Helmut G. Koenigsberger, un historiador británico de origen alemán, acuñó el término «Estado compuesto» para referirse a la estructura de la mayoría de los reinos europeos en la Edad Moderna. Esos que desde la visión actual y con inevitable anacronismo consideramos Estados –España, entre ellos– eran, básicamente, un conglomerado de entidades políticas diferenciadas, aunque sometidas a un monarca común. Cada una de ellas podía tener su lengua propia, sus “señas identitarias particulares”, y sobre todo unas instituciones, leyes y regímenes fiscales y económicos propios y exclusivos. Los naturales de esos territorios (en particular, los pertenecientes a las minorías acomodadas) exigían el reconocimiento de esas diferencias, las que llamaban sus “libertades” y de hecho, la aceptación del poder real se entendía condicionada a un pacto entre el monarca y las instituciones locales. Así, durante los siglos XVI y XVII, estaba bastante asentada la idea de que España –como otros reinos europeos– era una unión de entidades aeque principaliter (de igual importancia). El Principado de Cataluña era, desde luego, una de esas entidades; es más, era una de las más celosa de sus “privilegios”. En todo caso, no se debe perder de vista que esas instituciones, derechos y libertades provenían siempre del feudalismo, no eran sino privilegios de los señores frente al monarca (y para nada beneficiaban al pueblo, más bien al contrario). Una de las notas de la transición de la Edad Media a la Edad Moderna consistió precisamente en el esfuerzo de los monarcas de construir los nuevos Estados y, para ello, les era necesario abolir o al menos debilitar los contrapoderes nobiliarios. Fue, claro está, un proceso largo (no en vano existieron esos Estados compuestos durante tanto tiempo) y violento. Pero, sobre todo, no fue igual en todos los territorios. En Cataluña, por ejemplo, Fernando II (sí, el de Isabel), que por algo fue el modelo del Príncipe de Maquiavelo, optó por la estrategia del pactismo moderado que culminó con la Constitució de l’Observança (1481) que pacificaba un país convulso y arrasado tras la Guerra Civil. En Castilla, por la misma época, su cónyuge consiguió arreglárselas bastante bien con los altivos y desobedientes señores de la época. Pero probablemente fue a principios del reinado de su nieto cuando, con el aplastamiento de los Comuneros, se sofocaron para siempre las veleidades “separatistas” (en el sentido de insumisión a la Corona) de los pueblos de lo que era ya el gran reino de Castilla. Es natural, por tanto, que los monarcas de la casa de Austria se sintieran mucho más cómodos en el lado castellano (y, por cierto, exprimieran mucho más a sus habitantes que a los aragoneses, valencianos, catalanes, baleares y navarros).
En fin, el término «Estado compuesto», aunque sea de invención reciente (data de 1975), me parece que es bastante adecuado para sintetizar la naturaleza de esos conglomerados de naciones, señoríos o como quiera llamárselos regidos por un Monarca con vocación de absoluto pero, aún así, obligado a “pactar” o “hacer concesiones” a las distintas piezas del mosaico. En el caso español, lo cierto es que todos los Austrias se movieron en un equilibrio inestable entre los intentos de homogeneizar y unificar la monarquía y contentar, mediante concesiones, las reivindicaciones que venían, sobre todo, de Cataluña. Este conflicto siempre latente y con periódicas explosiones violentas (aunque hoy los catalanes se proclaman gent de pau) es valorado de muy distinta forma según las tendencias ideológicas de los historiadores (por ejemplo, Joaquim Nadal i Farreras (el que fuera conseller con Pasqual Maragall) afirma que el sistema pactista que serviría de pauta para la articulación de toda la monarquía hispánica sería puesto duramente a prueba por el “agresivo nacionalismo castellano”). Lo cierto es que hubo no pocos incidentes que pueden interpretarse como muestras de que Cataluña distaba de estar bien encajada en lo que sería el Estado, y unos cuantos tenían motivaciones de carácter económico. O sea, que aunque estemos mirando a una época muy distintas en términos políticos (los factores en juego eran muy otros y, desde luego, no contaban para nada cosas como democracia o derechos humanos), llama la atención que desde los orígenes de la unión dinástica haya existido, salvando las distancias, un “problema catalán”. Y por tanto la Historia parece atestiguar que algo particular tendrían los catalanes (los notables catalanes) porque, a diferencia de los otros pueblos de la Península, incluyendo los que también formaban parte de la Corona de Aragón, mantuvieron con más continuidad y constancia un afán de reclamar sus singularidades y exigir privilegios y cotas de autogobierno.
Habrá quien piense que, aún admitiendo una mayor belicosidad de los catalanes (una menor disposición a integrarse o a renunciar a sus peculiaridades), la monarquía hispánica no fue capaz de aplastar el molesto catalanismo (permítaseme este otro anacronismo) como, por ejemplo, si supieron hacer los reyes franceses y, después de ellos, los revolucionarios republicanos. No sé si ello hubiera sido posible ejerciendo más mano dura, pero de lo que no cabe duda es que desde Felipe II hasta el siglo pasado ha habido un buen número de “pacificaciones” de Cataluña, que hacen que no sea demasiado exagerada la frase atribuida a Espartero: “Hay que bombardear Barcelona cada 50 años para mantenerla a raya”. Es decir, que llevamos ya más de cuatrocientos años con una pauta que se repite sin fin: aumento de la desafección en Cataluña respecto del resto de España (dan un poco igual los motivos concretos), explosión y enfrentamiento con el Estado, represión más o menos violenta que derrota al “catalanismo”, aparente pacificación y vuelta al redil a lo que siempre han contribuido concesiones desde el Estado (el catalanismo es especialista en obtener beneficios tras las derrotas), y progresivo aumento de la desafección reiniciando el ciclo eterno. A ver si saco tiempo para repasar la historia catalana (y española) desde la óptica de este conflicto, cuya evolución parece responder a una función sinusoidal. Pendiente de ello, creo que puede admitirse, al menos de forma provisional, que a lo largo de los últimos cinco siglos nunca se ha alcanzado una situación de equilibrio estable en lo que se refiere a la integración de Cataluña en el conjunto del Estado. Los catalanes (la minoría dirigente, pero cada vez mas la población en general) siempre han reclamado y obtenido cotas de autogobierno notablemente mayores que el resto de entidades territoriales del Estado, y pareciera que nunca han sido suficientes. Mas creo que es justo señalar también el contrapunto: los castellanos (simbolizando en ellos las minorías que han ido construyendo –con no demasiado éxito– el Estado) siempre han recelado de esas pretensiones de autonomía catalanas, no han querido entenderlas (casi ni conocerlas) y en numerosas ocasiones han procurado menoscabarlas si no suprimirlas.
Que a estas alturas, después de tanto tiempo, la versión actual del conflicto se siga planteando en acusaciones mutuas entre ambas partes, sin la más mínima empatía, no es, a mi juicio, sino una elocuente demostración del carácter estructural del problema. Ojalá no existieran los nacionalismos, ojalá los seres humanos no tuvieran ese afán –que a mí me parece enfermizo– de exaltar sus peculiaridades que, para colmo, son nimiedades ridículas frente a las mucho más importantes características comunes (es como lo de ver la paja pero no la viga). Pero la realidad es como es y no como a uno le gustaría que fuera. Por eso, si llevamos quinientos años con esta película cansina, ¿es razonable pensar que algún día podremos llegar a una estructura de Estado (de reparto competencial, de integración solidaria, etc) en la que catalanes y resto de españoles nos sintamos a gusto unos con otros? Me consta que, tanto desde Cataluña como desde “Castilla”, hay muchos que piensan que la solución “pactista” no puede sino parchear el problema, incluso que para que el parche aguante un mínimo de años el pacto sería inadmisible. Entonces, ¿qué queda? Porque hoy en día, bombardear Barcelona tiene difícil venta.
Un buen resumen, Miros, como siempre te lo has currado. Yo estoy leyendo (a saltos, alternando con otras cosas, porque es muy denso) La rebelión de los catalanes, Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640) de John Elliot, que ya desde el título aclara intenciones. Quizás sepas que no es un libro coyuntural u oportunista con lo que está pasando, porque es de 1977 (aunque puesto al día), lo que es ‘oportuna’ es su reedición este año.
ResponderEliminarEn otro orden de cosas, pero relacionado con el tema, lo que más me deprime de la situación actual es que los nacionalismos se estimulan recíprocamente, y este nacionalismo catalán esta exacerbando otro nacionalismo español que estaba hasta hace poco afortunadamente adormecido salvo en ciertos grupos ultras; como lo que detesto no es el nacionalismo catalán en particular sino los nacionalismos en general y en particular el que más me puede afectar, el españolista, pues eso, que estoy jodido. Creo que vamos de culo
El libro de Elliott es un clásico (Casi "el" clásico sobre la rebelión fallida de 1640). Lo leí a principios de los 80 y recuerdo que me gustó, aunque para serte sincero poco retengo del texto. Como lo debo de tener en mi biblioteca, a ver si lo releo. Además, tengo a medio escribir un post sobre "Els segadors" que, como seguro que sabes, parece que se remonta a esa revuelta del XVII contra Felipe IV.
EliminarEn cuanto a tu segundo párrafo, qué te voy a decir salvo acompañarte en la depresión. Mal vamos, sin duda. Ahora bien, con el post quería plantear la reflexión sobre si la larga historia de este conflicto no es motivo suficiente para declararlo irresoluble. En fin, más motivos para el pesimismo.
Bombardearla no, pero ¿fumigarla?
ResponderEliminarNo digas esas cosas Vanbrugh, que Marta Rovira suele visitar este blog ...
EliminarEstupendo. Ya la oigo denunciar, con su patética vocecillla de víctima corajuda: "L'Estat ens va amenaçar amb exterminar-nos, com a una plaga". Qué quieres que te diga, me hace cierta ilusión convertirme en una de sus acreditadas fuentes de información.
EliminarHablando en serio, a mí me pasan dos cosas distintas y confluyentes con este asunto. Insisto: confluyentes, puesto que se refieren a la misma cuestión y se confunden en un único y mismo desagrado. Pero netamente distintas en sus causas, sus orígenes, sus naturalezas y sus consecuencias. Procedo:
ResponderEliminar1.- Como a Lansky, y como a tí (y, creo, como a todas las personas razonables) me molestan los nacionalismos en general y solo por el hecho de serlo. Es decir, no específicamente el catalán, sino cualquier nacionalismo, y más virulentamente, en efecto, el español que cualquier otro, por tocarme más de cerca. Para este desgrado me resulta por completo indiferente que el nacionalismo en cuestión sea indepedentista o meramente folclórico-autonomista, que sea arrogante y supremacista o llorón y victimista, que pretenda saltarse la ley o que la observe escrupulosamente, que gobierne o que organice algaradas callejeras, que robe el tres per cent o que administre con decencia. Me molesta solo por ser nacionalista, independientemente de lo que haga, antes incluso de que haga nada, bueno o malo.
2.- Por otro lado, me molestan los movimientos irracionales, tumultuosos, convencidos de tener razón y de que tenerla les permite imponerse a cualquier otra forma de ver las cosas, y saltarse la ley si es necesario, porque la voluntad popular está por encima de las minucias leguleyas. Me molestan las simplificaciones intelectuales, las divisiones maniqueas del mundo, las verdades evidentes enunciadas como eslóganes coreables, las multitudes enfervorizadas y unánimes, los movimientos imparables, los entusiasmos colectivos, las emociones históricas. Me parecen injustificables en la teoría y, en la práctica, inevitablemente catastróficas. Para este desagrado, en cambio, resulta totalmente indiferente que el fenómeno en cuestión sea nacionalista o internacionalista, de derechas o de izquierdas, progresista o reaccionario, religioso o ateo. Me molestan la irracionalidad, la prepotencia y la emotividad deliberadamente desatada, independientemente de quién las fomente y las provoque ni de los fines con los que lo haga.
Simplemente pasa que el Prusés ha tenido la singular habilidad de reunir en un solo movimiento ambos motivos de desagrado. Hábiles que son. Por eso me caen tan bien.
Releyéndome, me doy cuenta además de que los nacionalistas catalanes se las han arreglado misteriosamente parea ser a la vez independentistas y folclórico autonomistas; para ser a la vez arrogantemente supremacistas y lloronamente victimistas; para gobernar sin por ello privarse de organizar, a la vez, algaradas callejeras; para saltarse las leyes a la vez que las promulgan, las invocan y se amparan tras ellas; para robar el tres por cent, y todo lo que pillan, a la vez que siguen administrando con más o menos eficacia; para ser nacionalistas a la vez que exigen el apoyo internacional; para gobernar, a la vez, partidos de derechas mezclados con partidos de izquierdas; para juntar, en el mismo aquelarre, beatos declarados con ateos inequívocos... En cada una de las antinomias que se me habían ido ocurriendo espontáneamente según escribía, como los extremos opuestos de los abanicos de posibilidades, resulta que mis amigos del Prusés ocupan ambos extremos. Lo tienen todo, críaturitas.
EliminarCoincidiendo plenamente con tus fobias, Vanbrugh, me permito señalarte que quizá tanto el nacionalismo como la banalización de la verdad y el raciocinio que están haciendo no sean el veraddero problema, sino la manifestación actual (la enésima) del de fondo, que es esa permanente voluntad de las elites catalanas de ir a su aire. En todo caso, por ahí iba el post.
EliminarCreo que Vanbrugh ya ha hablado por mí, así que suscribo a sus palabras.
EliminarGracias, Capolanda.
EliminarLo sorprendente, Miroslav, no es que las elites catalanas pretendan ir a su aire -las elites se las arreglan para ir a su aire en todas partes, sin tantas alharacas; más bien tienden a huir de ellas y a pasar desapercibidas mientras hacen lo que les da la gana-. De hecho, las élites catalanas llevan yendo a su aire en España los últimos doscientos años y pico. Lo que a mi me sorprende es , primero, que monten todo este tinglado nacionalista para conseguir... en el mejor de los casos lo que ya tenían. Y segundo, que una cantidad tan grande de catalanes -dos millones de ciudadanos no son "las élites"- les siga el juego. Por no hablar de la izquierda papanatas, catalana y no, que cree que está asistiendo poco menos que a un proceso de descolonización.
Nunca lo entenderé.
Nuestro “error” (nuestro candor), Vanbrugh, Miroslav, yo, no es el muy loable intento de comprender algo tan complejo, sino caer en explicaciones únicas, cuando sabemos que son múltiples los factores. Como bien dice Vanbrugh, las elites catalanas, como toda elite o poder fáctico, siempre ha hecho lo que le daba la gana, normalmente con la connivencia de las elites o poderes fácticos del resto de España. Pero por lo que sea ahora eso no sucede: hay una pelea por los súbditos y unos propósitos distintos entre unas elites y otras; en el caso de las catalanas se trata, creo yo, del intento de convertir a Cataluña en un paraíso fiscal (no tipo Panamá, sino tipo Suiza o Luxemburgo). Otro factor, el más preocupante, el de ese 50% vs. El otro50%, es decir, el asunto de los apoyos masivos (léase Psicología de masas del fascismo, de W. Reich, aplicable también a los no fascismos, a mi juicio), tiene su aquel: masas tumultuarias, hordas de un lado y de otro (porque pronto surgirán fuera de Cataluña), mezclados con prolongaciones ilusas de movimientos de los indignados/Insumisos que ven en la independencia una forma de dar por saco al Estado español. En fin, el asunto es complejo y difícil de solucionar porque se ha llegado al punto de crear dos comunidades irresolublemente enfrentadas en el confinamiento de un espacio geográfico limitado; algo así como el Israel de judíos y palestinos, aunque sin tanta vesania. De hecho, no creo que se pueda solucionar, no creo que se pueda desactivar, sólo mitigar, pero como bien señala Miroslav es un asunto secular y estructural; a ver si los chicos jóvenes encuentran otra gran ‘causa’ más sensata en un futuro próximo.
EliminarSí, los propósitos de las elites son más o menos conjeturables y muy probablemente van por donde apuntas. Un paraíso fiscal de lujo, y a ser posible con urgencia, para eludir molestas investigaciones sobre tres per cents, familia Pujol y restantes consecuencias de que el "aire", muy suyo, al que llevan yendo los últimos años no sea particularmente sano ni respirable.
EliminarPero lo que a mí me sigue intrigando, y me parece el meollo verdadero del problema, es el otro factor, el del apoyo masivo. Ahí me fallan las habituales explicaciones economicistas. No me funcionan para explicar a la viejecilla conmovida que, en pleno festejo en la Plaza de San Jaume para celebrar la independencia no declarada, proclama alborozada que por fin se siente libre. ¿Qué libertad le ha faltado nunca a esa señora y a los millones que comparten su patriótica emoción? ¿Qué libertad que sí vaya a tener cuando llegue su ansiada república catalana? Ese espejismo de la independencia como solución mágica de... ningún problema que ninguno de sus alucinados admiradores sea capaz de enunciar ¿cómo ha podido prender tan inexplicable e irracionalmente en tantos millones de individuos que en el resto de sus vidas no parecen ser idiotas del todo? No sé si Reich lo explica, pero a mí, de momento, me parece inexplicable, y por eso creo, como tú, que el problema no tiene solución, como de momento no la tenemos para ninguna otra clase de trastorno psicótico. Porque creo que se trata exactamente de eso, de un grave trastorno psicótico, colectivo e inducido.
(Venga, Marta Rovira: "L'estat ens va amenaçar amb ingresar-nos en sanatoris psiquiàtrics!" No te prives, mujer...)
EliminarYo sí que necesito tratamiento psiquico/psiquiátrico: ¡anoche tuve un sueño erótico con ella...!(qué bien nos lo pasábamos)
EliminarSadomaso duro, espero.
EliminarSadomaso, sí, pero consentido
EliminarYo tampoco veo mucha solución política; además, reconocimiento, ¿de qué?
ResponderEliminarYo insisto en la pregunta de Miroslav. Reconocer ¿qué? Negociar ¿qué? Hace casi cuarenta años que el estado español "reconoció" la existencia de lo que piadosamente se dió en llamar el "hecho diferencial" catalán, y a partir de ese reconocimiento se lleva "negociando" todo este tiempo. Con el resultado de una Constitución parafederal, sucesivos Estatutos de Autonomía y, en conjunto, un régimen de autogobierno tan amplio como probablemente no hay otro en Europa. Pero es precisamente la parte que, de repente, decide romper esa negociación -en la que ha ganado ininterrumpidamente- y actuar unilateralmente, la que acusa a la otra de no "reconocerla" y de no querer "negociar"; que, en plata, significa que no se muestra dócilmente dispuesta a tragar imposiciones ni a consentir que le quiten de golpe lo que lleva cuarenta años dando poquito a poco. Y, asombrosamente, no faltan los espectadores que le dan la razón y claman por negociaciones y por mediadores...
ResponderEliminarMe repito, pero nunca lo entenderé.
"¿Qué libertad le ha faltado nunca a esa señora y a los millones que comparten su patriótica emoción?". Te respondo (lo intento). Vanbrugh. De igual forma que una cosa es la inseguridad y otra relacionada pero distinta es la sensación de inseguridad, una cosa es la falta de libertad y otra cosa es la sensación de falta de libertad, la que siente la viejecilla y que se puede estimular e incluso crear
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