuadernos de Genealogía (que es la fuente principal de este post), nos dice que un tal Juan Rufián figura como testigo el 26 de julio de 1533 en una visita a un pueblo de indios en el actual estado mexicano de Veracruz. También del XVI hay constancia de dos hombres distintos apellidados Rufián, ambos moriscos de la sierra granadina. Este dato, junto con el hecho de que en algunas poblaciones que fueron asiento de moriscos (Alcaudete y Alcalá la Real, las dos de Jaén) hay y hubo un número relativamente importante de personas así apellidadas, ha hecho pensar que en su origen fuera propio de esos musulmanes del conquistado reino nazarí convertidos a la fuerza, pero no es en absoluto seguro. Lo que sí es bastante probable es que por esas comarcas andaluza naciera el apellido que nos ocupa y desde ahí se extendiera al resto de la península. Ha habido y hay algunos “rufianes” de cierto renombre, aunque yo no había escuchado este apellido hasta el salto a la fama del actual diputado por Esquerra de Catalunya. Gabriel Rufián (o Juan Gabriel que es su nombre completo), nació en 1982 en Santa Coloma, pero su familia proviene de La Bobadilla, una pedanía del municipio jienense de Alcaudete, antes citado. Su abuelo, Juan Rufián Cano, emigró con su mujer y cuatro hijos a Cataluña, hacia principios de los sesenta, como tantos otros andaluces (la propia Bobadilla superaba los cuatro mil habitantes en los cincuenta y ahora está en torno al millar). Podría ser que Gabriel, quinientos años después, fuera descendiente de un Alonso Rufián, que luchó en la rebelión de los moriscos granadinos (1568-1571) contra el Estado opresor castellano, y heredera de aquél los genes independentistas. Hoy, afortunadamente, esas batallas se hacen con otras armas.
Como apunte final hago notar la a mi juicio desproporcionada abundancia relativa de términos con significado peyorativo entre las palabras de nuestra legua acabadas en –án. En una lista apresurada y sin duda incompleta hago constar, además de la mentada rufián, todas estas más: holgazán, jayán, patán, truhán, gañán, haragán, balandrán, ganapán, pelafustán, perillán, barbián, truchimán, carcamán, charrán, barbaján, bausán, camaján, cachanchán y cachicán. Y como curiosidad añadida diré que al menos tres de estos vocablos (patán, gañán y perillán) son también apellidos.