A principios del siglo XIV, Lancelotto Malocello, marino de la entonces pujante República de Génova, “redescubrió” Canarias. Todo descubrimiento es siempre desde el punto de vista del “descubridor” y un “redescubrimiento” es descubrir algo que ya estaba descubierto pero que se había olvidado (o casi). La existencia de las islas Canarias fue conocida por los cartagineses y, desde luego, por los romanos, época en que ya estaban pobladas. De hecho, durante el primer siglo de nuestra era, las campañas romanas contra los bereberes y la ocupación del Magreb pudo suponer saltos migratorios al Archipiélago de nuevos contingentes. En todo caso, a partir del dominio mahometano del Norte de África, Canarias empezó a olvidarse por la Europa cristiana, que pasan a un universo mítico, territorios legendarios (las Hespérides, por ejemplo). En el siglo XIV, Europa ha acumulado capital y desarrollo tecnológico que impulsa su expansión, la exploración de nuevas rutas hacia el Oriente. Los precursores en aventurarse por el Atlántico (sin separarse demasiado de la costa, claro) son los tres pueblos de mayor empujer mercantil de la época: italianos (sobre todo genoveses), catalano-mallorquines y portugueses. El citado Lancellotto capitaneó una expedición en 1312 para buscar a otra también genovesa desaparecida 20 años antes (la de los hermanos Vivaldi). El caso es que este hombre se topó con la isla de Lanzarote y debió de gustarle porque parece que se quedó allí nada menos que veinte años. Las aventuras (no del todo confirmadas históricamente, claro) del genovés y sus chicos entre los aborígenes conejeros merecen ser objeto de un próximo post; de momento me basta con dejar constancia de que fue él quien volvió a poner las Canarias en la geografía conocida de los europeos bajomedievales. La prueba está en el cartulano que en 1339 dibujó el mallorquín Angelino Dulcert, en el que por primera vez aparece esta isla (junto con la de Fuerteventura) con la denominación de Insula de Lanzarotus Marocelus, dibujada sobre fondo de plata y dentro la cruz de gules, escudo de Génova.
En 1341, con la financiación de la corona portuguesa y la dirección técnica de los genoveses, llega una segunda expedición a Canarias. Esta vez fue un viaje de ida y vuelta (entre julio y noviembre), con la finalidad de conocer lo que ahí había y lo que se podía aprovechar. Nicoloso da Recco, el piloto, describió las islas en un texto cuya autoría se atribuye al mismo Giovanni Boccaccio. Las conclusiones fueron claras: no había oro ni plata, ni tampoco loas otras mercancías que ansiaban los europeos de la época (especias, sobre todo). Pero estaban pobladas y sus habitantes parecían presas apetecibles; de hecho, volvieron a Lisboa con cuatro hombres, los primeros canarios que trajeron al continente. Poco después aparece en escena un tipo curioso, Luis de la Cerda, nieto del primogénito de Alfonso X, y que por tanto habría sido rey de Castilla si su abuelo no hubiera muerto sin llegar a cumplir los veinte de modo que al monarca sabio le sucedió Sancho, su segundo hijo. Este Luis, en todo caso, con sangre de la más alta calidad andaba sobrado de pretensiones reales. Su padre Alfonso, que había reclamado el trono castellano, tuvo que establecerse en Francia, donde se casó y nacieron sus hijos. Así que Luis entró al servicio de Felipe VI de Valois, recibiendo no pocos títulos y honores galos y amasando una fortuna considerable. Al acceder al pontificado Clemente VI, don Luis se instala en Aviñón, como embajador del rey francés. Por esos días se propagan en noticias fantasiosas del redescubierto archipiélago (también Petrarca escribe sobre estas islas) y De la Cerda ve su oportunidad de ceñirse al fin una corona, para lo que solicita al Papa que lo nombre príncipe soberano de esas Islas Afortunadas, lo que éste concede en 1344 mediante la bula Tue devotionis sinceritas. Eso sí, le pone como condición que vaya allí y evangelice a los que habrían de ser sus súbditos, lo que nuestro hombre jamás hizo. Así que la primera iniciativa de configuración política de Canarias quedó en nada. Bien es verdad que difícilmente esta exhibición de poderío papal (erigiéndose en dador de reinos) no podría haber llegado muy lejos. Tanto Castilla como Portugal, cuando el Pontífice les pidió que apoyaran al futuro soberano, se negaron a hacerlo. Ambos reinos empezaban ya a disputarse el dominio de las Islas.
Hacia mediados del XIV entran en el juego marineros catalanes y mallorquines quienes, con relativa frecuencia, emprenden viajes mercantiles por el Atlántico que llegan hasta más allá del Cabo Bojador. Las paradas en Canarias permitían recoger orchilla (para tinturas) y apresar indígenas para venderlos como esclavos en Palma o Barcelona. Además de las prioritarias motivaciones comerciales, han de sumarse a estas expediciones las evangelizadoras. Es probable que su iniciativa fuera del propio Luis de la Cerda, intentando cumplir los requisitos papales, aunque moriría en 1348. En todo caso, en mayo de 1351, Clemente VI aprueba un primer proyecto misionero promovido por los mallorquines Juan Doria y Jaime Segarra, que viajan al archipiélago con clérigos y frailes y llevando consigo doce indígenas canarios, capturados en expediciones anteriores, que habían sido bautizados y liberados de la esclavitud (al menos formalmente, que dudo mucho que fueran plenamente libres). Solo seis meses después, el mismo Pontífice, mediante la bula Coelestis rex regum, nombró al fraile carmelita mallorquín Bernardo Font obispo de Canarias con sede en Telde, ya uno de los principales núcleos aborígenes de Gran Canaria (este Font es casi seguro que nunca vino a Canarias). Durante las siguientes cuatro décadas, y mayormente bajo el amparo de la corona aragonesa, fueron llegando a las Islas, sobre todo a Gran Canaria, varios misioneros. No sé cuánto éxito alcanzó esta primera y efímera etapa evangelizadora. Los nativos debían sentirse bastante confundidos porque entre esos extranjeros que los visitaban unos los trataban afectuosamente engatusándolos con sus historias religiosas mientras otros los raptaban y se los llevaban en sus barcos. A medida que fueron abundando las acciones violentas (a los catalano-mallorquines empezaron a sumarse andaluces, vascos y portugueses), los naturales dejaron de creer en las prédicas pacíficas de los frailes. En 1393 el vaso de la paciencia indígena se desbordó y en una revuelta mataron a todos los mallorquines que había en Gran Canarias; a los trece frailes misioneros, en señal de respeto, en vez de degollarlos los arrojaron a la sima de Jinámar (desde ese mismo lugar, más de quinientos años después, despeñarían los falangistas a jornaleros y sindicalistas).
En esa última década del XIV los mercaderes catalanes y baleares abandonan las rutas atlánticas (consecuencia de una crisis demográfica y económica de la corona de Aragón). El relevo lo toman los castellanos, y en particular los andaluces quienes, desde Sevilla y Cádiz, paso obligado de las expediciones de los levantinos hacia el Atlántico, ya habían tenido ocasión de interesarse por las Canarias. En esos años finales, y hasta la llegada de Jean de Bethencourt (1403), hubieron de organizarse unas cuantas razzias al archipiélago con el objetivo de apresar esclavos (hay constancia de una de ellas en la que atacaron Lanzarote y se llevaron centenar y medio de aborígenes). El siglo XV, como es sabido, corresponde al dilatado proceso de conquista de las siete islas, iniciado por los normandos (reconociendo pleitesía a Enrique III de Castilla) y que llega hasta 1496 con el definitivo dominio sobre Tenerife. Durante este largo periodo, la población indígena, que rondaría los setenta mil en todo el archipiélago, fue brutalmente diezmada: probablemente los aborígenes a finales del XV serían menos de la mitad de los que había al empezar la conquista. Naturalmente, muchos murieron a causaen las batallas y, sobre todo, en ejecuciones punitivas de los conquistadores (porque a varios, como Pedro de Vera en Gran Canaria, Hernán Peraza en La Gomera o el propio Adelantado Alonso Fernández de Lugo en Tenerife no les temblaba el ánimo en ordenar terribles y crueles castigos). Pero también tuvo su relevancia en el despoblamiento aborigen la esclavización de muchos y su envío a la península, por más que las instrucciones de los monarcas castellanos (en especial de los Católicos) era que debían ser evangelizados y bautizados, y como súbditos cristianos de sus majestades no deberían ser privados de libertad. Pero, como ocurriría pocos años después en América, esas leyes bienintencionadas se eludieron no pocas veces.
Ya a partir del siglo XVI la situación se va normalizando en las nuevas posesiones castellanas y cesan los actos esclavizadores de indígenas, no sólo porque estaban prohibidos sino también –y sobre todo– porque eran necesarios para las labores colonizadoras. Recientemente, con la excusa de unos cuadros historicistas que hay en el Parlamento de Canarias (pintados en 1906 por el palmero Manuel González Méndez), ha vuelto a discutirse acaloradamente sobre las “atrocidades” (o no tanto) de los conquistadores sobre los distintos pueblos canarios prehispánicos, oyéndose reiteradamente la calificación de genocidio, aunque otros más moderados prefieren hablar de etnocidio, ya que lo que se produjo, más que la supresión de los individuos, fue la desaparición de sus culturas mediante la imposición de la castellana. En todo caso, lo que es incuestionable es que hubo unos cuantos miles de guanches (uso el término abarcando erróneamente a los de todas las islas) que fueron esclavizados; que las Canarias, aunque fuera por un periodo acotado y no llegue a tener excesiva importancia cuantitativa en las cifras globales, fue también “granero” de esclavos para los acaudalados de los reinos penínsulares. No era la esclavitud pues, ajena a los españoles que cruzaron el Atlántico para colonizar ese inmenso Nuevo Mundo.
En 1341, con la financiación de la corona portuguesa y la dirección técnica de los genoveses, llega una segunda expedición a Canarias. Esta vez fue un viaje de ida y vuelta (entre julio y noviembre), con la finalidad de conocer lo que ahí había y lo que se podía aprovechar. Nicoloso da Recco, el piloto, describió las islas en un texto cuya autoría se atribuye al mismo Giovanni Boccaccio. Las conclusiones fueron claras: no había oro ni plata, ni tampoco loas otras mercancías que ansiaban los europeos de la época (especias, sobre todo). Pero estaban pobladas y sus habitantes parecían presas apetecibles; de hecho, volvieron a Lisboa con cuatro hombres, los primeros canarios que trajeron al continente. Poco después aparece en escena un tipo curioso, Luis de la Cerda, nieto del primogénito de Alfonso X, y que por tanto habría sido rey de Castilla si su abuelo no hubiera muerto sin llegar a cumplir los veinte de modo que al monarca sabio le sucedió Sancho, su segundo hijo. Este Luis, en todo caso, con sangre de la más alta calidad andaba sobrado de pretensiones reales. Su padre Alfonso, que había reclamado el trono castellano, tuvo que establecerse en Francia, donde se casó y nacieron sus hijos. Así que Luis entró al servicio de Felipe VI de Valois, recibiendo no pocos títulos y honores galos y amasando una fortuna considerable. Al acceder al pontificado Clemente VI, don Luis se instala en Aviñón, como embajador del rey francés. Por esos días se propagan en noticias fantasiosas del redescubierto archipiélago (también Petrarca escribe sobre estas islas) y De la Cerda ve su oportunidad de ceñirse al fin una corona, para lo que solicita al Papa que lo nombre príncipe soberano de esas Islas Afortunadas, lo que éste concede en 1344 mediante la bula Tue devotionis sinceritas. Eso sí, le pone como condición que vaya allí y evangelice a los que habrían de ser sus súbditos, lo que nuestro hombre jamás hizo. Así que la primera iniciativa de configuración política de Canarias quedó en nada. Bien es verdad que difícilmente esta exhibición de poderío papal (erigiéndose en dador de reinos) no podría haber llegado muy lejos. Tanto Castilla como Portugal, cuando el Pontífice les pidió que apoyaran al futuro soberano, se negaron a hacerlo. Ambos reinos empezaban ya a disputarse el dominio de las Islas.
Hacia mediados del XIV entran en el juego marineros catalanes y mallorquines quienes, con relativa frecuencia, emprenden viajes mercantiles por el Atlántico que llegan hasta más allá del Cabo Bojador. Las paradas en Canarias permitían recoger orchilla (para tinturas) y apresar indígenas para venderlos como esclavos en Palma o Barcelona. Además de las prioritarias motivaciones comerciales, han de sumarse a estas expediciones las evangelizadoras. Es probable que su iniciativa fuera del propio Luis de la Cerda, intentando cumplir los requisitos papales, aunque moriría en 1348. En todo caso, en mayo de 1351, Clemente VI aprueba un primer proyecto misionero promovido por los mallorquines Juan Doria y Jaime Segarra, que viajan al archipiélago con clérigos y frailes y llevando consigo doce indígenas canarios, capturados en expediciones anteriores, que habían sido bautizados y liberados de la esclavitud (al menos formalmente, que dudo mucho que fueran plenamente libres). Solo seis meses después, el mismo Pontífice, mediante la bula Coelestis rex regum, nombró al fraile carmelita mallorquín Bernardo Font obispo de Canarias con sede en Telde, ya uno de los principales núcleos aborígenes de Gran Canaria (este Font es casi seguro que nunca vino a Canarias). Durante las siguientes cuatro décadas, y mayormente bajo el amparo de la corona aragonesa, fueron llegando a las Islas, sobre todo a Gran Canaria, varios misioneros. No sé cuánto éxito alcanzó esta primera y efímera etapa evangelizadora. Los nativos debían sentirse bastante confundidos porque entre esos extranjeros que los visitaban unos los trataban afectuosamente engatusándolos con sus historias religiosas mientras otros los raptaban y se los llevaban en sus barcos. A medida que fueron abundando las acciones violentas (a los catalano-mallorquines empezaron a sumarse andaluces, vascos y portugueses), los naturales dejaron de creer en las prédicas pacíficas de los frailes. En 1393 el vaso de la paciencia indígena se desbordó y en una revuelta mataron a todos los mallorquines que había en Gran Canarias; a los trece frailes misioneros, en señal de respeto, en vez de degollarlos los arrojaron a la sima de Jinámar (desde ese mismo lugar, más de quinientos años después, despeñarían los falangistas a jornaleros y sindicalistas).
En esa última década del XIV los mercaderes catalanes y baleares abandonan las rutas atlánticas (consecuencia de una crisis demográfica y económica de la corona de Aragón). El relevo lo toman los castellanos, y en particular los andaluces quienes, desde Sevilla y Cádiz, paso obligado de las expediciones de los levantinos hacia el Atlántico, ya habían tenido ocasión de interesarse por las Canarias. En esos años finales, y hasta la llegada de Jean de Bethencourt (1403), hubieron de organizarse unas cuantas razzias al archipiélago con el objetivo de apresar esclavos (hay constancia de una de ellas en la que atacaron Lanzarote y se llevaron centenar y medio de aborígenes). El siglo XV, como es sabido, corresponde al dilatado proceso de conquista de las siete islas, iniciado por los normandos (reconociendo pleitesía a Enrique III de Castilla) y que llega hasta 1496 con el definitivo dominio sobre Tenerife. Durante este largo periodo, la población indígena, que rondaría los setenta mil en todo el archipiélago, fue brutalmente diezmada: probablemente los aborígenes a finales del XV serían menos de la mitad de los que había al empezar la conquista. Naturalmente, muchos murieron a causaen las batallas y, sobre todo, en ejecuciones punitivas de los conquistadores (porque a varios, como Pedro de Vera en Gran Canaria, Hernán Peraza en La Gomera o el propio Adelantado Alonso Fernández de Lugo en Tenerife no les temblaba el ánimo en ordenar terribles y crueles castigos). Pero también tuvo su relevancia en el despoblamiento aborigen la esclavización de muchos y su envío a la península, por más que las instrucciones de los monarcas castellanos (en especial de los Católicos) era que debían ser evangelizados y bautizados, y como súbditos cristianos de sus majestades no deberían ser privados de libertad. Pero, como ocurriría pocos años después en América, esas leyes bienintencionadas se eludieron no pocas veces.
Ya a partir del siglo XVI la situación se va normalizando en las nuevas posesiones castellanas y cesan los actos esclavizadores de indígenas, no sólo porque estaban prohibidos sino también –y sobre todo– porque eran necesarios para las labores colonizadoras. Recientemente, con la excusa de unos cuadros historicistas que hay en el Parlamento de Canarias (pintados en 1906 por el palmero Manuel González Méndez), ha vuelto a discutirse acaloradamente sobre las “atrocidades” (o no tanto) de los conquistadores sobre los distintos pueblos canarios prehispánicos, oyéndose reiteradamente la calificación de genocidio, aunque otros más moderados prefieren hablar de etnocidio, ya que lo que se produjo, más que la supresión de los individuos, fue la desaparición de sus culturas mediante la imposición de la castellana. En todo caso, lo que es incuestionable es que hubo unos cuantos miles de guanches (uso el término abarcando erróneamente a los de todas las islas) que fueron esclavizados; que las Canarias, aunque fuera por un periodo acotado y no llegue a tener excesiva importancia cuantitativa en las cifras globales, fue también “granero” de esclavos para los acaudalados de los reinos penínsulares. No era la esclavitud pues, ajena a los españoles que cruzaron el Atlántico para colonizar ese inmenso Nuevo Mundo.
Interesante. Aunque no sorprendente. El porqué diría yo plagiando a K Jaspers que desde el siglo 800 a. C., existía la expresión <> que viene a ser como la concordancia trascendental de la existencia de una intuición que hace coincidir que en todos los pueblos de ka orbe se dé que el que "conquista" o "descubre" haga del "conquistado" o pretenda hacerle esclavo; viole a sus mujeres y les robe sus pertenencias. Y los españoles estaban en ese <>. Fdo: Joaquín en La Mancha.
ResponderEliminarDisculpas lo que va entre <> (que no sale usando el móvil) es tiempo-eje.
EliminarOjoplático me des con eso del tiempo-eje
EliminarLos idiomas guanches estaban emparentados con el bereber, siendo este a su vez de la familia afroasiática, y se escribían en un alfabeto similar al también bereber tifinag. Es más que probable, pues, que hubiera una migración bereber. Ahora bien, la religión guanche era politeísta y parece que variaba mucho según la isla. No sé si habrá concomitancias entre el antiguo paganismo bereber y estas religiones, la verdad.
ResponderEliminarEn cualquier caso, es triste ver cómo una vez más los imperios se expandieron con sangre. ¡Qué distinto habría sido el mundo si hubiera sido la pluma la gran conquistadora! Sobre si fue un genocidio o no, no opino porque carezco de conocimientos, pero sí pienso que ciertos izquierdistas tienen una mala tendencia a emplear el término genocidio. En el caso de la celebración de la Toma de la Granada se oyó mucho la palabra, cosa que muchos historiadores poco sospechosos de simpatías nacionalcatólicas califican de embuste, cuando no de imbecilidad suprema.
Hay bastante consenso en que los aborígenes canarios son en gran parte de origen bereber, aunque hubo varias oleadas de llegasa y se han fijado al menos dos grupos genéticos diferenciados.
EliminarGenocidio, como casi todas las palabras rimbombantes, se usa sin precisión; en realidad, tampoco tengo muy claro qué es un genocidio. La conquista de Canarias, entre muertes y esclavizaciones supuso, en todo caso, una reducción brutal de la población aborígen, pero no su desaparición.
Hay cierta exageración por mi parte: 1) al tiempo-eje le he añadido unos siglos más de pervivencia; 2) la leyenda negra de los españoles está muy manipulada (saqueaban si no les llegaba la paga). Tampoco creó que todos los canarios fueran esclavos ni... Maquiavelo ya nos dice que las guerras y la política van de la mano; y que es necesario hacer el mal para llegar a la pretensión que tiene el "príncipe". Los tratados y acuerdos llevan a acuerdos para no seguir abusando. El Derecho regula algo más que las relaciones interpersonales. Lo mío es una embuste, pues. Lo que quiero significar es que los españoles además de inventar las fregonas y el Chupa-Chups sólo utilizaban lo que ya desde hace 800 antes de nuestra era utilizaban otros. La propia península cuando fue " conquista " por los romanos fue saqueada.
ResponderEliminarPs- También dicen que el euskera viene del bereber. Y una expansión a base de "pluma" en Madrid acaba de terminar una "conquista". (Es broma.)
Fdo.: Joaquín en un lugar de La Mancha.
Los españoles hacían lo que conocían, claro. Olvidándonos de romanos y visigodos, que ya quedaban lejos a finales de la Edad Media, el ejemplo más relevante en esto de la esclavitud fueron los moros.
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