miércoles, 3 de noviembre de 2021

Tres novelas cubanas

Dice la Wikipedia que “la literatura cubana es una de las más prolíficas, relevantes e influyentes de América Latina”, lo cual me ha hecho preguntarme cuánto de ella conocía. Me centro en la narrativa y veo que, cronológicamente, el primer autor que he leído es Alejo Carpentier. Lo descubrí a principios de los ochenta, después de devorar casi toda la producción de los entonces inevitables escritores del boom, y me deslumbró, muy en especial El Siglo de las Luces (1962). Poco después leí Paradiso, de Lezama Lima, de la que en estos momentos apenas recuerdo nada. En los noventa, a raíz de que le concedieran el premio Cervantes, leí Jardín, de Dulce María Loynaz (en Canarias ese premio fue muy celebrado pues se consideraba a la escritora muy vinculada a esta tierra). También en los últimos años del siglo pasado cayeron obras de Guillermo Cabrera Infante (me gustó especialmente Tres Tristes Tigres), la Trilogía Sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez y alguna de Zoé Valdés, cuyo título ahora no recuerdo. El último de los narradores cubanos a incluir en mi lista es Leonardo Padura, a quien he conocido hace no más de un par de años y del que llevo tres o cuatro novelas. 
 
Como puede comprobarse, mi personal censo, si no famélico, dista de merecer buena nota. De hecho, creo que de la mayoría de países hispanoamericanos podría citar muchos más autores leídos que de Cuba. El caso es que hace unos quince días leí El Insomnio de Bolívar (2009), ensayo bastante sugerente de Jorge Volpi sobre la realidad y la literatura de América Latina. Pues bien, hablando de la Cuba posterior al desmoronamiento del poder soviético, nos dice que “los narradores que no se han prestado al juego del oficialismo han optado por distanciarse lo más posible del poder castrista, aun si éste se empeña en convertirlos en “disidentes”, prohíbe la circulación de sus obras o los incordia de todas las maneras posibles”; añadiendo enseguida que “Más que rebelarse activamente, muchos de ellos han desertado de la política de la misma forma que sus coetáneos en otras partes: no han empleado lanchas o pateras, sino que interior, artísticamente, han roto cualquier vínculo con la Revolución y se limitan a subsistir como si sus guardianes hubiesen muerto décadas atrás”. Como ejemplo de ese diagnóstico, aporta tres obras: Todos se van (2006), de Wendy Guerra; Cien botellas en una pared (2002), de Ena Lucía Pórtela, o La fiesta vigilada (2007), de Antonio José Ponte que, para él, son “implacables retratos de la decadencia revolucionaria como si sus autores fuesen los incómodos cronistas del derrumbe largamente anunciado”. Me hice con esas tres novelas y me las he leído en esta semana pasada. 
 
Todos se van 
 
Wendy Guerra (La Habana, 1970) tenía 36 años cuando publicó “Todos se van”, su primera novela; pero para entonces ya tenía una respetable obra poética. Nació en La Habana y allí se licenció en dirección de cine. La novela que he leído adopta la forma de diario; los diarios de la protagonista que, claramente, es un trasunto de la propia autora (no se llama Wendy sino Nieve pero mantiene el apellido Guerra). Optar por el diario como estructura formal de la obra puede que sea una influencia de Anais Nin, personaje que le interesaba mucho; de hecho, en 2014 publicaría “Posar desnuda en La Habana” que creo que también adopta la forma de diario (un aprócrifo del que escribió la que fue amante de Miller). O quizá otra influencia pudo ser Anna Frank, de la cual extracta un párrafo de sus Diarios como cita inicial del libro. En todo caso, sea cual sea su origen, lo cierto es que la elección es muy acertada. Obliga al lector a seguir los acontecimientos desde la mirada de la protagonista en el tiempo real en que se van produciendo (y, por tanto, con la percepción propia de la edad correspondiente). Porque justamente de eso trata la novela, del crecimiento de una niña durante doce años, desde los siete a los diecinueve, desde 1978 a 1990; pero con la especial particularidad de que ese crecimiento se produce en un entorno asfixiante, cuya evolución se entrelaza íntimamente con la de la propia protagonista. Ese entorno, claro, es Cuba; en la primera parte (Diario de Infancia) es Cienfuegos; en la segunda (Diario de adolescencia), La Habana. Entre ambas hay un vacío de algo más de seis años (entre los nueve y los quince años). 
 
Naturalmente, el título alude a que (casi) todas las personas que acompañan a la niña y adolescente protagonista van, poco a poco, yéndose. Se van de su vida pero también se van de la Isla, como si irse, escapar, fuera el destino inevitable de sus pobladores. Ese lento pero constante goteo de huidas crea, a lo largo del libro, un clima opresivo y triste. También la protagonista quieres salir, pero a ella le es imposible, como si la hubieran castigado a permanecer hasta el hundimiento final (de su vida, de Cuba) mientras los demás la van dejando sola. El último párrafo de la novela es expresivo de esto último que comento: “Estoy en La Habana, lo intento, trato de avanzar cada día un poco más. Pero una vez helado el mar Caribe, no hay posibilidad alguna de llegar a ningún sitio. De este lado sigo escribiendo mi Diario, invernando en mis ideas, sin poder desplazarme, para siempre condenada a la inmovilidad.” 
 
Todos se van no es una lectura grata sino desasosegante, depresiva incluso. De otra parte, a mi modo de ver, no termina de ser una novela (lo cual no supone en absoluto minusvalorarla), sino más bien una especie de examen de conciencia intimista, por momentos muy pleno de lirismo (se advierte que la autora es poeta). Es, sin duda, literatura de calidad –así lo atestiguan los reconocimientos recibidos y las críticas de quienes saben mucho más que yo– y me alegro de haberla leído. No dudo tampoco en recomendarla, aunque no si lo que se quiere es pasar un rato entretenido, divertirse. Por cierto, al escribir este post, descubro que en 2015 el director colombiano Sergio Cabrera hizo una adaptación cinematográfica de esta novela; habré de verla.

Cien botellas en una pared

Ena Lucía Portela (La Habana, 1972) es dos años menor que Wendy pero empezó a publicar novela bastante antes que aquella (en 1999). Ésta que he leído, Cien botellas en una pared, es de 2002, cuando aún no había cumplido los treinta, y fue la que popularizó su nombre entre los jóvenes escritores iberoamericanos. Desde luego, revela una maestría narrativa impresionante y no me cortó en confesar que para mí ha sido un descubrimiento deslumbrador, que me parece una de las mejores novelas que he leído en los últimos años. Hay quien (una profesora de New Jersey llamada Iraida H. López) ha calificado esta obra de novela negra posmoderna, lo cual, en mi opinión, es ir demasiado lejos. No obstante, aunque sea en clave paródica (que es un elemento omnipresente a lo largo de toda la obra), sí es verdad que hay varias referencias al género policiaco que, en efecto, pueden entenderse como piezas deconstruidas. Metalenguaje (que se refuerza con una intencionada mezcla entre lo real y lo ficticio) y deconstrucción son ciertamente recursos frecuentes en eso que se llama literatura posmodernista. En el mismo plano técnico, habría que dejar constancia del excelso dominio del lenguaje; una prosa que absorbe sin dificultad pese a que responde a una complejidad sintáctica y riqueza léxica admirables. Estamos, puedo asegurarlo, ante una escritora grande.

También escrita en primera persona, ésta, en cambio, no ofrece ninguna duda en cuanto a que es una novela con todo el contenido que quiera dársele a la palabra. Una novela que cuenta una historia. Una trama argumental imaginativa, adictiva, divertida (a veces desopilante), intrigante … Y dejo de poner adjetivos porque, si no, sería el nunca acabar. El cuento avanza a saltos –cada capítulo, un salto– pero no demasiado largos, lo suficiente para que te descoloque momentáneamente pero enseguida recuperes la continuidad de la trama. Ya digo que el argumento es fantástico pero no menos lo son los personajes, un elenco de frikis habaneros absolutamente maravillosos y originales. La primera, por supuesta, la protagonista que pretende contar su historia aunque sabe que nadie se la va a creer, que cualquiera pensará que son delirios del alcohol o la marihuana o figuraciones que vienen del lado maniaco depresivo de su personalidad. Se llama Zeta Álvarez La Fronde, una mujer de unos treinta años con sobrepeso, residente en un palacete tugurizado de El Vedado que amenaza desde hace muchos años ruina inminente; su forma de hablar y comportarse es de una ingenuidad enternecedora, carente a la vez de prejuicios. El primero que aparece en la novela, sin embargo, es la pareja de Zeta (aunque darle ese título es más que discutible), un señor bordeando la cincuentena que se llama Moisés, que siempre está enfadado y que la trata a golpes. Pese a ello Zeta está irremediablemente enganchada con ese hijueputa (me encanta la grafía cubana de esta palabra) y no es capaz de dejarlo, aún sabiendo que es probable que acabe matándola. Y solo añadiré otro personaje clave de la novela, una amiga de Zeta llamada Linda Roth, judía, feminista, lesbiana, súperdotada y escritora de novela negra con altísimo concepto de sí misma (está segura, por ejemplo, que recibirá el premio Nobel). Pero hay unos cuantos más, cada uno de ellos fantástico. Y, por supuesto, el personaje omnipresente de La Habana en su agonía. También, como en Todos se van, la ciudad crecientemente deteriorada forma parte fundamental de la novela, pero aquí la protagonista la asume con una indiferencia irónica, sin que se convierte en la causa de sus males.
 
En fin, Cien botellas en una pared (alusión a una canción infantil cubana análoga a nuestros elefantes que se balaceaban en una tela de araña) es, a mi juicio, un prodigio de creatividad y un ejemplo de maestría literaria. Ni qué decir tiene que recomiendo encarecidamente su lectura.

 

La fiesta vigilada

 

Antonio José Ponte (Matanzas, 1964) ha trabajado como ingeniero hidráulico, guionista de cine y profesor de literatura. Pero obviamente, su vocación era la escritura: poesía, ensayo, cuento y, en menor medida, novela. Sin embargo, en 2003, en una terraza habanera, dos funcionarios de la Unión Nacional de Escritores y Artistas le comunicaron que se le prohibía dedicarse a la literatura en Cuba; su obra, por lo visto, no era compatible con la Revolución.

La fiesta vigilada fue publicada por Anagrama en 2007, el mismo año en que el autor se radicó en Madrid, donde parece que sigue. El libro, en la colección Narrativas Hispánicas, se califica de novela, aunque no me queda claro que tal sea su género. El narrador va paseando por los tiempos de La Habana desde la Revolución hasta el fin del siglo. Una crónica cultureta de una ciudad que perdió la fiesta en los sesenta y quiso recuperarla en los noventa (pero no alcanzó sino un remedo). Habla del Our man in Havana de Graham Greene, y de su adaptación cinematográfica de Carol Reed (esa novela, estupenda, la había leído pero no en cambio no había visto la peli, también magnífica; así que he aprovechado su recordatorio para hacerlo gracias a Youtube). Habla de Sartre y Simone de Beauvoir, de la censura oficialista, del Buenavista Social Club y los músicos cubanos. Pasa a reflexionar sobre las ruinas en general y sobre las de La Habana en concreto (se declara ruinólogo). Por último, tomando como referencia el libro de Timothy Garton Ash sobre el expediente que le abrió la Stasi, cuenta sus intentos frustrados de conseguir la información que sobre él habría ido archivando el Ministerio del Interior cubano. Esta última parte remite claramente a Kafka (El castillo) y supone un último desnudo del régimen que deja en el lector al lector (al menos a mí) un poso de tristeza.

 

No diré que no se trate de una buena obra. De hecho, he encontrado varias reseñas sesudas y elogiosas en Internet. Gustavo Faverón, por ejemplo, peruano residente en Maine cuya novela Vivir Abajo leí hace unos meses y me subyugó, dice que “el matancero Ponte es probablemente el mayor hallazgo literario de América Latina en el nuevo milenio, y solamente la irregularidad de nuestra crítica inmediata y la dificultad relativa de la obra del cubano pueden explicar el hecho de que ese reconocimiento no sea unánime”; añadiendo que “La fiesta vigilada (es) sin duda una de las cuatro o cinco mejores novelas aparecidas en los últimos diez años en español”. Pero como aquí de lo que se trata es de dar mi opinión diré que no me enganchó, que terminé de leerla casi por autodisciplina y –también es verdad– porque Cuba me interesa. Creo que lo que pasa es que es mucho más ensayo –con buena dosis de ajuste de cuentas– que novela y lo que yo esperaba era una novela. También, que empecé con ella inmediatamente acabada las Cien botellas en una pared, y después de que te han zarandeado y emborrachado en las gloriosas alturas de una maravillosa narrativa, La fiesta vigilada viene a ser una ducha fría que no sienta nada bien para la resaca.

martes, 2 de noviembre de 2021

El caso Alberto Rodríguez (6): Marchena a la carga

El 20 de octubre, al día siguiente de que la Mesa del Congreso denegase la solicitud de retirar el escaño a Alberto Rodríguez (ARR), la presidenta del Congreso recibe una carta de Manuel Marchena, presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y presidente también del grupo de siete magistrados que emitieron la sentencia que condenó a ARR. La carta rezaba lo siguiente: “Excma. Sra: Dirijo a V.E. el presente para interesar la remisión a esta Sala del informe sobre la fecha de inicio del cumplimiento de la pena de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo, impuesta a son Alberto Rodríguez Rodríguez en la causa especial 3/2019/2019, en virtud de sentencia num. 750/2021 con la finalidad de llevar a efecto la práctica de la correspondiente liquidación de condena”. 
 
Lo que Marchena quiere saber, según dice en su escrito, es desde qué día ha empezado a operar la inhabilitación de ARR para el derecho pasivo; y lo quiere saber, también según sus palabras, para determinar la liquidación de condena. La liquidación de condena es la mera concreción sobre el calendario real del tiempo en que el reo debe estar cumpliendo su pena. La liquidación de condena es un certificado expedido por el secretario del juzgado o tribunal sentenciador que detalla el cómputo de la duración de la pena impuesta en sentencia firme y que es aprobado judicialmente (concreta sobre el calendario real cuál es el tiempo que el reo debe estar cumpliendo la condena). Por lo que he consultado en la Red (tanto doctrina como jurisprudencia), cuando se habla de liquidación de condena lo habitual (por no decir más) es que se estén refiriendo a penas de prisión; la liquidación de condena tiene relevancia, ciertamente, para saber hasta cuándo va a estar el condenado en la cárcel y, en base a ese dato, aplicar, en su caso, los distintos regímenes de la privación de libertad. Hay que decir, por otro lado, que la Ley de Enjuiciamiento Criminal no menciona siquiera este trámite, lo que ha motivado que cada Juzgado y Tribunal lo lleve a la práctica según su propio criterio, que no es uniforme para todos. 
 
Así que, aprovechando ese vacío regulatorio, Marchena decidió que su Tribunal debía practicar la liquidación de la pena accesoria de inhabilitación para el sufragio pasivo, se entiende que, entre otras cosas, para notificárselo al condenado toda vez que se le están limitando sus derechos. Es decir, se supone que Marchena quería que Batet le dijera la fecha concreta en que, a través de algún acto suyo (de esto ya hablaremos), ella había hecho que ARR empezara el cumplimiento de dicha pena. Visto lo que ocurrió después, Batet debería haber contestado que el día 22 de octubre y, a la vista de esa respuesta, la Sala Segunda del Tribunal Supremo habría certificado que la pena de inhabilitación especial duraría hasta el 7 de diciembre de 2021. 
 
 Lo que he explicado es lo que decía Marchena en su escrito, eso y nada más. Sin embargo, nadie lo entendió así, ni siquiera la propia Meritxel Batet. Todos, y muy especialmente los miembros de VOX, C’s y PP, aseguraron que lo que hacía Marchena era dar un tirón de orejas a la Mesa del Congreso y al informe de los letrados, aclarándoles que la ejecución de la pena accesoria de inhabilitación implicaba el cese inmediato del diputado canario. Transcribo algunas declaraciones al respecto del mismo día 21 de octubre después de que se reuniera la Mesa y conociera el escrito de Marchena. “Reiteramos nuestra posición de que estaba clarísimo el alcance del contenido de la sentencia y su forma de ejecución. Y mucho más a partir de la recepción del oficio del Tribunal Supremo, que rompe la duda que argumentaba la mayoría de que no subsistía la pena de inhabilitación” (Ignacio Gil Lázaro, miembro de VOX en la Mesa). “La presidenta debe hacer cumplir la pena de inhabilitación al diputado de Unidas Podemos. Sería de la máxima gravedad un conflicto entre el Congreso de los Diputados y el Tribunal Supremo” (Cuca Gamarra, portavoz del PP). 
 
Estoy bastante de acuerdo con la lectura que hicieron VOX y el PP (también C’s e incluso la propia Batet) del escrito de Marchena. Es obvio que, bajo el pretexto hipócrita de la liquidación de condena, lo que deja claro el magistrado es que la pena de inhabilitación para el sufragio pasivo ha de cumplirse, no ha desaparecido por el hecho de que la pena principal de prisión fuera sustituida por multa. Lo que, en cambio, no dice Marchena es que para cumplir esa pena ARR haya de perder su escaño. De hecho, en el informe de los letrados no se dice –como da a entender el miembro de VOX en la Mesa– que la pena accesoria haya dejado de subsistir. Por el contrario, en el epígrafe II.4 de dicho informe se da por sentado su vigencia pero, motivadamente, se concluye que no parece que de la misma proceda derivar la consecuencia de la pérdida de la condición de diputado del Sr. Rodríguez. 
 
En resumen, el escrito de Marchena del 20 de octubre no aporta ningún dato nuevo que sea relevante en cuanto a cómo debe ejecutarse la sentencia. Meritxel Batet podría, en principio, haberle contestado que la pena empieza a cumplirse desde el día X, a partir del cual y durante mes y medio, el diputado ARR, que sigue en su escaño, no puede presentarse a ninguna elección o, alternativamente, haberle suspendido de su cargo durante mes y medio. Quizá una respuesta de ese tipo habría puesto a Marchena en la tesitura (sin duda no deseada por él) de dar el siguiente paso y aclarar que el cumplimiento de la pena implica la pérdida del escaño. Pero no hizo falta. Lo cierto es que, sin decir lo que implicaba la ejecución de la sentencia, logró que todos asumieran que suponía la pérdida del escaño. Un silencio muy elocuente, sin duda, o, si se prefiere, una muestra clarísima de cómo lo importante no es el mensaje explícito (el texto) sino el implícito, los sobreentendidos. Me atrevería a decir incluso que lo fundamental fue la simple aparición de Marchena en el ámbito del Legislativo. 
 
Pero, si Marchena no dijo expresamente que la pena accesoria implicaba pérdida del escaño, y este asunto cuando menos era jurídicamente discutible, ¿por qué su escrito hizo pensar a (casi) todos que eso era lo que estaba diciendo? La respuesta es sencilla: porque el extraordinario (por inhabitual) hecho de que el magistrado sentenciador se dirigiera a la Presidenta del Congreso inmediatamente después de que la Mesa decidiera, en base al informe de los letrados, que la sentencia no producía la expulsión de ARR, mostraba que el juez no estaba de acuerdo con esa interpretación. Y, a mi parecer, esa interpretación sobre el significado real, más allá de su literalidad, del escrito de Marchena, es correcta. Estoy convencido, en efecto, de que Marchena envió ese su primer escrito porque no le gustó nada que se hubiera decidido mantener a ARR en el Congreso; o sea, pareciera que quería que lo echaran. Cabe, por supuesto, pensar que el juez no tiene ninguna animadversión contra ARR y simplemente se enfadó por lo que consideraba una errónea aplicación de su sentencia y quiso corregir la situación. 
 
El artículo 117.3 de la Constitución establece que corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. El artículo 990 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal señala que “corresponde al Juez o Tribunal … adoptar sin dilación las medidas necesarias para que el condenado ingrese en el establecimiento penal destinado al efecto”; ARR no tenía que ingresar en prisión, pero podemos extender la competencia a adoptar las medidas necesarias para que la sentencia sea efectivamente ejecutada. En apoyo de esta interpretación, el mismo artículo añade que “corresponde al Secretario judicial impulsar el proceso de ejecución de la sentencia dictando al efecto las diligencias necesarias, sin perjuicio de la competencia del Juez o Tribunal para hacer cumplir la pena”. Es decir, que si Marchena pensaba que la sentencia no se estaba ejecutando correctamente, su deber (o el del Tribunal o del secretario judicial) habría sido adoptar las correspondientes medidas. Obviamente, la medida más directa e inequívoca habría sido decirle a Batet que la ejecución de sentencia suponía retirar el acta de diputado a ARR. 
 
Pero Marchena no ha hecho eso, lo que nos debería llevar a pensar, en estricta lógica, que con su escrito no pretendía corregir al Congreso ni tampoco sugerir su disconformidad con el acuerdo de la Mesa (porque, de haber sido así, el escrito debería haber planteado medidas concretas para la correcta ejecución de la sentencia). Es decir, hemos de concluir que solo pretendía conocer la fecha de inicio del cumplimiento de la pena para cubrir el trámite formal de la liquidación de la sentencia. Es más, a esta misma conclusión debería haber llegado Batet y el resto de miembros de la Mesa y, por tanto, haber entendido que con su escrito Marchena estaba confirmando la corrección de su decisión. Pero diga la lógica lo que diga, lo cierto es que todos (yo entre ellos) entendimos que el magistrado hacía justamente lo contrario. 
 
Finalizo con un resumen. A Marchena le molesta que la Mesa del Congreso entienda que la ejecución de la sentencia no implica la pérdida del escaño; él quiere que ARR sea desposeído del acta de diputado. Entonces debería haber adoptado las medidas procedentes y la más obvia habría sido decir al Congreso clara y llanamente que la ejecución de sentencia exigía que ARR dejara el escaño. Pero esa conclusión es discutible (como lo prueba el informe de los letrados y no pocas opiniones de ilustres juristas) y Marchena no quería llegar tan lejos, para no pringarse, según piensan muchos, yo entre ellos. De modo que opta por hacer un escrito que formalmente solo pide información para cumplir un trámite irrelevante (la liquidación de la condena), sabiendo que, en contra de la estricta lógica, se interpretaría como que el Tribunal entendía que la ejecución de la sentencia exigía el cese de ARR. Pero, eso sí, ni la sentencia ni él habrían afirmado tal cosa en ningún escrito. Así que sería Batet la responsable de hacer tal interpretación y, en base a ella, despojar a ARR de su escaño. 
 
La verdad es que este primer escrito de Marchena al Congreso (que, a mi juicio, es una intromisión que roza lo ilegítimo del Poder Judicial en el Legislativo; pero de esto ya hablaré en otro momento), revela una mente fría y calculadora, un comportamiento torticero, nada claro. Desde luego, una personalidad interesante la de este magistrado nacido en Gran Canaria (aunque no tiene acento) hace 62 años (es de mi quinta); y que conste que interesante no equivale a atractiva. Me gustaría saber cuáles son sus motivaciones, sus resortes psicológicos. He estado hurgando en su biografía y me encuentro con algunas aventurillas cuando menos inquietantes. Un tipo que da juego como personaje de la novela negra que sugerí en el post anterior. Pero, en la vida real, un tipo del que intuyo que hay que cuidarse.

domingo, 31 de octubre de 2021

El caso Alberto Rodríguez (5): ¿Novela negra?

Repasemos la cronología de los hechos narrada hasta ahora. El 25 de enero de 2014: hubo manifestaciones en La Laguna contra el ministro Wert. En uno de los encontronazos entre manifestantes y policías Alberto Rodríguez Rodríguez (ARR) propina una patada en la rodilla a un agente (eso es lo que dice la sentencia aunque él lo niega). Inmediatamente después de los sucesos, el agente de policía acudió a recibir asistencia médica y luego interpuso un atestado en la propia Comisaría de La Laguna en el que ya identificaba a ARR como uno de los agresores. Este atestado pasó enseguida al Juzgado de Instrucción número 4 de La Laguna. Estamos a principios de 2014. 
 
El 10 de diciembre de 2019 dicho Juzgado de La Laguna remitió al Tribunal Supremo el expediente contra ARR por la comisión de un presunto delito de atentado contra agentes de la autoridad y lesiones. Lo hace por la condición de aforado del imputado que había resultado electo como el único diputado por la provincia de Santa Cruz de Tenerife en las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015. Por lo que sé, durante los casi seis años transcurridos desde el inicio de procedimiento penal, el Juzgado de La Laguna no hizo nada. Tuvo casi dos años para haber iniciado e incluso culminado el juicio, durante el plazo en que ARR no era aforado. Pero es que, desde que tomó posesión de su escaño (13 de enero de 2016) hasta que el juzgado lagunero envió la causa al Supremo pasaron casi otros cuatros años. 
 
La pasividad de la administración de Justicia en este caso –en realidad siempre: “es conocido el dicho “justicia lenta no es justicia”) ha resultado bastante perjudicial para el imputado. Si se le hubiera juzgado en La Laguna, aún suponiendo que hubiese sido condenado, habría tenido posibilidad de recurso a instancias judiciales superiores y, en cualquier caso, tras haber cumplido su condena, habría podido ser candidato, acceder al escaño y permanecer en él durante todo el mandato parlamentario. Al ir directamente al Tribunal Supremo, pierde esa posibilidad (le queda, eso sí, el amparo ante el Constitucional alegando que se han infringido sus derechos fundamentales y, con el mismo argumento, ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo). De hecho, la propia sentencia del Supremo aprecia la atenuante muy cualificada de dilaciones indebidas; dicen los magistrados que la causa carecía de complejidad y, sin embargo, el juicio oral ha venido a celebrarse más de siete años después de ocurridos los hechos, sin que haya justificación alguna a tan evidente retraso. 
 
Ante esta secuencia de los hechos, es inevitable sospechar que las cosas no han ocurrido de forma natural, que ha habido una intencionalidad. Admitamos, para no elucubrar demasiado, que el que la causa estuviera paralizada en el Juzgado de La Laguna no se debió a ninguna intencionalidad malévola sino simplemente a la acumulación de expedientes o incluso a la desidia de los funcionarios judiciales. Lo que mosquea es que, de pronto, cuando Alberto Rodríguez había pasado a ser un tipo conocido –y molesto para más de uno– alguien decidiera que había que darle marcha al asunto, remitirlo al Tribunal Supremo para que se resolviese la causa de una vez. 
 
Lo cierto es que la causa que estamos tratando no era la única en la que estaba involucrado ARR cuando pasó a ser diputado nacional. En la madrugada del día de Navidad de 2006, tras una identificación realizada en un control de la Policía local de La Laguna en un dispositivo contra el consumo de drogas, hubo un "hostigamiento" de Rodríguez y otro acusado hacia los policías, "procediendo los acusados a increpar a las personas que allí se encontraban consumiendo bebidas alcohólicas, provocando que arrojaran botellas, vasos y otros objetos”. Sobre ese asunto, el Juzgado de lo Penal nº 3 de Santa Cruz de Tenerife dictó una sentencia de conformidad respecto a dos acusado, dejando pendiente la celebración del juicio contra otros acusados que no alcanzaron ningún acuerdo. Al conocerse que uno de ellos, Alberto Rodríguez, había sido elegido diputado, se envió testimonio al Tribunal Supremo para el enjuiciamiento del aforado. La Sala Segunda se declaró competente para investigar si ARR había cometido el delito de desorden público mediante auto del mes de septiembre de 2017. En abril de 2018 el diputado declaró y el 1 de junio de ese año el Tribunal declaró el sobreseimiento libre del caso, atendiendo a la solicitud del acusado y de la fiscalía en base a que se había extinguido la eventual responsabilidad penal. 
 
Escapó Alberto y lo dejaron tranquilo durante más de dos años, hasta que en septiembre de 2020, la Sala Segunda del TS decidió declararse competente e iniciar la instrucción y, en su caso, enjuiciamiento de la causa de la agresión al policía. Aunque en realidad, las maniobras contra “el rastas” se habían reactivado varios meses antes, cuando se decidió recuperar y enviar al Supremo el expediente que dormía el sueño de los justos en el Juzgado lagunero. Sería probablemente muy revelador conocer los nombres de los intervinientes en esta movida, tanto en Canarias como en Madrid. Pero yo los ignoro. Lo que, en todo caso, no puede negarse es que hay materia para una novela de intriga, con la presencia de más de una “mano negra”. 
 
De novela negra ha calificado el periodista Daniel Bernabé el caso ARR. En un artículo de hace unos días en Infolibre escribe un párrafo que no me resisto a transcribir: “El caso de Alberto Rodríguez parece, más que un asunto judicial, una narración, al estilo de las más hábiles novelas negras, para desencadenar una serie de resultados que dañen al Gobierno. Rodríguez, para empezar, era un protagonista excelente, entre otras cosas porque su aspecto, que llegó a ser motivo de una ruin controversia en el Congreso, le hicieron conocido para el gran público, no sin obviar los apelativos que le dedicó la prensa de derechas. Todo protagonista tiene que ser fácilmente identificable, si no la historia no acaba interesando. Además no era un diputado raso por el cargo que llegó a ocupar, secretario de Organización de Podemos, pero tampoco era uno de los altos dirigentes de la coalición, con los que la maniobra hubiera sido demasiado arriesgada”. 
 
Pues bien, como sabemos de sobra, en las novelas negras siempre hay una trama que responde a ocultas conspiraciones de tenebrosos personajes para conseguir sus fines malévolos. ¿Es éste el caso? Por supuesto no podemos afirmarlo; pero sospechoso, lo es de sobra. Los acontecimientos no se han sucedido con naturalidad o lógica: ni la apertura del caso en el Supremo, ni la muy cuestionable sentencia, ni finalmente (y esto es lo más estrambótico de todo) el disparate que se ha representado en el Congreso con motivo de la ejecución y que ha culminado con la también más que cuestionable retirada del escaño a ARR. ¿Conoceremos algún día los entresijos de esta trama de novela negra? Me temo que no. Además, en nuestros tiempos el interés por las noticias tiene un plazo de caducidad muy breve; dentro de poco nos habremos olvidado del pobre Alberto y, aunque se demuestre que se han cometido injusticias, dudo que haya consecuencias relevantes. En fin, bastante deprimente todo.

sábado, 30 de octubre de 2021

El caso Alberto Rodríguez (4): la reacción de Edmundo Bal

Tras la decisión inicial de la Mesa del Congreso de no retirar el escaño a Alberto Rodríguez (ARR) en base al informe de los letrados del Congreso, comparecieron los portavoces de VOX, PP y C's, para expresar su opisición. En este post quiero referirme a lo que dijo Edmundo Bal, el representante de Ciudadanos, porque algunos suponen que este partido y esta persona son más razonables y mesurados que los otros de la oposición. 
 


Edmundo Bal, como era de esperar, arremetió contra Podemos y Alberto Rodríguez. Se manifestó indignado porque alguien condenado por agredir a un policía pueda mantener su escaño; indignación hipócrita o ingenua, toda vez que el que mantenga o no el escaño no está directamente relacionado con agredir al policía sino con cuál ha sido la condena concreta y si esta supone o no dejar el escaño (precisamente lo que está en cuestión). Luego insiste en que ARR debería haber dimitido, pero a eso ya me he referido en el post anterior concluyendo que no, que de acuerdo a su propia congruencia no debería haberlo. Y finalmente se centra en lo que me parece importante: que en su opinión la condena del Tribunal Supremo implica –para él sin ninguna duda– el abandono del escaño de diputado.
 
Edmundo Bal es abogado del Estado, por lo que le presumo sólida formación jurídica. Sn embargo, en esa comparecencia no se cortó en opinar que “el informe de los letrados carece de fundamento”. Lo gracioso es que no la había leído (parece que la Mesa no les pasa los informes por más que los pidan) y basó su demoledor dictamen en las reseñas de los argumento jurídico que habían hecho los medios de comunicación. Parece, cuando menos, imprudente basarse en resúmenes de segunda mano para opinar. Desde luego, esa forma de actuar no es propia de un jurista (de ningún profesional serio) pero, claro, el señor Bal no estaba fungiendo de abogado del Estado, sino como político. Y ya se sabe que el estilo de los político –de todos– consiste en exagerar y distorsionar los hechos y datos, no importándoles la verdad sino arrimar las ascuas a sus sardinas.
 
El argumento básico de Edmundo Bal para disentir del informe de los letrados no es tanto la sentencia en sí misma (evita entrar en la discusión de si el TS ha condenado directamente a ARR a perder su escaño), sino el artículo 6.4 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) que establece que “las causas de inelegibilidad lo son también de incompatibilidad. Pues bien, entre las causas de inelegibilidad (art. 6.2) están las condenas a pena privativa de libertad y a pena de inhabilitación para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo. Como la sentencia impone ambas penas, para Bal está clarísimo que la situación de ARR es incompatible con el escaño, sin que sea relevante que la pena de prisión haya sido sustituida por multa ni que la de inhabilitación para el sufragio pasivo sea accesoria de la anterior.
 
El informe de los letrados (yo sí lo he leído) reconoce que cabe interpretar que la pena principal suponga una pena de privación de libertad y, por tanto, aplicando los artículos 6.2 a) y 6.4 de la LOREG, llevaría a la conclusión de que nos encontramos ante un caso de incompatibilidad sobrevenida, lo cual supondría, siguiendo la doctrina del Tribunal Constitucional, el cese en el cargo. Sin embargo, para los letrados del Congreso, que el TS haya sustituido la pena principal de prisión por la de multa introduce un factor nuevo que no permite llegar sin más a la conclusión anterior. Pues bien, en su informe, los letrados esgrimen diversos argumentos que les llevan a concluir que la sustitución de la prisión implica que no se está en el supuesto del artículo 6.2.a) LOREG y, por lo tanto, ARR no queda incompatibilizado por esa causa. No voy a comentar los argumentos; tan solo mencionaré dos, muy sencillos pero que me han parecido bastante razonables. El primero, que el Tribunal, al fijar la pena sustituta, decidió no imponer la pena privativa de libertad, como podría haber hecho. El segundo, la reiterada jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre el principio de interpretación más favorable al ejercicio de los derechos fundamentales. Si la ejecución de la sentencia no es clara, ha de actuarse con suma prudencia antes de desposeer a ARR del escaño.
 
En cuanto a la pena accesoria de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo, los letrados entienden que de la misma no procede derivar la pérdida de la condición de diputado de ARR, toda vez que aquélla produce sus efectos hacia el futuro, no siendo, por sí sola, una de la causas de inelegibilidad o incompatibilidad sobrevenida contempladas en el artículo 6 de la LOREG. Este argumento es desarrollado con insuficiente detalle (para mi gusto) en el informe pero, en todo caso, me parece que con bastante sentido común.
 
Por supuesto, entiendo perfectamente que Edmundo Bal pueda no estar de acuerdo con los argumentos del informe de los letrados (me gustaría saber, por cierto, si después de haber leído el informe sigue manteniendo sus discrepancias aunque, lo que tengo claro, es que si en algo le hubieran convencido no iba a reconocerlo). Lo que no me parece serio es que un señor de formación jurídica se permita descalificarlos taxativamente. Mucho más correcto habría sido que reconociera que se trata de una posición con cierto sustento aunque él y su partido no la comparta. Pero eso es imaginar que un político pudiera renunciar a la demagogia, por muy abogado del Estado que sea.
 
Por último, Edmundo Bal anunció que iban a acudir a la Junta Electoral Central (JEC) para que aprecie si existe o no existe en esta condena la causa sobrevenida de inelegibilidad y por lo tanto desde el momento de la condena, no retroactivamente, debería perder su derecho a tener el acta de diputado. Añadió que, en su caso, esperaban que la Sala Segunda del Tribunal Supremo aclarara cómo debe producirse la ejecución de la sentencia. Parece que, en efecto, C’s –y también VOX y el PP– presentaron escritos ante la JEC solicitando un pronunciamiento sobre la situación de Alberto Rodríguez. Sin embargo, cuando se reunieron los miembros de la Junta Electoral Central, el pasado miércoles 26, ya Meritxel Batet había resuelto la retirada del acta de diputado a ARR, razón por la cual la JEC decidió no entrar al fondo del asunto: la sentencia del Tribunal Supremo se ha ejecutado y no caben más consideraciones. 
 
No he logrado aclararme qué competencias tiene la JEC para pronunciarse sobre los efectos de una sentencia en relación al mantenimiento o no de un escaño. En la LOREG no hay, desde luego, ninguna a atribución a la JEC en tal sentido. De otra parte, ya cuando la inhabilitación de Quim Torra, la Fiscalía se refirió a la posible incompetencia de la Junta -y en general de la Administración electoral- para decidir sobre la aplicación de un motivo de incompatibilidad sobrevenida determinante de la pérdida del escaño, lo que además parece que habían reconocido algunos miembros de la propia JEC. Pero, en fin, admitiendo que la Junta Electoral tiene autoridad (y competencia legal) para opinar, es una pena que, amparándose en que ya Batet decidió, se escaqueé y nos prive de contar con nuevos y cualificados fundamentos jurídicos al respecto. De lo que estoy seguro es que su dictamen (o resolución o lo que fuera) habría estado muy desarrollado y no habría concluido que el informe de los letrados “carece de fundamento”.
 
Quedaría referirse a la función que le corresponde a la Sala Segunda del Tribunal Supremo en cuanto a aclarar cómo se ejecuta la sentencia. Pero eso será motivo de un próximo post.

lunes, 25 de octubre de 2021

El caso Alberto Rodríguez (3): ¿Debió dimitir?

Acabé el post anterior con la denegación por la Mesa del Congreso de la petición de retirada de la condición de diputado a Alberto Rodríguez Rodríguez (ARR). Hoy me he puesto a escuchar los comentarios al respecto de los portavoces de los partidos en las comparecencias de prensa que ofrecieron ese mismo martes 19 de octubre. Creo interesante analizar y valorar lo que dijeron. Pero oyendo a Edmundo Bal decido hacer un paréntesis y referirme a algo que no está relacionado directamente con el asunto que tratamos. El portavoz de Ciudadanos aprovechó su intervención para afear a Podemos que mucho hablar en su día de la regeneración política pero luego se aferran a los escaños. Es una acusación recurrente a los morados: que cuando les toca el turno de aplicarse la ética y renunciar a los cargos siempre se escaquean con una u otra excusa. Pero, en el caso que nos ocupa, ¿debería haber dimitido ARR?    
 
Unidas Podemos, como el resto de Partidos, tiene un código ético para sus militantes y cargos públicos y, además, es cierto que suelen presumir de ser más honestos que nadie. En ese documento ético se impone el “compromiso de renuncia al cargo público en caso de ser procesado o condenado por las faltas o los delitos que se determinarán en el reglamento que a tal efecto publicará la Comisión de Derechos y Garantías, y que en cualquier caso incluirá siempre los delitos de corrupción, los económicos, el acoso sexual, las violencia machistas, la pederastia y el maltrato infantil, así como los delitos contra los derechos de los trabajadores y las trabajadoras, los ecológicos y los urbanísticos”. Que yo sepa, la Comisión de Derechos y Garantías no ha publicado el Reglamento a que se refiere este punto, por lo que habría que concluir que ser procesado o condenado por agredir a un policía no está entre los supuestos que contempla UP para que uno de sus militantes renuncie al cargo público.
 
Por más que varios diputados manifiesten su escándalo, veo cierta lógica en esa ausencia. Piénsese que gran parte de quienes han constituido Podemos provienen de movimientos sociales acostumbrados a manifestarse contra actuaciones de las instituciones del “sistema” (por ejemplo, contra desahucios) en las que es habitual enfrentarse contra la policía. En tal contexto, que un militante en el fragor de una de esas broncas use cierta dosis de violencia contra la policía (asumiendo además que es muy tenue la línea que separa la defensa de la agresión) no debió parecerles a los redactores de las normas éticas motivo suficiente para la renuncia. Por tanto, según sus propias reglas, ARR no tenía por qué dimitir cuando fue procesado y ni siquiera cuando fue condenado. Obviamente, si además se considera inocente (insiste en que él no pateó al policía), mucho menos; de hacerlo, al no estar obligado por el código de conducta de su partido, estaría reconociendo implícitamente que era culpable. Así pues, por mucha indignación hipócrita, creo que Rodríguez actuó congruentemente no renunciando voluntariamente al cargo y Unidas Podemos también hizo lo correcto no obligándole porque según sus normas no era eso lo procedente.
 
Si bien me parece queARR actuó bien en no dimitir, cuestión distinta es que me haya quedado bastante desfavorablemente sorprendido con la evolución que en los últimos años Podemos ha mostrado en relación con sus propias normas de conducta. Me desvío más del tema central de esta serie, pero ya que acabo de enterarme, no me resisto a comentarlo. Resulta que el código inicial, aprobado en 2014, incluía como primer supuesto de renuncia al cargo la imputación de uno de los delitos ya citados, incluso antes de ser procesado o condenado. Pues la imputación desapareció como causa de dimisión en un cambio del código aprobado en 2018. Parece que así se evitó que algunos dirigentes –el propio Pablo Iglesias, entre ellos– se vieran en supuesto de dimisión ante los riesgos de imputaciones que les han amenazado en tiempos recientes. 
 
Pero todavía ha habido una modificación más reciente y mucho más grave. En el pasado mes de junio, la Cuarta Asamblea Ciudadana de Podemos añadió las siguientes líneas a esa norma ética: “Este precepto deberá aplicarse en cumplimiento de la legislación vigente mientras esta se intenta modificar desde los correspondientes legislativos y con las matizaciones necesarias cuando exista un contexto de acoso judicial con intenciones políticas (lawfare) y alejado del derecho”. Parece que esta modificación fue la respuesta a la condena del Tribunal Superior de Justicia de Madrid a Isa Sierra, diputada de Podemos en la Asamblea regional, también por una agresión a un agente de policía en una manifestación contra un desahucio en Lavapiés. El añadido responde al convencimiento de Podemos de que existe casi una conspiración desde el ámbito judicial para atacarlos, de modo que se les está procesando y condenando malintencionada e injustamente y, por eso, hay que contemplar excepciones a la regla, que deja de ser válida porque la justicia está corrompida. 
 
En algún momento me apetecería reflexionar sobre el lawfare, término que desconocía, pero ahora lo que me importa destacar es el peligro de una norma como esta que ha puesto Podemos. Yo dimito si me condenan en un sistema justo, pero si pienso que lo que hay es una persecución contra mí, el juicio obviamente no puede ser justo y, por lo tanto, no estoy obligado a dimitir. Pero, ¿cómo poder asegurar que están persiguiendo? Más fácil (y hasta humanamente comprensible) es pensar que si la sentencia te es desfavorable, si la sientes injusta, es porque los magistrados te la tienen jurada y quieren fastidiarte. Me parece una norma de una deshonestidad espeluznante, aparte de radicalmente antidemocrática y espantosamente antiestética. 
 
Ese texto nunca debería haberse añadido y lo único que creo que trae consigo es aumentar la desilusión de muchos ciudadanos hacia Podemos al comprobar lo que de verdad piensan y sienten sus líderes. No hace falta decir que un requisito fundamental de compromiso democrático es aceptar las consecuencias de los actos formales de las instituciones incluso aunque se crean injustos. En tal caso, han de combatirse (como, por ejemplo, ha anunciado ARR que va a hacer pidiendo amparo al Constitucional) pero no cabe esa especie de insumisión tramposa. Creo que Podemos cometió un grave error contra ellos mismos con ese añadido; y además, lo más irónico, es que tampoco era necesario: al fin y al cabo, agredir a un policía en una manifestación no está entre los motivos del código ético para dimitir del cargo. 
 
En resumen, que Alberto Rodríguez hizo lo correcto no renunciando a su escaño cuando le procesaron y siguió haciendo lo correcto cuando reclamó mantenerlo tras su condena. Pero, en cambio, cada vez me gusta menos la forma en que entiende la ética la dirección de Podemos. Por esa vía no llegarán a ningún buen puerto, que lo tengan seguro; más bien será un factor que les restará apoyos y autoridad moral.  

domingo, 24 de octubre de 2021

El caso Alberto Rodríguez (2): La condena

1º. Condenamos al acusado D. Alberto Rodríguez Rodríguez como autor de un delito de atentado a agentes de la autoridad ya definido, con la atenuante muy cualificada de dilaciones indebidas, a la pena de 1 mes y 15 días de prisión, con la accesoria de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena. La pena de prisión se sustituye por la pena de multa de 90 días con cuota diaria de 6 euros. 
 
La condena consiste en dos penas: una principal de un mes y quince días de prisión y otra accesoria de inhabilitación especial durante un mes y quince días (el tiempo de la condena). La pena principal fue sustituida por el pago de 540 euros (6 euros durante 90 días) que supongo que Alberto Rodríguez Rodríguez (ARR) saldó inmediatamente. La duda es qué pasa con la pena accesoria: ¿debe cumplirse durante cuarenta y cinco días o se entiende extinguida al acabar el tiempo de la condena con el pago de la multa? 
 
La duda ya le surgió al propio Rodríguez que, al amparo del artículo 267 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, promovió solicitud ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo para que se le aclarase este extremo. Marchena resolvió mediante auto de 14 de octubre que no he podido conseguir (aun no está en la base de datos del CENDOJ) pero que el propio magistrado extracta en su escrito a Maritxel Batet del pasado viernes 22 de octubre. 
 
En el apartado 2 del fundamento jurídico de ese auto, Marchena decía que “la cuestión se resuelve expresamente (…) en la sentencia cuya aclaración se solicita, de forma que resulta perfectamente inteligible y que se da aquí por reiterada, sin que se aprecie error alguno que deba ser rectificado”. Luego, en la parte dispositiva, añade que “no procede la aclaración de la sentencia 750/2021, de 6 de octubre, dictada en la presente causa”. Me parece francamente una muestra de arrogancia inaceptable, que dice muy poco del talante del magistrado y de su objetividad. Si a uno le piden que aclare algo no es de recibo contestar que nada hay que aclarar; eso es lo mismo que llamar tonto al solicitante. Obviamente, si hago la petición es porque no lo entiendo y tu deber es aclarármelo lo mejor que puedas. Porque, además, lo que está bastante claro –sobre todo a la vista de los siguientes acontecimientos– es que la sentencia no estaba nada clara, en contra de lo que opina Marchena. 
 
Una pena accesoria es aquella que se impone vinculada a la pena principal. De hecho, la pena accesoria impuesta a ARR de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena es justamente una de las tres que el artículo 56 del Código Penal establece que deben imponerse cuando la condena es a penas de prisión inferiores a 10 años, como es el caso. Adviértase, por cierto, que las otras dos penas accesorias previstas en ese artículo (que no le han sido impuestas expresamente a ARR) son suspensión de empleo o cargo público e inhabilitación especial para empleo o cargo público. Es decir, en principio a lo que se le condena es a no poder ser elegido durante el tiempo de la condena, no a dejar el cargo público que ya ocupa. 
 
Cuando la sentencia fue oficialmente notificada al Congreso se puso de manifiesto que no estaba claro que su ejecución implicara que ARR debía perder su escaño. Por supuesto, casi nadie confesó que tenía dudas, al contrario todos estaban muy seguros o bien de que el diputado debía dejar de serlo o bien de que debía mantener su cargo; pero obviamente estaban simplemente defendiendo o atacando a Rodríguez según los respectivos intereses partidistas. De hecho, por más que algunos se escandalizaran, cuando la presidenta requirió un informe a los letrados de la Cámara hizo justamente lo que tenía que hacer: para eso están los letrados. Pues bien, los juristas vinieron a decir, en síntesis, algo que parece bastante lógico: que la pena accesoria no implica dejar el escaño sino simplemente que durante el plazo de la condena no puede ser elegido en ningún sufragio. Si lo que quería el TS era inhabilitarle para el cargo público debería haberle impuesto esa pena accesoria que está expresamente recogida como tal en el Código Penal. De otra parte, también se refirieron al artículo 6.4 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General que, en concordancia con el 6.2, establece que son incompatibles para el ejercicio de cargo electo los condenados por sentencia firme, a pena privativa de libertad, en el período que dure la pena. Este es, sin duda, el punto más espinoso. ARR fue condenado a pena de prisión de mes y medio, luego podría entenderse que durante ese plazo no puede ser diputado. Pero esa condena fue sustituida por la de multa, suprimiéndose por tanto la de privación de libertad, lo que llevaría a entender que no está en el supuesto del 6.2 LOREG y, por lo tanto, no es incompatible con mantener su escaño. Los letrados del Congreso, en un informe que –según dicen– está bien motivado, se inclinan por la segunda opción y concluyeron, por tanto, que el diputado podía seguir siéndolo. 
 
El 19 de marzo, el PP y VOX solicitaron formalmente a la Mesa del Congreso que hiciera efectiva la sentencia del Supremo y retirara el acta a Rodríguez. Se reunió la Mesa –constituida por 9 diputados: 3 socialistas, 3 de Unidas Podemos, 2 populares y 1 de VOX) y, amparados en el informe jurídico, votaron que la ejecución de la sentencia no implicaba que Rodríguez debía perder el escaño. Naturalmente, los representantes del PP y de VOX –a los que se sumó Ciudadanos– se escandalizaron con lo que alguno calificó de cacicada para mantener en el cargo a un delincuente. Insistieron en que el informe de los letrados no es vinculante (es verdad) y que no le compete a la Mesa del Congreso interpretar la sentencia sino sencillamente ejecutarla. Pero es que justamente ahí radica el problema: que no está claro en qué consiste la ejecución de la sentencia. Por más que llevados de su inquina a Podemos (y al "rastas" en especial), los diputados de la Derecha proclamen que está meridianamente claro que la condena implica pérdida del escaño, eso no es verdad. Quizá finalmente, tras largas reflexiones jurídicas, se concluya que, en efecto, la condena conlleva la retirada del cargo de diputado; no voy a negarlo taxativamente. Pero hay que ser ceporro para asegurar que no hay dudas al respecto; por supuesto que las hay: la sentencia no es en absoluto clara, y el informe de los letrados lo que hace es, como mínimo, corroborar esas dudas (inclinándose curiosamente por la tesis contraria). Quitar el cargo a ARR en esas circunstancias habría sido una grave imprudencia que podría afectar irremediablemente al derecho fundamental del diputado. 
 
Así pues, el martes 19 hizo bien la Mesa del Congreso en no acceder a la petición del PP y de VOX. Pero entonces se mete en el jaleo el mismísimo Tribunal Supremo (el propio Marchena) y no precisamente para aclrara las cosas sino para abrir una nueva vía conflictiva en lo que se ha venido en conformar como un peligroso dislate institucional. Mañana sigo.

sábado, 23 de octubre de 2021

El caso Alberto Rodríguez (1): Los hechos probados ... ¿o no?

El día 25 de enero de 2014, en la localidad de La Laguna, con ocasión de la reapertura de la Catedral, se organizaron distintos actos a los que estaba previsto que asistiera el entonces Ministro de Cultura, Sr. Wert. Como quiera que las autoridades tuvieran conocimiento de que se había convocado una manifestación bajo el lema “Rechazo a la LOMCE”, se organizó un dispositivo policial en el centro de la localidad, en las inmediaciones de la Catedral. Sobre las 11,00 horas de la mañana, tras el vallado trenzado colocado como protección en las proximidades de la Catedral, protegido por efectivos policiales, se fue congregando un grupo de unas 500 personas que comenzaron a proferir gritos e insultos contra los agentes y contra el citado Ministro. En un momento determinado, los congregados comenzaron a arremeter contra el vallado, lanzando las vallas contra los agentes, así como objetos diversos como piedras, botellas de agua y otros. Lo cual motivó que una unidad policial que estaba preparada como reacción, se situara entre el vallado y los congregados, tratando de mantener la línea de protección, y auxiliando a los agentes que procedían a la detención de aquellos a los que habían visto desarrollar una actitud más agresiva. En el curso de los enfrentamientos físicos que, como consecuencia de la actitud violenta de algunos de los congregados, tuvieron lugar entre éstos y agentes policiales, el acusado Alberto Rodríguez Rodríguez, mayor de edad y sin antecedentes penales, cuyos demás datos constan en la causa, que en ese momento se encontraba entre los primeros, propinó una patada en la rodilla al agente del C. N. de Policía nº 92.025, que, debidamente uniformado, estaba cumpliendo las funciones propias de su cargo como integrante de la referida unidad policial, el cual, a consecuencia de aquella, sufrió una contusión de la que curó en un día sin impedimento para sus actividades habituales.
 

Esta es la descripción de los “Hechos Probados” que se contiene en la Sentencia 750/2021 del Tribunal Supremo mediante la que, bajo la Presidencia de Manuel Marchena Gómez (el magistrado del Juicio del Procès), se condenó el pasado 6 de octubre al diputado de Podemos, Alberto Rodríguez Rodríguez, por el delito de atentado a agente de la autoridad, previsto y penado en el artículo 550.1 y 2 del Código Penal. Efectivamente, esa manifestación fue bastante sonada, me acuerdo perfectamente. En Canarias, y más especialmente en La Laguna en su calidad de capital universitaria, se había larvado un cabreo más que considerable contra Wert y su entonces reciente Ley. Que el ministro viniera a inaugurar la reapertura de la Catedral era pues la excusa perfecta para montarle una bronca que, como se ve en el video, era de todo menos cariñosa (aunque, de otra parte, no deja de parecerme exagerado el despliegue policial que montó la Delegación del Gobierno). En fin, que hubo jaleo. 
 
Alberto Rodríguez, por aquellas fechas, no ocupaba cargo público y apenas era conocido, más allá de los círculos militantes en los que actuaba. Según me ha contado uno que ha coincidido con él en algunos actos, es un tipo exaltado (no me dijo que agresivo), muy de aspavientos y gritos. El incidente en que se cometió el delito juzgado, según se describe en la Sentencia se produjo cuando mucha gente se concentró frente al vallado de seguridad con la intención de traspasarlo. El policía agredido declaró que en primera línea estaba el acusado junto con más personas que intentaban acceder. Los agentes mantenían la línea de contención pero los manifestantes se volvían cada vez más agresivos hasta llegar a desmontar el citado vallado. Entonces los policías se colocaron entre las personas antes mencionadas y lo que quedaba del vallado, realizando algunas cargas contra los concentrados. Se supone que en ese tumulto, Alberto Rodríguez pateó la rodilla del agente del C.N. de Policía. 
 
El diputado de Podemos, sin embargo, al declarar en el Supremo afirmó que llegó a la manifestación cuando ya habían finalizado los hechos y, por lo tanto, negó que hubiera dado ninguna patada a ningún policía. La Sentencia no da crédito a esa versión en base a tres argumentos. El primero, que el propio acusado reconoce que fue, lo cual es verdad pero no vale para negar la afirmación de que llegó después de los incidentes. El segundo, que el agente policial así lo afirma, y este testimonio viene a ser a la postre el que soporta el fallo. Pero claro, el agente puede mentir o, al menos, haberse equivocado. El tercer y aparentemente definitivo argumento es que el podemita “aparece en uno de los vídeos en un grupo de personas que se colocan enfrente de varios agentes policiales que están equipados, al menos en parte, con equipo antidisturbios de protección, de donde resulta que, aunque, como sostiene, fuera ya hacia el final, cuando ya está en el lugar, los incidentes aún no habían finalizado; y que aún había posiciones enfrentadas entre agentes equipados con material de protección y distintas personas entre las que se encontraba el acusado”. 
 

Ese video –el que "demuestra" que Alberto Rodríguez miente y sí estuvo en los incidentes de La Laguna– es el que está sobre este párrafo. Para quienes no conozcan La Laguna les informo que está grabado en la calle del Agua (Nava y Grimón). La línea imaginaria que separa a los manifestantes de los policías queda a la altura del número 39, casi coincidente con la entrada a la Comisaría de la Policía Nacional. Los manifestantes avanzan en dirección Sur, hacia la plaza del Adelantado provenientes de la del Cristo; los policías, obviamente, miran hacia el Norte. En el video no se aprecia ningún resto de vallado y es que no tiene ninguna lógica que en ese punto lo hubiera habido. De ahí hasta la Catedral hay un recorrido de 700 metros; no tiene ningún sentido que se hubiera cerrado el acceso a un área central tan grande (véase la ubicación de la manifestación y de la Catedral en la foto aérea bajo este párrafo). Pero, aunque no tenga pruebas, ya aseguro que en la calle del Agua no hubo vallados y, por lo tanto, este video no prueba que Alberto Rodríguez estuviera en el incidente en que, según el agente de policía, fue agredido. Este video lo que prueba es que Alberto Rodríguez –a quien se distingue en un breve momento (00.53) cuando acude a auxiliar y contener a un chico que parece ser agarrado por un policía, estuvo frente a la Comisaría de Policía, un escenario distinto y distante, donde no ocurrió el hecho delictivo. Lo cierto, es que este video, no solo no contradice la declaración del acusado sino que es perfectamente compatible con ella. 
 

 
Estos tres son los argumentos que bastan al Tribunal (ya veremos que no a todos sus miembros) para considerar probada la culpabilidad de Alberto Rodríguez. En el primero de los Fundamento de Derecho de la Sentencia se nos explica prolijamente “que toda persona acusada de un delito debe ser considerada inocente hasta que se demuestre su culpabilidad con arreglo a la Ley, y, por lo tanto, después de un proceso con todas las garantías”. Se deja claro que el acusado tiene el derecho a “no sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda razonable”. Ello supone, sigue diciendo la Sentencia, que el contenido incriminatorio de la actividad probatoria realizada en el juicio ha de ser suficiente para desvirtuar la presunción inicial de inocencia, “permitiendo al Tribunal alcanzar una certeza objetiva, en tanto que asumible por la generalidad, sobre la realidad de los hechos ocurridos y la participación del acusado, tanto en los aspectos objetivos como en los subjetivos, de manera que con base en la misma pueda declararlos probados, excluyendo sobre los mismos la existencia de dudas que puedan calificarse como razonables”.
 
Pues bien, después de tan excelente exposición doctrinal, el Tribunal considera que los argumentos ya citados, sin más, son pruebas suficientes para excluir cualquier duda sobre la autoría culpable de los hechos imputados por el acusado. ¿De verdad? Ya hemos visto que ni el reconocimiento de Rodríguez de haber ido a La Laguna ni el video prueban que estuviera en el lugar y en el momento de los hechos. De modo que la única “prueba” es la declaración del policía agredido, “corroborada por el hecho de haber acudido inmediatamente después de los sucesos a recibir asistencia médica y por la temprana identificación policial del acusado como autor de los hechos”. No digo que la declaración del policía no sea digna de crédito pero ¿basta por si sola para excluir cualquier duda razonable? Creo que no.
 
Tampoco lo creen dos de los siete miembros del Tribunal, Susana Polo y Leopoldo Puente, ambos, por cierto, novatos en el Supremo (ingresaron el año pasado). En su voto particular afirman que la prueba practicada en el acto del plenario, válidamente obtenida y desarrollada con inobjetable regularidad, está en cambio muy lejos de resultar suficiente para enervar las exigencias que resultan del derecho fundamental a la presunción de inocencia, proclamado en el artículo 24.2 de la Constitución española”. En el enjuiciamiento criminal, no se basa en el sistema de prueba tasada sino en el de libre valoración de la prueba, que permite al Tribunal ponderar motivadamente las practicadas. De tal modo, un testimonio único, como en este caso, puede bastar para desvirtuar la presunción de inocencia del imputado. Ahora bien, “cuando la única prueba de cargo se concreta en las declaraciones testificales de quien asegura haber padecido una conducta constitutiva de delito, se ingresa en un espacio de riesgo tan acusado para el derecho fundamental, tanto se enfrentan o exploran los límites del mismo, que resulta obligada una ponderación particularmente cautelosa del resultado de dicho testimonio. En la dialéctica: afirmación (del testigo único), negación (del acusado), se impone, para conjurar dichos riesgos, una aproximación en particular exigente en el ámbito propio de la valoración probatoria”. Lo importante, añaden los dos magistrados disidentes, no es creer el testimonio sino que existan y queden expresadas razones sólidas para creer. Es decir, “La palabra de un solo testigo, sin ninguna otra prueba adicional, puede ser suficiente en abstracto para alcanzar la convicción subjetiva. Ahora bien, la exigencia de una fundamentación objetivamente racional de la sentencia hace imposible fundar una condena sobre la base de la mera "creencia" en la palabra del testigo, a modo de un acto ciego de fe”. Concluyen su exposición doctrinal los magistrados disidentes señalando que “en los casos de "declaración contra declaración" … se exige una valoración de la prueba especialmente profunda y convincente respecto de la credibilidad de quien acusa frente a quien proclama su inocencia. Cuando una condena se basa en lo esencial en una única declaración testimonial ha de redoblarse el esfuerzo de motivación fáctica. Así lo sostiene nuestra jurisprudencia a semejanza de la de otros Tribunales de nuestro entorno”.
 
Pues bien, aplicando estas exigibles cautelas, Polo y Puente señalan que la extrema parquedad del relato del testigo resulta muy relevante en contra de su fiabilidad; por más que éste asegure que identificó al agresor apenas detalla las circunstancias en que se produjo la agresión y que permitieron reconocer a Alberto Rodríguez. No se produjo, además, ningún elemento de corroboración externo al propio testigo, sin que los documentos médicos del servicio de urgencias al que acudió aporten nada en apoyo de la autoría del acusado. Finalmente, parece que los testimonios de el policía agredido como de otros compañeros presentan algunas ambigüedades y confusiones sobre cuál fue realmente el comportamiento de Alberto Rodríguez que justamente no contribuyen a reforzar el convencimiento de su autoría sino, por el contrario, a generar dudas al respecto. Tras estas explicaciones que he resumido, los magistrados dejan claro que no afirman que el testigo haya mentido deliberadamente ni tampoco que el acusado no le haya propinado una patada en la rodilla. No están en condiciones de pronunciarse. Pero, lo importante es que la única prueba de cargo en que se basa la sentencia condenatoria resulta, a su parecer, del todo insuficiente para desmontar la presunción de inocencia. Por tanto, estos dos magistrados, en contra de la opinión de los otros cinco, creen que la sentencia debió ser absolutoria. 
 
Y yo, la verdad, creo que lo mismo. Aclaro: creo que el Tribunal debió absolver a Alberto Rodríguez porque en el juicio no se presentaron pruebas suficientemente sólidas para demostrar que fue el autor de la agresión. No estoy diciendo nada sobre si creo que pateó o no al agente de policía. Pero es que, aunque creyera (que no lo voy a decir) que sí lo hizo, pienso que con las pruebas que se presentaron, si hubiera sido uno de los jueces, habría votado la absolución. Y creo que eso es lo que debieron hacer Marchena y los otros cuatro, quienes sin duda creían que Alberto Rodríguez había agredido al policía. Un juez debe ser capaz de supeditar sus creencias personales (que inevitablemente se contaminan de prejuicios) a la fría solidez argumental de las pruebas. En mi opinión, en este caso, no ha ocurrido así.

viernes, 22 de octubre de 2021

Walter Tevis

En estos días de convalecencia (he cogido el covid, pese a tener completa la pauta de vacunación) me he visto en Netflix la miniserie "Gambito de Dama". Me ha gustado. Me ha gustado la historia: cuenta la vida de una niña prodigio de ajedrez en los Estados Unidos de los sesenta; el tema me atrae y también la época, muy bien ambientada. Me han gustado los actores, me ha gustado la fotografía, el ritmo, la banda sonora ... Por cierto, a este respecto creo haber pillado un gazapillo. En el penúltimo capítulo, que sucede en 1968, la protagonista está escuchando en la tele al grupo neerlandés Skocking Blue cantando Venus, el que fue su mayor (¿y único?) éxito; pero el sencillo con esta canción se publicó por primera vez en Holanda en julio de 1969. Pero al margen de lo que puede admitirse como licencia poética, la serie, ya digo, me ha gustado. No he sido el único pues compruebo que ha sido un bombazo para la plataforma. Se me ocurrió que podría basarse en una historia real pero no, es pura ficción.


Voy a referirme ahora a dos películas protagonizadas por Paul Newman. La primera se tituló en español El Buscavidas (The Hustler, 1961). Newman tenía 36 años y encarna a Eddie Felson, un jugador de billar. No la he visto, pero según leo en Internet, es un gran film y fue un éxito que obtuvo nueve candidaturas en los Óscar de 1962 (entre ellas mejor película) aunque solo ganó los de fotografía en blanco y negro y dirección artística. Ese año la mejor película fue West Side Story y además había otras cuantas de muchos quilates: Los Juicios de Nuremberg, La Dolce Vita, Esplendor en la Hierba ... 
 
Veinticinco años después, en 1986, Newman volvió a encarnar a Eddie Felson, ya un jugador maduro, en El Color del Dinero, un peliculón del gran Scorsese que nos ofrece un magnífico duelo interpretativo con Vicent Lauria, el jovencito arrogante encarnado por un Tom Cruise de veinticuatro años. Esta sí la he visto, desde luego, y varias veces; seguro que también la mayoría de quienes están leyendo. Magnífica cinta, ¿verdad? Fue sin embargo nominada a menos óscars (4) y solo obtuvo el de merecidísimo de mejor actor para el ya maduro Paul Newman. Por alucinante que parezca fue el único que recibió como mejor actor a pesar de haber estado nominado en otros nueve roles protagonistas. En todo caso, tampoco ese año la competencia era manca: la mejor película fue Platoon, que también le aportó el Oscar a Oliver Stone, su director; además estuvieron Hannah y sus hermanas, La Misión, Una Habitación con Vistas, Blue Velvet, Mona Lisa, Hijos de un Dios Menor, Crímenes del Corazón ...Un más que atractivo ramillete, pero para mí solo los filmes de Woody Allen y Neil Jordan se acercan a la excelsa calidad de la de Scorsese.
 

Ahora quiero recordar otra peli, esta menos conocida pero que con los años ha pasado a ser denominada "de culto" por algunas categorías de frikis. Hablo de El Hombre que vino de las Estrellas (The Man who Fell the Earth, 1976), una peli de ciencia ficción británica protagonizada nada menos que por David Bowie, en el papel de un extraterrestre del planeta Anthea que llega a la Tierra en busca de agua. Se trata de la primera película en la que Bowie es el protagonista y, sin duda, ese fue su mayor reclamo. No todos saben que el inglés de los ojos bicolor tenía formación de actor, nada menos que con Lindsay Kemp, y creo que fue muy bueno, al menos así me lo pareció en las interpretaciones en que lo vi (me vienen a la cabeza ahora dos buenas películas: El Ansia y Feliz Navidad, Mr. Lawrence). Esta de ciencia ficción, sin embargo, aunque sabía de su existencia desde casi su estreno, nunca he llegado a verla. Será cuestión de hacerlo ahora que he ha vuelto a presentarseme. Por cierto, leo en Internet (la noticia ya tiene dos años) que se estaba trabajando en una adaptación de la peli a serie televisiva.

Pues bien, ¿qué tienen en común esas tres películas y la serie de Netflix? La respuesta es el título del post: que todas son adaptaciones de novelas de ese señor, Walter Stone Tevis (1928 - 1984), un escritor que vivió en Kentucky (de donde es la niña prodigio del ajedrez) y murió joven, a los 56 años, por un cáncer de pulmón. Publicó muchos relatos cortos, pero solo seis novelas, cuatro de las cuales, como ya hemos visto, fueron adaptadas a la pantalla; las otras dos son The Mockingbird (1980), que es una distopía de una sociedad regida por androides con los humanos aletargados y The Steps of the Sun (1983), la única que creo que no está traducida y que también es de ciencia ficción, sobre un mundo en crisis energética en el que China es la potencia dominante (nada irreal). En fin, el caso es que me ha sorprendido descrubrir a un escritor del que nada había leído y, sin embargo,  conocía a través del cine la mayor parte de su obra narrativa. Me he hecho con cuatro de sus novelas y me planteo descubrir si los textos resultan tan amenos como los audiovisuales. ¿Por cuál empiezo? Dudo si leer Gambito de Dama, ahora que tengo tan reciente la serie o, por el contrario, tragarme El Pájaro Burlón, que carece de adaptación fílmica pero tiene excelente crítica.

jueves, 21 de octubre de 2021

Dos párrafos de Jorge Volpi

De la segunda de las cuatro consideraciones intempestivas que conforman el ensayo “El insomnio de Bolívar”(2009) de Jorge Volpi, extraigo los siguientes dos párrafos: 
 
Paradoja latinoamericana: de un lado, la hipócrita veneración de las leyes escritas y, del otro, el burdo desprecio hacia su práctica. Nuestra apabullante obsesión legislativa ha generado así una infinita maraña de ordenamientos que se superponen y no pocas veces se contradicen, como si fuésemos incapaces de diferenciar democracia de burocracia. Mientras la constitución estadounidense de 1787 ha sido reformada sólo un puñado de ocasiones, los latinoamericanos hemos ensayado cientos de cartas magnas, constituciones y leyes primordiales, y el recuento de las enmiendas y modificaciones creadas para extenderlas o acotarlas posee una vastedad enciclopédica. En su espléndido Republicanos. Cuando dejamos de ser realistas (2008), Fernando Iwasaki ha dejado constancia de la avalancha de normas que han procurado regular todos los aspectos de nuestro comportamiento social y político desde principios del siglo XIX: la mayoría de ellas jamás se han cumplido, o se han cumplido sólo parcialmente, sea porque nuestros gobernantes carecen de controles y frenos, sea porque la corrupción ha penetrado en los sectores responsables de su interpretación y vigilancia. 
 
Nuestro Tocqueville certificaría que en América Latina la ley no es, pues, una guía de conducta o un referente obligado, sino una barrera que puede saltarse o esquivarse si se cuenta con el suficiente poder (el reino de la influencia, del conecte y del enchufe), o el suficiente dinero (el reino del soborno, la coima y la mordida). Nuestros órdenes jurídicos resultan tan abstrusos, y nuestros sistemas de justicia tan imprevisibles y remotos, que tanto los gobernantes como los ciudadanos de a pie prefieren desentenderse de ellos para dejarse guiar por la arbitrariedad y el imperio del más fuerte. No se trata tanto de una anarquía como de la superposición de dos mundos que apenas se traslapan: la justicia ideal y la justicia cotidiana. Sólo que en esta última los derechos humanos y las garantías políticas no existen, o se reservan sólo para unos cuantos. Nadie confía en las instituciones porque, al desenvolverse en el terreno de lo real, permanecen sometidas a las presiones políticas, sólo se ponen en marcha mediante triquiñuelas extralegales o, en casos extremos, se hallan infiltradas por los mismos criminales que deberían combatir. Si a ello se agregan las rocambolescas pirámides burocráticas que entorpecen todos los procedimientos administrativos, nuestro escenario civil se torna catastrófico. Perdido su contacto con los hechos, la ley escrita se convierte en un simulacro y, poco a poco, en una caricatura vana e irritante: “Si nadie más la respeta, ¿por qué habría de respetarla yo?” Como consecuencia, la voluntad de no ser sancionado, de no ser descubierto, de no ser atrapado ni juzgado se transforma en aspiración colectiva y la impunidad se entroniza como parámetro del éxito social. 
 
Y tras leerlos me pregunto por qué nos creemos más avanzados que los sudacas cuando estos textos también son nuestro retrato. Mucho proclamarnos demócratas y muy poco creer de verdad (interiorizar) las bases profundas de lo que eso significa.