El primer hombre encarcelado a causa de la marihuana
El 2 de agosto de 1937, tras una intensísima y mendaz campaña propagandística y un debate en el Congreso rebosante de mentiras ridículas, el presidente Roosevelt firmó la Marihuana Tax Act, primera ley federal que criminalizaba en los Estados Unidos la posesión, tráfico y consumo de esta planta. Apenas dos meses después, el 2 de octubre, el FBI y la policía de Denver, Colorado, hicieron una redada en el Hotel Lexington. Me imagino que Harry Anslinger, el responsable del FBN (Oficina Federal de Narcóticos), quería empezar a rentabilizar su gran triunfo (la criminalización de la marihuana) con detenciones; supongo que los chicos de Hoover empezarían a llamar a sus contactos en las policías metropolitanas; deduzco que los cops de Denver tendrían fichado el Lexington como un antro en el que se pasaba maría.
La cosa es que los polis pillaron a dos tipos en plena faena. El vendedor, Samuel R. Caldwell era un hombre mayor, de cincuenta y ocho años. Poco más he averiguado de él, salvo que estaba en paro. En la foto que le sacaron en la penitenciaría estatal (con el número 18699) presenta una cara agradable, de buena persona. Viste un peto vaquero, que hace que me lo imagine de un entorno fabril o agrario. Probablemente él mismo cultivara unas plantas de maría en la parte de atrás de una casa de madera, a las afueras de Denver. A lo mejor, había decidido vender unos canutos (los llevaba ya liados) para conseguir algunas perras. Por la pinta de esa única foto, el viejo Sam no parece un avezado traficante de drogas. Anslinger probablemente habría preferido que el primer detenido respondiera algo mejor al terrorífico retrato que había divulgado durante la campaña previa a la Ley; pero qué se le va a hacer.
Imaginémonos a Caldwell preguntando dónde podría vender marihuana; alguien le recomendaría el Lexington. ¿Cómo funcionaría la cosa? Digo yo que quien tuviera droga tomaría una habitación en el hotel con la complicidad del recepcionista; quien quisiera comprar se daría un salto discretamente y el portero le diría: sube a la dieciséis, hay un tipo con buen material. Así hasta que se acabara la mercancía, supongo. Pues en una de esas habitaciones entró la poli y encontró a Caldwell con un tipo de 26 años, Moses Baca, y dos cigarrillos de marihuana, la prueba del delito. ¿Sólo esa cantidad? Habrá que pensar que ya había vendido casi todo antes, pero no encuentro ninguna referencia a que le pillaran demasiado dinero encima. Vete tú a saber si el pobre Sam era, no ya un traficante, sino un pobre diablo ingenuo.
Dos canutos, sin embargo, era mucho para su señoría el juez John Foster Symes. Este magistrado, entonces de 59 años, pertenecía a una de las grandes familias de Denver y ya por esa época era uno de los juristas más distinguidos del Estado. Me pregunto cuánto influiría en su indignación ver ante su estrado a un hombre blanco como él, casi de su misma edad, humillado y acusado de tráfico ilegal. Me pregunto también cuánto influyó en su sentencia que fuera ése el primer juicio contra la marihuana en los Estados Unidos (¿y en el mundo?). Lo cierto es que sus palabras han sido preservadas por la historia: considero que la marihuana es la peor de todas las drogas, mucho peor que la morfina o la cocaína. Bajo sus efectos los hombres se convierten en bestias; la marihuana destruye la vida en sí misma. No siento ninguna compasión por quienes venden esta planta.
Tan duras (y erróneas) palabras en boca de una persona con la más sólida formación intelectual de la época (egresado de Yale y de Columbia) son elocuente muestra de la eficacia de la campaña propagandística que había impulsado Anslinger durante los años anteriores, con la inestimable ayuda de William Randolph Hearst, el gran potentado de la prensa amarilla. Al igual que había manipulado la opinión pública cuarenta años antes para llevar a los Estados Unidos a la guerra con España, se había dedicado en los meses previos a la promulgación de la Ley a publicar en sus periódicos las truculentas historias que Ansliger y sus colaboradores inventaban sobre los daños de la marihuana. Dicen las malas lenguas que el interés de Hearst en que se prohibiese el cultivo y uso del cáñamo obedecía a que poseía muchos terrenos madereros y fábricas de papel y temía la competencia de esta planta (y tenía motivos para tales temores: el cáñamo es una de las plantas más útiles para la humanidad; o lo sería si su cultivo no estuviese prohibido). Sea esto verdad o no, sí lo es que Hearst fue un agente importantísimo en convencer a todos los "buenos y honestos americanos", como el juez Foster Symes, de la diabólica maldad de la marihuana, que lleva al hombre a la locura y al crimen.
Había pues que dar ejemplo; así que el juez Foster Symes le endilgó a Samuel Caldwell una sentencia de cuatro años de trabajos forzados en la penitenciaría de Leavenworth, en Kansas. Se trata de un complejo de mediana seguridad, una cárcel inaugurada en 1895 para los delitos federales. Su horrendo crimen le costó al viejo Samuel pasar cuatro añitos recluido a casi novecientos kilómetros de su casa; ni un día le ahorraron de su sentencia y seguramente tampoco dejarían de aplicarle los rigores disciplinarios que marcaran los usos y costumbres del penal. Debió salir bastante perjudicadillo, porque tras ser puesto en libertad no aguantó ni un año; a los sesenta y tres tacos, sin alharacas, murió el viejo Sam, el primer hombre encarcelado por vender marihuana (en los USA). John Foster Symes, el primer juez federal en condenar a alguien por vender marihuana, le sobrevivió de largo; murió a los setenta y tres, ya retirado, después de sufrir un derrame cerebral mientras jugaba al golf en La Jolla, California, donde vivía una de sus hijas.
Han pasado más de setenta años desde esa Ley gringa y desde que detuvieron al viejo Sam. Supongo que hoy nadie suscribe las palabras del juez Foster Symes y todos nos sonreímos con propaganda como la que promovió Anslinger. Sin embargo ...
La cosa es que los polis pillaron a dos tipos en plena faena. El vendedor, Samuel R. Caldwell era un hombre mayor, de cincuenta y ocho años. Poco más he averiguado de él, salvo que estaba en paro. En la foto que le sacaron en la penitenciaría estatal (con el número 18699) presenta una cara agradable, de buena persona. Viste un peto vaquero, que hace que me lo imagine de un entorno fabril o agrario. Probablemente él mismo cultivara unas plantas de maría en la parte de atrás de una casa de madera, a las afueras de Denver. A lo mejor, había decidido vender unos canutos (los llevaba ya liados) para conseguir algunas perras. Por la pinta de esa única foto, el viejo Sam no parece un avezado traficante de drogas. Anslinger probablemente habría preferido que el primer detenido respondiera algo mejor al terrorífico retrato que había divulgado durante la campaña previa a la Ley; pero qué se le va a hacer.
Imaginémonos a Caldwell preguntando dónde podría vender marihuana; alguien le recomendaría el Lexington. ¿Cómo funcionaría la cosa? Digo yo que quien tuviera droga tomaría una habitación en el hotel con la complicidad del recepcionista; quien quisiera comprar se daría un salto discretamente y el portero le diría: sube a la dieciséis, hay un tipo con buen material. Así hasta que se acabara la mercancía, supongo. Pues en una de esas habitaciones entró la poli y encontró a Caldwell con un tipo de 26 años, Moses Baca, y dos cigarrillos de marihuana, la prueba del delito. ¿Sólo esa cantidad? Habrá que pensar que ya había vendido casi todo antes, pero no encuentro ninguna referencia a que le pillaran demasiado dinero encima. Vete tú a saber si el pobre Sam era, no ya un traficante, sino un pobre diablo ingenuo.
Dos canutos, sin embargo, era mucho para su señoría el juez John Foster Symes. Este magistrado, entonces de 59 años, pertenecía a una de las grandes familias de Denver y ya por esa época era uno de los juristas más distinguidos del Estado. Me pregunto cuánto influiría en su indignación ver ante su estrado a un hombre blanco como él, casi de su misma edad, humillado y acusado de tráfico ilegal. Me pregunto también cuánto influyó en su sentencia que fuera ése el primer juicio contra la marihuana en los Estados Unidos (¿y en el mundo?). Lo cierto es que sus palabras han sido preservadas por la historia: considero que la marihuana es la peor de todas las drogas, mucho peor que la morfina o la cocaína. Bajo sus efectos los hombres se convierten en bestias; la marihuana destruye la vida en sí misma. No siento ninguna compasión por quienes venden esta planta.
Tan duras (y erróneas) palabras en boca de una persona con la más sólida formación intelectual de la época (egresado de Yale y de Columbia) son elocuente muestra de la eficacia de la campaña propagandística que había impulsado Anslinger durante los años anteriores, con la inestimable ayuda de William Randolph Hearst, el gran potentado de la prensa amarilla. Al igual que había manipulado la opinión pública cuarenta años antes para llevar a los Estados Unidos a la guerra con España, se había dedicado en los meses previos a la promulgación de la Ley a publicar en sus periódicos las truculentas historias que Ansliger y sus colaboradores inventaban sobre los daños de la marihuana. Dicen las malas lenguas que el interés de Hearst en que se prohibiese el cultivo y uso del cáñamo obedecía a que poseía muchos terrenos madereros y fábricas de papel y temía la competencia de esta planta (y tenía motivos para tales temores: el cáñamo es una de las plantas más útiles para la humanidad; o lo sería si su cultivo no estuviese prohibido). Sea esto verdad o no, sí lo es que Hearst fue un agente importantísimo en convencer a todos los "buenos y honestos americanos", como el juez Foster Symes, de la diabólica maldad de la marihuana, que lleva al hombre a la locura y al crimen.
Había pues que dar ejemplo; así que el juez Foster Symes le endilgó a Samuel Caldwell una sentencia de cuatro años de trabajos forzados en la penitenciaría de Leavenworth, en Kansas. Se trata de un complejo de mediana seguridad, una cárcel inaugurada en 1895 para los delitos federales. Su horrendo crimen le costó al viejo Samuel pasar cuatro añitos recluido a casi novecientos kilómetros de su casa; ni un día le ahorraron de su sentencia y seguramente tampoco dejarían de aplicarle los rigores disciplinarios que marcaran los usos y costumbres del penal. Debió salir bastante perjudicadillo, porque tras ser puesto en libertad no aguantó ni un año; a los sesenta y tres tacos, sin alharacas, murió el viejo Sam, el primer hombre encarcelado por vender marihuana (en los USA). John Foster Symes, el primer juez federal en condenar a alguien por vender marihuana, le sobrevivió de largo; murió a los setenta y tres, ya retirado, después de sufrir un derrame cerebral mientras jugaba al golf en La Jolla, California, donde vivía una de sus hijas.
Han pasado más de setenta años desde esa Ley gringa y desde que detuvieron al viejo Sam. Supongo que hoy nadie suscribe las palabras del juez Foster Symes y todos nos sonreímos con propaganda como la que promovió Anslinger. Sin embargo ...
CATEGORÍA: Personas y personajes
"Bajo sus efectos los hombres se convierten en bestias; la marihuana destruye la vida en sí misma".
ResponderEliminar¡Qué tontería más grande! Supongo que hay gente que todavía se lo cree. Porque yo conozco mucha gente que en pleno siglo xxi sigue satanizando la mota (como le decimos aquí en México).
Si de una droga se tendría que decir eso es de la cocaína. En fin.
Muy interesante tu entrada.
Un beso
No me extrañaría que con ese reportaje aumentara el consumo de marihuana en USA. Espero que no lo intentaran también con la heroína, aunque no creo, los yankies habrían perdido la guerra con tropas drogadictas.
ResponderEliminarMuy interesante la entrada. Un saludo.
Muchacho, ¿de dónde sacas estos reportajes?
ResponderEliminarLa de hechos que desconocemos, como para ponernos a opinar al tuntún.
Un beso
Encontre varias fuentes que dicen lo mismo.
EliminarTambien hablan de discriminacion a mejicanos y afrodescendientes, que era quienes mas consumian marihuana.
En fin, como todo en este mundo, prevalecen los intereses de quienes tienen mas poder.