Luisa y yo hemos compartido casi quince años. Cuando nos conocimos tenía cuarenta y siete años; se ha ido con sesenta y dos. Ni siquiera he llegado a acompañarla una cuarta parte de su vida; el cáncer la segó prematuramente. Si no hubiera sido así, si hubiéramos aguantado hasta lo que hoy es una esperanza de vida razonable, podríamos haber estado juntos más de un 40% de nuestras existencias. Ese tiempo que ya no vendrá habría sido –puedo asegurarlo– el más feliz de su vida, el de recoger los frutos que tanto mereció. Ese futuro se nos ha negado, nos lo han arrebatado. Cruel injusticia hacia Luisa que escuece frecuente y dolorosamente mis pensamientos.
Pero junto a esta tristeza por el futuro que no viviremos, durante estas semanas me ha asaltado un sentimiento que me resulta curioso (aunque compruebo que no lo es tanto) y es una añoranza por la Luisa que no llegué a conocer, por esa niña, adolescente y mujer joven que fue antes de que nos encontráramos. Es un ansia de conseguir más de ella, de traer a mi corazón sus propios recuerdos para guardarla más viva. Algunas vivencias me las contó, sobre todo en los primeros años, pero ahora, cuando trato de reconstruir su pasado, me doy cuenta de que son mucho mayores las lagunas que los minúsculos peñascos en lo que apoyar los pies. Supongo que es normal que cuando dos personas se enamoran no gasten mucho tiempo informándose de sus historias pretéritas. Ahora, sin embargo, me arrepiento de no haberla sonsacado, de no haberme interesado más por conocer su vida, una vida, por cierto, nada fácil. Intentaré esbozar aquí lo que sé de esa Luisa que no conocí a modo de una primera plantilla que habrá que seguir completando con la ayuda de quienes estuvieron con ella antes que yo.
Luisa nació en Roma el 16 de enero de 1959, la segunda de seis hermanos. Su padre, Guido, era romano aunque el origen de su familia era calabrés. Su madre, Amparo, de Santa María de Guía, en Gran Canaria. Según creo recordar de lo que Luisa me contó hace mucho, sus padres se conocieron en Madrid (los presentó un hermano de Amparo) y fue un flechazo fulminante. Amparo tendría veintipocos años, así que me imagino que su emparejamiento con un italiano no debió ser un trago fácil para su familia, de raigambre y prestigio en la sociedad rural (y agraria) del Norte de la Isla en esa época gris de los cincuenta. Lo cierto es que se casaron y, después del nacimiento de Gianni, el hijo mayor, se fueron a vivir a la capital italiana y llegaron cuatro hijas: Luisa, Paola, Titta y Adriana; la última, Mavy, nacería ya en Gran Canaria.
No sé con exactitud la duración de la infancia italiana de Luisa; ni ella misma estaba segura de la fecha en que su madre, con los cinco niños a cuestas, dejó a Guido para refugiarse en Guía, con su familia. Calculo que en torno a sus once años. Entre sus papeles he encontrado un certificado de 2º de bachillerato del curso 1971-1972, que lo empezaría con doce años (un año atrasada sobre la edad normal porque, según me dijo, sus padres querían que ella y Paola fueran a la misma clase). Aunque no sepa precisarlo, parece razonable pensar que cuando dejó Italia, la infancia se acababa y aquella niña empezaba a rozar la adolescencia (preadolescentes, se dice ahora).
Lo que sí sé con certeza es que esa primera etapa de su vida la marcó muchísimo. La niña que fue –una niña preciosa como se ve en la foto– seguía muy viva dentro de la mujer que conocí. Una niña tierna y dulce pero, sobre todo, muy asustada. Había un miedo muy intenso en lo más profundo de Luisa, un miedo envuelto en dolor que ella guardaba muy dentro y al que era casi imposible acceder. Algunas veces, en momentos de mucho amor e intimidad, llegué a rozar a esa niña asustada. Pero fueron solo roces, porque Luisa se cerraba inmediatamente; era la última capa de cebolla, la que no podía quitarse, exponer a la luz. El miedo de esa niña pervivía en la mujer adulta en forma de una barrera última de desconfianza, incluso hacia las personas que la queríamos. No se me entienda mal: no es que desconfiara de mí, sabía que la amaba y ella me amaba también, lo sé. Pero había algo al fondo, un retraimiento, no sé cómo expresarlo, que parecía imposibilitarle un mayor abandono. En algún enfado le dije que no dejaba que la amase. Exageraba, pero sí que creo que esa niña asustada, para protegerse, le dificultaba abrirse del todo.
Porque a esa niña italiana le hicieron daño y cogió miedo.
Fue su padre el principal causante de ese miedo, me contó varias escenas de su infancia y el terror que los tres mayores le tenían. No sé si Guido fue un padre especialmente maltratador; tiendo a pensar que se comportaría según los patrones de la época, entre los que se contaba la severidad en la educación de los hijos, incluyendo los castigos físicos. Así fue mi infancia, también en una familia de seis hermanos. No recuerdo que nunca mis padres nos hicieran mimos o arrumacos cariñosos y sí, en cambio, los castigos (con meticulosos zapatillazos en las nalgas). Mi padre era un señor que aparecía en casa por las noches y cuya cólera nos atemorizaba. De modo que puede que mi vida de niño no fuera muy distinta de la de Luisa y sus hermanos. Sin embargo, yo tengo casi olvidada mi infancia y Luisa, en cambio, la tenía muy presente. Conmigo a su lado, la evocó muchas veces, con una mezcla muy intensa de dolor y amor, de tristeza y añoranza.
La contrapartida del padre fue, sin duda, la abuela paterna. Si aquél era la causa del miedo, ésta fue la fuente del amor. Luisa adoraba a su nonna de la que debió ser la nieta favorita. Fue una mujer que tuvo que superar dificultades enormes desde muy jovencita (la casaron siendo casi una niña contra su voluntad y escapó de Catanzaro años después con el que sería el padre de Guido), de la que seguro que Luisa heredó no pocos rasgos de carácter. Tras reconciliarse Amparo y Guido en Gran Canaria, la nonna se mudó a Las Palmas y fue un apoyo fundamental para Luisa en sus últimos años en la isla redonda. Cuando murió, muchas de sus pertenencias pasaron a Luisa, entre ellas papeles varios, incluyendo un interesantísimo documento del juicio eclesiástico de anulación matrimonial de 1938. Cuando conocí a Luisa habían pasado muchos años y, sin embargo, el amor hacia su abuela lo guardaba intacto.
Sé que durante la infancia, la familia habitó varios domicilios romanos. Muchos veranos los pasaron en Lavinio, un pequeño núcleo costero a unos cincuenta kilómetros de Roma. Cuando en nuestro primer verano hicimos un viaje por el Lazio, nos acercamos a Lavinio y localizó sin dudar la que fue la casa familiar. Llamamos a la puerta y, emocionada, le pidió permiso a la mujer que nos abrió para entrar y ver su antiguo casa de vacaciones, que recordaba casi fotográficamente. Ese día (el 21 de julio de 2006) fue el más feliz de un viaje en el que fue muy feliz. A mí, Lavinio no me pareció especialmente bonito (un ejemplo del desastroso urbanismo de los sesenta) pero para ella era su infancia, y la alegría brillaba esplendorosa en los ojos de aquella niña que entonces era una bellísima mujer.