La palabra es la fuente de todo poder –en el principio era el Verbo y el Verbo era Dios–. Hablar y que tus palabras sean escuchadas, temidas y, sobre todo, que se hagan acto. Mío es el Poder, y también ha de ser la Gloria. Reconozco que aún no termino de acostumbrarme y casi llevo un año en el cargo. Pero no basta ocuparlo –cuántos lo han hecho antes que yo–, ha de extraerse la fuerza potencial, hay que encontrar las palabras –el Verbo – que, a modo de conjuro arcano, convierta la energía latente en acto creador. Poco a poco, gracias a ensayos precisos, voy imbuyéndome de ese poder divino, haciéndolo mío. Hace unos días ejercí la última prueba hasta hoy: una simple conferencia de prensa desde la Casa Blanca. Sin que nadie lo esperara anuncié mi voluntad de trasladar la embajada estadounidense de Tel-Aviv a Jerusalén y afirmé que ésta es la capital de Israel. Sabía lo que había de ocurrir y ocurrió. Pero es que ahí radica la auténtica talla de quien merece el atributo divino del verbo creador: no acobardarse ante las consecuencias terribles de la Palabra, conocerlas de antemano y, sin embargo, hablar. Sé que ha habido muertos y heridos, tenía que haberlos, era necesario que los hubiera; justamente tal es la muestra del Poder. Esos palestinos habían de morir, así era obligado por el proceso de la Historia. Si un poseedor del Verbo dejara de ejercerlo por nimias vidas humanas, no merecería ostentar ese Poder, no cumpliría la sagrada misión creadora de activar la Historia.
Muhammad no tenía más que dieciocho años y en su corta vida era odio de lo que más disponía. Vivía conmigo, su padre y sus tres hermanos en Beitunia, una pequeña ciudad a solo tres kilómetros al Oeste de Ramala. El fuego de su odio se avivó salvajemente cuando supimos que el maldito presidente de los Estados Unidos reconocía el derecho judío sobre Jerusalén. Ismael Hanniya nos pidió un viernes de la ira, una protesta contra los hebreos. Lloré toda la noche previa, intentando conmover con mis súplicas a Muhammad y a su hermano, convencerlos de que no fueran a Ramala. No me hicieron caso, pero –Al·lahu-àkbar– regresaron, aunque Khalil, su hermano mayor, con golpes en todo el cuerpo y dos costillas rotas. Volví a llorar ante su cama una semana después, de nuevo infructuosamente. Este viernes han matado a mi hijo menor. Lo han matado los soldados israelíes, pero es como si lo hubiera matado ese maldito servidor del diablo. Me pregunto cómo alguien puede mostrar tan cruel indiferencia hacia la vida de miles de inocentes. Ese hijo de Satán sabía con seguridad absoluta que las declaraciones que hizo traerían muertes y desolación; y, sin embargo, las hizo. Me pregunto cómo alguien así puede dormir por la noche y sólo puedo responderme que no pertenece a la comunidad de los hombres. Te maldigo con toda la inmensa rabia de mi sufrimiento.
El viernes 15 de diciembre, un chaval palestino de dieciocho años, Muhammad Amin Aqel, se acerca corriendo a los soldados del puesto de control de Beit El, en la ciudad cisjordana de Ramala, la sede principal de la Autoridad Nacional Palestina (ANP). Parece que llevaba una navaja y también parece que con ella llega a herir a un soldado israelí en el hombro. Enseguida, el chico comienza a retroceder a saltos, de cara a los soldados (se ven cinco o seis que cargan sus armas y le apuntan). Suena un disparo, el chico se encorva pero sigue brincando en su marcha atrás. Otro disparo y esta vez el chico cae sentado sobre la calzada (están en una glorieta con una especie de monolito blanco en el centro). Un tercer disparo y el chaval queda tendido, se pone boca abajo, se oyen sirenas de una ambulancia, los soldados israelíes se acercan, siguen apuntándole. El muchacho está dando la vuelta sobre sí mismo, por un instante queda boca arriba y queda a la vista lo que parece un cinturón de explosivos, inmediatamente los militares retroceden. Entre tanto, las ambulancia han llegado, son de la ANP, bajan dos sanitarios y llegan hasta el caído. Siguen oyéndose disparos y luego gritos y aspavientos de los soldados que pareciera que quieren impedir que recojan al herido; pero se forma un corro de personas en torno a él (varios con el chaleco azul de prensa) y lo introducen en la ambulancia. Pasa bastante tiempo, las ambulancias no arrancan, hay un gran revuelo entre todos los que están ahí, de pronto se oyen más disparos y bombas de humo. Al final, los paramédicos sacan a Aquel de la ambulancia y lo meten en un vehículo privado. Horas más tarde, moría en el hospital. Ese mismo día, murieron tres palestinos más (y cuatrocientos fueron heridos) por disparos de soldados israelíes en las protestas convocadas contra la decisión de Trump.
En efecto, eso es lo peor de Trump: lo sabía y lo dijo. Recuerdo que me impresionó cierto día leer el coste económico de la frontera existente en Chipre para evitar conflictos entre griegos (entiéndase en el sentido cultural) y turcos. Tiemblo sólo de pensar en el coste humano que tendrá su declaración.
ResponderEliminarHay que ser muy desalmado para hacer unas declaraciones sabiendo que van a provocar muertes.
EliminarDetesto a Trump. Me enteré de su existencia y de su catadura poco antes de que empezara a sonar como improbable (je, je) candidato republicano a la presidencia, alertado por mi hijo, entonces en EEUU y cuyos "padres" locales, buena gente por otros conceptos, eran entusiastas del tipejo y lo consideraban el arquetipo de norteamericano admirablemente triunfador. Mi hijo me trasladaba, escandalizado, las perlas que encontraba en un libraco que le prestaron, publicado con la firma de Trump, "sanos" consejos del tipo de desconfiar hasta de tus amigos, putear a quien tengas ocasión siempre que puedas... lo que viene siendo un triunfador, vaya.
ResponderEliminarCreo que solo su torpeza y la solidez de las instituciones americanas han impedido que su presidencia esté siendo más catastrófica aún, pero, de sus escasos "logros", no hay uno solo que no me parezca demoledor. Espero de todo corazón que le acaben pescando, por las conexiones rusas o por lo que sea, y que su presidencia acabe como la de Nixon o peor. Los presidentes americanos, en general, no me parecen modelos humanos admirables, pero este ha hecho buenos por comparación a todos sus antecesores, incluidos los Bush, que hasta ahora ostentaban, para mí, el record de la indeseabilidad.
Dicho lo cual, me sorprende un poco que aceptéis como natural e indiscutible el supuesto automatismo por el que la injustificable declaración de Trump producirá muertos. Da la impresión, leyendo el post y los comentarios, de que de estos indudables muertos solo Trump será culpable, y de que los agentes directos imprescindibles que los producirán -el rechazo palestino, la oposición de los paises árabes, la represión israelí- son aceptados como datos neutrales e indicutibles, mecanismos inexorables e inertes sin más culpa en los muertos que causarán que la que tienen el percutor de la pistola o la carga de pólvora.
Que Trump se considere Dios, y al resto del mundo su dócil máquina -aunque, sinceramente, yo no creo que ni la imaginación ni el lirismo le den para tanto, entre tweet y tweet, hamburguesa y hamburguesa o cocacola y cocacola- ya es malo. Pero que los demás le confirmemos en el papel, atribuyéndole la culpa única de las desgracias que contribuye a provocar, me parece peor aún. Aunque solo sea por respeto a palestinos e israelíes, que también tendrán su parte, digo yo.
Nota: No sé por qué te da esa impresión. Naturalmente, de que haya muertos son culpables palestinos e israelíes. Este post simplemente apunta el hecho de que Trump, sabiendo que sus declaraciones iban a disparar la violencia y por ende, con mucha probabilidad, a traer muerte, no se cortó un pelo en hacerlas. Incluso pareciera que ese conocimiento le motiva a hacerlas.
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