Los primeros grandes traficantes de esclavos negros fueron los árabes. Tras el espectacular triunfo y expansión del Islam (véase en el mapa supra la enormidad de los dominios musulmanes apenas cien años después de la muerte de Mahoma), se adentraron en el África negra iniciando un intenso comercio de esclavos que ha durado hasta tiempos recientes. Los mercaderes árabes a veces capturaban a los negros pero preferentemente los compraban a los propios jefes africanos. Durante la Edad Media, los comerciantes islámicos habían consolidado varias rutas que se internaban en el África Negra y conectaban con sus principales mercados de esclavos, alguno tan al Sur como Zanzíbar. El destino de estos esclavos era, claro, los países musulmanes, en los que los negros no eran los únicos pues también abundaban los cristianos apresados en las escaramuzas mediterráneas y, durante mucho tiempo, compartieron con los italianos los graneros de la Europa Oriental (eslavos, balcánicos y de la zona del Mar Negro). Pero como los que nos interesan son los africanos subsaharianos (recuérdese que tras esta nueva digresión pretendo regresar al conflicto de la esclavitud en los USA en los tiempos de Hamlin, aprovechando que estoy en una habitación a él dedicada), dejemos sentado que los primeros que practicaron el tráfico a gran escala fueron los árabes. Luego, teniendo a aquéllos como maestros, vendrían los portugueses, iniciando la exportación de negros al otro lado del charco. Se calcula que entre once y veinte millones de negros fueron llevados como esclavos a América y en ese negocio poca parte tuvieron los musulmanes; menos conocido es que las cifras del comercio islámico de esclavos negros implica cifras similares, en torno a los 18 millones.
Desde mediados del siglo XIII se tienen noticias de ventas de esclavos negros por mercaderes musulmanes en plazas portuguesas y andaluzas; y la distribución de subsaharianos se incrementó, cruzando incluso los Pirineos, durante el siglo XIV. De modo, que introducidos primero por los árabes y luego por traficantes cristianos (italianos, catalano-mallorquines, vascos y andaluces, como ya comenté en un post anterior) que organizaban rápidas incursiones en las costas africanas (razzias), ya en los albores del XV los esclavos negros eran suficientemente conocidos en la Península, en Italia y en el Mediodía francés. En todo caso, para cuando los portugueses inician la trata a gran escala, el África Occidental contaba ya con una consolidada tradición de comercio esclavista entre los reyes locales y los mullahs, los mercaderes islámicos. En la autorizada opinión de Hugh Thomas (“La trata de esclavos”, 1997), el comercio europeo en África empezó con una expedición en 1444 de seis carabelas y unos treinta hombres capitaneada por Lanzarote de Freitas, joven oficial y antiguo recaudador de impuestos en la aduana de Lagos, al servicio del príncipe Enrique el Navegante. Esa flota la financió un grupo de comerciantes de Lagos que se habían asociado en la Companhia de Lagos, el primer consorcio comercial europeo cuyo principal objeto de negocio era la trata. Ahora bien, la figura clave en los inicios del esclavismo luso fue Enrique el Navegante, el quinto de los hijos de Juan I y Felipa de Lancaster, de la familia real inglesa. Recuérdese que Portugal había terminado su Reconquista a mediados del XIII; llevaba ya más de un siglo con sus fronteras asentadas (conflictos dinásticos aparte) y emprendiendo, más o menos desordenadamente, expediciones marítimas hacia el Sur.
Enrique ansiaba expandir su nación, y en 1414 convence a su padre para conquistar Ceuta. La ciudad norafricana, tras la caída de los almohades, había pasado de mano varias veces, sobre todo entre los benimerines (bereberes) y los nazaríes del reino de Granada. Instalados los portugueses en Ceuta –bajo cuya soberanía estuvo hasta que en 1668, éstos la ceden a España como precio por la independencia lusa)– descubrieron que la ciudad era un importante punto final de rutas transaharianas de esclavos: les contaron que numerosas caravanas de comerciantes moros cruzaban el desierto y llegaban hasta Timboctú, a orillas del Níger, y a Cantor, a orillas del Gambia, y allí cambiaban a los reyes africanos las cuentas de vidirio de colores con las habían cargado sus camellos por esclavos y oro. Además, durante las batallas, Enrique quedó impresionado por las proezas de un esclavo guineano que luchaba entre los defensores de la ciudad. En cualquier caso, parece que a partir de esa campaña al infante portugués se le metió entre ceja y ceja llegar hasta Guinea, tanto por el oro como por los hombres, que mucho mejor que a moros era que pertenecieran a cristianos, y así convertirlos a la verdadera fe. Tenía claro que habría de ir por mar y por eso estableció su cuartel general en Sagres, el extremo sudoeste de Portugal, donde construyó un palacio, una capilla y un observatorio, y mandó llamar a expertos cartógrafos y navegantes; además, amplió el cercano puerto de Lagos, y allí mandó construir nuevos y modernos barcos (las carabelas).
Desde el Algarve Enrique emprendió sus expediciones exploradoras. A mediados de la década de los veinte, descubre y toma posesión para Portugal de Madeira, primero, y de las Azores después, islas deshabitadas a diferencia de las Canarias. Madeira y Azores, aunque no daban hombres, sí permitieron el acceso a varios recursos económicamente muy rentables, como la resina llamada “sangre de dragón”, ordina, cera y miel y, obviamente, madera. Cuando su hermano Eduardo accede al trono lusitano, le concede beneficios comerciales en las zonas a explorar y el derecho exclusivo al Sur del cabo Bojador. Este punto geográfico (en la costa Norte del Sahara Occidental, al Sur de las Canarias) era el límite psicológico de los navegantes ya que, más allá, empezaba el “verde mar de las tinieblas”, donde el sol despedía llamas líquidas, las aguas se embravecían en corrientes malignas y los blancos se volvían negros. En 1434, cuando la conquista de Canarias estaba a medias pero ya bajo la corona castellana (lo que molestaba grandemente a los portugueses), Enrique encarga a Gil Eanes, uno de sus hombres más cercanos, que doble el cabo maldito (desde 1424 había enviado quince expediciones, todas infructuosas). Eanes tuvo éxito (regresó con un ramito de romero recogido en la costa meridional del Cabo) y a ésa siguieron otras expediciones, cada vez más al Sur, y en los años siguientes reconocieron todo el tramo litoral del actual Sahara Occidental, hasta Cabo Blanco, en el límite Norte de Mauritania (una estrecha península en la que está la ciudad de Nuadibú y la antigua española de La Agüera). En 1441, en otro viaje, marinos portugueses llegaron a un puesto de mercado al Sur de Cabo Blanco administrado por comerciantes musulmanes de raza negra. Además de obtener una pequeña cantidad de polvo de oro y huevos de avestruz, capturaron doce africanos que llevaron a Portugal como obsequio para Enrique. El infante se alegró mucho, según cuenta el cronista Zurara, por la esperanza de que muchos otros habrían de conseguirse en el futuro. Piénsese que para el príncipe portugués la empresa era doblemente beneficiosa, tanto en lo económico como en lo espiritual.
Así, tras algunos viajes más de tanteo, en 1444 se funda la primera compañía esclavista europea, a la cual, gracias al infante Enrique, se le concede el monopolio del comercio de negros africanos. Ya el primer viaje, el ya citado de Lanzarote de Freitas, se salda con nada menos que 235 cautivos, un muy significativo aumento respecto de las anteriores expediciones que apenas pasaban de una decena. Curiosamente, esta primera operación esclavista a gran escala no se saldó con negros, pues la mayoría de los apresados eran azanaghis, bereberes de la familia de los tuareg, oscuros pero no negros; de hecho, a esta etnia pertenecieron los crueles almorávides que dominaron parte de la Península, incluyendo el Algarve, así que –como comenta Thomas– no sería descabellado pensar que algunos de los portugueses que acudieron curiosos ese 8 de agosto de 1444 tuvieran lejanos parentescos con esos pobres desgraciados que eran desembarcados por la fuerza en el muelle de Lagos. El cronista Zurera, que también asistió, nos describe la escena: “Pues algunos bajaban la cabeza y con la cara bañada en lágrimas se miraban los unos a los otros. Otros gruñían con gran dolor, miraban hacia las alturas del cielo, con la vista clavada en él, gritaban, como pidiendo ayuda del Padre de la naturaleza; otros se golpeaban el rostro con la palma de las manos, echándose cuan largos eran en el suelo; mientras que otros se lamentaban al modo de un canto fúnebre, según las costumbres de su país”. Pero lo peor fue presenciar la desesperación de las madres africanas cuando las separaban de sus hijos, que se abrazaban a ellos, tirándose al suelo y cubriéndolos, sin importarles que las hiriesen. Por más que Zurera asegura que los portugueses trataban con amabilidad a los esclavos, que se les enseñaban oficios y se les convertía al cristianismo, no puede evitar escribir una frase que delata con rotundidad cómo, ya en los inicios de la trata atlántica, la humanidad de cualquiera se rebelaba contra ella: “¿Qué corazón podría ser tan duro que no se sintiera traspasado por la lástima al ver a esa gente?”. Sin embargo, la compasión sería acallada por las exigencias del negocio durante los siguientes cuatro siglos.
Desde mediados del siglo XIII se tienen noticias de ventas de esclavos negros por mercaderes musulmanes en plazas portuguesas y andaluzas; y la distribución de subsaharianos se incrementó, cruzando incluso los Pirineos, durante el siglo XIV. De modo, que introducidos primero por los árabes y luego por traficantes cristianos (italianos, catalano-mallorquines, vascos y andaluces, como ya comenté en un post anterior) que organizaban rápidas incursiones en las costas africanas (razzias), ya en los albores del XV los esclavos negros eran suficientemente conocidos en la Península, en Italia y en el Mediodía francés. En todo caso, para cuando los portugueses inician la trata a gran escala, el África Occidental contaba ya con una consolidada tradición de comercio esclavista entre los reyes locales y los mullahs, los mercaderes islámicos. En la autorizada opinión de Hugh Thomas (“La trata de esclavos”, 1997), el comercio europeo en África empezó con una expedición en 1444 de seis carabelas y unos treinta hombres capitaneada por Lanzarote de Freitas, joven oficial y antiguo recaudador de impuestos en la aduana de Lagos, al servicio del príncipe Enrique el Navegante. Esa flota la financió un grupo de comerciantes de Lagos que se habían asociado en la Companhia de Lagos, el primer consorcio comercial europeo cuyo principal objeto de negocio era la trata. Ahora bien, la figura clave en los inicios del esclavismo luso fue Enrique el Navegante, el quinto de los hijos de Juan I y Felipa de Lancaster, de la familia real inglesa. Recuérdese que Portugal había terminado su Reconquista a mediados del XIII; llevaba ya más de un siglo con sus fronteras asentadas (conflictos dinásticos aparte) y emprendiendo, más o menos desordenadamente, expediciones marítimas hacia el Sur.
Enrique ansiaba expandir su nación, y en 1414 convence a su padre para conquistar Ceuta. La ciudad norafricana, tras la caída de los almohades, había pasado de mano varias veces, sobre todo entre los benimerines (bereberes) y los nazaríes del reino de Granada. Instalados los portugueses en Ceuta –bajo cuya soberanía estuvo hasta que en 1668, éstos la ceden a España como precio por la independencia lusa)– descubrieron que la ciudad era un importante punto final de rutas transaharianas de esclavos: les contaron que numerosas caravanas de comerciantes moros cruzaban el desierto y llegaban hasta Timboctú, a orillas del Níger, y a Cantor, a orillas del Gambia, y allí cambiaban a los reyes africanos las cuentas de vidirio de colores con las habían cargado sus camellos por esclavos y oro. Además, durante las batallas, Enrique quedó impresionado por las proezas de un esclavo guineano que luchaba entre los defensores de la ciudad. En cualquier caso, parece que a partir de esa campaña al infante portugués se le metió entre ceja y ceja llegar hasta Guinea, tanto por el oro como por los hombres, que mucho mejor que a moros era que pertenecieran a cristianos, y así convertirlos a la verdadera fe. Tenía claro que habría de ir por mar y por eso estableció su cuartel general en Sagres, el extremo sudoeste de Portugal, donde construyó un palacio, una capilla y un observatorio, y mandó llamar a expertos cartógrafos y navegantes; además, amplió el cercano puerto de Lagos, y allí mandó construir nuevos y modernos barcos (las carabelas).
Desde el Algarve Enrique emprendió sus expediciones exploradoras. A mediados de la década de los veinte, descubre y toma posesión para Portugal de Madeira, primero, y de las Azores después, islas deshabitadas a diferencia de las Canarias. Madeira y Azores, aunque no daban hombres, sí permitieron el acceso a varios recursos económicamente muy rentables, como la resina llamada “sangre de dragón”, ordina, cera y miel y, obviamente, madera. Cuando su hermano Eduardo accede al trono lusitano, le concede beneficios comerciales en las zonas a explorar y el derecho exclusivo al Sur del cabo Bojador. Este punto geográfico (en la costa Norte del Sahara Occidental, al Sur de las Canarias) era el límite psicológico de los navegantes ya que, más allá, empezaba el “verde mar de las tinieblas”, donde el sol despedía llamas líquidas, las aguas se embravecían en corrientes malignas y los blancos se volvían negros. En 1434, cuando la conquista de Canarias estaba a medias pero ya bajo la corona castellana (lo que molestaba grandemente a los portugueses), Enrique encarga a Gil Eanes, uno de sus hombres más cercanos, que doble el cabo maldito (desde 1424 había enviado quince expediciones, todas infructuosas). Eanes tuvo éxito (regresó con un ramito de romero recogido en la costa meridional del Cabo) y a ésa siguieron otras expediciones, cada vez más al Sur, y en los años siguientes reconocieron todo el tramo litoral del actual Sahara Occidental, hasta Cabo Blanco, en el límite Norte de Mauritania (una estrecha península en la que está la ciudad de Nuadibú y la antigua española de La Agüera). En 1441, en otro viaje, marinos portugueses llegaron a un puesto de mercado al Sur de Cabo Blanco administrado por comerciantes musulmanes de raza negra. Además de obtener una pequeña cantidad de polvo de oro y huevos de avestruz, capturaron doce africanos que llevaron a Portugal como obsequio para Enrique. El infante se alegró mucho, según cuenta el cronista Zurara, por la esperanza de que muchos otros habrían de conseguirse en el futuro. Piénsese que para el príncipe portugués la empresa era doblemente beneficiosa, tanto en lo económico como en lo espiritual.
Así, tras algunos viajes más de tanteo, en 1444 se funda la primera compañía esclavista europea, a la cual, gracias al infante Enrique, se le concede el monopolio del comercio de negros africanos. Ya el primer viaje, el ya citado de Lanzarote de Freitas, se salda con nada menos que 235 cautivos, un muy significativo aumento respecto de las anteriores expediciones que apenas pasaban de una decena. Curiosamente, esta primera operación esclavista a gran escala no se saldó con negros, pues la mayoría de los apresados eran azanaghis, bereberes de la familia de los tuareg, oscuros pero no negros; de hecho, a esta etnia pertenecieron los crueles almorávides que dominaron parte de la Península, incluyendo el Algarve, así que –como comenta Thomas– no sería descabellado pensar que algunos de los portugueses que acudieron curiosos ese 8 de agosto de 1444 tuvieran lejanos parentescos con esos pobres desgraciados que eran desembarcados por la fuerza en el muelle de Lagos. El cronista Zurera, que también asistió, nos describe la escena: “Pues algunos bajaban la cabeza y con la cara bañada en lágrimas se miraban los unos a los otros. Otros gruñían con gran dolor, miraban hacia las alturas del cielo, con la vista clavada en él, gritaban, como pidiendo ayuda del Padre de la naturaleza; otros se golpeaban el rostro con la palma de las manos, echándose cuan largos eran en el suelo; mientras que otros se lamentaban al modo de un canto fúnebre, según las costumbres de su país”. Pero lo peor fue presenciar la desesperación de las madres africanas cuando las separaban de sus hijos, que se abrazaban a ellos, tirándose al suelo y cubriéndolos, sin importarles que las hiriesen. Por más que Zurera asegura que los portugueses trataban con amabilidad a los esclavos, que se les enseñaban oficios y se les convertía al cristianismo, no puede evitar escribir una frase que delata con rotundidad cómo, ya en los inicios de la trata atlántica, la humanidad de cualquiera se rebelaba contra ella: “¿Qué corazón podría ser tan duro que no se sintiera traspasado por la lástima al ver a esa gente?”. Sin embargo, la compasión sería acallada por las exigencias del negocio durante los siguientes cuatro siglos.
No, Cabo Verde aún no sale, pero está a punto. En el próximo post seguiré con los portugueses.
ResponderEliminarEsclavizar a los abundantes enemigos que tenían e incluso a sus propios súbditos era costumbre arraigada entre los pueblos africanos. Esa fue una de las excusas morales de los portugueses, complementada que, al fin y al cabo, mejor que los jefes negros se los vendieran a ellos que a los traficantes moros.
Me parece bien -innecesaria, pero no incorrecta- la precaución que adoptas en estos tres posts, y de la que advertías en el primero, de no hablar de España sino de "el territorio de la Península Ibérica", para no caer en anacronismos -aunque hay opiniones para todos los gustos, y quizás alguno de tus lectores opine que "España" no es exactamente un anacronismo, sino un "anatopismo", de uso tan inadecuado en el siglo XIV como en el XXI; y otros, con no menos argumentos, podemos opinar que es correcto hablar de "España", como concepto geográfico y cultural, desde finales del XV, o desde la Hispania visigoda-. Me sorprende que, en cambio, no tomes la misma precaución al hablar de Italia y de los italianos, conceptos igual de anacrónicos, o más, en la época a la que te refieres. Y que no hayas caído en la cuenta de que el "territorio de la Península Ibérica", en cambio, incluye también a Portugal, nombre que de momento parece que podemos usar -y de hecho usas- con significado inequívoco y pacífico.
ResponderEliminarSeguramente me expliqué mal. No es que yo no quisiera usar el término “España” (en el primer post, en particular) y prefiera el de “territorio de la Península Ibérica”. Simplemente aclaraba que, en ese párrafo, entendía por “España” el territorio peninsular. Entiendo que conviene aclararlo porque, en este país nuestro, unos y otros tienden a instrumentalizar un término con realidades políticas que han ido variando en el tiempo.
EliminarDe hecho, yo también pienso que es correcto decir “España” como concepto geográfico y cultural, no ya desde finales del XV sino desde mucho antes, desde los romanos o incluso de los fenicios. España, al fin y al cabo, es Hispania. Ese concepto ha existido desde siempre y, por supuesto, también en la Edad Media. Todos los príncipes de “estados” (lo pongo entre comillas con todas las reticencias que derivan del posible anacronismo) peninsulares, por mucho que s pelearan entre sí, eran conscientes de pertenecer a una unidad que los englobaba, que era España. De hecho, dada la importancia de la religión en la época, se hablaba de la importancia de recuperar España (de los moros) independientemente de que se hiciera por partes y sin “unidad política” (de nuevo entre comillas).
Es significativo que el primer rey peninsular que se calificó como rey de España fuera Felipe II quien, en efecto, reinaba sobre los cuatro reinos que había entonces en la península: Portugal, Castilla, Aragón y Navarra. Pero en realidad, España, entonces, no era un Estado en los términos actuales sino un grupo de reinos bajo un mismo rey, aunque ciertamente los lazos entre estos cuatro eran bastante más fuertes que con los otros, también posesiones de Felipe, pero más lejanos geográfica y/o culturalmente. Cuando, bajo Felipe IV y en gran medida por culpa de la obsesión centralizadora de Olivares, Portugal se escindió (no así Cataluña, que no pudo), lo que quedó bajo la monarquía Habsburgo siguió, a mi juicio erróneamente, llamándose España.
En fin, quiero decir una cosa es España como realidad política contemporánea (que, como mucho, existe desde el XVIII) y otra el concepto cultural y geográfico de España, mucho más antiguo. Tienes razón que consideraciones parecidas podrían hacerse respecto de Italia. La diferencia, sin embargo, es que allí no tienen esa confusión entre la realidad política actual y el concepto cultural y geográfico; básicamente coinciden. Además, creo que este blog tiene pocos lectores italianos.
Me iba pareciendo estupenda tu respuesta hasta que llego a "Cuando, bajo Felipe IV... ...Portugal se escindió... ...lo que quedó bajo la monarquía Habsburgo siguió, a mi juicio erróneamente, llamándose España." ¿Erróneamente? No se me ocurre con qué criterio llegas a semejante juicio. ¿Cómo se habría tenido entonces que llamar? Francamente perplejo, me dejas.
EliminarPrecisamente lo que me sorprendía de tus desiguales usos de "España" e "Italia" era la sospecha -que casi me parecía ofensivo hacer explícita- de que se debiera... justo a eso a lo que me explicas que se debe: a que el uso de "Italia" no es conflictivo -porque todos los italianos tienen el sentido común de admitir que así se llama el país del que son ciudadanos actualmente; y que así se ha llamado siempre el territorio que, antes de que existiera ese país, se repartían genoveses, lombardos, piamonteses, venecianos, romanos, napolitanos..., explico yo, ya que no lo haces tú- y a que, por si acaso esto no fuera del todo cierto y anduviera por ahí algún padano o similar picajoso, tú estás casi seguro de que no hay ninguno entre tus lectores, por lo que no es previsible que tu empleo de "Italia" moleste a nadie. O sea, como me temía, a tu para mí inexplicable y nocivo prurito de acatar las manías de quien las tiene, no vaya a ser que se enfade. Prurito que, te confieso, me parece una abdicación francamente nociva de tu derecho -en mi opinión, también obligación- de tener posturas propias y de mantenerlas, y un excelente medio de fomentar, afianzar y presentar como respetables manías que en mi opinión las personas razonables deberíamos combatir activamente. En fin...
Uno: Me parece erróneo que España pasara a llamarse España tras la escisión de Portugal por la misma razón que me parece acertado que solo a partir de la unión de este reino medieval a la corona de Felipe II el conjunto se llamara España. Porque el concepto cultural y geográfico que es España desde los romanos o antes se corresponde con la totalidad de la península (y las Baleares). Fernando el Católico que llegó a reinar sobre Aragón, Castilla y Navarra (un poco discutible sobre estas dos últimas) no se calificó de rey de España; tampoco su nieto Carlos.
EliminarDos: ¿Cómo se habría tenido que llamar? Pues no lo sé. De hecho, al menos hasta el cambio de dinastía, se seguían llamando Castilla, Aragón y Navarra. El nombre de España se impuso para el Estado centralizado (no del todo) de los Borbones, supongo yo, porque era como se conocería fuera de nuestras fronteras. Así era desde mucho antes, incluso cuando eran reinos separados entre sí: en la Edad Media a los aragoneses, catalanes y portugueses se les llamaba españoles indistintamente, de la misma manera que a venecianos, genoveses o florentinos se les llamaba italianos.
Tres: De todos modos, te aclaro ante tu incomprensión que casi parece escandalizada, que tampoco me parece “demasiado” erróneo que la amalgama de las previas entidades políticas peninsulares salvo Portugal (y con la anexión de las lejanas Canarias y las más lejanas colonias americanas) pasara a llamarse España. Quizá yo diría que le cuadraba más el nombre de Castilla que de España, o que tal vez hubiera sido bueno inventar otro nombre. Pero, insisto, tampoco me parece mal y, sobre todo, lo encuentro explicable. Si se escindiera Cataluña, lo que queda seguiría siendo España. Si le siguen el País Vasco y, pongamos, Galicia, seguría el resto siendo España. En el fondo, el tema no es demasiado relevante.
Cuatro: Y, como ya va siendo habitual, soy yo el que me sorprendo de que te “deje perplejo”. No creo ni que sea para tanto ni que no estés exagerando un tantico cuando aseguras que no se te ocurre cómo llego a tal juicio (que intuyo que calificas de disparatado). Pero, en fin, explicado queda el mecanismo, probablemente anómalo, de mi juicio.
En cuanto a mi desigual uso de “España” e “Italia”:
EliminarUno: Yo no he dicho que haga la distinción porque el uso de “Italia” no es conflictivo y el de “España” sí. He dicho que el término “España” genera confusión porque no coincide como denominación de una realidad política y como concepto geográfico y cultural. La razón es Portugal, claro (no Cataluña o el País Vasco). En cambio en el caso del término “Italia” hay coincidencia entre la realidad política (el actual Estado italiano) y el concepto geográfico y cultural.
Dos: Que existan padanos picajosos (que existen) que quieren separar el Norte del resto de Italia no me llevaría a distinguir dos usos de Italia, porque actualmente sigue existiendo la coincidencia entre los dos usos del término. Por la misma razón, si Portugal fuera parte del actual Estado España, no haría la distinción aunque haya catalanes o vascos (o cualesquiera otros) que no se sintieran españoles. Es decir, que yerras cuando me atribuyes que si hago esa aclaración es para no ofender a vascos o catalanes. Y tu errónea conclusión, además, no se sostiene en mis palabras sino en tus prejuicios sobre mis intenciones.
Tres: Que no haga esa aclaración distinguiendo entre el uso que hago del término “España” (en un contexto muy preciso y referido a una época concreta) para evitar ofender a nadie, no quiere decir que, en determinadas situaciones, “abdique” (por usar la palabra que tú empleas, aunque no sería la que yo escogería) de mi derecho de mantener mi opinión para no ofender a alguien. Si como dice, es un derecho, estaremos de acuerdo en que el primer derecho de todo derecho es no ejercerlo si uno no quiere (como es lógico, no estoy de acuerdo en que defender a toda costa las opiniones propias sea una obligación). Aún así, no tengo la sensación de que, para no ofender a alguien, haya cambiado lo que pienso, incluso que haya dejado de decirlo. Sí te concedo que puedo buscar formas de decirlo procurando no ofender. Tú, en cambio, pareces valorar en mucho que la posibilidad de ofender no coarte en nada la expresión; tanto que a veces pareciera que buscas expresar lo que piensas de la forma más ofensiva posible. Bueno, son dos actitudes.
Cuatro: En todo caso, centrándome en el tema, me gustaría que recuperaras mi frase original del primer post (“En España, por ejemplo (para evitar connotaciones nacionalistas anacrónicas: en el territorio de la Península Ibérica), durante la época visigoda (siglos VI y VII, sobre todo) existía la esclavitud”) y me dijeras a quién quiero evitar ofender con la misma. Te aseguro, Vanbrugh, que lo único que pretendía era aclarar que no hablaba de ninguna entidad política en términos actuales (no de algo equivalente al Estado español), sino del territorio peninsular.
Está bien. Tienes bastante razón. Me pierde mi afán de polemizar, excaerbado por meses de abstinencia. Y reconozco que abrigo prejuicios contra tu exquisita tendencia a no molestar, que probablemente me llevan a detectarla equivocadamente donde no está. Me inquieta, porque supongo que puede ser cierta, la tendencia opuesta que me atribuyes a decir lo que pienso del modo más ofensivo posible. Yo cambiaría "ofensivo" por "provocador", si no fuera porque provocar, en principio, no me parece una actividad recomendable. Solo puedo decir, en mi defensa, que llevo muchos años sintiéndome, a mi vez, provocado por la actitud de quienes parcen aceptar como estupenda cualquier nación menos la española, hasta el punto de que en ocasiones me encuentro -yo, antinacionalista vocacional- en la triste tesitura de defender el derecho de los nacionalistas españoles, entre los que ni me cuento ni me quiero contar, a ser al menos tan respetables y respetados como lo son los vascos, los catalanes, los gallegos o los kurdos. A mí todas las naciones me tocan las narices por igual, y el de "nación", como sabes, no me parece un concepto intelectualmente respetable. Pero si se me insta, desde posiciones intachablemente democráticas y hasta izquierdosas, a respetarlo como "sentimiento", sigo sin entender por qué debemos respetar los sentimientos nacionalistas de todo el mundo... menos los de los nacionalistas españoles, fachas irredentos por definición, merecedores solo del repudio, el ostracismo y la burla. A mi juicio la nación es una alucinación colectiva, netamente dañina. Pero si todo el mundo tiene derecho a alucinar con la suya, entonces reclamo que, efectivamente, lo tenga todo el mundo.
EliminarA propósito, sentiría mucho que con esta tendencia mía a decir las cosas de modo ofensivo te hubiera ofendido a ti. Si ha sido el caso, te presento todas las excusas posibles. En ningún momento ha sido mi intención.
EliminarNo, en absoluto me has ofendido. Al contrario, sabes que me encanta discutir contigo y, en este caso, tras tu larga ausencia, la alegría ha sido mayor.
EliminarSobre lo que comenta Joaquín sobre los reyes africanos, los reyes han sido reyes en todas partes, pero es también justo reconocer que algunos de esos reyes comerciaron al principio con prisioneros de guerra: no caigamos en el error común de ver África como un todo, cuando ha habido guerras de siempre (como en todas partes, también). Luego se corrompieron e impusieron castigos disparatados para poder vender a su propio pueblo, sí.
ResponderEliminarDe hecho, una de las razones por las cuales tanto musulmanes como cristianos comerciaran con los dichos reyes se debe a ese temor al "verde mar de tinieblas". Como Kapuściński comenta en Ébano, uno de los problemas de África es que bajo el clima ecuatorial no hay huevos de viajar, lo cual llevó a que no se construyeran caminos, aparte de la ausencia de ríos navegables y de monturas que resistan el maldito calor. Los europeos y los árabes se atrevían por las costas y las riberas, pero tierra adentro era el infierno.
Zanzíbar, por cierto, significa en persa "Costa de piel oscura".
P:D: Me alegra mucho ver de nuevo a Vanbrugh. :-)
Gracias por tu alegría, capolanda. Hace dos meses y pico que me cambié de trabajo -muy felizmente, por cierto- y la verdad es que el proceso, trabajoso y complicado; y después el nuevo trabajo, bastante absorbente, me han mantenido la cabeza y los intereses bastante alejados de mis blogs habituales -incluído el mío, por cierto-. Las aguas deben estar volviendo a encontrar un cauce regular porque hoy, por primera vez en meses, he tenido el impulso de comentar en los blogs -que, eso sí, no he dejado de leer en todo este tiempo-. Gracias de nuevo por alegrarte de mi vuelta. Bien hallados todos mis queridos contertulios internéticos. Espero ir recuperando las buenas costumbres, pero no puedo asegurar nada.
EliminarEl libro que citas de Kapuściński lo tengo hace tiempo entre mis lecturas pendientes; a ver si me animo.
EliminarLos portugueses en el XV y XVI controlaban las costas, sí, pero también entraron un poquito (no mucho) navegando aguas arriba por algunos de los grandes ríos (sí son navegables, hombre, acuérdate dela "Reina de Äfrica").
Me refiero a ciertas zonas de África adonde no llegan esos grandes ríos, por eso menciono las riberas. El Sahel era el ejemplo que se mencionaba en Ébano.
EliminarA mí, la verdad, nunca me ha dado grima usar el término "España", y eso que me considero "izquierdoso".
ResponderEliminar"Arriba España" sí reconozco que se me hace antipático.
No conocía el libro que citas; también yo he de consultarlo. En todo caso, en una sinopsis que acabo de ver en internet dice que estudia el tráfico de esclavos en el XVIII: todavía estoy más de doscientos años antes.
ResponderEliminarY, por supuesto, también yo me alegro mucho de que Vanbrugh aparezca por estos lares. Sin duda, es el polemista de mayor enjundia que ha pasado nunca por este blog.
Africa es, sin duda, el continente olvidado de Dios y de los hombres. Seguramente, para que haya podido ser objeto de tantas crueldades era condición necesaria que no supiéramos mucho de él. En mi caso, al menos, se cumple: mi ignorancia (aunque procuro ir corrigiéndola) es inmensa. Y eso que la tengo ahí enfrente.
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