Celebro hoy el quincuagésimo aniversario de mi más decepcionado día de Reyes. Pocos días antes de las vacaciones de navidad del curso académico 1967-68, un compañerito de colegio, el mayor de mi clase y algo abusón –se llamaba Dionisio y, desde entonces, tiendo a desconfiar de quienes llevan ese nombre– me había revelado burlonamente que los reyes magos no existían, que eran los padres. Yo tenía ocho años y estaba en tercero de primaria pero aquél era mi primer curso en un colegio (no cuento el jardín de infancia cuando vivimos en el barrio del Niño Jesús) porque mi madre había decidido ocuparse personalmente de mi educación; supongo que las autoridades educativas de aquella época no eran muy diligentes. De modo que era un niño tímido y poco ducho en el trato social que, tras solo tres meses de haber sido arrojado en medio de un grupo de alborotadores chiquillos que ya se conocían todos, estaba todavía, como cualquier novato, aprendiendo las reglas de la convivencia (¡y supervivencia!) infantil. Pues en uno de los últimos recreos de ese trimestre final de 1967, tres o cuatro críos estábamos compartiendo nuestras esperanzas sobre los regalos navideños que íbamos a pedir en las correspondientes cartas a los Magos de Oriente –yo quería el Tiburón Citroen Payá, un súper coche a pilas y con mando–, cuando se acercó el Dioni al corrito y, al enterarse de lo que hablábamos, soltó una carcajada y nos espetó la terrible noticia.
Tras esa declaración se hizo el silencio. Me pareció que el de mis amigos era un silencio triste, que a punto estaba de tornar en llanto. En cambio, lo que yo sentí fue rabia, una tremenda oleada de rabia que me empapaba todo por dentro y me revolvía. Y esa rabia salió de golpe hacia fuera y me impulsó contra Dionisio. Salté, casi volé, tan violentamente que los dos caímos al suelo del patio. Ahí tirados los dos, él bocabajo, yo encima, estuve durante unos momentos golpeándole con los puños en el pecho y en la cara, mientras él, supongo que más aturdido que dolorido, trataba de protegerse de mis embestidas. No duró mucho el incidente, porque enseguida apareció un profesor y nos separó con sendos bofetones. A mí aún me duraba la rabia, un calor intenso en todo el cuerpo, la cara la notaba encendida y seguía con ganas de pegar al blasfemo, sin importarme que fuera mayor y más fuerte que yo, sin que me estuvieran afectando nada los insultos y amenazas que me profería mientras el profesor nos llevaba a empujones a Dirección. Me ha asombrado durante muchos años ese arranque de ira irrefrenable y he llegado a la conclusión de que mi cerebro infantil supo inmediatamente que lo que decía Dionisio era verdad porque probablemente ya lo barruntaba en sus rincones recónditos, ocultos a la consciencia. Así que la rabia obedecía a que ese compañero fanfarrón había forzado los tiempos que yo mismo, aún sin saberlo, me había marcado; había hecho brotar brutal y desconsideradamente lo que, si se hubiese callado, habría asomado en breve de forma suave, benéfica, agradable.
El resto del día lo pasé enfurruñado, encerrado en un mutismo hosco. Mi estado de ánimo no pasó inadvertido a mi madre que me preguntó varias veces qué me pasaba, pero yo me negaba a responderle. Cuando por la noche llegó mi padre –ya habíamos cenado y los niños estábamos retirados en nuestros cuartos– fui llamado al salón. Delante de ambos progenitores hube de confesar la causa de mi enfado, que un chico del colegio de había dicho que los reyes magos no existían. Era la primera vez que lo decía en voz alta y, al mismo tiempo que me sonaba a sacrilegio, me terminaba de convencer de que era verdad; no obstante acabé la frase con puntos suspensivos, callé esperando que mis padres deshicieran ese entuerto moral que me habían infligido. Los dos se miraron entre sí y el silencio duró un rato demasiado largo. Al cabo, mi padre se agachó hacia mí y me dijo, muy serio, que los reyes magos sí existían, que fueron a llevar sus presentes al Hijo de Dios y que ahora están en el Cielo con Él. Y que para conmemorar aquella visita de la Antigüedad, en nombre de ellos, ahora son los padres los que dan regalos a sus hijos. Como es obvio, mi traducción inmediata fue algo así como: “vale, menos rollos, los reyes magos no existen, son los padres”. Tuve que reprimir alguna lágrima y simular ante mis padres que entendía y aceptaba lo que me contaban, así como prometer que no revelaría esta desagradable verdad a mis hermanos menores. Pero lo cierto es que este primer desengaño infantil me hizo daño (tendría que someterme a un largo periodo de psicoanálisis para que aflorasen los profundos traumas que me hubo de producir), pasé esas vacaciones navideñas un tanto amargado, y ni siquiera el magnífico Tiburón Citroen Payá que me trajeron los Reyes (o sea, mis padres) consiguió desvanecer por completo mi malhumor.
Tras esa declaración se hizo el silencio. Me pareció que el de mis amigos era un silencio triste, que a punto estaba de tornar en llanto. En cambio, lo que yo sentí fue rabia, una tremenda oleada de rabia que me empapaba todo por dentro y me revolvía. Y esa rabia salió de golpe hacia fuera y me impulsó contra Dionisio. Salté, casi volé, tan violentamente que los dos caímos al suelo del patio. Ahí tirados los dos, él bocabajo, yo encima, estuve durante unos momentos golpeándole con los puños en el pecho y en la cara, mientras él, supongo que más aturdido que dolorido, trataba de protegerse de mis embestidas. No duró mucho el incidente, porque enseguida apareció un profesor y nos separó con sendos bofetones. A mí aún me duraba la rabia, un calor intenso en todo el cuerpo, la cara la notaba encendida y seguía con ganas de pegar al blasfemo, sin importarme que fuera mayor y más fuerte que yo, sin que me estuvieran afectando nada los insultos y amenazas que me profería mientras el profesor nos llevaba a empujones a Dirección. Me ha asombrado durante muchos años ese arranque de ira irrefrenable y he llegado a la conclusión de que mi cerebro infantil supo inmediatamente que lo que decía Dionisio era verdad porque probablemente ya lo barruntaba en sus rincones recónditos, ocultos a la consciencia. Así que la rabia obedecía a que ese compañero fanfarrón había forzado los tiempos que yo mismo, aún sin saberlo, me había marcado; había hecho brotar brutal y desconsideradamente lo que, si se hubiese callado, habría asomado en breve de forma suave, benéfica, agradable.
El resto del día lo pasé enfurruñado, encerrado en un mutismo hosco. Mi estado de ánimo no pasó inadvertido a mi madre que me preguntó varias veces qué me pasaba, pero yo me negaba a responderle. Cuando por la noche llegó mi padre –ya habíamos cenado y los niños estábamos retirados en nuestros cuartos– fui llamado al salón. Delante de ambos progenitores hube de confesar la causa de mi enfado, que un chico del colegio de había dicho que los reyes magos no existían. Era la primera vez que lo decía en voz alta y, al mismo tiempo que me sonaba a sacrilegio, me terminaba de convencer de que era verdad; no obstante acabé la frase con puntos suspensivos, callé esperando que mis padres deshicieran ese entuerto moral que me habían infligido. Los dos se miraron entre sí y el silencio duró un rato demasiado largo. Al cabo, mi padre se agachó hacia mí y me dijo, muy serio, que los reyes magos sí existían, que fueron a llevar sus presentes al Hijo de Dios y que ahora están en el Cielo con Él. Y que para conmemorar aquella visita de la Antigüedad, en nombre de ellos, ahora son los padres los que dan regalos a sus hijos. Como es obvio, mi traducción inmediata fue algo así como: “vale, menos rollos, los reyes magos no existen, son los padres”. Tuve que reprimir alguna lágrima y simular ante mis padres que entendía y aceptaba lo que me contaban, así como prometer que no revelaría esta desagradable verdad a mis hermanos menores. Pero lo cierto es que este primer desengaño infantil me hizo daño (tendría que someterme a un largo periodo de psicoanálisis para que aflorasen los profundos traumas que me hubo de producir), pasé esas vacaciones navideñas un tanto amargado, y ni siquiera el magnífico Tiburón Citroen Payá que me trajeron los Reyes (o sea, mis padres) consiguió desvanecer por completo mi malhumor.
Lo lamento por ti. No deja de ser admirable que intentaras darle su merecido al odioso Dionisio...
ResponderEliminarBueno, no creas que estoy muy orgulloso de mi arranque de violencia. Y tampoco creo que el incidente me produjera traumas perdurables, aunque quién sabe ...
EliminarQué cabrón, Dionisio. Probablemente trataba en realidad de aliviar, compartiéndolo, su propio y reciente desengaño sobre el asunto. Quizás incluso intentaba solo poner a prueba una teoría, con la esperanza de que se la desmintierais con buenos argumentos.
ResponderEliminarLa hija pequeña de unos amigos les comentaba, a eso de los ocho o nueve años: "Soy la única de mi clase que todavía cree en los Reyes Magos..." Cada cual se administra el descubrimiento como mejor puede.
(Pero tengo que disentir, no era el Citroen Tiburón Payá: era el Tiburón Citroen Payá. El orden es muy importante, una cuestión de ritmo. A mí me lo trajeron cuando ya sabía quiénes eran los Reyes, y lo disfruté igual).
No justifiques al Dioni que era un cabroncete, como demostró en no pocas anécdotas a lo largo de los años que compartimos clase. Ahora que lo he evocado después de muchísimo tiempo sin que me viniera a la cabeza, me pregunto qué habrá sido de su vida. Lo he buscado en internet sin éxito.
EliminarY si, desde luego que era Tiburón Citroen Payá. No entiendo cómo se me coló la errata (aunque solo en el primer párrafo; en el último había lo escrito bien). Ya está corregido.
Pese al mal trago de los Reyes de hace cincuenta años, lo cierto es que antes y también durante algunos más después los difruté. Y, al contrario que tú, sí recuerdo unos cuantos regalos de aquella década de los sesenta.
ResponderEliminarYo me fui enterando por mi cuenta, poco a poco, sin trauma alguno. Lo primero que aclaré es que no eran los mismos reyes que fueron al Portal; ya a mis cinco años sabía que nadie puede vivir mil novecientos y pico años. Planteada la cuestión, mis padres admitieron que se trataba de sus descendientes, que habían mantenido la costumbre. Pero lo de "oriente" seguía dándome mala espina. Oriente no era un país. Era donde estaban la China, Arabia, Marruecos, Vietnam y otros sitios así, cada uno con su rey, que salían en los periódicos claramente identificados y no precisamente por regalarle juguetes a nadie. ¿Por qué de estos nada menos que tres reyes no se decía nunca de qué países exactos eran, ni se hablaba de ellos más que por Navidad? ¿No tenían nombre sus reinos, no había en ellos guerras ni conflictos, como los que amenizaban las conversaciones familiares que yo seguía con silencioso interés? Me olía raro, la verdad. Y luego estaba lo del Papá Noel de las películas americanas. Semejante gordo imposible era claro que no existía, y que los regalos se los compraban los americanos, unos a otros. Y como también aquí la gente hablaba de unas "compras de Navidad" que, como no fueran de turrón, no veía yo de qué podían ser, acabé atando cabos y sustituyendo cantidades iguales. La puntilla me la dió la lectura clandestina de un escrito de uno de mis hermanos mayores. "Cuando yo era pequeño y creía en los Reyes Magos..." empezaba. ¡Acabáramos! ¡"Era pequeño"! "Creía en los Reyes Magos!" La cosa me quedó definitivamente clara con seis años escasos, pero me callé prudentemente. Parte por interés -no fuera que haciendo público mi descubrimiento se acabaran los regalos, aunque no parecía muy probable: mis hermanos mayores, y aún mis padres, seguían recibiéndolos- y, sobre todo, por pura bondad de hermano mayor: no me sentí capaz de abrirle los ojos a mi pobre hermano pequeño, que seguía tan feliz con sus Reyes Magos. Que fuera otro el que le diera el disgusto, pobrecito mío. (Y así fue, efectivamente; un amigo mío bocazas se lo acabó soltando de sopetón, sin que yo pudiera hacer otra cosa que corroborarlo tristemente cuando mi hermano se volvió a pedirme confirmación, y brear luego a mi amigo por metepatas. Afortunadamente mi hermano, visto que a mí no parecía afectarme demasiado la noticia, se la tomó con bastante filosofía, también).
ResponderEliminarAsí que hubo un tiempo bastante largo durante el que fui yo quien anduvo con mucho cuidado para que mi familia no se enterara de lo de los Reyes Magos; de que yo estaba al cabo de la calle, quiero decir.