La primera explicación es que, en efecto, fuera Sebastián, el rey portugués, que la historia que contó fuera verdad. Esta hipótesis es casi imposible de aceptar. Por su formación y carácter no es creíble que Sebastián hubiera protagonizado esa odisea estrambótica, tan dilatada en el tiempo y en el espacio. Y todavía menos que luego se instalara en Italia suplantando a un natural del país. Además, ¿por qué se haría pasar por un Catizone real, del cual se conocen parentesco y datos biográficos? No cuadra en absoluto. Además, esta opción me disgusta porque el protagonista dejaría de ser un familiar de Luisa; no obstante, convengamos que es muy atractiva, obviamente por ser la más novelesca, la más apropiada para escribir un relato histórico de intriga.
Una segunda alternativa es que Marco Tullio, advertido de su semejanza con el rey desaparecido, decidiera conscientemente montar el engaño. Casi todos los que han escrito sobre este asunto dan por sentado que así fue y, sin embargo, yo no lo veo tan claro. En primer lugar, Catizone se da a conocer la friolera de veinte años después de los hechos; ¿llevaba dos décadas dándole vueltas a la idea? No parece verosímil; más bien habría que pensar que algo ocurrió en 1598 para animarle; ¿pasaría por Messina un antiguo colega de Alcazarquivir y, recordando los viejos tiempos mientras le daban al vino en alguna taberna, tramarían el montaje? Digamos que pudo ser, pero en ese caso, nuestro hombre era un loco temerario porque no hacían falta muchas luces para prever que la empresa estaba condenada al fracaso y que el fracaso se pagaba demasiado caro, como demostraban las imposturas antecedentes. Pero es que no solo había que tener reblandecido el coco sino también estar desesperado y, la verdad, no parece que nada de eso cuadre con la personalidad y situación vital de Marco Tullio.
Así que desemboco en una tercera y última hipótesis y es que Catizone no fuera Sebastián pero creyera honestamente serlo. Claro que, para pasar de repente a creerse Sebastián, algo tendría que haberle ocurrido: un golpe en la cabeza, un ictus, qué se yo, algo que le causara un trastorno psicológico que derivara a un delirio megalomaníaco. En este supuesto, nuestro hombre, de pronto, se recordaría asimismo como el rey que había sido derrotado, que luego había emprendido aquel tortuoso periplo para al cabo renunciar a sus glorias y convertirse en un anónimo comerciante en el Mediodía italiano. Pero pensaría también que de esa vida lo arrancaba la propia voluntad divina, que se le había manifestado a través de un sueño sobrenatural, de modo que estaba obligado a emprender tan santo cometido. Por supuesto, en el marco de esa demencia son irrelevantes las consideraciones sobre los riesgos que, en cambio, resultan decisivas en la hipótesis del engaño consciente. De modo que me inclino a pensar que lo que le pasó a Catizone es que se volvió loco, aunque la locura solo se manifestase en lo concerniente a su nueva identidad. Imaginemos la desolación que embargaría a sus familiares y amigos.
Leo en una web que se apunta convencida a la segunda hipótesis, que Catizone planificó detalladamente la suplantación: estudio a fondo la historia portuguesa (incluyendo el idioma, supongo) e incluso, para acrecentar más su parecido con el rey Sebastián, se hizo alargar un brazo y engrosar un tobillo, operaciones que no fueron poco dolorosas. Como fuera, lo cierto es que las primeras noticias de su existencia lo sitúan en la ciudad de los canales en el verano de 1598. Parece que llegó a Venecia después de un largo itinerario desde Messina, pasando por Roma, Loreto, Verona y Ferrara. En aquellos tiempos, la República Serenísima iniciaba la que iba a ser una lenta decadencia; su existencia dependía de que mantuvieran una difícil y precaria neutralidad, evitando irritar a ninguna de las potencias que la acosaban (la España de la casa de Austria, los otomanos, los franceses e incluso el Papado). Por tanto, a sus gobernantes –el Dogo y su consejo– no les hizo ninguna gracia que apareciera entre ellos un pretendiente al trono portugués, ocupado a la sazón por un Felipe II agonizante. Y es que, por lo que se cuenta, el tal Catizone se hacía notar y enseguida consiguió el apoyo entusiasta de no pocos seguidores, en especial exiliados portugueses descontentos con el dominio hispano.
De esos exiliados, los que más y más eficazmente defendieron la autenticidad del Caballero de la Cruz –que así se hacía llamar Catizone, en alusión a una orden militar que había fundado Sebastián antes de su desventurada expedición africana– fueron los frailes dominicos. Henry Kamen cuenta que, gracias a su influencia, el arzobispo dominico de Split (entonces Spalato, bajo soberanía veneciana) “acogió al pretendiente bajo su tutela y lo alojó por todo lo alto en un lugar de los alrededores de Venecia, donde se las arregló para que una serie de personajes importantes lo visitaran”. Durante el otoño de 1598, el pretendiente alternó su residencia entre Venecia y Padua (también bajo dominio véneto) y su fama fue acrecentándose y extendiéndose por toda Europa; en Londres, por ejemplo, se representaban obras teatrales cuyo argumento era la estrambótica historia del rey portugués desaparecido tras la batalla y vuelto a aparecer veinte años después en Italia. En el fondo, todos los pesos pesados de la época, incluyendo los portugueses, estaban convencidos de que se trataba de un impostor, pero era una baza atractiva para jugarla contra España, aborrecida por muchos de los países europeos. De ahí que recibiera no pocos apoyos.
En noviembre, supongo que ya bastante irritado por el circo que se había montado, el embajador de España en la Serenísima, Iñigo López de Mendoza, reclamó que fuera detenido. Las autoridades venecianas tardaron en plegarse a los deseos de la que entonces era la monarquía más poderosa. En primera instancia le conminaron a que abandonara la República pero Catizone, que se sentía fuerte y protegido, se negó. Así que, finalmente no les quedó más remedio que apresar al incómodo calabrés (no tengo clara la fecha, pero antes de marzo de 1599). Sin duda, lo que el embajador habría querido es que los venecianos le entregaran al pretendido pretendiente, para escarmentarlo como merecía. Pero, por más que aquellos cedieran finalmente a las presiones españolas, llegar a hasta ese punto era incompatible con mantener una mínima dignidad de estado soberano. Y así, el tiro le salió por la culata a Don Iñigo, porque el encierro de Marco Tullio tuvo como efecto casi inmediato indignar a prácticamente toda Europa y provocar que numerosas voces reclamaran al Dogo que lo pusieran en libertad. Llegaron a Venecia cartas de Enrique IV de Francia y de los Estados Generales de los Países Bajos, entre muchas otras. Pero el mensaje más destacable provino nada menos que del Papado, según se afirma en otra web. En un Breve de 23 de diciembre de 1598 dirigido a Felipe III (por entonces con solo dos meses en el trono español) Clemente VIII escribió que “ … nuestro muy amado hijo don Sebastián, Rey de Portugal se presentó personalmente en esta Curia Romana, haciéndonos la súplica que mandáramos devolverle el reino de Portugal pues era el verdadero y legítimo rey de ella, que por sus pecados se perdió en Alcázarquivir. Mandamos, por consejo de Cardenales en Cónclave que fuera examinado con mucho detalle y se hicieron los procesos que en el Archivo de esta Curia se guardan… y verificado ante nosotros ser el propio rey Sebastián, por tal lo declaramos y sentenciamos y mandamos al muy Católico rey Felipe III de España que entregue el reino en paz, so pena de excomunión mayor ipso facto incurrenda reservad a nos y no permitiendo dilaciones”. Si texto es verdad, Catizone habría sido recibido por el Papa en su camino a Venecia; aunque casi es más creíble que no y que Clemente VIII, del partido de los Cardenales contrarios a la influencia española en la Santa Sede, se lo inventara todo para incordiar los intereses hispánicos.
El pobre Catizone paso unos dos años prisionero y fue sometido a intensísimos interrogatorios. Kamen dice que “a pesar de varios intentos por poner a prueba la memoria del prisionero y preguntarle por detalles íntimos de la vida de Sebastián, el mendigo salió airoso de todas las pruebas. Podía repetir detalles de conversaciones que los embajadores venecianos de la época habían mantenido con Sebastián, demostró que tenía una fortaleza física semejante a la del rey (que había sido capaz de levantar a un hombre con un brazo), y fue identificado como Sebastián por personas que habían conocido al rey veinte años atrás”. Ante tan sorprendente comportamiento del calabrés, según pasaba el tiempo su pretensión atraía más apoyos y su fama se acrecentaba. Además, durante el encierro, los frailes portugueses que eran sus más fieles seguidores (si no cómplices en la impostura) no cesaron de dirigirse a cuantas personas influyentes destacaran en Europa, no solo para lograr la libertad del preso sino, sobre todo, para inflamar un movimiento para la restauración de la corona portuguesa. Es fácil imaginar que los representantes españoles estarían bastante cabreados, intentando por todos los medios acabar con la farsa. Por su parte, las autoridades venecianas, incómodas en extremo ante tantas presiones, lo que más ansiaban era quitarse el marrón con la mayor dignidad posible. El caso es que a mediados de diciembre de 1600, para evitar verse arrastrado a un conflicto político, el Senado de Venecia decretó la libertad del prisionero, con la condición de que abandonara el territorio de la república inmediatamente. Marco Tullio era libre pero, en menos de dos semanas, echaría en falta su prisión veneciana.