lunes, 30 de abril de 2018

Final de la Copa del Rey (y 2)

El resto del partido transcurrió bajo una ensordecedora pitada. Pese a su manifiesta inferioridad numérica, el Barça, sobre todo en los primeros minutos, siguió atacando hasta que, poco a poco, empezó a acusar el tremendo esfuerzo. Curiosamente, como si se sintieran culpables, los sevillistas parecían no desear la victoria; en tres ocasiones, tras robar la pelota a unos rivales defensivamente desarbolados, armaron unos contraataques que ni adrede habrían sido más torpes. En el 88’:50”, Jesús Navas, el único que aparentaba tomarse el partido en serio, corrió la banda derecha con balón y, casi llegando a la línea de fondo, centró bombeado hacia la portería; en el segundo palo cabeceó Sarabia y, superado el guardameta, Piqué despejó en la línea de gol ante la presencia de Muriel, el delantero sevillista. No había pasado nada (la jugada fue exactamente la misma que la del 74’:30” en nuestro universo) y, sin embargo, Gil Manzano pitó penalti por mano del defensa culé. Nuevo escándalo: avalancha de hinchas intentando saltar al campo y la policía convertida en muralla de escudos y porras frente a ellos; esta vez fueron Piqué y Suárez quienes se tiraron a por el árbitro y, como antes Iniesta y Messi, fueron también expulsados. En un ambiente tremendamente tenso, Benegas chutó la falta máxima y marcó el 1-0. Los siete jugadores del Barça que quedaban sobre la cancha caminaron lentamente hacia el centro del campo. Hacía ya un rato que había pasado el minuto 90 pero obviamente el partido –si a esas alturas cabía llamarlo así– debería prolongarse más de veinte. Sin embargo, no pasaron más que unos segundos después de haberse reiniciado el juego cuando Gil Manzano dio los tres pitidos finales, se apropió del balón y salió corriendo del campo, perdiéndose por el túnel de vestuarios. Tras él, también a toda velocidad, se refugiaron jugadores y técnicos, asustados al ver que muchísimos aficionados habían saltado al césped y se enzarzaban en batalla abierta contra los policías.

El zafarrancho que se montó en el campo se desbocó. Fue más de media hora de riña tumultuosa que acabó con casi cincuenta heridos –cuatro de ellos en estado muy grave– y un muerto, un chaval de diecisiete años residente en San Cugat. Pero la desgracia, con ser ya terrible, no acabó en el estadio. Esa noche, una turba rabiosa se desbordó por las calles de Canillejas destrozando todo lo que iban encontrando a su paso –contenedores, escaparates, coches aparcados– y tirando piedras y botellas (también algún improvisado cóctel molotov) a las ventanas de las viviendas, tras las cuales se escondían los aterrorizados vecinos. Un primer destacamento de policías nacionales a la altura de la calle Circe, junto al parque fue arrasado. Finalmente esa fiera multitudinaria fue detenida al llegar a la calle Alcalá, donde se había parapetado un fuerte contingente de antidisturbios, mientras de las calles laterales (Dédalo y Diana) salían muchos más agentes para acogotar en un círculo cerrado a los indignados. Los policías se abalanzaron sobre éstos aporreándolos indiscriminadamente. En medio de la espantosa algazara sonaron, secos y terribles, dos disparos (luego se dijo que provenían de alguno de los barcelonistas que se había apropiado antes de la pistola de un policía caído); por un instante pareció detenerse el tiempo, pero enseguida, con más furia aún, se reanudó la golpiza. Al cabo de un rato se hizo el silencio, cesó la lucha; en el suelo yacían numerosas personas (esta vez, más de un centenar de heridos y tres muertos: una mujer de cuarenta y pico y dos hombres de mediana edad), muchas otras eran empujadas por los guardias contra las fachadas de los edificios y no pocas, aprovechando el desorden, corrían Alcalá abajo hacia la boca del metro (Torre Arias). Enseguida, la noche volvió a poblarse de actividad y sonidos, sobre todo los de las sirenas de muchos vehículos: policía, ambulancias, bomberos …

Eso que ocurría en Madrid no era nada con la que se montaba en Barcelona y en muchas otras ciudades catalanas. Una inmensa multitud, ondeando esteladas y enarbolando distintos tipos de garrotes, se reunió en Plaza de Cataluña y obedeciendo a consignas espontaneas subió por Paseo de Gracia gritando enfurecida y destrozando también coches, vidrieras y mobiliario urbano. Al llegar a la calle Mallorca giraron a la derecha con la intención de asaltar el edificio de la Delegación del Gobierno de España. La muchedumbre era tan inmensa que los responsables del orden público prefirieron, en primera instancia, evitar enfrentarles con la policía. Así que, hacia medianoche, una masa enfurecida se agolpó ante el palacio Montaner y, tras rendir a los policías de guardia, derribó la puerta y entró como un tsunami al edificio, rompiendo muebles, desparramando papeles, arrancando cuadros y decorados … Habría pasado algo más de un cuarto de hora cuando se empezaron a oír sirenas. La multitud que estaba en la calle corrió hacia los ruidos dispuesta a enfrentarse con las fuerzas del orden, mientras que de la Delegación del Gobierno, completamente arrasada, salían a toda prisa los bárbaros, a la vez que estallaban las ventanas del tercer piso y se dejaban ver grandes llamas que, en poco tiempo, envolvieron enteramente el edificio. Poco después, el primer grupo de agentes que había sido enviado (eran mossos) fue encerrado por todos sus flancos y fulminado sin piedad (tres muertos entre ellos). Poco a poco, multitud de incendios surgían en distintos puntos del Ensanche, hasta que aparecieron las tanquetas por la Diagonal. Infinidad de enfrentamientos entre grupos enfurecidos y agentes que duraron hasta bien avanzada la madrugada. Hubo no pocos disparos y el balance fue trágico sin paliativos: treinta muertos (seis de ellos policías) y casi mil heridos, algunos en estado muy grave (tres más murieron en los hospitales en los siguientes días). Al amanecer del domingo 22, Barcelona mostraba el paisaje después de la batalla: un silencio que sonaba a muerte.

La situación era, desde luego, gravísima. El gobierno de la Nación se reunió a primera hora del domingo en Consejo de Ministros urgente, mientras los rumores hablaban de que se iba a decretar el estado de sitio en Cataluña y se enviarían allí urgentemente fuerzas militares. Pero antes de que hubiera ningún comunicado oficial, una cadena privada anunció que había recibido un mensaje de un autodenominado Guerrilleros por la Unidad de España, en el que aseguraban que el nefasto arbitraje de la Final había sido obra suya para impedir que un equipo separatista se erigiera con la Copa y, al mismo tiempo, castigar el orgullo de sus seguidores. Acababa indicando una dirección del barrio madrileño de Ventas; en un trastero de ese inmueble decían que estaba encerrado Jesús Gil Manzano. La policía fue de inmediato y liberó al árbitro que efectivamente allí estaba; según su declaración, había sido secuestrado y narcotizado el día anterior, despertó horas después en esa habitación sin saber nada. Así que quien había pitado la final había sido un impostor, alguien a quien habían caracterizado con suma perfección para tener una imagen idéntica a la del colegiado extremeño. Como es natural, la sorpresa y el desconcierto fueron desmesurados. El presidente del Parlament convocó una reunión urgente de la Mesa y, acabada la reunión, hizo una declaración institucional denunciando una descarada agresión al pueblo de Cataluña e insinuando que ese neonato grupo anticatalán podría provenir de las cloacas del Estado. La respuesta del portavoz del Gobierno no se hizo esperar: no sólo ridiculizó esa hipótesis sino que aportó la suya propia: más razonable sería pensar que la operación hubiera sido organizada por separatistas con la intención de provocar tumultos que ahondaran la brecha entre los catalanes y el resto de españoles. Pero el Gobierno no caería en la trampa y se mantendría fiel a sus obligaciones: investigar y detener a los ejecutores del vergonzoso tongo del Estadio Metropolitano y, al mismo tiempo, garantizar el mantenimiento del orden público.

Ahora bien, una semana después, en ese universo paralelo, el misterio sigue sin aclararse y la situación social y política se ha convertido en un polvorín. Seguiremos informando.

lunes, 23 de abril de 2018

Final de Copa del Rey (1)

Anteayer, 21 de abril de 2018, fue la final de la Copa del Rey de fútbol, partido que se jugó en el Estadio Metropolitano de Madrid y que acabó con una victoria contundente por cinco goles a cero del Barcelona contra el Sevilla. Ahora bien, en otro universo paralelo, la final de ayer se desarrolló de otra forma y tuvo un resultado distinto. Se me objetará que poco interés tiene eso pues, ya puestos, en los infinitos universos paralelos se habrán dado todos los resultados posibles, amén de todas las combinaciones congruentes de eventos. Lo sé, pero no he tenido acceso más que a este universo paralelo concreto y si lo cuento es porque lo que en él ocurrió ayer sí me ha parecido interesante.

Diré de entrada que en las gradas ocupadas por los seguidores barcelonistas predominaba un intenso amarillo porque en las entradas del estadio la policía no había requisado las camisetas de ese color a quienes las llevaban, al margen de que tuvieran una evidente intencionalidad de reivindicación política. Cuando sonó el himno español se oyeron más o menos los mismos silbidos y los mismos tarareos. Luego empezó el partido, y al igual que en este universo, enseguida se vio que el Barcelona se comía al Sevilla. Es más, hasta el minuto 13 todas las acciones que sucedieron fueron exactamente las mismas. Así, ante la presión del Sevilla, la pelota le llegó a Sergi Roberto en la frontal de su propia área y éste cedió a Cillesen. El portero holandés controló con los pies, miró a lo lejos y golpeó en largo hacia la posición de Coutinho que, corriendo hacia delante, ya le había ganado la espalda a su defensor. El brasileño entró con el balón en el área pequeña y, ante la salida desesperada de David Soria, picó el balón hacia el centro y atrás y allí Luis Suárez –que lo había acompañado pero en carrera más central– estirando hacia atrás la pierna derecha, lo cazó para meterlo dentro de la portería. La celebración del uruguayo y sus compañeros, el alborozo entre el público barcelonista, el grito de gol con la vocal interminable del locutor de la tele, los gestos de cabreo de los sevillistas … Todo eso fue igual por unos instantes, los pocos que pasaron hasta que Jesús Gil Manzano, el árbitro, se acercó a la portería de los blancos haciendo ostensibles señas de que el gol estaba anulado. Según este joven referí extremeño, Coutinho estaba en fuera de juego cuando pateó Cillesen (no era verdad: al salir el balón, el brasileño estaba aún en el campo del Barça). 


Como es lógico, durante unos minutos los sucesos de ese universo fueron diferentes a los del nuestro, pero enseguida volvieron a superponerse en perfecta coincidencia como si, más que paralelas, fueran dos líneas espacio-temporales que divergían y convergían. De hecho, en el 14’:30” –es decir, apenas minuto y medio después del gol/no gol– en ambos universos se le pitó un fuera de juego a Suárez cuando recibió un pase de Messi y se iba directo hacia el portero sevillista. Así se llegó al 30’:30”, cuando Messi sale del círculo central y pasa el balón a Iniesta; éste avanza frontalmente unos pasos y abre hacia la banda izquierda a Jordi Alba; Alba hace la pared con Iniesta que desde el ángulo del área se la devuelve; Alba se acerca hasta la línea de fondo encimado por Navas y desde allí, sin ver, golpea la pelota de tacón hacia atrás para que aparezca Messi y de un izquierdazo envíe el balón hasta la red. De nuevo entusiasmo barcelonista en el campo y en las gradas pero también de nuevo, por increíble que parezca, el árbitro anula el gol, esta vez por una supuesta falta de Luis Suárez al defensa sevillista justo antes de que el genio argentino chutara. Como era de esperar, Suárez se puso hecho una furia y se lanzó a comerse al de Don Benito quien inmediatamente le sacó una tarjeta amarilla. La indignación entre la hinchada culé era manifiesta (y con razón porque si en la jugada del no gol anterior se podía entender que se equivocara con el offside, en ésta la legalidad del gol era indiscutible), tanto que la policía nacional empezó a desplegarse en previsión de movidas peligrosas.


Volvieron enseguida a coincidir ambos universos y, como en la ocasión anterior, la unión se produjo en otra jugada de fuera de juego, ésta pitada a Messi en el minuto 32 (esta vez sólo un minuto después). A estas alturas del cuento, seguro que el lector se está imaginando que también los tres siguientes goles del Barcelona fueron anulados por el audaz Gil Manzano. No del todo, pero casi. En el minuto treinta y nueve y medio Messi le metió una pelota magnífica a un Suárez en carrera que entró en el área y batió a un indefenso Soria; el árbitro alegó fuera de juego en ese pase mágico, un fuera de juego descaradamente inexistente que los gritos de tongo atronaron el estadio. Desde ese momento hasta el descanso, si bien las jugadas que acontecían sobre el campo eran las mismas en ambos universos, había manifiestas diferencias entre el público: en nuestro universo los sevillistas mostraban caras apenadas cuando no llorosas y los culés entusiasmo a raudales; en ese otro universo paralelo, los del Guadalquivir estaban silenciosos con caras de asombro mientras los barcelonistas exhibían todos los gestos del cabreo y la rabia, con aullidos incesantes de indignación. De nuevo tornan a confluir ambos universos en lo que ocurre sobre el césped (no así en las gradas) hasta que Messi en el 51’:30” le devuelve magistralmente una pared a Iniesta quien dribla la desesperada salida del arquero, se va casi hasta la línea de fondo y mete un golazo maravilloso. Era el cuatro a cero en nuestro universo pero en ese otro iba a ser por fin el primero, un gol imposible de anular, un gol que había levantado de sus asientos hasta a los sevillistas.


Pero lo imposible sucedió. El extremeño sentenció otro fuera de juego y se armó el apocalipsis. Iniesta y Messi que estaban abrazándose se volvieron incrédulos y corrieron como flechas contra el árbitro. Todo sucedió muy rápido; como si fuera un pistolero del Far West, Gil Manzano sacó a velocidad inaudita dos tarjetas rojas, una en cada mano, y se las plantó a cada futbolista en plena cara. En ese momento, la tangana se disparató: varios jugadores del Barça se lanzaron hacia el árbitro y éste, asustado ante el odio asesino que vio en algunos de esos rostros, echó a correr hacia un corner. Entonces reaccionaron los del Sevilla para protegerlo, se interpusieron entre él y sus rivales e intentaron calmarlos. Al mismo tiempo, en la zona del público barcelonista, una avalancha se precipitó hacia el campo, obligando a la policía a agruparse frente a la valla, esgrimiendo escudos y porras. La cancha se llenó en un momento de multitud de objetos disparados desde las gradas, los gritos y abucheos eran atronadores, las luces del estadio parpadearon varias veces amenazando con sumirlo en la oscuridad. El pánico se adueñó del recinto. Árbitros, jugadores y técnicos se retiraron asustados al túnel de vestuarios. Durante un rato los allí presentes sintieron que estaban balanceándose en equilibrio inestable: en un momento podía desencadenarse una tragedia dantesca o no, o quizá recuperar la calma. Fueron unos minutos largos y angustiosos pero, al fin, los enardecidos hinchas regresaron a sus asientos aún con la más intensa de las rabias, una rabia que la sentían por todo el cuerpo, en especial en las tripas. De pronto, como algo mágico, se hizo el silencio casi absoluto, un silencio cargado de incertidumbre, el silencio en que cualquiera ha de quedarse cuando le arrebatan todas sus certezas, cuando lo arrojan sin explicaciones al vacío del absurdo. Duró poco: lo rompió el anuncio por megafonía de que el partido se iba a reanudar y casi inmediatamente salieron todos los protagonistas al campo. El reloj marcaba el 75’:12”; la interrupción había durado veintitrés minutos.

viernes, 20 de abril de 2018

Calificación de los delitos

En el enjuiciamiento penal los presuntos hechos delictivos han de ser calificados; tal calificación en lo que consiste es en asociarlos a alguno de los delitos recogidos en el código penal. De hecho, para imputar a alguien deben argumentarse necesariamente dos cuestiones. La primera, los fundamentos doctrinales y legales en base a los que se califican esos hechos como constitutivos de uno o varios delitos concretos. En segundo lugar, la participación de los acusados en dichos hechos (y, en su caso, las circunstancias atenuantes, agravantes, etc). La defensa del imputado puede consecuentemente intentar contrariar cualquiera de las dos argumentaciones (o ambas). Es decir, puede intentar demostrar que los hechos cuya autor es el acusado no se corresponden con el delito imputado sino con otro (de penas menores) o ninguno, o bien puede tratar de aminorar o incluso negar la participación del acusado en los hechos. Esta segunda línea es la que prevalece en las novelas policíacas y en las películas (americanas) de juicios penales. Es verdad que tiene bastante más interés para un lector o espectador saber quién es el asesino que la calificación penal específica del acto cometido ; sin embargo, tengo la intuición de que en la mayoría de los casos hay mucha más chicha de discusión en la calificación penal. Si eso es así, a mí que no soy jurista me parece preocupante y quizá síntoma de que los delitos del Código Penal no están todo lo bien definidos que sería deseable. Porque, digo yo, si hay consenso en los hechos debería saberse ante qué delito estamos. También se me ocurre que podría ser que las tipificaciones penales o estén tan mal redactadas pero que se esté forzando la interpretación más allá del sentido común.

Valga esta introducción porque en los últimos tiempos pareciera que hay una tendencia entre fiscales y jueces instructores (y también, pero menos, en algunas sentencias) a calificar hechos y comportamientos como delitos bastante graves, con argumentaciones justificativas que distan mucho de ser sólidas y unánimes (o casi) sino, por el contrario, generan enconadas polémicas y disensos entre personas con buenas cabezas jurídicas y lógicas. Así, a bote pronto, me vienen a la cabeza la rebelión que se le imputa a los políticos catalanes encarcelados, el terrorismo a los chicos de Alsasua que apalizaron terriblemente a un guardias civiles y, en noticia local de ayer mismo, parece que por injurias a la Corona (el sumario es secreto), a un chaval de La Laguna que publicó en su Facebook insultos en protesta contra la visita a Tenerife de Felipe VI.

El delito de rebelión se tipifica en el artículo 472 del Código Penal y exige el alzamiento público y violento de los encausados. Como es más que sabido, la discusión se centra en si quienes están imputados se alzaron violentamente. Las argumentaciones del auto de Llarena vienen a decir que Puigdemont & Co “asumieron” y “provocaron” la violencia que otros cometieron, lo cual no es exactamente los mismo, aparte de que también está en cuestión la gravedad y vinculación al delito de los actos violentos que efectivamente ocurrieron. En fin, sin entrar en un debate sobre el que ya se ha hablado y escrito muchísimo, me parece bastante claro que hay indicios de sobra para pensar razonablemente que el juez más que buscar el tipo delicitivo más adecuado a los hechos, ha optado por otro que tenga penas mayores, acordes con la gravedad del comportamiento (a su juicio, claro). Muchos han dicho, por ejemplo, que los hechos encajan mejor en el delito de sedición del artículo 544, aunque a mi modo de ver los encausados no se alzaron tumultuariamente para impedir la aplicación de Leyes. Tal vez se ajustara mejor la provocación, conspiración o proposición para la sedición del artículo 548. Pero, a mi modo de ver, los desórdenes públicos y en cierto grado violentos que consecuencia de las decisiones “tendenciosamente” independentistas (porque otra cuestión nada obvia es si declararon o no la independencia) están tipificados con bastante exactitud en el artículo 557.2: “con las mismas penas (de seis meses a tres años de prisión) se castigará a quienes actuaren sobre el grupo o sus individuos incitándoles a realizar las acciones descritas en el apartado anterior (alterar la paz pública ejecutando actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas)”, siempre que se probare que estos políticos animaron a los tumultuosos en sus comportamientos. De otra parte, al margen de los desórdenes públicos más o menos violentos que han salpicado el procés, lo que me parece casi indudable es que los imputados cometieron repetidamente los delitos de desobediencia previstos en el artículo 556.

Es decir, creo que los políticos catalanes incurrieron con bastante probabilidad en más de una acción tipificada en nuestro Código Penal. Pero daría la impresión de que los delitos que mejor encajan  con los hechos han sido considerados por fiscal y juez poco “contundentes” ante la gravedad de los hechos y, por eso habrían preferido irse a otro con castigos mucho más severos, más acordes a lo que ellos creen, supongo, que merecen tales acciones. De algún modo, pareciera que el instructor haya pensado que, si los hechos no se ajustan al delito de rebelión, deberían ajustarse, dedicando todos sus esfuerzos a ampliar más allá de la letra de Ley el ámbito del delito. Este ejercicio es peligroso para el Estado de Derecho que, entre otras cosas, se basa en la “previsibilidad” de las consecuencias penales. De hecho, como el propio Artur Mas reconoció, los políticos independentistas sabían que estaban cometiendo actos punibles, pero no de rebelión. Y lo malo de intentar encajar con calzador delitos que no se tipificaron para hechos como los que hemos vivido es que se le dan argumentos a los independentistas sobre la parcialidad del sistema judicial español.


En cuanto a los brutales actos cometidos por los jóvenes del bar de Alsasua, que puedan considerarse como terroristas obedece a la amplia (y en mi opinión, poco ponderada) modificación del Código Penal que convierte en delito de terrorismo casi cualquiera con suficiente gravedad siempre que su finalidad sea subvertir el orden social o económico, alterar la paz pública, desestabilizar el sistema político o provocar un estado de terror. Pese a que casi todo puede ser hoy terrorismo, es muy difícil sostener que las bestias que apalizaron a los guardias lo hicieran con alguna de las finalidades que señala el artículo 573. Pero las víctimas eran guardias civiles y el entorno geográfico era el que era, dos circunstancias que no aparecen en la regulación del delitos pero que no cabe duda de que fueron determinantes para establecer esa calificación –¿acaso les habrían imputado terrorismo si la agresión hubiese ocurrido en Sevilla y las víctimas fueran ciudadanos corrientes?– Surge de nuevo la duda razonable de si la calificación del delito, en vez de obedecer a una aplicación objetiva del código, no estará buscando incrementar el castigo. Por cierto, vista la amplitud de los delitos de terrorismo y teniendo en cuenta las finalidades de los impulsores del procés, llama la atención que no se los hayan imputado. Quizá sea que en el caso del Puchi y colegas sonaría más estrambótico que en el de los del bar de Alsasua.

El último ejemplo que he citado puede que sea el menos pertinente al objeto de este post. Porque he de admitir que decir “los Borbones a los tiburones”, “me cago en la monarquía, en el Rey y en todos sus cuerpos represivos” o “Nazi-onales para proteger al hijo de putero del rey FeliPP. Santa Cruz de Tenerife colapsado por la visita de éste cabrón” pueden considerarse dentro de los supuestos delictivos de los artículos 490.3 y 491. Ahora bien, cuesta entender que exista este delito. En mi opinión, si ha de existir, debería regularse para que sólo cupiese aplicarlo con criterios muy restrictivos en los que no entrarían comentarios que, aún revelando el evidente mal gusto y escasa educación del que los profiere, no expresan más que un sentimiento antimonárquico que no debería penarse. (Por cierto, según denuncian los amigos de ese chico, entraron en su casa 20 policías con la cara tapada, rompiendo la puerta a patadas, deteniéndole e incautando ordenador y teléfono; un operativo un tanto exagerado, diríase). En fin, que el comportamiento reciente del Poder Judicial da motivos de preocupación..

martes, 17 de abril de 2018

Diccionario de gestos

Andrea de Jorio nació en 1769 en Procida, una pequeña isla de apenas cuatro kilómetros cuadrados enfrente del extremo Norte de la bahía napolitana, entre la costa y la más famosa de Ischia. Conviene recordar que por aquellas fechas el reino de Nápoles era gobernado por los Borbones; de hecho, durante la mayor parte de su vida, Andrea fue súbdito y servidor de Fernando, tercer hijo varón de nuestro Carlos III (que fue rey de Nápoles y luego de las Dos Sicilias entre 1767 y 1825, salvo el lapso de la República Napolitana impuesta por Bonaparte). Pero volvamos a de Jorio: estudió en el seminario arzobispal de Nápoles (lo que me hace pensar que provenía de familia de posibles) y se ordenó sacerdote. Enseguida mostraría sus dotes, porque en 1805, en la mitad de su treintena, en los momentos álgidos de las guerras de los monarcas absolutistas europeos contra los ejércitos imperiales y revolucionarios de Napoleón, fue nombrado canónigo de la Catedral de la capital de Campania. En 1810 le nombran inspector general de instrucción pública del reino y al año siguiente pasó a ser conservador de la sala de los vasos etruscos del Real Museo Borbónico. Ahí le nació el interés por las antigüedades, y empezó a patearse excavaciones, a investigar y descubrir, y finalmente a publicar y convertirse en una de las autoridades más reconocidas en la arqueología de la región, prestigio que mantuvo hasta finales del XIX.

Pero el bueno de Andrea no debe su fama a la arqueología sino a su afición por la aspaventosa gestualidad de sus paisanos de la que, a través de la comparación con representaciones pictóricas de sus antigüedades, trazó la genealogía hasta emparentarla con la de los colonos griegos que fundaron la ciudad setecientos años antes de Cristo. En 1832 publicó La mímica degli antichi que, según no pocos estudiosos, convierte a De Jorio en el precursor o fundador de este campo de la etnografía. Sin embargo, gracias a un artículo de Benedetto Croce (Il Linguaggio dei gesti, en el número de enero de 1931 de la revista La Critica), descubro que, doscientos y pico años antes que el napolitano, un tal Giovanni Bonifacio (1547-1635), jurisconsulto y súbdito de la República de Venecia, escribió un grueso volumen titulado “El arte de los signos, con la cual, formándose un discurso visible, se trata de la muda oratoria, que no es otra cosa que un elocuente discurso”. Tan expresiva cabecera nos permite deducir la intención política del autor en unos tiempos en que a menudo no convenía ser demasiado explícito con las palabras (hemos avanzado, pero aún no hemos llegado). En todo caso, Bonifacio, pese a haber recopilado y descrito más de seiscientos gestos, casi ha quedado olvidado, si no fuera por el reconocimiento de eruditos como Croce.

La wikipedia italiana registra una anécdota paradójica del canónigo catedralicio: pese a haber descrito detalladamente el gesto delle corna que entre los italianos se usa como conjuro para evitar la mala suerte, lo cierto es que el hombre tenía fama en Nápoles de ser uno de los mayores gafes de la ciudad. Así, por ejemplo, y según cuenta Dumas en su libro de viajes El Corricolo, estuvo larguísimo tiempo solicitando audiencia ante el Rey para presentarle una publicación y cuando por fin se la conceden es en la fecha de la muerte del monarca. Pero, prescindiendo de chismorreos banales, dejemos constancia de que el libro se lo dedicó al entonces príncipe heredero de Prusia, el futuro Federico Guillermo IV (1795-1861), que tiene 380 páginas de texto y 19 de ilustraciones y que entre las primeras y las segundas aparece un escrito de Giuseppangiolo del Forno (del cual solo he averiguado que escribió en 1837 una carta sobre el contagio del cólera) en el cual se dice lo siguiente: “Ahora nuestro célebre señor canónigo Andrea de Jorio, más conocido entre los extranjeros, pese a estar junto a nosotros por su literatura y por su exacto conocimiento de todos los monumentos de la siempre venerada Antigüedad, motivos por los cuales será eternamente famoso y estimado en el Reino de Nápoles, ha sabido con inmenso trabajo interpretar y dilucidar los gestos de los antiguos de los vasos, las pinturas, los bajorrelieves, las obras clásicas … Y además se ha esforzado en demostrar, con razones muy convincentes, que la mímica que ellos usaban mantiene una estrecha relación con la gestualidad del pueblo napolitano, colonia en un tiempo de la gloriosa Atenas.” Tantas loas fueron confirmadas años después nada menos que por Wilhelm Wundt, el fundador de la psicología experimental (aunque Croce en el artículo citado desdeña las aseveraciones del alemán). Todo ello nos lleva a pensar que la publicación del canónigo debió ser, en efecto, la que marcó los inicios del interés por este lenguaje no verbal, por sistematizar y comparar los distintos gestos que existen en todas las culturas.

Que yo conozca a Andrea de Jorio y su obra no es mérito de mi enciclopédica cultura sino consecuencia de que una amiga y compañera de trabajo me trajo ayer un librito titulado Supplemento al dizionario italiano, publicado en 1963. El libro, desde el punto de vista de su composición, es una preciosidad, lo cual no debe sorprender pues su autor es nada menos que Bruno Munari (1907-1998), sin duda uno de los grandísimos del diseño del siglo pasado. Pero evitaré divagar a propósito de Munari (quizá en otra ocasión), para referirme a esta obra concreta. El esquema compositivo es sencillo: las páginas a la izquierda (pares) contienen en cuatro idiomas (italiano, inglés, francés y alemán; niente spagnolo) los textos que explican las imágenes que aparecen en las correspondientes páginas a la derecha (impares, aunque éstas sin numeración). Las primeras páginas recogen antiguos gestos napolitanos, algunos de los del canónigo y estampas de comportamientos de la vida social napolitana, todos ellos ilustrados con dibujos. Luego, a partir de la página 20, desfila un catálogo de gestos, uno por hoja, con su descripción textual y una fotografía en blanco y negro. He de señalar que en la introducción se habla de De Jorio añadiendo que “con el pasar del tiempo y el difundirse de los napolitanos, muchos de estos antiguos gestos han devenido de uso nacional y algunos incluso son comprendidos en muchas partes del mundo”. Concluye el prologo asegurando que lo que se pretende con la documentación aportada es facilitar la comprensión a los extranjeros que visitan Italia (de ahí lo de suplemento al diccionario).

Dos breves notas para concluir. Primera, que después de disfrutar con la contemplación de tan atractiva colección de gestos, se me hace difícil admitir que la mayoría de ellos sean de origen napolitano, siquiera italiano. Porque, salvo unos pocos de inconfundible sabor latino (los ya mencionados cuernos, el de rotar la mano con el pulgar e índice extendido que significa “nada”, o el de las manos con los dos índices juntos señalando hacia abajo que alude a un acuerdo secreto), casi todos son de universal entendimiento (al menos en mi entorno). Me resisto a admitir que provengan de Nápoles, pero quién sabe. La segunda consideración es que con una rápida búsqueda he podido comprobar que en Internet hay unos cuantos diccionarios de gestos (por ejemplo, esta web de gestos españoles que no está nada mal). O sea, que probablemente este librito haya quedado obsoleto. Sin embargo, estoy seguro de que a principios de los sesenta llamó poderosamente la atención (si no, Munari no se habría lanzado a la empresa) y, en todo caso, pese a ese aire trasnochado –o precisamente por ello– guarda un encanto que difícilmente puede sustituir Internet.

viernes, 13 de abril de 2018

Franco y Cifuentes

Se ha levantado la veda, la cacería de políticos con títulos falsos será por un tiempito el deporte de moda entre periodistas profesionales y aficionados. Las piezas a cobrar están en muchas instituciones aunque de momento el campo más batido va siendo el Parlamento madrileño. Los espacios de búsqueda, claro está, son las universidades; por ahora, qué duda cabe, la Rey Juan Carlos es la más fértil en trofeos (me pregunto si algo tendrá que ver el nombre que le pusieron, el de un rey que no cabe vincular precisamente con el esfuerzo honesto). Ayer, los de OKdiario anuncian como gran exclusiva que José Manuel Franco Pardo, un lucense de 60 años que es actualmente el secretario general del PSOE de Madrid y parlamentario de la Asamblea de dicha Comunidad, falsificó su currículum oficial y se inventó una licenciatura en Matemáticas. Como es obvio, enseguida no pocos han puesto el grito en el cielo, acusando a los socialistas de doble moral. Valgan como muestra las declaraciones del más desaforado de los vates peperos, el ínclito Rafael Hernando. En los pasillos del Congreso ha manifestado con su desparpajo habitual que está absolutamente perplejo ante la cara dura de un tipo que va a pedir la dimisión de Cifuentes cuando él ha falsificado. Añade Rafa que lo de Franco es mucho más grave que lo de Cristi porque el primero ha falsificado toda una carrera mientras que la segunda ha sido simplemente víctima de una mala praxis de la universidad.

La Asamblea de Madrid, cada legislatura, elabora un fichero con los datos básico de cada diputado: foto, nombre, fecha y lugar de nacimiento, estudios, cargos profesionales. En las fichas de Franco correspondientes a la IV (1995-1999) y V (1999-2003) Legislaturas consta “Licenciado en C.C. Matemáticas”. Esas fueron las dos primeras legislaturas en las que fue parlamentario (Cifuentes empezó en la anterior, en 1991); a partir de la siguiente (de la VI a la X actual) no aparece ya esa falsa licenciatura. Preguntado por los periodistas, Franco ha reconocido que es cierta la noticia, añadiendo que no fue él quien dijo que era licenciado en Matemáticas y que, al darse cuenta, en 2003, ordenó que se corrigiera. Hay aquí ya una primera diferencia entre los dos casos: uno reconoce la veracidad de la información, la otra la niega. Como Cristina niega que haya falsificado su máster, Hernando (y el partido en su conjunto de momento) puede decir que no lo ha falsificado (es una víctima de una universidad chapuza), mientras que como Franco no lo niega, puede acusarle de falsificador. Es decir, el cinismo del portavoz del PP llega al extremo de convertir una virtud –decir la verdad– en agravante, a costa de cerrar filas en torno a la que incuestionablemente es una mentirosa. Es posible –probable dirán algunos– que Franco también haya mentido. Pero de momento ha dado una explicación (que él sólo había contado que había sido profesor de matemáticas y alguien le añadió lo de licenciado) que no resulta imposible de creer (quizá alguno de su partido que quiso darle más categoría). Y, ante la ausencia de más argumentos hemos de partir de que dice la verdad. Nada que ver con lo que ha ocurrido con Cristina Cifuentes que no es capaz de hacer ningún relato de inocencia (ni siquiera pido pruebas) que sea congruente, ante la cantidad de datos que apuntan a la conclusión contraria.

De otra parte, hay otras varias y obvias diferencias entre los casos Franco y Cifuentes. El del PSOE puede haberse arrogado una titulación que no tenía, pero eso no alcanza ni de lejos a conseguir fraudulentamente un título con la complicidad de la Universidad aprovechándose de su cargo. El del PSOE pudo haber mentido pero enmendó la falsedad hace ya quince años, mientras que la presidenta madrileña se mantiene en sus trece. Este comportamiento de la Cifuentes es el que me parece más grave, porque trasluce su convencimiento –compartido por muchos dirigentes políticos– de que da igual lo que se haga porque en poco tiempo lo olvidaremos. Así demuestran una vergonzosa arrogancia que les lleva a sentirse impunes, a insinuar subliminalmente que su cargo electo (a mí me han votado los madrileños) les otorga una singular carta de impunidad. Y lo malo es que, hasta determinados límites, aciertan en esa manera de pensar, lo que desde luego dice bien poco de nosotros, sus votantes. No obstante, digo que “hasta determinados límites” porque en el caso de Cristina ésos han sido sobrepasados; no creo que a estas alturas le quede ninguna opción de supervivencia.

Esa arrogancia a la que me refería también lleva a muchos políticos a suponer que los españoles somos tontos (y de nuevo, en gran proporción, aciertan) tratando de vincular argumentativamente los dos casos. Es la aburridísima por repetida técnica del “y tú más”. Pero la machaconería pareciera que funciona; dicho de otra forma: pareciera que gran parte de la población admite que si se imputa una culpa a A, la posterior imputación de una culpa similar a B, exime a A. Se trata de extender la mierda lo más posible de modo que el enmerdado inicial ya no destaque. Sí, A es un corrupto, pero si todos lo son no lo es nadie, ni siquiera A. A este método sofista recurrió ayer Hernando (la propia noticia de OKdiario responde a las mismas intenciones). Por eso, por honestidad intelectual, porque se debe denunciar a quienes buscan la idiotización de la ciudadanía (cuanto más idiotas más manipulables seremos), debe dejarse claro que en nada, en absolutamente nada, influye la supuesta mentira de Franco en “el caso Cifuentes”. Todo aquél que ahora, justo ahora, se cebe en este nuevo asunto es sin ninguna duda un deshonesto intelectual. Como lamentablemente van a insistir en ese camino, lo que habría de hacer José Manuel Franco es dimitir de su escaño. No porque haya mentido (que sería irrelevante si no hubiera estallado el caso Cifuentes) sino para desmontar el recurso al sofisma y dejar más desnuda aún a la presidenta madrileña. No ocurrirá, me temo; como tampoco que se siga intentando esparcir mierda y rebajar a niveles ínfimos el debate político. Esto expresa la calidad de nuestra democracia.

martes, 10 de abril de 2018

El jardinero imaginario

El pasado 2 de abril, gracias a Lansky, conocí a un personaje interesante, de esos que me gusta coleccionar, con vistas a volver sobre ellos. Era un tal Jorn de Précy, “un islandés nacido en 1835 en Reikiavik y muerto en Chipping Norton en 1916 después de haber vivido en plena Inglaterra victoriana, haber influido profundamente en los maravillosos jardines ingleses del siglo XX, haber estado ligado a movimientos artísticos e intelectuales como el Arts & Crafts y a personajes como William Morris y haber frecuentado los círculos radicales del socialismo utópico en plena Inglaterra victoriana. Jardinero y filósofo inglés, aunque nacido en la lejana y fría isla volcánica, ahí es nada, a eso lo llamo yo tener pedigrí. Su jardín se llamaba y estaba en un lugar llamado Greystone … y al decir de sus contemporáneos que lo conocieron era inquietante y maravilloso, tenía duendes y tenía duende. Claude Monet, que lo visitó en 1906 y que sabía mucho de jardines propios y ajenos y de cómo pintarlos y captar su luz sin aparatos de física avanzada, escribió: «el jardín del señor De Précy ofrece cuadros de un encanto intenso e indefinible que llega directo al corazón. Lo salvaje se mezcla constantemente con lo artificial, el sueño con la realidad»”. Da a entender Lansky que a este hombre lo descubrió por azar –como casi siempre ocurre–, topándose con un pequeño libro (un “opúsculo” de apenas ochenta páginas) escrito por él en un cajón al exterior de una librería de viejo de Charing Cross; se lo mercó por la módica suma de dos libras.

Ayer lunes, volvió Lansky a contarnos más sobre este jardinero filósofo; que quien primero le habló de ese jardín fue Bob Dylan. Resulta que el Nobel, cuando apenas era un veinteañero, compuso una balada folk que tituló Jorn’s wild flowers y que nunca llegó a grabar en disco oficial, pero cantó por primera (¿y única?) vez en una manifestación contra la guerra de Vietnam que tuvo lugar en Washington en 1964. Al leer estas líneas de golpe me saltaron dos alarmas. La primera fue del detector de posibles incongruencias: si la canción no se grabó, para haberla conocido Lansky tuvo que haber estado en esa manifestación de 1964; no era imposible pero … La segunda alarma tenía que ver con Dylan, de quien soy bastante fan. No voy a decir que conozca todas las canciones que ha escrito, y menos si no están grabadas, pero sí casi todas. Por eso que de repente me mencionen una nueva no puede sino excitarme la curiosidad. Pero me chocó también eso de que la hubiera cantado en Washington. En el 64 ya Bobby estaba tratando de desmarcarse de los folkies izquierdistas que querían apropiárselo como icono, así que me parecía raro que hubiese participado en un acto contra Vietnam. Un año antes, en el 63, sí había sido uno de los artistas –probablemente el más importante– que intervino en la Gran Marcha sobre Washington por los Derechos Civiles, ésa en la que Luther King dijo que tenía un sueño, ésa que se recrea en la peli Forrest Gump. Ciertamente, en esa manifestación había muchos que protestaban contra la guerra, así que a lo mejor Lansky se estaba equivocando de año. Pero son sobradamente conocidas las canciones que Dylan interpretó ese día y no, la Jorn’s wild flowers no estaba entre ellas.



Dylan es una de las personas que más frikis genera (lo mío no es nada); hay por el mundo miles de personas que se dedican obsesivamente a averiguar todo sobre él, de modo que es relativamente fácil comprobar si en 1964 estuvo en algún acto en Washington y no, no estuvo. Hay también webs que catalogan cualquier canción o poema que haya compuesto en cualquier momento de su vida y que no haya grabado; las consulto y no, no consta ningún tema denominado Jorn’s wild flowers (la de titulo más parecido es Wallflower, de 1971, que tampoco se grabó en su momento y hubo de esperar veinte años hasta la primera entrega de The Bootleg Series; por cierto, la banda de Jakob, el hijo menor de Dylan, se llama The Wallflowers). Tampoco encuentro entre la “internetgrafía” (porque no procede decir bibliografía) de Dylan los versos que cita Lansky del inicio de la canción. Ahora bien, cuando generalizo las búsquedas caigo siempre en referencias al libro de Jorn de Précy. La conclusión parece obvia: si en el único sitio que se menciona esa canción es en el libro, habrá que pensar que es una invención. Afortunadamente, la editorial Elba, que es la que ha publicado este mismo año la versión española de The Lost Garden, ofrece en la Red la lectura gratuita de la Introducción a cargo de un tal Marco Martella que la firma en 2011 y el Prefacio del propio De Précy, firmado en 1911, justo cien años antes. Ahí compruebo que, en efecto, entre las páginas 12 y 13 aparecen las referencias ya citadas a Bob Dylan y esa inexistente canción. Así que es Martella quien yerra. Pero tanto detalle no tiene pinta de error sino de mentira deliberada.

Martella es un italiano que andará en torno a la cincuentena; en algún sitio he leído que es arquitecto, pero lo que sí que es seguro es que es un historiador de parques y jardines que vive en Francia desde hace bastante tiempo y dirige una revista de excelente calidad llamada Jardins que él mismo fundó en 2010. He leído unas cuantas entrevistas suyas y lo he escuchados en tres o cuatro videos y me ha parecido un tipo muy interesante, con reflexiones atinadas y cultas sobre los espacios verdes en la historia y la sociedad humana; habré de estar atento a lo que vaya haciendo. Pero yendo al asunto: Martella publicó en 2012 el libro E il giardino creò l’uomo, en cuya introducción explicaba que se trataba de una reedición de un original de 1912 escrito por ese misterioso islandés afincado en Oxfordshire; si había querido volver a sacarlo a la luz, se justificaba, era tanto por el atractivo misterio que envolvía a ese enigmático autor como por la asombrosa actualidad de sus tesis en nuestra época (en cierto modo, presenta a De Précy como un antecesor del ecologismo). El libro italiano tuvo un notable éxito y fue comentado en varios medios de comunicación italianos. No pocos de quienes entrevistaron a Martella lamentaron la desaparición del jardín de Greystone y, a la vez, expresaron su admiración por ese excéntrico jardinero islandés que pasó inadvertido en su tiempo. En esos primeros meses, según he podido comprobar en varias páginas de esas fechas, nadie puso en duda la existencia real de De Précy. Pero finalmente se supo que todo era una invención. No sé si alguien lo descubrió o fue el propio Martella quien confesó su ardid, tan borgiano. La referencia más antigua que he encontrado a este respecto es una entrevista del 23 de abril de 2014; transcribo –traduciendo– lo que viene al caso:
  • ¿Cómo diablos se te ocurrió inventarte al esquivo Jorn de Précy?
  • Había comenzado a escribir un ensayo sobre el jardín y el genius loci y me estaba aburriendo mucho. Me pareció que sería más agradable –incluso para un hipotético lector– hacerle decir las mismas cosas a otro autor. Y que un aristocrático jardinero anglo-islandés del Ochocientos, solitario, excéntrico y un poco misántropo, las habría dicho mejor que yo. Al final, el que empezó siendo mi portavoz se convirtió en un verdadero personaje, con una biografía, un carácter nada fácil y sus gustos particulares.
Parece que, cuando se supo la verdad, hubo un cierto revuelo, con abundantes críticas aunque también no pocos elogios. Martella afirma que le sorprendió que se le diera tanta importancia a ese pequeño truco que considera un simple recurso narrativo, un modo como otro cualquiera de contar una historia; algo parecido viene a decir Lansky en los comentarios a su post, citando la serie Fargo (basada en la excelente película de los Coen) para reivindicar la “verdad de las mentiras”. Yo, ciertamente, estoy bastante de acuerdo con Martella y con Lansky; es más, me apasionan estos ejercicios narrativos (sean literarios o cinematográficos) de mezclar realidad y ficción y hasta he procurado practicarlos en algunas ocasiones. Como siempre he dicho, lo importante no es la escueta verdad, entendida como la coincidencia con unos hechos (además, ¿quién juzga esa coincidencia? ¿desde qué ángulo los está mirando?); mucho más atractivo y a veces hasta más “verdadero” son algunas ficciones verosímiles. Dicho en otras palabras: quizá Jorn de Précy no existió, pero eso es irrelevante, como irrelevantes seremos dentro de cien años todos nosotros, por más que nos creamos existentes. Lo importante es que Martella le dio tanta dosis de existencia que pudo haber existido; mejor aún, que existe.

PS: En España, el libro de Martella se ha publicado este año por la editorial Elba. Con ese motivo, el suplemento ICON/Design de El País le dedicó un largo y elogioso artículo firmado por Carlos Primo en el que se revela que Jorn de Précy es un heterónimo. A pesar de que, a diferencia de lo ocurrido en Italia hace ya más de cinco años, aquí se había de saber la trampa desde el principio, parece que no pocos han caído en ella. Quizá –como me hace notar Lansky– uno de ellos sea Enrique Vila-Matas, que hace solo una semana (el martes 3 de abril) publicó en El País una crítica elogiosa sobre un segundo libro de Martella –Giardini in tempo di guerra, 2015– en el que el italiano recurre al mismo truco: en este caso, el falso autor es un poeta bosnio llamado Teodor Ceric. Pues bien, Vila-Matas parece creer a pies juntillas la “mentira” que urde Martella: que le pidió que le escribiera una serie de artículos para su revista francesa (efectivamente, en varios números de la revista Jardins aparecen artículos firmados por ese otro autor ficticio). Si Vila-Matas ha sido engañado, El País debería recriminarle que no lo lea como debería ya que le pagan. Pero, claro, también podría ser que el barcelonés no quiera delatar al italiano.

domingo, 8 de abril de 2018

21 de marzo de 2018, miércoles

1. Conversación telefónica (07:25 am)
  • Maite, ¿ya lo has visto? Lo del diario.es
  • Sí. Alguien de la Juan Carlos quiere jodernos.
  • Seguro, pero ahora lo primero es parar el golpe. Ya buscaremos después al traidor.
  • ¿Te ha pillado de sorpresa? ¿No sabías nada?
  • Los del diario –Escolar, ya sabes– no suelen colaborar. Aún así, ayer llamaron al Gabinete, pero no le dieron mucha importancia. De momento no tengo muy claro lo que preguntaron y lo que se les respondió.
  • Controla ahí. No vaya a haber contradicciones desde dentro.
  • Sí, claro, ya está Marisa en eso. Pero atiende, a ti te necesito urgentemente en la Juan Carlos. Ese es tu terreno y, además, acuérdate que lo de que hiciera el máster fue idea tuya.
  • No hace falta que me lo recuerdes, Cris. De todos modos, ya lo había pensado.
  • Hay que obligar al rector a que salga al paso, que niegue cualquier irregularidad. Hay que dar carpetazo a este asunto inmediatamente.
  • Un error informático, eso es lo que he pensado. Y que luego tú te diste cuenta de que tenías dos no presentados y reclamaste.
  • Sí, parece convincente. Pero que lo hagan bien y que sean contundentes. A Escolar no es fácil callarlo, aunque ya estamos en ello por otras vías.
  • OK. Deja que pase por el despacho, ordene algunas cosas y voy para Móstoles.
  • Venga, cuento contigo. Ah, por cierto Maite, que no se te vea demasiado por allí, que enseguida empiezan a atar cabos.
  • No te preocupes. Diré que tenía que hablar con Javier acerca de una jornada sobre feminismo que van a hacer en mayo y a la que estoy invitada.
  • Vale, perfecto. Me llamas luego y me cuento.
  • Claro. Venga, un beso y ánimo; de este asunto no van a sacar nada.
2. Diálogo por Whatsapp (07:56 am)
  • Amalia, ¿le has dicho a alguien que cambiaste las notas?
  • Presidenta, qué alegría. No, no he dicho nada, claro. ¿Cómo puedes pensar eso?
  • ¿No has hablado con la prensa?
  • Bueno, me llamaron ayer por la tarde. Pero no dije nada. Ni siquiera admití que era amiga tuya.
  • Eso ya lo sabrían y, si no, que en tu perfil del whatsapp aparezcamos las dos abrazaditas y sonrientes les daría alguna pista, ¿no crees?
  • Ay, Cristina, es verdad, no se me había ocurrido. Sabes que jamás querría hacerte ningún daño, que yo te adoro. Perdóname.
  • A lo hecho, pecho; ya qué se le va a hacer. Pero por favor, borra esa foto.
  • Sí, sí, enseguida. La mantenía por lo orgullosa que me siento de ser tu amiga.
  • Vale, vale. Mira, y otra cosa. No volveremos a vernos, ni a hablar ni a mantener ningún contacto hasta que haya pasado todo esto, pero bien pasado, eh.
  • Lo que tú digas, presidenta. No imaginaba que podría ser tan gordo. Cuánta gente mala y envidiosa hay.
  • No lo sabes tú bien. Así que, Amalia, atiéndeme: borra la foto de tu whatsapp, borra el resto de fotos mías que puedas tener por internet, borra mi número de tu agenda y, desde luego, borra ésta y todas las conversaciones que tengas conmigo. Hay mucho en juego, Amalia, así que no me falles. ¿Me das tu palabra?
  • Presidenta, cuánto me duele lo que me dices. Claro que lo haré, no lo dudes, te lo prometo.
3. Reunión en el despacho del rector, Campus de Móstoles (10:22 am).
  • (Abriendo la puerta) Buenos días, Maite, qué sorpresa más agradable.
  • Hola, Javier. Muchas gracias por atenderme sin casi haberte avisado, pero es que el asunto es grave.
  • Eso me han dicho de tu oficina. Tengo una mañana bastante ajetreada pero para ti siempre hay un hueco. Siéntate, por favor, y cuéntame lo que pasa.
  • (Se sientan ambos en dos sillones separados por una mesa baja de cristal) Me imagino que no has leído eldiario.es.
  • No, qué va. Ese medio procuro evitarlo. Siempre que lo leo es obligado y para nada bueno.
  • Pues si no te importa, hazme el favor de leerlo y luego hablamos.
…..     .....     .....
  • Coño, vaya papelón. ¿Es verdad esto?
  • Tú eres quién debería saberlo. ¿Puede cualquiera cambiar unas notas del ordenador de la universidad?
  • Cualquiera no, tienen que tener permiso de acceso. Amalia, la funcionaria que cita el periódico, trabaja aquí en el Rectorado y que yo sepa no tiene ni tuvo nunca nada que ver con el máster.
  • Hay que aclarar esto, Javier, y hay que aclararlo deprisa. Ya no saben qué hacer para cargarse a la presidenta. Esto es lo último, poner en duda su currículum académico. Ya me dirás qué tiene que ver con la política.
  • Desde luego, es una bajeza. Y más porque también involucran a nuestra universidad.
  • Si esos pantallazos de los cambios de nota no son falsos, es la universidad, no la presidenta, la que tiene el problema. Por eso debes resolverlo enseguida; explicar convincentemente qué error se ha producido para que en las notas de un máster legítimamente obtenido por la presidenta constaran hasta 2014 esos dos “no presentado”.
  • Te entiendo perfectamente, Maite. No te preocupes que me pongo inmediatamente manos a la obra. En un momento localizo a Enrique; él es el responsable de ese departamento y lo controla al milímetro.
  • Enrique, sí, lo conozco bien y es de fiar. En fin, lo siento, Javier, también es mala pata que con tan poco tiempo en el cargo te caiga este marrón. Pero estamos seguros de que responderás como debes; por eso te apoyamos.
(Maite se levanta; también lo hace Javier. Se acercan el uno, dos besos en las mejillas. Maite se dirige a la puerta del despacho, que Javier le abre. Ya en el umbral, ella se vuelve).
  • Bueno, la jornada de mayo sobre feminismo va a resultar todo un éxito. Da gusto ver lo bien que organizáis las cosas.
  • Perdona, no te entiendo.
  • Claro que sí, Javier, yo hoy he venido a la Universidad para hablar contigo de esa jornada y de mi participación en ella. Para hablar sólo de eso.
  • Ah, vale.
4. Conversación telefónica (11:03 am)
  • Hola Amalia, ¿cómo está? Ya habrá leído la prensa, así que vayamos a lo que importa. ¿Es verdad que usted cambió las notas de la presidenta en 2014?
  • Buenos días, rector. Sí, es verdad. No tendría sentido que lo negara, consta mi nombre en el sistema informático. Pero no fue ningún fraude, como insinúan los de eldiario.es.


  • Pues explíquemelo bien. Porque, que yo sepa, usted nada tenía que ver en esas fechas con el máster.
  • No, pero lo que pasó es completamente inocente. A mí me llamó la presidenta, con la que tengo amistad, y me pidió si podía hacerle los trámites para que la Universidad le expediera el título del máster que había realizado un par de años antes. Entré en el sistema informático y descubrí que en una asignatura y en el trabajo de fin de máster constaba “no presentado”. La llamé y se lo dije. Se sorprendió mucho: pero eso no puede ser, Amalia, me dijo; la universidad tiene que haberse equivocado porque yo tenía todo aprobado y con buenas notas. Le prometí que haría las gestiones pertinentes y me pidió que fuera discreta; no quería que este asunto se airease. Llamé a los profesores y me confirmaron que sí, que había aprobado las dos materias.
  • ¿Y usted las cambió así, directamente?
  • Sí, la verdad es que sí. Pensé que si se iniciaba todo el trámite administrativo de rectificación del expediente académico se corría el riesgo de poner en entredicho tanto a la presidenta como a la propia universidad. Además, tenía la confirmación por escrito de los profesores. Me parecía que era suficiente y que no había de pasar nada.
  • Pues me temo que sus suposiciones fueron erróneas, Amalia. Pero, en fin, ¿guarda esas confirmaciones por escrito?
  • A raíz de la llamada que ayer me hicieron de eldiario.es, las busqué. Solo he encontrado un correo del profesor Chico de la Cámara del 23 de octubre de 2014 en el que deja claro que en su asignatura (La financiación de la Comunidades Autónomas) la alumna había obtenido una calificación de notable. No logro encontrar en mi correo nada sobre el trabajo fin de curso. Puede habérseme borrado o tal vez fue una orden verbal de don Enrique Álvarez; la verdad es que no me acuerdo bien. Pero, señor rector, le aseguro que lo hice porque me lo mandaron y con la mejor intención.
  • Bueno, Amalia, envíeme ese correo. Voy a hablar con los profesores y a ver si podemos deshacer este embrollo. Ah, por cierto, manténgase alejada de la prensa; nada de declaraciones.
  • Desde luego, don Javier, no diré nada, no se preocupe.
5. Reunión en el despacho del rector, Campus de Móstoles (12:52 pm)

(Asisten unas diez personas; está el rector con cuatro o cinco de los miembros de su equipo de gobierno, la funcionaria Amalia Calonge, los profesores Enrique Álvarez Conde y Pablo Chico de la Cámara y Maite Feitó, asesora del gobierno de Madrid y amiga personal de Cifuentes).
  • RECTOR: El asunto es grave. No sólo pone en cuestión a nuestra universidad, sino que puede abrir una crisis importante en el gobierno regional. Estamos hablando de hechos acaecidos en 2012 y 2014; como saben, yo entonces no era rector, pero estoy dispuesto a dar la cara en todo lo necesario. Eso sí, necesito que entre todos tengamos claro lo que ocurrió y que podamos responder de forma unánime a los ataques insidiosos que sin duda van a venir.
  • VICERRECTOR DE POSGRADO: Yo lo que quiero tener absolutamente claro es si la presidenta aprobó esa asignatura y presento, defendió y aprobó su trabajo de fin de máster. En mi opinión, eso es lo único que debe quedar fuera de toda duda.
  • RECTOR: Don Enrique Álvarez era el responsable del máster y, además, fue quien dirigió el trabajo a la alumna. Don Pablo Chico de la Cámara era el profesor de la asignatura “financiación de las comunidades autónomas”. Les rogaría a ambos que respondieran aquí y ahora a la pregunta del vicerrector y que nos dijeran de qué pruebas documentales disponen.
  • PROFESOR CHICO: (Titubeando y ostensiblemente nervioso) Sí, sí. Puedo decirlo porque en octubre de 2014 me telefoneó la señora Calonge para decirme que aparecía un no presentado y que la alumna había protestado. Lo cotejé con mis papeles del curso y vi que su nota era un 7,5 y así se lo dije a la funcionaria. Entonces todavía guardaba los exámenes y demás papeles, pero ya no, han pasado casi seis años.
  • RECTOR: Profesor Chico, ¿tiene usted inconveniente en poner por escrito una explicación de lo que pasó? Habría de certificar que la señora Cifuentes aprobó, que se cometió algún error administrativo o informático al pasar la calificación y que usted, en 2014, ordenó que se corrigiera. Un escrito con este contenido y su firma es indispensable.
  • PROFESOR CHICO: Ningún inconveniente, rector. Lo preparo enseguida.
  • PROFESOR ÁLVAREZ: En cuanto al trabajo de fin de máster, les confirmo que, en efecto, lo dirigí. Se titulaba “el sistema de reparto competencial en materia de seguridad ciudadana” y lo defendió ante un tribunal compuesto por tres profesoras de mi departamento, discípulas mías.
  • VICERRECTOR DE POSGRADO: ¿Se conserva el trabajo en el archivo del Departamento? ¿Y el acta del Tribunal?
  • PROFESOR ÁLVAREZ: No he tenido tiempo de hablar con mis discípulas, así que no lo sé. El trabajo quizá ya no se conserve, pero el acta seguro que sí. En cuanto acabemos aquí, llamaré a Alicia López de los Mozos, que fue la presidenta del Tribunal, para que busque el acta.
  • RECTOR: Enrique, en unos minutos tú, el profesor Chico y yo vamos a estar en una comparecencia ante los medios y diremos lo que aquí hemos hablado. De modo que doy por sentado que esa Acta va a aparecer, ¿no es cierto?
  • PROFESOR ÁLVAREZ: Sí, rector, ten la completa seguridad. La tendrás sin falta a media tarde.

6. Yendo hacia la rueda de prensa, Campus de Móstoles (13:27 pm)
(El rector y el vicerrector caminan juntos y hablan en voz baja)
  • Javier, todo es muy raro, cuando menos irregular. ¿Tú te crees lo que cuentan esos dos y la Calonge?
  • Mira, Chema, ni me lo creo ni me lo dejo de creer. Yo ahora voy a hacer una declaración institucional, pero dejando claro que son ellos quienes certifican la veracidad del máster de la presidencia. De momento, otra cosa no podemos hacer. Confío en que con esto baste, pero no te creas que las tengo todas conmigo.

7. Comparecencia del rector y los dos profesores, Campus de Móstoles (13:32 pm)



8. Almuerzo de tres profesoras, Campus de Móstoles (13:32 pm)
(Quienes han quedado a almorzar son tres profesoras jóvenes del Área de Derecho Constitucional. Las tres son alumnas del catedrático Enrique Álvarez y están bajo su tutela).
  • Bueno, como os he dicho, tenemos un buen lío encima. Hacia las once me llamó el momio … Vale, Alicia, no te me ofendas, el catedrático, si así te gusta más. El caso es que me quería advertir que se había montado un follón porque un medio digital hoy anuncia que le hemos regalado un máster a la Cifu, a la presidenta de la Comunidad. En fin, el máster es el de Derecho Autonómico del que resulta que, cuando se matriculó, en 2011-2012, yo figuraba como directora.
  • ¿La Cifuentes cursó ese máster? Primera noticia.
  • Pues sí, Clara, primera noticia para mí también. Pero parece que estuvo matriculada, aunque me imagino que ninguna de vosotras la vio por aquí; yo al menos me acordaría. Pero bueno, eso da igual. Don Enrique me ha pedido que nos reunamos con él para arreglar este asunto.
  • ¿Cómo que arreglarlo? ¿Qué quieres decir, Ceci?
  • ¿No habéis visto la rueda de prensa de hace un rato? El rector con el profesor Chico y con nuestro jefe. Han asegurado que la presidenta aprobó con notable las dos asignaturas que, según eldiario.es, tenían previamente el “no presentado”. Una de ellas era la que daba Chico, la otra es el trabajo fin de máster. Álvarez ha dicho que existe un acta de la defensa del trabajo de fin de máster. Pero no la han enseñado. Así que os pregunto: ¿qué creéis que quiere decir el catedrático con “arreglar el asunto”?
  • ¿Estás sugiriendo que nos quiere pringar en la confección de un acta falsa?
  • Muy bien, Clarita, exactamente eso. Me temo que pretende convertirnos en el Tribunal ante el cual Cristina Cifuentes defendió su trabajo fin de máster.
  • Pues yo no voy a esa reunión, no pienso meterme en la boca del lobo.
  • Mira Alicia, como podrá imaginar, a mí no me hace ninguna gracia ni esta reunión ni nada de este asunto. Pero sabes perfectamente que si nos enfrentamos al momio estamos muertas, se nos acabó nuestra carrera en la universidad. De momento, yo le seguiría la corriente; siempre podremos, si las cosas se ponen feas, descolgarnos alegando presiones de nuestro jefe. Pero tengo clara una cosa: o estamos en esto todas juntas o yo desde luego me escaqueo.
  • OK. Perdona, me puse nerviosa. Tienes razón, Ceci. Cuentas con todo mi apoyo, pero te quiero pedir un favor enorme. Deja que no vaya a esa reunión, dile a don Enrique que no me has localizado, lo que sea. A cambio tienes mi consentimiento para hacer en mi nombre todo lo que haya que hacer, hasta firmar por mí en el acta si es necesario. Sé que es una putada pero no me siento capaz (Alicia aquí rompe en sollozos).
  • Calma tía, coño, que te está mirando la gente. Pero leches, Clarita, ahora también tú el lloriqueo. Venga, de acuerdo, iré sola pero con una condición. Cuando “arreglé” con el momio el acta o lo que sea, le pediré que os envíe a cada una un whatsapp explicando lo que hayamos hecho, y vosotras inmediatamente le contestáis que estáis de acuerdo. Es el compromiso mínimo, mucho menos que en el que me meto yo. ¿De acuerdo?
(Las otras dos, Alicia y Clara, aceptan el trato. Acaban el almuerzo casi sin hablar, con los ceños fruncidos)

9. Cena de Cristina con su marido, domicilio particular, Madrid (21.36 pm)
  • Llevo todo el día con el maldito máster pero parece que ya estoy en condiciones de sofocar el boquete. En un rato me vuelvo a la Puerta del Sol a grabar un mensaje.
  • Cris, ¿no sería mejor que frenaras la bola de nieve, que no te empeñaras en seguir por ahí?
  • ¿Qué quieres decir, Javier? No tengo otra opción.
  • Lo tenemos jodido, sí. Pero si tu versión se desmorona el asunto va a ponerse mucho peor. No sé, podrías decir que en 2014 te llamó esa funcionaria, Calonge, para decirte que tenías el máster,, que tú no te acordabas de nada, que creías que no lo habías acabado pero que no estabas segura (puedes achacarlo al accidente, qué sé yo). En fin, que dudaste y, después de todo, a nadie le amarga un dulce y por eso fuiste a recogerlo. Pero que si resulta que no lo llegaste a acabar, pues nada, pides perdón y renuncias al título.
  • Javi, por Dios, ¿tú en serio crees que se van a tragar esa milonga? Además de mentirosa quedo como idiota. No, cariño, no puedo hacer otra cosa que echar p’alante. Tengo el apoyo de la universidad: ya has visto la conferencia de prensa. Además, hace un par de horitas, gracias a las gestiones de Maite, hemos recibido documentación bastante sólida, entre otros papeles, el acta del Tribunal que calificó mi trabajo de fin de máster.
  • Espero por tu bien, por el bien de todos nosotros, que sepas lo que estás haciendo. Cruzaré los dedos.

miércoles, 4 de abril de 2018

Desviar la atención / Minimizar

El pasado sábado 24 de marzo dediqué una entrada al asunto del máster de la presidente madrileña. Por entonces ya se sabía casi todo lo que ahora se sabe –eldiario.es ha seguido publicando algunos datos más que refuerzan los indicios de que Cifuentes obtuvo ese título fraudulentamente– y la protagonista ya se había instalado en un silencio en el que sigue, desusado en ella, que parece que ha de romper esta tarde en la Asamblea de la Comunidad. Veremos qué explicaciones da, aunque no me extrañaría que, como ayer insinuó Rajoy, no haga sino repetir que ya mostró las pruebas de su inocencia y que no tiene nada más que añadir. A mí me parece muy difícil que sea capaz de construir un relato de la legalidad de su máster (incluso sin probarlo documentalmente) en el que todas las “irregularidades” que ha venido acumulando la investigación periodística encuentren un acomodo verosímil. Pero esperemos, aún con escepticismo, a ver si nos sorprende, a ver si es capaz de responder convincentemente, por ejemplo, a la docena de preguntas que ayer enunció eldiario.es, sin duda para que sirviera de guía a los parlamentarios madrileños.



Pero antes de que asistamos al desenlace (¿o no?) de este culebrón, quiero ocuparme de otra cuestión relacionada: las reacciones de no pocos comentaristas políticos tendentes a minimizar el affaire. La primera muestra de esta actitud se manifestó casi nada más saltar las noticias: todo esto ocurría porque Cristina Cifuentes era una “pieza de caza mayor”, una política con muy prometedor futuro y que tenía muchos enemigos, especialmente dentro de su propio partido. Lo que se viene a insinuar es que la investigación periodística no es tal, sino una campaña orquestada para hacer daño. A Raquel Ejerique (la que destapó el asunto) le habría llamado alguna “garganta profunda” para chivarle lo que luego ella iría publicando. Los sostenedores de esta tesis no llegan a tanto, pero no cuesta mucho, si nos sumergimos en esas aguas conspiratorias, pensar que se han construido falsamente todos los indicios incriminatorios que luego se filtraron a la prensa. La propia Cifuentes –cómo no– se ha apuntado a esta interpretación asegurando de que está convencida de que van contra ella justamente por ser quien es, la más firme luchadora contra la corrupción (¿estará escupiendo contra el viento?).

Quienes pretenden explicar el asunto refiriéndolo como una cacería ni explican nada ni hacen ningún favor a la libertad de prensa, que se supone que ha de ser un elemento fundamental de contrapeso a los abusos del poder. La gran mayoría de esos comentaristas se tildan a sí mismos de periodistas sin que ello sea óbice de denigrar el trabajo de investigación de unos colegas. Tampoco paren dar credibilidad a las repetidas protestas de Ignacio Escolar en el sentido de que lo que han venido publicando no lo han hecho con intenciones políticas (para cargarse a Cifuentes que no les gusta) y que lo habrían hecho en cualquier otro caso (aunque hubiera sido de un partido político “amigo”). No voy a decir asegurar que no pueda haber algo de verdad en las tesis conspiratorias porque lo desconozco, pero lo que tengo claro es que poner en duda la independencia de una labor periodística exige presentar argumentos, no basta con soltar que todo esto ocurre por que Cristina es una pieza de caza mayor. Pero, en última instancia, aunque fuera verdad, la cuestión central sigue ahí: ¿obtuvo o no el máster de forma legal? Por eso, en el fondo, ese “matar al mensajero” no es más que un truco para desviar la atención.

El segundo comportamiento que me ha llamado la atención fue el de otro “analista político” que escuché ayer en la cadena 24 Horas de TVE. Venía a decir el buen señor de que esta asunto del máster lo consideraba un tema menor que había alcanzado eco mediático sólo por la relevancia de su protagonista. Lo último es evidentemente cierto: si yo hubiera obtenido un máster fraudulentamente es muy probable que no llegara a ser noticia salvo, en todo caso, como ejemplificación de la poco creíble generalizada corrupción universitaria (en la universidad, como en cualquier otro ámbito, la corrupción no se desenvuelve en un marco de “igualdad de oportunidades”). También podría llegar a estar de acuerdo en que el hecho de que alguien obtenga un título irregularmente no es un asunto de gran trascendencia (aunque no diría que menor); simplemente es una muestra de que la persona es un tramposo. Y ser un tramposo sí que tiene importancia en un político
–y más en el caso de una que no ha hecho sino llenarse la boca con autoelogios a su honestidad–. Justamente con su reacción ante el ininterrumpido y muy sólido goteo de indicios que ha ido publicando eldiario.es, la propia Cifuentes desmiente este intento del comentarista al que me refiero de “minimizar” el asunto.

De otra parte, ¿viene a sugerir el señor analista que, como se trata de un tema menor, lo procedente es no hacerle caso, no dedicarle espacio en los medios? Porque, al cabo, en ambos comportamientos, tanto en el de desviar la atención como en el de minimizar el asunto, me parece a ver una peligrosa tendencia que, si no es de fomento de la censura informativa, se le parece mucho. Las más que fundadas dudas sobre la legalidad del máster de doña Cristina se habrán hecho públicas como consecuencia de una conspiración para cargarse a la presidente o no, el asunto tendrá poca o mucha gravedad … Pero todo ello son cuestiones colaterales que en nada afectan al meollo central que no es otro que desnudar la verdad. ¿O es que en este caso hay “razones de Estado” que puedan permitir defender que la verdad no debe desvelarse? No creo que quienes durante estas dos semanas han estado en las actitudes que he descrito se atrevan a afirmar eso. Por tanto, que nos enteremos de la verdad, de todos sus detalles. Luego, que se saquen las consecuencias políticas. Luego, por ejemplo y si fuera el caso, decidamos que Cristina Cifuentes debe seguir como presidenta de Madrid aunque haya hecho trampas académicas.¿Acaso no hemos tomado decisiones similares con personajes sobre los que tenemos el convencimiento de culpas bastante mayores?

lunes, 2 de abril de 2018

Malentendidos

Estela Canto (Buenos Aires, 1916-1994) fue una de las “enamoradas” de Jorge Luis Borges. Lo conoció en agosto 1944, en una velada literaria en casa de Adolfo Bioy Casares y su mujer, Silvina Ocampo, un tríplex en la esquina de Santa Fe y Ecuador, en pleno Barrio Norte bonaerense. Si los Bioy habían invitado a su selecto grupo a una joven aspirante a escritora –tenía sólo dos cuentos publicados– se debía a la intercesión de su hermano, Patricio Canto, muy amigo de Silvina. Estela cuenta en su Borges a contraluz que, aunque se había maravillado con la lectura de La muerte y la brújula, no tenía especial interés en conocer a Borges porque no le atarían los hombres de letras. Cuando en esa reunión Bioy Casares le presentó a Borges (que rondaría los cuarenta y cinco), éste con aire desatento le tendió la mano, floja y como sin huesos, y enseguida dirigió sus ojos celestes en otra dirección. A Estelea le pareció descortés y además le sorprendió que no se sintiera impresionadao por ella como en esos tiempos mostraban casi todos los hombres. Era una mujer guapa, de marcado carácter y de ideas muy liberales, incluyendo la sexualidad.

A partir de esa primera invitación Estela se convirtió en habitual en la casa de los Bioy y, por lo tanto, tuvo que cruzarse más de una vez con Borges. Nos cuenta que éste, cuando acababa de trabajar con Adolfito (por entonces escribían juntos los cuentos de Isidro Parodi), solía retirarse directamente, sin pasar a saludar a los que estuvieran reunidos en la casa. Así pasaron los meses hasta que una noche de verano antes de los grandes calores (es decir, finales del 44 o principios de 45), “por pura casualidad, Borges y yo salimos juntos de la casa. El aire estaba embalsamado, los jacarandás cubiertos de racimos de espesas flores lilas que, al caer formaban alfombras de color en torno a los troncos negros. Una brisa fresca soplaba desde el río. Era alrededor de la medianoche”. Borges le propuso que caminaran juntos, antes de meterse en el subte. Rehago la caminata gracias al GoogleMaps: recorrieron las diecinueve cuadras de la Avenida Santa Fe hasta la Plaza San Martín. Ahí mismo vivía Borges (en la calle Maipú 994), pero el escritor debía sentirse a gusto con Estela porque le propuso acompañarla hasta su casa (“la noche era tan linda, era una pena perderla, además, había trenes hasta después de la una y media), hacia el Sur. Así que probablemente degustarían las once cuadras de Maipú hasta llegar a la avenida de Mayo. Allí hicieron un breve alto en un bar (ella pidió un café, él un vaso de leche) para luego reanudar la marcha. Cuando llegaron a la avenida de Chile (probablemente caminaron las tres manzanas de Chacabuco, luego una en diagonal por Presidente Roca hasta Belgrano y de ahí tres más de nuevo en dirección Sur por la calle Piedras) estarían a solo una cuadra de la esquina con Tacuarí, donde residía Estela; pero entonces Borges sugirió acercarse al Parque Lezama (4 cuadras hacia el Este y seis más hacia el Sur). Allí, sentados en el graderío que se abre a la calle Brasil, mirando “la cúpula azul, en forma de cebolla, de la iglesia ortodoxa rusa”, estuvieron conversando (o más bien, Borges monologando) hasta las tres y media de la madrugada. A esa hora, Georgie (como lo llamaban los amigos) echó una mirada al reloj, llamó un taxi y la dejó en su casa. (Nota: en su libro, Estela da a entender que fueron grandes andarines; el recorrido de esa noche cubre unos seis kilómetros y medio: no está mal pero tampoco es para presumir).

Parece bastante confirmado que en esa primera cita peripatética Borges se enamoró de Estela (ella no tanto; dice que lo admiraba intelectualmente) e inició un cortejo singular –califiquémoslo de borgiano– que incluyó la dedicatoria de uno de sus más relevantes cuentos, El Aleph, y la petición de matrimonio hacia principios del otoño de 1945 (marzo o abril). La relación nunca llegó a cuajar, por más que durante varios meses la Canto fuera conocida como la novia de Borges. Ella finalmente se enamoró de otro hombre y se alejó, después volvieron a verse pero el escritor ya no la quería, “algo se había roto entre ellos”. Pero no es de la relación amorosa (y de las dificultades de Borges para desarrollarlas) de lo que quiero hablar, sino de cómo ésta surge, según Estela Canto, a causa de un malentendido. Aquella noche en que el escritor ya maduro se enamoró de la joven atractiva empezaron hablando de política y, como era lógico, de Perón, por entonces vicepresidente en el gobierno militar de Farrell, pero ya el líder indiscutible de los trabajadores y objeto de tan apasionadas filias como fobias. Estela y Borges eran antiperonistas, si bien con distintas apreciaciones sobre lo que había de acontecer. Ahora bien, todo el círculo de quienes se reunían con los Bioy era antiperonista, de modo que esta coincidencia no era motivo para generar ningún chispazo. Éste se produjo cuando la Canto mencionó su admiración por Bernard Shaw y citó en inglés párrafos de obras suyas. Dice en el libro: ““A él le gustó que yo pudiera citar en inglés y, a partir de entonces, el inglés se convirtió para nosotros en un segundo idioma, al cual recurría en momentos de angustia o de exaltación lírica”. De hecho, algo más tarde, cuando se detuvieron en el bar de la Avenida de Mayo, él le dijo que era la primera vez que encontraba una mujer a la que le gustara Bernard Shaw. Por cierto, ese comentario (como apunta la propia Canto) revela un pensamiento machista muy enraizado: las mujeres tenían intelectos débiles, limitados.

Pero a lo que vamos, el caso es que, si bien a ambos les gustaba George Bernard Shaw, lo que del dublinés le atraía a cada uno eran cosas completamente diferentes. A ella le interesaba “la denuncia que hace Shaw de las mentiras y convenciones sociales, la rebeldía de algunos de sus personajes”; a Jorge Luis ““las situaciones extrañas de sus dramas”. Seguramente, si hubieran profundizado en sus gustos, es más que seguro que Borges se hubiera desilusionado, sabido el poco interés que sentía hacia los aspectos sociales. Lo que pasa es que, estoy seguro, el escritor no querría profundizar. De pronto, un comentario casi frívolo de una casi desconocida hace que vibre alguna remota cuerda emocional de su interior. Y mira a la chica y se dice que es muy bella y siente que puede enamorarse (y quiere enamorarse, desde luego). Apuesto a que Borges nunca quiso conocer a Estela. En realidad, hasta esta conclusión me parece improcedente: no es que no quisiera, es que no podía, no sabía. Se montaría su propia película, la endiosó como se comprueba leyendo sus cartas. Estela Canto era una imagen creada por Borges a la que solo pedía que lo amara. Naturalmente, Estela no podía amarlo, ninguna mujer podría haberlo amado. Desde luego, la personalidad de Borges y su comportamiento en el amor era (al menos en esas fechas) en exceso extrema. No obstante, sin necesidad de ser tan obtusos como el genial literato, sí es verdad que no pocos de nosotros hemos iniciado relaciones amorosas, nos hemos enamorado, sobre la base de un malentendido. Luego pasa el tiempo y creemos que la otra persona ha cambiado, pero a lo mejor no, a lo mejor simplemente nos engañamos.