martes, 25 de mayo de 2021

Catizone I de Portugal (2)

La primera explicación es que, en efecto, fuera Sebastián, el rey portugués, que la historia que contó fuera verdad. Esta hipótesis es casi imposible de aceptar. Por su formación y carácter no es creíble que Sebastián hubiera protagonizado esa odisea estrambótica, tan dilatada en el tiempo y en el espacio. Y todavía menos que luego se instalara en Italia suplantando a un natural del país. Además, ¿por qué se haría pasar por un Catizone real, del cual se conocen parentesco y datos biográficos? No cuadra en absoluto. Además, esta opción me disgusta porque el protagonista dejaría de ser un familiar de Luisa; no obstante, convengamos que es muy atractiva, obviamente por ser la más novelesca, la más apropiada para escribir un relato histórico de intriga. 
 
Una segunda alternativa es que Marco Tullio, advertido de su semejanza con el rey desaparecido, decidiera conscientemente montar el engaño. Casi todos los que han escrito sobre este asunto dan por sentado que así fue y, sin embargo, yo no lo veo tan claro. En primer lugar, Catizone se da a conocer la friolera de veinte años después de los hechos; ¿llevaba dos décadas dándole vueltas a la idea? No parece verosímil; más bien habría que pensar que algo ocurrió en 1598 para animarle; ¿pasaría por Messina un antiguo colega de Alcazarquivir y, recordando los viejos tiempos mientras le daban al vino en alguna taberna, tramarían el montaje? Digamos que pudo ser, pero en ese caso, nuestro hombre era un loco temerario porque no hacían falta muchas luces para prever que la empresa estaba condenada al fracaso y que el fracaso se pagaba demasiado caro, como demostraban las imposturas antecedentes. Pero es que no solo había que tener reblandecido el coco sino también estar desesperado y, la verdad, no parece que nada de eso cuadre con la personalidad y situación vital de Marco Tullio. 
 
Así que desemboco en una tercera y última hipótesis y es que Catizone no fuera Sebastián pero creyera honestamente serlo. Claro que, para pasar de repente a creerse Sebastián, algo tendría que haberle ocurrido: un golpe en la cabeza, un ictus, qué se yo, algo que le causara un trastorno psicológico que derivara a un delirio megalomaníaco. En este supuesto, nuestro hombre, de pronto, se recordaría asimismo como el rey que había sido derrotado, que luego había emprendido aquel tortuoso periplo para al cabo renunciar a sus glorias y convertirse en un anónimo comerciante en el Mediodía italiano. Pero pensaría también que de esa vida lo arrancaba la propia voluntad divina, que se le había manifestado a través de un sueño sobrenatural, de modo que estaba obligado a emprender tan santo cometido. Por supuesto, en el marco de esa demencia son irrelevantes las consideraciones sobre los riesgos que, en cambio, resultan decisivas en la hipótesis del engaño consciente. De modo que me inclino a pensar que lo que le pasó a Catizone es que se volvió loco, aunque la locura solo se manifestase en lo concerniente a su nueva identidad. Imaginemos la desolación que embargaría a sus familiares y amigos. 
 
Leo en una web que se apunta convencida a la segunda hipótesis, que Catizone planificó detalladamente la suplantación: estudio a fondo la historia portuguesa (incluyendo el idioma, supongo) e incluso, para acrecentar más su parecido con el rey Sebastián, se hizo alargar un brazo y engrosar un tobillo, operaciones que no fueron poco dolorosas. Como fuera, lo cierto es que las primeras noticias de su existencia lo sitúan en la ciudad de los canales en el verano de 1598. Parece que llegó a Venecia después de un largo itinerario desde Messina, pasando por Roma, Loreto, Verona y Ferrara. En aquellos tiempos, la República Serenísima iniciaba la que iba a ser una lenta decadencia; su existencia dependía de que mantuvieran una difícil y precaria neutralidad, evitando irritar a ninguna de las potencias que la acosaban (la España de la casa de Austria, los otomanos, los franceses e incluso el Papado). Por tanto, a sus gobernantes –el Dogo y su consejo– no les hizo ninguna gracia que apareciera entre ellos un pretendiente al trono portugués, ocupado a la sazón por un Felipe II agonizante. Y es que, por lo que se cuenta, el tal Catizone se hacía notar y enseguida consiguió el apoyo entusiasta de no pocos seguidores, en especial exiliados portugueses descontentos con el dominio hispano. 
 
De esos exiliados, los que más y más eficazmente defendieron la autenticidad del Caballero de la Cruz –que así se hacía llamar Catizone, en alusión a una orden militar que había fundado Sebastián antes de su desventurada expedición africana– fueron los frailes dominicos. Henry Kamen cuenta que, gracias a su influencia, el arzobispo dominico de Split (entonces Spalato, bajo soberanía veneciana) “acogió al pretendiente bajo su tutela y lo alojó por todo lo alto en un lugar de los alrededores de Venecia, donde se las arregló para que una serie de personajes importantes lo visitaran”. Durante el otoño de 1598, el pretendiente alternó su residencia entre Venecia y Padua (también bajo dominio véneto) y su fama fue acrecentándose y extendiéndose por toda Europa; en Londres, por ejemplo, se representaban obras teatrales cuyo argumento era la estrambótica historia del rey portugués desaparecido tras la batalla y vuelto a aparecer veinte años después en Italia. En el fondo, todos los pesos pesados de la época, incluyendo los portugueses, estaban convencidos de que se trataba de un impostor, pero era una baza atractiva para jugarla contra España, aborrecida por muchos de los países europeos. De ahí que recibiera no pocos apoyos. 
 
En noviembre, supongo que ya bastante irritado por el circo que se había montado, el embajador de España en la Serenísima, Iñigo López de Mendoza, reclamó que fuera detenido. Las autoridades venecianas tardaron en plegarse a los deseos de la que entonces era la monarquía más poderosa. En primera instancia le conminaron a que abandonara la República pero Catizone, que se sentía fuerte y protegido, se negó. Así que, finalmente no les quedó más remedio que apresar al incómodo calabrés (no tengo clara la fecha, pero antes de marzo de 1599). Sin duda, lo que el embajador habría querido es que los venecianos le entregaran al pretendido pretendiente, para escarmentarlo como merecía. Pero, por más que aquellos cedieran finalmente a las presiones españolas, llegar a hasta ese punto era incompatible con mantener una mínima dignidad de estado soberano. Y así, el tiro le salió por la culata a Don Iñigo, porque el encierro de Marco Tullio tuvo como efecto casi inmediato indignar a prácticamente toda Europa y provocar que numerosas voces reclamaran al Dogo que lo pusieran en libertad. Llegaron a Venecia cartas de Enrique IV de Francia y de los Estados Generales de los Países Bajos, entre muchas otras. Pero el mensaje más destacable provino nada menos que del Papado, según se afirma en otra web. En un Breve de 23 de diciembre de 1598 dirigido a Felipe III (por entonces con solo dos meses en el trono español) Clemente VIII escribió que “ … nuestro muy amado hijo don Sebastián, Rey de Portugal se presentó personalmente en esta Curia Romana, haciéndonos la súplica que mandáramos devolverle el reino de Portugal pues era el verdadero y legítimo rey de ella, que por sus pecados se perdió en Alcázarquivir. Mandamos, por consejo de Cardenales en Cónclave que fuera examinado con mucho detalle y se hicieron los procesos que en el Archivo de esta Curia se guardan… y verificado ante nosotros ser el propio rey Sebastián, por tal lo declaramos y sentenciamos y mandamos al muy Católico rey Felipe III de España que entregue el reino en paz, so pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda reservad a nos y no permitiendo dilaciones”. Si texto es verdad, Catizone habría sido recibido por el Papa en su camino a Venecia; aunque casi es más creíble que no y que Clemente VIII, del partido de los Cardenales contrarios a la influencia española en la Santa Sede, se lo inventara todo para incordiar los intereses hispánicos. 
 
El pobre Catizone paso unos dos años prisionero y fue sometido a intensísimos interrogatorios. Kamen dice que “a pesar de varios intentos por poner a prueba la memoria del prisionero y preguntarle por detalles íntimos de la vida de Sebastián, el mendigo salió airoso de todas las pruebas. Podía repetir detalles de conversaciones que los embajadores venecianos de la época habían mantenido con Sebastián, demostró que tenía una fortaleza física semejante a la del rey (que había sido capaz de levantar a un hombre con un brazo), y fue identificado como Sebastián por personas que habían conocido al rey veinte años atrás”. Ante tan sorprendente comportamiento del calabrés, según pasaba el tiempo su pretensión atraía más apoyos y su fama se acrecentaba. Además, durante el encierro, los frailes portugueses que eran sus más fieles seguidores (si no cómplices en la impostura) no cesaron de dirigirse a cuantas personas influyentes destacaran en Europa, no solo para lograr la libertad del preso sino, sobre todo, para inflamar un movimiento para la restauración de la corona portuguesa. Es fácil imaginar que los representantes españoles estarían bastante cabreados, intentando por todos los medios acabar con la farsa. Por su parte, las autoridades venecianas, incómodas en extremo ante tantas presiones, lo que más ansiaban era quitarse el marrón con la mayor dignidad posible. El caso es que a mediados de diciembre de 1600, para evitar verse arrastrado a un conflicto político, el Senado de Venecia decretó la libertad del prisionero, con la condición de que abandonara el territorio de la república inmediatamente. Marco Tullio era libre pero, en menos de dos semanas, echaría en falta su prisión veneciana.

miércoles, 19 de mayo de 2021

Mina

En otoño de 2011 a Luisa le vinieron las ganas de tener un perrito que le hiciera compañía en el piso. Era, según me dijo, un deseo viejo, casi de siempre, pero ahora por fin se sentía con medios y disponibilidad para atenderle. De modo que me puse a buscar y localicé a una chica argentina cuya perrita yorkshire había tenido cachorros. Me acuerdo bien de la alegría y emoción de Luisa cuando se lo dije y de esa tarde de noviembre en que fuimos a la parte baja de la Rambla (a la altura del cuartel de Almeida) donde nos esperaba aquella mujer con el bebé de apenas tres meses (al que habían cortado la cola) que enseguida se llamaría Keko. Por supuesto, Luisa 
se enamoró de Keko, desde el primer instante en que lo vio los ojos le brillaron y resplandeció su maravillosa sonrisa. A los pocos meses, sin embargo, empezó a sentir remordimientos por dejar a Keko tanto tiempo solo en el piso de San Benito; téngase en cuenta que por entonces trabajaba en el colegio de 9 a 5 con un breve descanso para almorzar. Así que desde el principio de 2012 le daba vueltas a la idea de adoptar otro perrito para que ambos se hicieran compañía pero, al mismo tiempo, le parecía que tener dos en el piso podía ser demasiado; no terminaba de decidirse. Hacia mediados de marzo, mientras seguía dudando, vi un anuncio de una familia que regalaba cachorros mezcla de yorkshire. Animé a Luisa que nos acercáramos a verlos, sin compromiso (aunque estaba seguro de lo que iba a ocurrir), y ese fin de semana nos llegamos hasta uno de los asentamientos de la costa sureste (creo que era en Los Roques de Fasnia, pero no estoy del todo seguro) y conocimos a Mina. Recién destetada, ya tenía esa mirada de desconfianza y la boca con los dientes torcidos; comparada con la canónica belleza de Keko, Mina era feíta, desde luego, pero esos rasgos “raros” son justamente los distintivos visibles de su personalidad y los que hicieron que, también desde ese primer momento, nos encantara. Más de una vez me he enfadado con algunos que la han tildado de fea. Como era de prever, regresamos con la nueva perrita, a la que Luisa bautizó con el nombre de la gran cantante italiana, a la que adoraba desde su niñez romana. 
 
Luisa tenía ya dos hijitos de cuatro patas; Keko y Mina fueron su sueño de infancia cumplido, sus niños, sus “cuquis”, como ella los llamaba. Fueron los primeros y los únicos hasta que se mudó a vivir permanentemente a la finca de Tacoronte y la familia creció con Buffy (gato), Jagger, Greta y Mayo. Como buena madre primeriza se desvivió por ellos: collares, huesecitos, suéters, chubasqueros, paseos a horas intempestivas en las pocas horas libres que le quedaban … Los fines de semana se los traía a mi casa de Santa Cruz y cambiaban el parque de San Benito por el de La Granja; el domingo tarde, la hacían rabiar remoloneando para no regresar a La Laguna (especialmente Keko). Ambos eran listísimos –y lo siguen siendo–; nos entendían todo y enseguida aprendían lo poco que Luisa quiso enseñarles. Pero Mina tenía una personalidad y unas cualidades sorprendentes. A diferencia de Keko, nunca fue nada sociable y en cuanto se le acercaba un perro a saludarla soltaba unos alaridos que pareciera que la fueran a matar, y daba unos saltos impresionantes para que la cogiéramos en brazos. Tremendamente exagerada hasta el punto, por ejemplo, de hacer miles de aspavientos y gritos de dolor si, por ejemplo, le caía una hoja sobre el lomo. Además Mina es capaz de ver la televisión; está relajada en el sofá, sin aparentemente mirar la tele, pero en cuanto aparecen animales en la pantalla –caballos, vacas, y sobre todo perros– inmediatamente levanta la cabeza y ladra. Compruebo ahora que, según National Geographic, “los perros domésticos pueden percibir las imágenes de la televisión de la misma manera que lo hacemos nosotros y son lo suficientemente inteligentes como para reconocer en ella animales que verían en la vida real, incluso si no los han visto antes, y sonidos como los ladridos”. Pues Mina no será tan excepcional, pero ninguno de los varios perros con los que he vivido, incluyendo los otros cuatro de ahora, mostró nunca la más mínima reacción ante la tele. Otra de las características de Mina es su obsesión por la comida, que siempre está buscando (hasta se mete en la huerta a desenterrar papas); de hecho, tiene sobrepeso. 
 
Pero Mina es, sobre todo, enormemente cariñosa con nosotros, con su familia (de los perros, solo con Keko, su compañero desde siempre, porque a los otros tres solo los soporta y de mala gana). A Luisa la adoraba, sencillamente. Cuando volvía a casa después de estar un tiempo fuera, se tiraba sobre ella con exagerada desesperación a besarla y reclamar sus caricias. Por supuesto, desde pequeñita ha dormido en nuestras camas. Es, de todos, la que más pendiente ha estado siempre de ella, como si tuviera miedo de perderla. Durante la enfermedad de Luisa, descubrimos hasta que punto la quería; no se separaba de ella en ningún momento, la seguía a todos lados como si de un guardaespaldas se tratase, y ese comportamiento se multiplicó en las últimas semanas. Dana cree (y yo también) que Mina lo sabía, sabía lo que iba a pasar y en la cama se acurrucaba en el huequito que Luisa formaba entre sus piernas en la cama, se ponía a su lado en el sofá, y si no había sitio se imponía y lo encontraba, la seguía al baño y la miraba fijamente hasta que se levantaba ... Por las noches, cuando Luisa se acostaba, Mina salía al porche a acompañar a Dana y mientras los demás dormíamos, se acostaba a sus pies y ambas respiraban juntas. Algunas veces, durante esos últimos días, se acercaba a mí y me pedía que la atendiera poniéndome la mano en el pecho y mirándome con sus grandes ojos, tan expresivos. Creo que me pedía explicaciones que yo no podía darle. 
 
Desde que Luisa se ha ido Mina está muy triste, es con diferencia la que más la echa en falta. Y tan triste está… que se ha puesto malita. En las últimas semanas la notábamos inquieta, haciendo sonidos extraños al respirar. Hace como un mes ya empezamos a preocuparnos y Dana la llevó al veterinario. Le dijeron que tenía una cardiopatía y que el corazón era demasiado grande. Este martes la llevé yo para que le hicieran una ecocardiografía y ésta confirmó la gravedad del diagnóstico; además, pese a llevar unas semanas tomando varias pastillas al día, la situación no se ha regularizado. Le han aumentado las dosis y tengo que controlarle la frecuencia respiratoria (no debería pasar de treinta respiraciones al minuto, pero las supera) y volver a llevarla en dos semanas. El pronóstico es malo. Todos los que han tenido perro saben el cariño que se les coge y lo dolorosa que es su pérdida y a Mina la queremos mucho, desde luego. Pero, además, sentimos que, cuando muera, se nos irá otra parte de Luisa, una muy singular. Así que, como Dana le ha escrito hoy a su madre, solo nos queda cuidarla y quererla como Luisa lo habría hecho, devolviéndole, siquiera en parte, tanto amor y compañía que le dio durante los últimos nueve años.
 

jueves, 13 de mayo de 2021

Catizone I de Portugal (1)

El rey de Portugal, Sebastián I (1557-1578), tenía desde muy niño ínfulas de cruzado, se consideraba un miles Christi llamado a luchar (y vencer) contra el poderío del Turco. No en vano pertenecía a la Casa de Avís, fundada por el maestre de esa orden militar, de relevante papel en la reconquista lusa. De otra parte, por aquellos tiempos la expansión musulmana por el Norte de África era preocupante y Sebastián estaba convencido de que había de ocuparse Marruecos para contener ese avance y evitar que los moros volvieran a la Península. Súmese a todo ello que desde hacía varias décadas Portugal mantenía una activa política colonial en el continente vecino. El resultado de todo ello fue que el joven rey se obsesionó con organizar una gran cruzada contra los emires marroquíes. En la navidad de 1576, con apenas veintidós años, se reunió en Guadalupe con su tío Felipe II, entonces de cuarenta y nueve. Éste trató de disuadirlo de lo que le parecía una campaña insensata y también contraria a sus intereses en esos momentos de mantener la paz con el Turco. No lo consiguió como tampoco algo que preocupaba especialmente: que el propio rey fuera a la batalla, arriesgándose a morir, lo que, al no tener descendencia, generaría una crisis sucesoria (así ocurrió, en efecto, y de ella sacó finalmente partido el propio Felipe II, incorporando Portugal a su corona). En suma, que el exaltado de Sebastián fue a la guerra y el 4 de agosto de 1578 en Alcázarquivir, el ejército marroquí masacró al cristiano. En esa batalla desapareció para siempre el joven monarca luso.
 
Y digo desapareció porque inicialmente no fue encontrado su cadáver, lo que dio origen a toda una leyenda mítica que se llamó sebastianismo según la cual el rey no había muerto y volvería para salvar a Portugal. Al amparo de esta creencia, durante las décadas siguientes a la funesta batalla aparecieron unos cuantos personajes que pretendían ser Sebastián y que, como era de esperar, tuvieron finales trágicos a manos de la autoridad (obviamente, el sebastianismo fue bastante incómodo para los monarcas castellanos pues cuestionaba ante el pueblo su legitimidad en el trono luso). Conozco cuatro presuntos Sebastianes y quizás hubo alguno más. El primero montó su corte en 1584 en Penamacor, un pueblo cercano a la frontera con el cacereño Valle de Jálama; fue el único que logró sobrevivir (escapó a París). El segundo había nacido en Azores y vivía como eremita en las cercanías de Lisboa hasta que, gracias a su gran parecido con el rey desaparecido y al apoyo de algunas personas con dinero, se proclamó rey en Ericeira y comenzó una campaña anunciando la pronta liberación de Portugal del yugo castellano, propiciando incluso un levantamiento armado; éste acabó decapitado y descuartizado. El tercero fue Gabriel de Espinosa, un pastelero que en 1594 apareció en Madrigal de las Altas Torres (cuna de Isabel la Católica, nada menos) declarando ser el rey luso; su impostura dio origen a una intrincada conspiración que acabó muy mal: el usurpador fue humillado, ahorcado y descuartizado. 
 
La del cuarto Sebastián era la única historia que ya conocía aunque hasta hace una semana ignoraba el nombre del protagonista. Para escribir sobre la abuela de Luisa –la nonna– indagué un poco sobre la familia Marincola y su enraizamiento en la nobleza local de Catanzaro. Todavía en el relato no ha aparecido el padre del padre de Luisa, pero falta poco. Así que he empezado a buscar datos sobre su familia, los Catizone, también de la nobleza de Calabria. Pues bien, para mi sorpresa, me entero de que el cuarto impostor (o tal vez no) se llamaba Marco Tullio Catizone. Me pongo a fantasear e imagino una historia paralela (o virtual, la llaman a veces) en la que este Marco Tullio hubiera sido reconocido como rey luso e instalado en el trono, llevándose a sus familiares a Lisboa y tres siglos y medio después un Catizone portugués habría conocido a una chica de Gran Canaria y Luisa se habría criado en Portugal y no en Italia. Me sonrío triste: cuánto me habría gustado contarle a Luisa la historia de este remoto ancestro suyo. La cuento aquí imaginando que pueda leerla; aclaro que hay varias versiones con ligeras diferencias en los detalles aunque coinciden en lo fundamental. 
 
Veinte años después de la batalla de Alcazarquivir, en 1598, se presentó en Venecia un tipo con aspecto de vagabundo que decía ser el rey Sebastián. Apiadado, lo acogió un posadero y desde ese refugio la noticia de la reaparición del añorado rey no tardó en difundirse por la República Serenísima. Para explicar su larga desaparición contaba una historia bastante estrambótica pero, precisamente por ello, muy adecuada para alimentar las ansias de los sebastianistas. Según el pretendido rey, habría logrado escapar tras la derrota protegido por unos pocos nobles. No regresó a Portugal porque se sentía culpable del desastre que había causado, sino que se encaminó hacia el Este, recalando primero en Egipto y luego en Etiopía, donde permaneció varios años en la corte del mítico rey cristiano Preste Juan. Luego pasó a Persia y se enroló en el ejército de ese reino para guerrear contra los turcos. Después de seis años de batallas, visitó Jerusalén y de ahí a Constantinopla (la capital de sus odiados enemigos). Cruzó el Bósforo y recorrió Hungria, atravesó Rusia y alcanzó Suecia. De Suecia fue a Inglaterra, donde dijo que se entrevistó con el exiliado aspirante al trono portugués Antonio de Crato (lo que éste ya no podía confirmar pues había muerto en 1595). A continuación Holanda, París y finalmente bajó a Italia. Para entonces, a través de visiones sobrenaturales, se le había hecho saber que debía recuperar su trono y la mejor forma de hacerlo le pareció que sería presentarse ante el Papa quien lo reconocería como el soberano legítimo (qué ingenuidad). Según alguna fuente, llegó a ser recibido por Clemente VIII y según otros tuvo la mala suerte de ser asaltado por unos maleantes que, antes de entrar en Roma, lo dejaron en andrajos, y pareciendo un pordiosero le negaron el acceso al Sumo Pontífice. De modo que decidió ir a pedir amparo en Venecia. 
 
Unos años después, ya prisionero en Nápoles, varios testigos lo identificaron como un comerciante de origen calabrés pero residente en la ciudad siciliana de Messina. Según parece, el apellido Catizone tendría un origen griego bizantino (provendría de khatizo, consejo, y por tanto significaría consejero o miembro del consejo), de lo que cabe deducir que la familia se remonta a los tiempos altomedievales del Ducado de Calabria, dominio de los emperadores de Oriente (que existió entre los siglos VI y XI). De hecho, el primer Catizone que he encontrado en Internet, Andrea, fue un monje eremita, discípulo de San Basilio de Cesárea, que hacia finales del siglo X era el abad del monasterio de Simeri, municipio muy cercano a Catanzaro. De otra parte, la familia Catizone aparece inscrita entre la nobleza napolitana, si bien con el título de nobile o nobiluomo, el más bajo de la escala aristocrática (por debajo del barón). Según descubro, en su origen esta distinción venía a significar sobre todo la liberación de la condición servil y de las ataduras feudales. No creo, por tanto, que en la segunda mitad del XVI nuestro Catizone fuera un aristócrata pero tampoco un campesino; seguramente la familia se adscribiría a la burguesía local de su localidad natal, Magisano, muy cercana a Taverna, ciudad que aparece repetidamente vinculada a los Catizone y que también está prácticamente al lado de Catanzaro. 
 
En la página dedicada a los Catizone de una web sobre la nobleza del antiguo Reino de Nápoles, se afirma (sin citar fuente) que Marco Tullio luchó en la batalla de Alcazarquivir. Si suponemos que tuviera más o menos la edad del rey, cabe pensar que fuera reclutado en Calabria por la administración española. Recuérdese que durante los siglos XVI y XVII, tanto Sicilia como la Italia Meridional (Reino de Nápoles) pertenecían a la monarquía española –gobernadas por sendos virreyes– y que Felipe II, aunque a regañadientes, cedió tropas a su sobrino Sebastián en apoyo de la desgraciada campaña marroquí. Incluso podemos imaginar que Marco Tullio estuviera enrolado en el contingente italiano que, a instancias del Papa, había formado el aventurero católico Thomas Stucley, para invadir Irlanda y liberarla del dominio de la pelirroja Isabel I; soldados que el inglés finalmente sumó al ejército de Sebastián. En fin, aunque no estoy convencido de que Catizone estuviera en la batalla –y de haber estado, desconozco absolutamente cómo fue a parar allí–, asumiré que así ocurrió. Haber viajado a Lisboa, confraternizado con portugueses, puede que hasta ver al Rey (o que le hicieran notar el parecido que con él guardaba) son circunstancias que contribuyen a hacer más verosímil que, veinte años más tarde, se animara a embarcarse en una impostura de ese calibre. 
 
Marco Tullio Catizone regresó a Italia, seguramente agradecido de haber escapado con vida de la cruenta masacre africana. En el blog “Los reinos de las Indias” se dice que se casó con una tal Paola Gallardeta con quien tuvo una hija; su profesión no quedó del todo confirmada pero se le presumía mercader con una economía holgada. Lo que parece más seguro (lo he encontrado en varias fuentes) es que residía en Messina, la ciudad siciliana más pegada al continente, la primera por tanto a la que se llega desde Calabria. Así que, a las alturas de 1578, tenemos a un caballero en la mitad de la cuarentena, marido y padre, que probablemente regentaría una casa comercial cuyos negocios marchaban bien, de buena posición social y reconocido en Messina … Y este hombre, de repente, decide iniciar una campaña para reclamar el trono portugués como soberano legítimo. ¿Cómo se le ocurrió tan disparatada iniciativa en la que se arriesgaba a echar por la borda una vida cómoda y aparentemente feliz? Se me ocurren tres posibles hipótesis.

domingo, 9 de mayo de 2021

María, la empleada doméstica de Umberto D.

Intento, mientras escribo sobre la abuela y los padres de Luisa, imaginar la Roma de aquellos años. Gracias a GoogleMaps y StreetView puedo identificar los domicilios y ver fotografías actuales de esas calles y edificios. Viajar en el tiempo solo es posible encontrando fotografías viejas o –mucho mejor– con películas de la época. Los años cincuenta, además, son un momento señero del cine italiano: acabada la guerra surge el neorrealismo, movimiento al cual se adscriben grandísimas obras maestras y magníficos realizadores. De modo que podemos sumergirnos en la Roma de esa década disfrutando a la vez disfrutar de unos ratos estupendos. Acabo de ver Umberto D. (1952), una de las joyas de Vittorio De Sica (y digo ver y no volver a ver porque, aunque creía que de De Sica tenía visto casi todo, nada recuerdo de esta peli; tampoco significa mucho porque mi memoria es desastrosa). El filme muestra las andanzas de un pensionista –Don Umberto, interpretado por un ilustre lingüista, Carlo Battisti– que intenta evitar que lo expulsen de la habitación alquilada en que vive. 
 
La película nos pasea por varias zonas de Roma, que me he entretenido en intentar localizar (me han faltado algunas). Pero el protagonista casi siempre se mueve por el centro, muy lejos de los barrios vinculados a la infancia de Luisa o a sus mayores. No obstante, esas escenas nos ofrecen un buen panorama de cómo eran la ciudad y sus habitantes: la gente vestida mayoritariamente de oscuro y casi todos los hombres con sombrero, los coches que todavía recuerdan los de las películas de gangsters, la abundancia de puestos callejeros, el intenso dinamismo de una urbe monumental pero plena de miseria; eran los años durísimos de la posguerra, todavía no había llegado el “milagro italiano”. La Roma de Luisa niña sería algo distinta, menos pobre; pero la que conoció Amparo a su llegada no debía ser muy distinta (solo habían pasado cuatro años) y, desde luego, esa fue la ciudad en la que empezó Guido su vida de adulto. 
 
Pero dedico este post a una escena de interior, una escena sin palabras pero de alta intensidad dramática y con un único personaje, María, la sirvienta de la casa donde vive alquilado Don Umberto. Como es sabido, una de las notas características del neorrealismo es que con frecuencia los actores no eran profesionales; tal es el caso de Maria Pia Casilio, que con solo diecisiete años y sin experiencia previa, fue fichada por De Sica, iniciando así una interesante carrera cinematográfica, casi siempre en papeles secundarios. Reconozco que no la conocía y me he quedado prendado de su expresividad, sobradamente manifiesta en el breve fragmento –solo cuatro minutos– que adjunto y comento. 
 
Como he dicho, María es la joven empleada doméstica de la casa en que vive Umberto D. El piso, de grandes dimensiones, está en un edificio de cierto empaque situado cerca de la Stazione Termini. La propietaria, una cantante con mucha vida social, alquila habitaciones (una de ellas a Umberto y otras a amantes adúlteros). María duerme en el pasillo, en una endeble cama de campaña. Muy temprano, antes de que amanezca, le despierta Don Umberto haciendo una llamada por el teléfono negro de pared que está junto a ella. Mira hacia arriba y, a través de la tela metálica de un lucernario, ve un gato que se pasea por el techo. Se endereza, aparta las sábanas, saca las piernas y, sentada de lado, se lleva las manos a la cara y tararea un instante la que me parece una canción infantil. Se la ve preocupada y sabemos que es porque está embarazada de tres meses. Tiene el pelo recogido con una extrañas pinzas y viste una camiseta blanca con una especie de delantal por encima. Se pone unas zapatillas, coge con la mano izquierda una bata ligera y se levanta. La cámara se aleja hasta el fondo del pasillo mostrándonos esa parte de la vivienda: el suelo de mosaico cerámico, las paredes con revestimiento de madera hasta media altura y luego papel pintado, pilastras decorativas, techos altos y el lucernario de estructura metálica que se adivina algo oxidada. Mientras da quince aletargados pasos que la llevan hasta una puerta de doble hoja con cuarterones, María se va poniendo la bata. 
 
Cambio de plano al abrir la puerta, la cámara está dentro de la cocina, cuyos acabados y mobiliario me recuerdan mucho la de mis abuelos. Muebles bajos de madera, con cajón superior y armario abajo, alacena alta con hojas de cristal como motivos decorativos, garrafas enfundadas en cestillos de mimbre, tarros cerámicos, interruptores de luz de los de clavija, con el cable a la vista, una cocina de gas de cuatro fuegos … Hasta ella se acerca María, somnolienta; de una cajita fijada a la pared coge un fósforo y lo enciende raspándola contra el revoco de la pared que, precisamente por eso, está llena de rayones blancos. Me acuerdo de haber visto en mi infancia esa forma de prender las cerillas, se decía incluso que traía buena suerte; desde finales del XX, al menos en Europa, ese tipo de cerillas de tan fácil encendido (strike anywhere) ya no se fabrican. Con el primer fósforo no logra encender el fuego de la cocina; se da cuenta de que la llave del gas está cerrada, la abre y repite la operación con un segundo: ahora sí. 
 
Nada más arder el fuego, María levanta la cabeza y gira el rostro hacia la cámara. Ese plano me parece bellísimo. La chica está envuelta en un aura casi majestuosa, con una mirada profunda desde sus grandes ojos negros; algo le ha llamado la atención. Camina hacia la cámara que se aparta y nos deja ver que va hacia una puerta ventana de doble hoja; se pega al cristal y mira con cierta tristeza hacia afuera: es el patio interior de manzana, al que dan las fachadas traseras de las viviendas, paredes feas y sucias, muy distintas de la cara que esos edificios muestran hacia las calles. Un gato –¿el mismo de antes?– camina precavidamente sobre la cubierta inclinada de una claraboya. Los ojos de María, tan expresivos, se mueven en todas las direcciones como si buscaran algo en el aire quieto de esa hora temprana. Tras unos segundos se da la vuelta y regresa, se llega hasta la alacena, corre una de sus portezuelas, alarga el brazo derecho y del estante superior coge una jarra metálica. Con la jarra en la mano va hasta el fregadero y abre el grifo para llenarla de agua. Mientras lo hace mira hacia arriba y, aunque no se enfoca, sabemos que está viendo hormigas corriendo por los azulejos; dobla el flexible de goma hacia arriba para mojarlas; luego bebe un chorrito y algo de agua le cae al pecho porque se sacude la ropa. Termina de llenar la jarra y con ella la mano se acerca a la mesa, sobre la que hay unos papeles, una estilográfica y un tintero. Para entonces ya existían los bolígrafos pero debían ser todavía poco habituales; de hecho yo recuerdo que en mi infancia (más de diez años después de esta película) mi padre escribía con pluma y tintero. María recoge papeles, estilográfica y tintero –¿de quién eran?– y los guarda en una gaveta. Mientras tanto, punteando sobre la música no deja de escucharse el goteo del grifo. 
 
María coge la jarra y la apoya sobre la cocina. Se queda un momento quieta, mirándola, y luego baja la vista hacia su cuerpo. Pone su mano derecha en el diafragma, marcando el abombamiento, todavía muy leve, del abdomen. Luego sube la mano a los pechos, al cuello, como si estuviera reconociéndose y al mismo tiempo mira fija e intensamente a cámara, con inspiraciones profundas, y a sus ojos asoma una lágrima. Es un breve momento de angustia y enseguida, como si no pudiera permitírselo, se mueve hacia la mesa, coge el molinillo (igualito que el que tenía mi abuela), se sienta en una silla, abre la lata del café y echa un puñado en el cacharro. Enseguida, con la lágrima resbalando muy despacio por la cara, apenas un reflejo, se pone a dar vueltas a la manivela y escuchamos el quejido de los granos al triturarse. Mientras se esfuerza en vencer la resistencia de éstos, la chica va dejándose resbalar en la silla hasta que su pie descalzo alcanza a empujar el borde la hoja abierta de la puerta para cerrarla. Entonces se endereza y vuelve a quedar bien sentada. En eso, cuando notamos que el café está casi molido, se oye un timbre. María abre más sus grandes ojos en gesto de sorpresa (¿quién toca la puerta a estas horas?), deja el molinillo sobre la mesa y con las dos manos se frota los ojos, para secar las lágrimas. Luego se levanta, abre la puerta de la cocina y, atándose la bata, se dirige a la entrada del piso. Fin del extracto.
 
 
Se tarda más en leer esta farragosa descripción (y mucho más en escribirla) que en ver este breve trocito, uno de los mejores a mi juicio de la que es una excelente película. La magistral dirección de De Sica y la no menos lograda interpretación de Maria Pia Casilio, consiguen en solo cuatro minutos que empaticemos completamente con los sentimientos y pensamientos de esa muchacha, asustada ante el futuro pero, a la vez, resignada ante la certidumbre de que nada le va a ser fácil, de que está en el lado de los derrotados. De paso, vemos uno de los interiores que mejor revela la vida cotidiana de la Italia esa época (no muy diferente eran las cocinas españolas contemporáneas). Los pisos en los que transcurrió la infancia de Luisa, de más reciente construcción y probablemente menor tamaño, no serían así, sino algo más modernos (con la modernidad en la decoración algo hortera de los sesenta). Pero posiblemente en los que viviera Guido con su madre antes de casarse sí tendrían cocinas parecidas.

viernes, 7 de mayo de 2021

El nacimiento de Luisa

Luisa, hija de Amparo Estévez y Guido Catizone, nació en Roma el 16 de enero de 1959. Los Catizone ya tenían un hijo, Gianni, que había nacido año y medio antes, en junio del 57, en la casa familiar de la madre en Santa María de Guía, en la isla de Gran Canaria. Amparo había querido dar a luz a su primogénito asistida por su tío médico y por eso, diez meses después de la boda, habían regresado a la Isla. Pero poco después del parto ya habían regresado a Roma y ahí nacerían las siguientes cuatro hijas del matrimonio: Luisa, Paola, Patrizia y Adriana. 
(Foto de la derecha: Amparo y Guido con Gianni regresando en barco a Italia en el verano de 1957).
 
Durante la estancia de los Catizone en Roma, a pesar de que cambiaron de vivienda muchas veces, salvo una excepción, todos sus domicilios se situaron en la misma zona: el extremo Norte del quartiere Trieste, casi junto a la Tangenziale Est (vía de circunvalación) y muy cerca del parque de Villa Chigi. A finales de los cincuenta, la zona en que se asentaron era de muy reciente urbanización y construcción. Los edificios, bloques de ladrillo alineados a las calles, de unas seis plantas con balcones corridos, son muestra de las viviendas sociales de la época, resultado probablemente de promociones públicas o cooperativas.¿Por qué eligió Guido esa zona de la ciudad? Me barrunto que por estar cerca de su madre, Rachele, que vivía por entonces en la zona Villa Albani y cerca de Villa Borguese, en el quartiere Salario, lindante con el de Trieste. También la nonna, a pesar de sus varias mudanzas romanas desde que llegó a la capital en 1930, había vivido siempre en ese entorno que, por tanto, era el de la infancia de Guido. Sin embargo, supongo que esos barrios serían prohibitivos para un joven recién casado que trataba de ganarse la vida. De modo que buscaría domicilios más accesibles y, por tanto, hacia la periferia, pero en la misma banda radial de su madre (la estructura urbana de Roma es marcadamente radiocéntrica), definida por las vías Salaria y Nomentana. La posterior larga fidelidad de Guido al barrio obedecería luego –pienso yo– a que en esa zona habría ido articulando sus intereses comerciales, que empezaron con un negocio de compraventa de coches.
(En el plano de Roma adjunto, el círculo rojo la zona de los Catizone y el azul la de la nonna).
 
Luisa nació en una clínica privada, la Casa di Cura “Villa Mafalda”, apenas a ochocientos metros de donde vivían sus padres. La cercanía al domicilio explica sobradamente que allí fuera Amparo a dar a luz, aparte de que tenía prestigio (de hecho, allí nacerían también las siguientes tres hermanas). No obstante, teniendo en cuenta que por entonces la situación económica de los Catizone no era boyante, sorprende que acudieran a un establecimiento privado que, al menos en los últimos años, tiene precios muy caros (de hecho, he encontrado algunas noticias denunciando lo escandaloso de sus tarifas). Supuse que tal vez hubiera sido la nonna Rachele quien asumiera la factura, primer acto de generosidad de los muchos que vendrían luego hacia la que iba a ser su nieta preferida; pero no, pagaron los padres de Amparo. 
 
Por cierto –y entre paréntesis– me ha llamado la atención el nombre de la clínica y, aunque he buscado un buen rato, no he logrado confirmar a qué obedece. En todo caso, decir Mafalda en Italia remite inmediatamente a la segunda hija del rey Víctor Manuel III, una princesa cuya vida y muerte (en el campo de concentración de Buchenwald, prisionera de los nazis) es ciertamente de novela. La clínica, además, se encuentra casi pegada al inmenso parque de Villa Ada que fue propiedad de los Saboya y en cuyo interior está Villa Polissena, que fue el hogar de Mafalda cuando se casó con el príncipe alemán Felipe de Hesse-Kassel. Cuando se inauguró el establecimiento sanitario –en 1954– la depuesta familia real todavía era la dueña de esa enorme finca; a lo mejor –no lo sé– la parcela en que construyó la clínica formaba parte de aquella. En fin, casi seguro que el nombre alude a la princesa Saboya, aunque no sé el porqué. 
 
Vuelvo al nacimiento de Luisa. Según me dice su madre, el embarazo transcurrió con normalidad, sin ningún problema. El parto, sin embargo, fue largo y dificultoso, tanto que las enfermeras le preguntaron si era primeriza. Diríase que la pobre niña se temía lo que le esperaba e intentaba retrasar la salida lo más posible. Pero al fin, entre las cuatro y medio y cinco de la madrugada, Luisa entró llorando en el mundo. Sol y Mercurio en Capricornio, la Luna en Aries, el ascendente en Sagitario, Venus en Acuario y Marte en Tauro, para quien tenga interés por la astrología. Pesó tres kilos y medio, valor algo superior a la media, un bebé gordito pero dentro de lo normal. No hubo ninguna complicación post parto de modo que madre e hija no tardaron en regresar al cercano domicilio familiar. Allí Luisa siguió llorando; era, por lo que me cuentan, muy llorona. No parece que se debiera a ninguna causa fisiológica; quizás, incluso recién nacidos, los niños son capaces de percibir el clima emocional de su hogar y, si es así, no me extraña que Luisa llorara, asustada por los gritos de su padre, constantemente enfadado. En todo caso, el llanto de la criatura exasperaba a Guido y durante sus primeros meses tuvieron que vivirse varias escenas desagradables, tanto como para que cuando Luisa rondaba el año, poco antes del nacimiento de Paola, la nonna Rachele se la llevara a vivir consigo y la tuviera casi dos años. Prefiero no comentar nada al respecto.

sábado, 1 de mayo de 2021

La trigésimosexta de las cien breves novelas río de Manganelli

El arquitecto al que se había confiado unánimemente la tarea de construir la nueva iglesia no es creyente. Es tolerante hacia la comunidad eclesiástica, hacia el clero; menos hacia los fieles; en cualquier caso, no es un perseguidor. Sin embargo, está absolutamente convencido de que Dios no existe, y, por consiguiente, que los sacerdotes ejecutan ceremonias desprovistas de sentido objetivo, cuya única función es la de distraer tanto a ellos como a los fieles de la conciencia de la inexistencia de Dios. El arquitecto sabe que las palabras «espíritu, alma, pecado, redención, virtud» carecen de todo significado, y, no obstante, no puede negar que entiende su sentido, al menos en la medida que le permite hablar con los clientes de la nueva iglesia. Es un buen arquitecto, sobrio e imaginativo: ha construido escuelas definidas como «llenas de luz», hospitales «serenos y acogedores», un delicado asilo de ancianos, estaciones ferroviarias funcionales; un barrio entero, que es el orgullo de la ciudad que se lo ha confiado. Ahora, por vez primera, tiene que construir un edificio que él considera totalmente inútil, incluso engañoso en la misma medida en que sea una buena obra. El arquitecto tiene una correcta conciencia profesional. En último término, construir una iglesia significa únicamente construir un edificio con un destino concreto, especificado por sus clientes. Ahora bien, sus clientes cultivan unas convicciones que él no sólo considera insensatas, sino inmorales; si le confiaran la construcción de un patíbulo, ¿aceptaría sin vacilar? Pero ¿una iglesia es un patíbulo? En cierto sentido, sí; es un lugar proyectado como estación de paso hacia la nada. Los clientes quieren eso de él: que les adorne el lugar de paso. En esto no sería diferente de los propios sacerdotes, que adornan esa nada y la ocultan tras los velos de su fantasía ceremonial. ¿Así que le sugieren que se haga sacerdote? Podría ser un sacerdote de la nada, un adornador que no oculta, no esconde, no elude. ¿Esa iglesia es un lugar falso, o un lugar engañoso pero verdadero? ¿Existe otro itinerario para entrar en la nada? «Adorna la nada, construye la nada, danos una nada eterna», les obliga a decir a los sacerdotes. Toca con la mano la hierba desguarnecida del terreno desierto, la hierba a extirpar para dar lugar a su edificio, y piensa, a un tiempo, en el altar, en los sacerdotes, en la hierba, en la nada.
 
A Giorgio Manganelli (1922-1990) se le tilda de inclasificable, pero en la literatura italiana del XX hay unos cuantos inclasificables (me viene a la cabeza Gadda, por ejemplo); en el fondo, cuando se dice inclasificable tan solo se constata que el escritor se separa de la <i>mainstream</i>, que escribe lo que y como le da la gana. Normalmente –y es el caso– los inclasificables hacen "literatura experimental". juegan con el lenguaje, con los conceptos. Son –me parece a mí– como exploradores de tierras incógnitas de difícil tránsito –malezas intrincadas, arenas movedizas, pendientes pedregosas–; quizá por eso no pueden sino avanzar breves trechos, a modo de excursiones efímeras. Leo estos cortos textos, intensos y concentrados cada uno de ellos, y descubro ideas, imágenes, formas pero –he de confesarlo– no llegan a sacudirme, a emocionarme, a apropiarse de mi atención o mi memoria. Algo me recuerda a Italo Calvino –de hecho, fue amigo y mentor suyo–, pero a éste sí lo tengo en el altar. Es el primer libro que leo de Manganelli –muy respetado pero muy poco leído– y aún no le he acabado. Me gusta, sí, pero ... Este capítulo que he transcrito –el número 36– me ha llamado especialmente la atención, sin duda por obvias razones de mi formación académica. Me ha recordado a Le Corbusier: quizá pensara algo emparentado cuando en 1950 el cura dominico Marie-Alain Couturier, que además era pintor, grabador y vidriero, le encargó que construyera una iglesia sobre una colina vecina al pueblo de Ronchamp.