sábado, 12 de febrero de 2011

El virguero (3)


Rick Wakeman - Stax (Crimes of Passion, 1984)

Desguarnecedme de este aparejo, me instó Elisenda no más las dos criadas nos dejaron solos, y llegaos a mi vera que deseo tener noticia de otras de vuestras dotes, añadió con una sonrisa pícara mientras le descabalgaba sus deliciosas piernas. Me resistí al sofoco adivinando que tal era el desafío con que la bella quería arredrarme y hasta su cabecera me acerqué, exagerando mi apostura. La niña se alzó en la cama y me examinó de cuerpo entero: no sois sino un crío, dijo acariciando mis piernas lampiñas, desnudas por debajo de las rodillas, que ni edad ni posibles tenía para vestir medias, tentando juegos de hombre. Pero a despecho de sus palabras su mano siguió subiendo hasta posarse desvergonzada en la entrepierna, que a ese punto ya abultaba con dimensión notoria. Al pájaro que ahí encerráis convendríale mudar de jaula que se me antoja muy oprimido, y ella misma desabotonó los calzones y me bajó hasta el suelo los no poco sucios calzoncillos, de lienzo tan basto que temí que llagase sus finas manos. Apenas liberado el prisionero, orgulloso alzó la testa y desperezóse en todo su tamaño, que no es poco como corresponde al sobrenombre de mi más famoso tocayo. Vaya con el Alexandro, menuda tranca nos gasta, exclamó admirada mi dueña, mientras morosa la acariciaba, regalándome inesperados y exquisitos deleites. Pienso, mi pequeño médico, que antes del remiendo bueno sería repasar el roto, que así más provecho sacaremos ambos de vuestra visita. Estas o muy parecidas fueron las palabras de la niña y poco más hablamos durante el largo rato siguiente, y tampoco ahora diré nada, que cualquiera puede imaginar los quehaceres que nos entretuvieron. Diré tan solo que nunca hasta entonces había gozado de tanta felicidad, que todos mis sentidos se disolvieron y el alma a la gloria se transportó, arrullada en músicas celestiales.

Pero todo lo bueno acaba y del éxtasis vinieron a arrancarnos golpes nerviosos en la puerta del dormitorio, que las fámulas se inquietaban por la tardanza, preocupadas de que don Pero o su señora acertaran a avecindarse por ese ala de la mansión con consecuencias más que funestas. Hete pues que devolví a mi amada a la vieja posición y yo mismo, antes de abrir la alcoba, me ocupé, esponja en mano, de secar y lustrar tan delicioso joyero y al hacerlo descubrí espantado que la oquedad estaba acrecentada o, para decirlo con señas más precisas, que ya no quedaban casi retazos del velo rasgado, apenas unos restos tan minúsculos que ni la misma Ariadna u otra excelsa costurera podría enlazar entre sí, y cuanto menos yo, simple aprendiz con más ínfulas que ciencia. Sabía yo que cuando el zurcido era imposible por carencia de materia, y éste había pasado a ser el caso, las virgueras más expertas sustituían la membrana original por una finísima lámina de piel, de vejiga de lechón preferentemente, que fijaban con cuatro o cinco puntadas a los bordes interiores de la raja, pero tal labor requería de habilidades para las que dudaba de estar capacitado. Mas no hay mejor maestro que la necesidad o el miedo al tormento, que viene a ser lo mismo, así que guardándome de dar noticia de lo ocurrido y mucho menos de mostrar indecisión o titubeos, elegí una de las hojas de piel que portaba en mi canastillo, enhebré una aguja con el hilo de seda más fino de todos los que mi madre me había puesto y acerqué mi cara y mis manos al dulce pastel, para empezar una confección en la que demasiado me jugaba. No poco me temblaban los dedos y sudores fríos me corrían por la frente, más todavía con las quejas de dolor de Elisenda a cada puntada. A esto hay que sumar que las dos criadas me apremiaban, que ya iba siendo tiempo de que la niña bajase a saludar a sus padres no fuera que éstos se extrañasen. En fin, que todo se ponía en contra y milagro habría sido lograr un remiendo digno pero al menos la nueva pielecilla la dejé sostenida en su sitio y tampoco, así me dije, es que mi obra fuera a ser expuesta y examinada que, al cabo, efímera sería.

Fue anunciar que mi cometido era concluso y la Aldonza a separarme para arrimar ella los ojos a la vulva de su señora, repasarla sin pudores hasta a la postre titubear una venia poco convencida. Confiemos en que el remiendo aguante, señora, que tiempo no resta para embellecer la floritura, y según hablaba a empellones me aventaba fuera de la alcoba y que ya mañana, me decía, discretamente saldaríamos nuestro negocio. Pero aunque mozo no era yo tan manco de ingenio para abandonar la casa sin las monedas pues en estos asuntos bien sabía que no cabe reclamar deudas a la justicia, de modo que me afiancé y con voz seca declaré que de allí no marchaba sin las cincuenta monedas prometidas. Impaciente es nuestro amigo, intervino con una sonrisa burlona la dama, mas también generoso, que veo que renuncia a la mitad de la bolsa; me pregunto si es que el trabajo poco arduo le ha parecido o se siente asaz compensado por otras mercedes. Pero sabed, joven virguero, que la palabra de una Nuño no se abarata y que mucho me humillaría si regateara el precio a cambio de placeres que libremente entrego. Y mientras esto decía, alzóse en el lecho y de una gaveta del velador que al costado había sacó una bolsa de cuero bruñido y bulto considerable. Me extendió el brazo para que la recogiera y con una reverencia así lo hice. Creo que, tras mi boda, necesitaré un paje a mi servicio … Nada me agradaría más, mi señora, le contesté mientras inclinado retrocedía como cangrejo hasta la puerta, con el pensamiento fijo en salir del palacio y llegar raudo junto a mi madre, ya sabéis cómo encontrarme.

En pos de mí se precipitó la Aldonza, agarrándome mientras bajaba con la mayor priesa la escalera que llegaba hasta el portal trasero de la casa, por el que transitábamos los muchos que del servicio nos ocupábamos. Zagal abribonado, me reconvenía, no hagas por dejarme sin mi parte que la media de esa bolsa me pertenece, como así con tu madre había acordado. No hicimos trato tal, vieja artera, que doña Elisenda guardaba el precio entero para quien la amañase y bien que os lo callasteis. Pero perded cuidado, que como vos queríais, así yo os propongo que esperéis a mañana para arreglar cuentas, pues seguro estoy de que con mi madre sabréis encontrar el reparto más justo. Pero la avariciosa alcahueta no aflojaba sus garras del orillo de mis calzones con ansias tan fuertes que temí que me los arrancara de cuajo y me dejara, en plena calle donde ya estábamos, con las vergüenzas al aire. Bufa figura hacíamos, la de una especie de animal de dos cuerpos siameses gesticulantes, y aunque la noche era oscura y vaciada esa parte de la villa, convenía cortar ese teatro antes de que empezara a llegar el público. De modo que abandoné las razones y encarándome con la criada la zarandeé hasta despegármela y en las violencias de la lucha la muy ratera me arañó la cara casi a punto de saltarme un ojo y me mordió la mano con la que asía la bolsa, con tanta saña que el dolor me hizo soltarla. Célere como una liebre se revolvió Aldonza para agarrarla y yo, tornada la paciencia en enojo, le aticé tremendo soplamocos que la volteó de bruces contra los adoquines. Bástome sentirme libre de su abrazo para recoger la bolsa y echar a correr como quien huye del demonio, oyendo los gritos de Aldonza a mis espaldas: Al ladrón, al ladrón, apresadlo. No quiso la Fortuna abandonarme y con nadie me crucé en mi presurosa carrera de modo que, al poco rato, llegaba a la casa del tintorero. Antes de abrir la puerta, sin embargo, parecióme sentir murmullos que venían de dentro y la sospecha temerosa me hizo trepar sigiloso por el muro lindero hasta alcanzar al ventanuco que se abría en lo alto de nuestra habitación. Una breve mirada y descubrí con asombro y angustia que allí no estaba mi madre y sí en cambio dos guardias del alguacil; no cabía duda: esperaban al hijo de la bruja para llevarlo también a las mazmorras.



Rick Wakeman - Joanna (Crimes of Passion, 1984)

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