Hoy se cumplen 41 años. Cuarenta y un años desde mi segundo nacimiento, parto atroz que, a diferencia del primero, es un recuerdo cruel y doloroso. En cambio, apenas guardo memoria de los diecisiete y pico años previos, una sucesión de escenas borrosas de las que siento que es otro, no yo, el protagonista. Son cortes breves de película, fotogramas inconexos y dañados. Me veo liando un porro y enseguida riendo. Me veo ante el director del instituto, sin entender sus airadas palabras, ensimismado en el frenético movimiento de su boca y el refulgir de su diente de oro. Me veo desnudo en mi habitación, desnudos también Mike y Jenn, los tres cuerpos revueltos. Me veo en silencio, toda mi piel enrojecida, ardiente, frente a mis padres; él salmodia palabras que parecen condenas –drogas, perversión, homosexualidad–, ella llora. Me veo en el asiento de atrás de la ranchera de mi padre, el viejo Dodge verde con bandas imitando madera. Una carretera infinita que rasga el desierto en dos mitades, el viento frío se cuela por las rendijas de las ventanillas mal cerradas y es una aguja helada que me horada las fosas nasales, la garganta, los pulmones. Al mismo tiempo, el humo cálido y agrio de los cigarrillos de mis padres me embota la cabeza. Está anocheciendo y estoy cada vez más mareado. De pronto, al final de la recta, destella una trémula luz de neón. Ahí es, dice mi padre, el Hotel California. Y siento la tenaza de la angustia apretándome el estómago, me desvanezco por unos instantes en la oscuridad, miedo negro.
Ella estaba allí, de pie en el porche que enmarcaba la entrada principal. La mirada acuosa absorta hacia el desierto, silueta de serpiente, pelo negro con reflejos azules que se recogía en una gruesa trenza que le recorría toda la espalda. Mientras el Dodge ocupaba su plaza en el aparcamiento de tierra no cesé de observarla embobado, nunca había visto una mujer así, era bella, bellísima, pero lo que me subyugaba iba más allá de la belleza. Entonces, en el momento en que mi padre detuvo el coche, resonó el tañir de unas campanas, ecos solemnes parecieron inflar el aire. Esto fue antes una misión franciscana, aclaró mi madre. Pero yo pensé que había llegado al cielo o quizá, tras recapacitar un momento, al infierno. Soy Úrsula, se presentó la diosa (pero solo me miraba a mí), ustedes serán los Walker y tú Joe, ¿verdad? Pasamos a un vestíbulo amplio, en una esquina un pequeño mostrador de madera clara. Mis padres firmaron en un libro de registro, luego me abrazaron, vendremos en una semana, me dijeron. Las cosas sucedían sin transiciones, como cuadros de un sueño. De pronto mis padres no estaban y había aparecido un hombre calvo, fornido y algo rechoncho, vestido con una especie de kimono blanco; tenía mi maleta. No creo que te necesite de momento, Sam, le dijo Úrsula. ¿Quieres acompañarme, Joe? La seguí a lo largo de un oscuro pasillo, ella sostenía una palmatoria con una vela aromática, la llama dibujaba caprichosas formas en las paredes. Mientras caminábamos creí escuchar voces apagadas, algunas lastimeras, otras burlonas; bienvenido al hotel California, me pareció entender.
Me enseñó mi habitación, una pequeña celda abovedada, paredes y techos encalados, una estrecha ventana ojival hacia un jardín de cactus, una cama estrecha, un armario empotrado, una mesita de noche enana. El baño está dos puertas más allá, me informa Úrsula; ahora descansa un rato y en un rato vendré a recogerte para la cena. Yo seguía escuchando las voces en mi cabeza –bienvenido al hotel California– y entonces ella sonrió e iluminó la habitación: bienvenido al hotel California, Joe, verás que es un lugar adorable en cualquier época, verás que está lleno de habitaciones y de experiencias. Se acercó a mí y me abrazó, sentí su carne vibrante apretarse contra la mía, creí que las piernas no me sostendrían. Y luego, siempre sonriendo, se fue, cerró la puerta tras de sí, yo me acosté, me sentía muy cansado, en efecto, y al mismo tiempo feliz, enamorado de Úrsula, dispuesto a todo por volver a abrazarla. Pero Úrsula no vino, pasaron los días y no me moví de esa habitación, de esa cama a la que, en los breves momentos de parcial lucidez, me veía atado por unas cintas de goma que me sujetaban piernas, brazos y frente. Pasaron los días y me visitaron cientos de demonios, pero al cabo las pesadillas se fueron desvaneciendo y también se amortiguaron los dolores, esos pinchazos eléctricos que me horadaban el cerebro. Comprendí que me estaban transformando, que troceaban mi yo para combinar los pedazos de mil modos distintos. Al final –¿cuánto tiempo había pasado? – apareció Úrsula, me liberó de las ataduras, me enderezó sobre la cama (había perdido casi toda mi masa muscular) y, siempre sonriendo, me abrazó y me besó. ¿Quieres ser uno de mis amigos?
Aquella noche fui con ella a sus dependencias, en otra ala del edificio. Una sala enorme, llena de sofás desvencijados y alfombras de patchwork. Había varios chicos de mi edad y algo mayores, todos muy delgados, todos en slip, todos con miradas perdidas. Sonaba música psicodélica –reconocí temas de Grateful Dead y de Jefferson Airplane–, y algunos bailaban en el patio al que se abrían unos grandes ventanales. Úrsula me llevaba de la mano, baila, me dijo, baila como ellos, baila para recordar o baila para olvidar. De pronto no estaba a mi lado y temí que todo fuera un sueño, que estuviera atado a la cama, con agujas hipodérmicas en el brazo, con electrodos en la cabeza. Me dejé caer en uno de los sofás, junto a un hombre con bata, gruesas gafas de concha, melena blanca. ¿Quién eres? Soy el director del hotel, me contestó. ¿Quién eres? Soy el jefe médico del hospital, me dijo. ¿Quién eres? Llámame capitán, grumete, me gritó con voz airada. Disculpe, capitán, querría que me sirvieran vino. No tenemos vino desde hace muchos años, pero es la hora de tu medicina. Entonces me quedé dormido y dormí mucho tiempo, hasta que me despertaron unas voces, en mi habitación estaban aquellos chicos esqueléticos, los amigos de Úrsula, que cantaban una hipnótica melodía. Bienvenido al hotel California, decían, aquí vas a disfrutar como nunca, olvida tus prejuicios, Úrsula te espera, ve con ella.
Seguí a esos espectros a lo largo de los pasillos hasta desembocar ante una puerta de cuarterones dorados. Dentro había una inmensa cama flanqueada por cuatro pilastras salomónicas y sobre ella yacía Úrsula desnuda, con una copa de champán rosado. Me acosté a su lado, boca arriba. Ella se giró hacia mí, se enroscó a mi cuerpo, apretó su boca abierta contra mi cuello. En el techo, un inmenso espejo de devolvía la imagen de dos cuerpos: el mío, amarillento y enflaquecido, y el de un monstruo con piel de escamas, extremidades con garras y una cabeza a medias entre ofidio y rapaz. Aquí todos somos prisioneros, me dijo, tienes que escapar mientras aún te sea posible, e inmediatamente me besó y sentí una succión intensa, a la vez que sus lágrimas me mojaban el rostro. Y en ese momento, un estruendo ensordecedor, la puerta se abre y aparece el capitán, el rostro desencajado por la ira, detrás los chicos desnudos, mátalos, mátalos, gritaban en coro satánico, y reían a carcajadas histéricas. Lo último que recuerdo es huir aterrorizado por esos pasillos oscuros, buscando desesperadamente la salida. Mientras corría las voces retumbaban en mi cerebro: bienvenido al hotel California, donde estamos encantados de recibirte, donde siempre puedes entrar pero nunca podrás salir.
PS: Ayer, oyendo la radio en el coche, me enteré de que hoy se cumple 41 años de esta mítica canción de The Eagles. Pensé en escribir mi recuerdos de cuando escuché aquel LP por primera vez (lo tenía mi amigo Mario), pero luego decidí hacer un breve relato a partir de la enigmática letra de la canción.
Desde luego, es cierto lo que afirma al principio, lo narrado es probablemente una serie de recuerdos confusos. ¡Las drogas...!
ResponderEliminarEl relato sigue con aceptable fidelidad la letra de la canción, que los Eagles nunca han aclarado por completo.
EliminarHola, Miros. Estoy aquí por casualidad. Quería ver si mi blog existía todavía y algún diablillo empujó mi clic sin mi consentimiento. Estoy encantada : me tuviste "encerrada" entre la primera y la última palabra de tu post.
ResponderEliminarMe alegro mucho de saber de ti, C.C. Ojalá que esta casualidad se convierta en asiduidad.
EliminarP.S. : esta mañana, leí que los Eagles iban a publicar de nuevo el mismo "Hotel California" con técnicas modernas.
ResponderEliminarSí, también lo he leído yo. Se supone que el disco debe haber salido este noviembre. A ver si me entero.
EliminarHola:
ResponderEliminarEs muy dificil elegir una sóla canción para representar una década entera, pero puestos a ello, yo me llevaría al Hotel California a una isla desierta y creo que jamás me cansaría de escucharla.
Saludos. Antoni.
Hola, Antoni. A mí, el Hotel California me gusta mucho, desde luego, pero no la escogería como la mejor o más representativa de la década. Estás hablando de los setenta !!!
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