sábado, 29 de marzo de 2008

La Plaza de Sigüenza

La plaza es, por antonomasia, el espacio de lo colectivo. Si la ciudad es (¿o fue?) la más excelsa construcción de la especie humana, la plaza concentra en su acotada dimensión la esencia de aquélla, tanto funcional como simbólicamente. Recintos a los que confluían las estrechas y tortuosas calles de unos tiempos peligrosos, las plazas medievales eran los escasos espacios en los que los caseríos abigarrados se abrían, dejaban el hueco suficiente para las actividades comunitarias y entre ellas, sin duda, la del mercado era la de mayor trascendencia. Siendo el miedo uno de los principales factores que explica tantos de los elementos de las tramas de esas ciudades (emplazamientos, murallas, tipologías edificatorias), las plazas representan las siempre presentes ansias de libertad, de dignidad de los ciudadanos asustados. De ahí que la madurez de cualquier ciudad medieval, el progresivo crecimiento de la seguridad, tanto objetiva como psicológica (confianza en sí misma, orgullo identitario), pueda seguirse a través de las continuadas intervenciones urbanísticas sobre sus plazas. Por supuesto, justamente por ello, la plaza es también el escenario más explícito del Poder.

Sigüenza, asentada en el valle del alto Henares, ocupa un emplazamiento desde el que domina el territorio circundante. En su punto más alto se erige el castillo medieval (Parador de Turismo), donde antes hubo un alcázar musulmán, antes visigodo, antes romano y antes celtíbero. Desde el punto alto del castillo baja un eje (la calle Mayor) hasta la vega. Si bien no puedo asegurarlo, estoy bastante convencido de que ese eje tensado entre sus dos puntos extremos, actualmente el Castillo y la Catedral, fue siempre (al menos desde la Hispania romana) el elemento vertebrador de la ciudad. En cualquier caso, sí lo es desde el inicio de la actual Sigüenza, cuando en 1123 Bernardo de Agen, obispo guerrero de origen aquitano, conquista la ciudad para la corona castellana. Así, durante el siglo XII se van construyendo Catedral y Castillo (la residencia del obispo, a la vez señor feudal) y consolidando el caserío a lo largo de la calle mayor, desde la cual las distintas traveseras van configurando la apretada trama medieval con sus distintos barrios "étnicos" (cristianos, moros y judíos).

Es curioso, sin embargo, que la maravillosa Catedral quedara durante tres siglos separada del núcleo urbano. La trama va abriéndose desde el Castillo con calles en abanico contra pendiente que se completan con las traveseras más o menos a nivel. De éstas, la inferior (llamada justamente la Travesaña baja) era el corazón de la Judería. A principios del siglo XV, una medida segregacionista contra los judíos del monarca Juan II, trae como consecuencia el crecimiento de la ciudad hacia la Catedral. Hasta entonces, el mercado semanal se celebraba ente la Puerta de Hierro, en una pequeña plaza junto a la parroquia de San Vicente que se había quedado pequeña. El desplazamiento de los judíos supuso pues, no solo la ampliación de la extensión urbana, sino, apropiándose el Cabildo de sus antiguos inmuebles, una de las primeras intervenciones sobre la trama de la ciudad que hoy llamaríamos de "renovación urbana". En la confluencia entre la Travesaña alta y la actual calle de Torrecilla se demolieron edificios y se configuró una nueva plaza, flanqueada por casas sobre soportales con tiendas y talleres; era la nueva Plaza Mayor, en la que se ubicó la alcaldía (actualmente, la Plazuela de la Cárcel).

Pero fue el famosísimo Cardenal Mendoza (fue llamado el tercer Rey en tiempos de los Católicos) quien aborda las más importantes reformas, marcando el tránsito de la ciudad medieval a la renacentista. En 1487, tras su visita a la ciudad, ordena derribar la cerca que la separaba de la Catedral y hacer casas aportaladas frente a su fachada sur. Las obras se retrasan pero poco a poco se va conformando la Plaza hasta 1494, año de la cuarta y última visita del Cardenal a Sigüenza. Por entonces, ordena que se traslade a la misma el mercado semanal de la ciudad, lo que genera las quejas del Concejo que quería mantenerlo en la Plaza Nueva, más pequeña pero ubicada en el centro urbano. Sin embargo, gracias a sus gestiones en la Corte, el Cabildo (los eclesiásticos) se llevaron el gato al agua, logrando convertir la Catedral y su Plaza en el nuevo polo del desarrollo económico seguntino. Muerto ya el Cardenal, se llevaron a cabo las obras para completar los soportales de la Plaza, así como la construcción de los segundos pisos de las casas. En 1529 las casas que conformaban la fachada sur (la enfrentada a la Catedral) se quemaron y el Cabildo decidió ampliar casi al doble de su superficie la plaza, prolongando por el este los soportales existentes y reedificando sobre una antigua casa la residencia de los deanes, que es el actual Ayuntamiento. Hacia finales de la década de los treinta del siglo XVI la Plaza, en la configuración con la que la podemos disfrutar actualmente, se encontraba acabada.

La plaza seguntina responde en su concepción a los principios urbanísticos del renacimiento italiano en acertadísima adaptación a las tradiciones constructivas castellanas. El cardenal Mendoza fue el gran mecenas que propició la entrada en Castilla del estilo renacentista (en la propia Sigüenza se deben a su impulso el atrio de la Catedral y la Universidad). En la apariencia formal de esta plaza, sin embargo, parece que tuvo singular influencia el siguiente Obispo de la ciudad, Bernardino de Carvajal (individuo cuya vida da para un thriller), que había antes embajador de los Reyes Católicos en Roma. Durante su estancia en la sede papal Bramante estaba construyendo el templete de San Pietro in Montorio, a costa de los monarcas españoles para conmemorar la toma de Granada. El eclesiástico conoció pues al arquitecto cinquecentista y debió entusiasmarse con sus obras. Tanto es así que parece que, de vuelta en Castilla, expresó su voluntad de que la plaza seguntina se asemejase a la Ducal de la ciudad lombarda de Vigevano, erigida hacia finales del siglo XV por el arquitecto italiano. ¿Se aprecia el parecido?

Y todo el rollo anterior venía a cuento porque, tras unos veinticinco años, he vuelto esta pasada Semana Santa a Sigüenza y, no sé si tanto como entonces, pero me he vuelto a quedar admirado con esa Plaza; bueno, me he quedado enamorado de todo el casco antiguo, de la calle Mayor y de sus travesañas, de su excepcional Catedral, hasta del Castillo pese los inevitables falsetes de su restauración turística. Pero la Plaza me ha dejado anonadado; es un manual absolutamente perfecto de buen urbanismo que, desgraciadamente, pone en triste evidencia nuestras actuales impotencias. Estudiar esta plaza (y tantas otras) cuántas lecciones podría darnos. Sin embargo, en mi cotidiana vida profesional, asisto todos los días al olvido (¿o es dejadez?) del oficio de hacer la ciudad. Y no será porque nos falten buenos ejemplos.



PS: La mayoría de los datos de este post provienen de varios artículos que he encontrado en Internet, todos ellos de Pilar Martínez Taboada, historiadora que parece ser la mejor conocedora del urbanismo seguntino. He disfrutado leyendo sus textos.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

miércoles, 26 de marzo de 2008

Llegará la tormenta

Ayer, mientras almorzaba en un bar con una amiga, escuché de fondo la inconfundible melodía de "A Hard Rain's A-Gonna Fall" de Bob Dylan y la inconfundible voz de Amaral cantando en castellano. Se trataba de un video musical del tema que este duo ha sacado recientemente para que sea el himno de la Expo de Zaragoza. Me entero de que el propio Dylan cedió a la Expo los derechos para usar la que es una de sus más míticas canciones y que pidió expresamente a la organización que fuera Amaral, con quienes compartió escenario durante su gira española de 2004, los encargados de versionarla en castellano. El resultado es Llegará la Tormenta, que podéis apreciar pinchando en el video que enlazo a continuación.



En mi opinión, no está mal. Desde luego, no arriesgan nada con la melodía, por más que el sonido (los arreglos) nos resulte más actual que la versión original del LP Freewheelin' ¡de 1963! Los riesgos los han asumido con las letras y no creo que, salvo por puristas demasiado pijoteros, quepa hacerles reproches. Han declarado que tuvieron muchas dificultades en la adaptación, porque buscaban que la canción resultase creíble y sonase natural en nuestro idioma. Han reducido bastante el número de versos e incluso han combinado entre sí varios de ellos, aligerando el machaconeo repetitivo (intencionado) de la composición original que en castellano y en la actualidad habría perdido la fuerza significante del inglés de los sesenta. Pero las imágenes poéticas dylanianas están ahí, con más de un afortunado hallazgo traductor. Por poner alguna pega diré que no me convence ni me gusta el título, que creo que se lo han sacado de la manga sin necesidad. Pero, salvo ese detalle (que tiene su importancia), he de felicitarles; se nota que lo han currado y el producto es más que digno. Parece que ahora tiene que dar su opinión el venerable; ¿qué dirá?

Por cierto, esta versión de Hard Rain es la primera que oigo en castellano (no así en inglés) y eso que, como modesto dylaniano que soy, procuro estar al tanto de las que se hacen de sus canciones en nuestro idioma. Hay en internet una web en la que se informa de las grabaciones de las canciones de Dylan y ahí he descubierto que en 2005 Gerard Quintana y Jordi Batista la versionaron en catalán (Una gran pluja molt aviat caurà) y que en 2007 lo hizo en castellano JM Baule, otro catalán. Esta última puede oírse en su página de myspaces, mucho más ajustada en sonido y, sobre todo, en las letras (canta todos los versos de la original aun con ligeros cambios). ¿Cuál de ambas versiones gusta más? Aclaro que no conocía a este Baule y he pasado un buen rato curioseando sobre él. Ha adaptado al castellano y cantado un buen número de canciones de Dylan, procurando en general mantenerse bastante fiel a las originales (lo que no suele "funcionar" demasiado bien al oído). En Youtube no he encontrado Hard Rain, pero pongo su versión de la más famosa Mr. Tambourine Man.



A Hard Rain's A-Gonna Fall, compuesta en septiembre de 1962 en el Greenwich neoyorkino, fue hija del terror a la (así se creía) inminente guerra nuclear. Eran los días de la famosa "crisis de los misiles". Los americanos habían descubierto que los soviéticos estaban desplegando misiles nucleares en Cuba y la administración Kennedy había movilizado al país. Kruschev amenazó que cualquier intento de agresión a la isla caribeña desencadenaría una guerra nuclear. Fue un pulso angustioso que, como es sabido, se resolvió el 28 de octubre con el anuncio soviético de que desmantelarían sus bases cubanas. A los que no vivimos aquello (éramos muy críos y además estábamos muy lejos) nos resulta muy difícil imaginar el miedo de esas gentes. Ese miedo era el que movía los dedos de ese chaval de 21 años, tecleando frenético sobre una destartalada máquina de escribir versos apocalípticos, teñidos con ese tono admonitorio de los profetas bíblicos; versos, cada uno de ellos, que Dylan imaginaba como el comienzo de una de tantas canciones que sentía que no iba a poder escribir, porque el tiempo se iba a acabar cuando cayera esa fuerte y definitiva lluvia.

Merece la pena intentar revivir en nosotros las sensaciones de esa época de las que somos herederos, esforzarnos por interiorizarlas, tratar de ponernos en su lugar. Bullían entonces en Estados Unidos muchas inquietudes (por ejemplo, y no es el menor, la lucha por los derechos civiles) y en gran medida eran los jóvenes quienes estaban protagonizándolas. Fue probablemente el momento que con mayor intensidad una generación se rebeló contra el "estado de las cosas", que más unánimemente se exhibió el rechazo al orden social que se les daba. Y el miedo, la sensación de que todo se iba a la mierda, fue uno de los motores de esa especie de estado de ánimo colectivo. Aunque creo que esa movilización generacional fue, globalmente valorada, básicamente destructiva (quería destruir más que construir), no se puede negar que esas energías se cristalizaron en numerosas muestras de creatividad. Cuenta Dylan que, nada más acabar la canción que brotaba casi como si tuviera vida propia y ganas de nacer, salió inmediatamente a la calle para ir al Gaslight, un local donde actuaba, porque sentía la imperiosa necesidad de cantarla. Dicen las crónicas que la canción entusiasmó inmediatamente a casi todos los que la escuchaban y en esos días de agravamiento progresivo de la peor crisis de la guerra fría se convirtió espontáneamente en una especie de referencia emocional colectiva. En mayo de 1963 aparecería el segundo disco de Dylan (Freewheelin') que marcó, ya definitivamente, la apoteosis del cantante.



Muchos años después, en 2007, Dylan es requerido por algún organizador de la Expo de Zaragoza para contribuir a su promoción. Supongo que casi todos habrán visto el anuncio en el que el cantante se presenta y dice estar orgulloso de participar en "esta misión" para conseguir que haya agua limpia y segura para todo el mundo. El tema musical del spot es justamente una nueva versión de A Hard Rain, grabada para la ocasión. El video "largo" (que es el que adjunto) está montado con imágenes de diversas épocas del cantante (predominando las que corresponden a la gira de la Rolling Thunder Revue de 1975-76, bastante después de la época en que compuso la canción) y, sobre ellas, va apareciendo un mensaje que viene a decir que, si en su origen la canción fue un himno contra la amenaza nuclear, ahora lo más importante es el agua ... Me pregunto a quién se le ocurriría elegir precisamente esta canción como tema musical de la Expo y me pregunto también si tendría la intención de evocar el miedo al desastre de aquella época, reconvertido ahora hacia otra amenaza. Si así fuera, diría que es una pretensión ilusa. Por otra parte, son situaciones tan distintas ... Al final, lo cierto es que la publicidad actual, que todo, incluyendo las iniciativas más loables, lo edulcora y artificializa, no es capaz de reproducir ni por asomo los sentimientos originales por más que reutilice los símbolos que en su momento los expresaron. Más bien lo que hace disolverles su carga significante y banalizarlos como otro producto más de consumo (que, tampoco nos engañemos, lo fue desde el principio; será quizá sólo cuestión de grado).

Todo lo cual no quita que sea agradable el revival y que me guste la versión de Amaral, no vaya a parecer yo más viejo cascarrabias de lo que soy.

PS: Aprovecho, ya que la he citado en este post, para poner la versión de Hard Rain tocada en 1976 en Colorado, en la gira de la Rolling Thunder Revue (con Joan Baez). Hasta hace pocos años que la CBS publicó los CDs era ésta una de las versiones menos conocidas del propio Dylan. No es que sea mi favorita, pero vale para comparar con la de Amaral. Ah, por cierto, en esta página puede leerse la letra de la canción en inglés y una bastante correcta traducción en una columna paralela. Me sentí tentado de poner en este post la versión libre que hice hace muchos años, pero me ha podido el pudor.


CATEGORÍA: Canciones y otras líricas

domingo, 16 de marzo de 2008

De viaje

Pues sí; dentro de unas horas, avión a Madrid. Mañana por la mañana, coche de alquiler y una semanita dando tumbos por las provincias de Guadalajara, Teruel, Castellón, Valencia y Cuenca. De pueblitos y paisaje de inicios de primavera, con un día dedicado a la capital levantina, que hace más de diez años que no voy por allí y hay amigos que volver a ver (y, ya de paso, también los edificios de ese "arquitecto estrella" que no termina de gustarme). El lunes 24, si no pasa nada, estaré de vuelta. Hasta entonces el blog se queda hibernando. Feliz Semana Santa a todos; a divertirse.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

miércoles, 12 de marzo de 2008

Después de las elecciones

Oigo a varios dirigentes del PP explicarnos por qué han perdido. El PP ha crecido en apoyo popular (unos cuatrocientos mil votos en el congreso) y ese crecimiento lo ha obtenido de votantes del PSOE desencantados. Pero como el PSOE también ha crecido (bastante menos, unos cuarenta mil votos), el incremento socialista sólo es explicable con los votos que han perdido los de IU y Esquerra que, para evitar que gane el PP, han votado a Zapatero. El gran experto en estrategias electorales, Miguel Ángel Rodríguez (voz de pito), nos asegura que es una evidencia aritmética, que si simplemente sumamos votos nos daremos cuenta de que, matemáticamente, es la única explicación posible. Si (toma hipótesis en pluscuamperfecto) los votantes de IU y ERC hubiesen votado a sus partidos, el PSOE habría dejado de recibir unos 675.000 votos y, por tanto, el PP habría sido más votado.

En fin, al margen de la cantidad de abusos lógicos que tales simplificaciones plantean, encima el señor MAR suma mal. Porque aún aceptando esa hipótesis, el PSOE habría tenido más votos, pocos más, pero más. Pero lo gracioso es la alegre afirmación de que matemáticamente esa es la única explicación posible. Por plantear sólo la alternativa más obvia, nos basta con imaginar que los cuatrocientos mil votos que ha crecido el PP provengan de votantes que en 2004 se abstuvieron, a lo mejor porque eran muy de derechas y les parecía que Rajoy era demasiado moderado; en cambio, en estas elecciones estaban encantados con la agresividad salvapatrias del líder popular y sobremotivados contra el malvado rompedor de España. En cuanto a los votos perdidos de IU y ERC pueden justificarse aritméticamente asignando unos cuantos a la abstención (en torno a 200.000) y los restantes a partidos distintos del PSOE. Es cuestión de montar una Excel y ponerse a distribuir numeritos: hay menos ecuaciones que incógnitas, así que se pueden obtener infinitos resultados válidos.

No digo -quede claro- que piense que esta hipótesis sea cierta (tampoco me importa). Lo que quiero resaltar es que matemáticamente tan congruente es decir que de la comparación entre los resultados de las dos últimas elecciones se deduce un desplazamiento de ambos partidos hacia la izquierda, de modo que el PP es más "centrista" que antes y el PSOE se ha radicalizado recogiendo el voto de los ultras comunistas, como la inversa: que el PSOE sigue más o menos en donde estaba (en cuanto a la distribución ideológica de sus votantes) y en cambio el PP ha crecido por los votos de los más radicales reaccionarios fascistoides. Claro que ¿desde cuando se preocupan los políticos por mantener un mínimo rigor en sus análisis, sobre todo cuando lo que pretenden es manipular a sus oyentes?

Pues nada, parece que la nueva tesis oficial del PP (extraño bálsamo para la derrota) es que están gravemente preocupados por un Gobierno que "necesariamente" ha quedado hipotecado a las posiciones más radicales de izquierda. Menos mal que yo, previsor, he ingresado la mayor parte de mis cuantiosas riquezas en un banco de Liechtenstein, antes de que lleguen los rojos y nos coman crudos. En fin.

Paso a otro tema que a cada nueva elección vuelve a irritarme (se me pasa pronto): la tremenda injusticia del sistema electoral español que, por mor principalmente de las circunscripciones provinciales, hace que no todos los votos sean iguales (y, quien no lo sepa, que se ponga a dividir el coste en votos de cada diputado). Ya sé los argumentos de quienes defienden el sistema (tienen que ver con la necesidad de propiciar la gobernabilidad) y también sé de que todavía hay sistemas más "injustos". Pero eso no me consuela y, aunque la democracia no sea sólo derecho a voto e igual valor de éstos (aunque a veces me asaltan tentaciones elitistas), tal igualdad parece un requisito mínimo. Valga que admitamos correcciones y ajustes, pero éstos nunca deberían traer como resultado que IU reciba dos escaños cuando, de haberse votado en circunscripción única que es como todos los votos, en principio, valdrían lo mismo, habría obtenido 14. Es decir, el sufragio de la inmensa mayoría de votantes de IU no ha valido nada porque no se podía sumar a los mismos votos en otra provincia. A quien tenga curiosidad, le recomiendo esta página donde el autor explica muy pedagógicamente cómo funciona esta perversión electoral.

El caso es que leo esta mañana declaraciones del máximo dirigente del Partido Socialista Canario, Juan Fernando López Aguilar, canarión muy odiado en esta isla de enfrente (me atrevería a decir que ni siquiera lo quieren demasiado los tinerfeños del PSC), en las que arremete contra la tremenda injusticia del sistema electoral canario. Se queja el ex-ministro y ex-candidato a presidente de Canarias de las desigualdades tremendas que genera en el valor de los votos; lo que pasa -añade- es que favorece a Coalición Canaria y por eso no están dispuestos a cambiarlo, como harían si tuvieran la mínima convicción democrática. A preguntas del periodista, "aclara" que ciertamente el sistema electoral nacional tampoco es suficientemente igualitario pero, en su opinión, no es lo mismo (es decir, no debe cambiarse) porque ha demostrado funcionar estupendamente durante treinta años y, además, no es tan injusto como el canario.

Bueno, el qué tan bien haya funcionado durante estos treinta años supongo que dependerá de a quien se lo pregunten. Llamazares seguro que disiente; no así los del PSOE o del PP que, entre los dos, disfrutan en estas elecciones de 28 escaños más de los que les corresponderían en equidad aritmética. Y en cuanto a que el canario es más "injusto", ciertamente Juanfer tiene razón (hay una sobrerepresentación excesiva de las islas menores) pero, siendo él, como tanto declara ser un hombre de firmes principios democráticos, mosquea que aplique criterios cuantitativos. ¿A partir de qué grado de desequilibrio en la proporcionalidad entre votos y escaños el sistema deja de ser democrático? Desde luego, parece mucho más verosímil pensar que los políticos (todos) tienden a preocuparse por fomentar la democracia sólo cuando los resultados electorales no les son propicios.

Por lo menos, me queda la esperanza (¿ingenua?) de que en los últimos tiempos oigo con más frecuencia que antes voces que protestan contra el sistema electoral.

CATEGORÍA: Política y Sociedad

sábado, 8 de marzo de 2008

Una de mis muchas virtudes

A Raquel, que me inspiró el título

No es que sea la que más estimo, aclaro, pero sí es muy apreciada por algunas amigas íntimas que suelen insistirme (cariñosamente, eso sí) para que la ejerza con más frecuencia. ¿Que cuál es? Pues resulta que dispongo de una lengua extremadamente singular; además, aprovechando sus cualidades innatas, a base de entrenamiento constante, he adquirido con ella una habilidad superlativa, aunque decirlo parezca excesivamente presuntuoso.

En primer lugar habéis de saber que mi lengua es muy larga, amén de sorprendentemente elástica. No piense nadie que una lengua así afea el rostro o el aspecto de su poseedor; a mí (y a mucha gente) no me parece que sea un órgano poco estético, pero en todo caso está guardadita en la boca y, salvo que yo quiera exhibirla, de las fugaces visiones en las situaciones cotidianas (conversando, comiendo, etc) nadie es capaz de detectar ninguna anomalía diferencial. De ahí la sorpresa cuando, por el motivo que sea, la dejo asomar hacia afuera descolgándola fláccida hasta cubrirme todo el mentón. Y cuando paso a estirarla en ejercicio de vanidad infantil, proyectándola al frente ligeramente acanalada, mostrando un perfil inverosímil que a más de una (y de uno) le provoca extraños desasosiegos.

¿Y qué decir de su acrobática flexibilidad? Soy capaz de doblarla y redoblarla, enrollarla y desenrollarla, tirabuzonearla, espiralizarla, abombarla, ondularla y cuantas combinaciones queráis imaginar. Mi lengua es un ilimitado contorsionista que ejecuta las más prodigiosas danzas, fantasías de vuelos etéreos, pese al ancla insobornable de la raíz faríngea. También es veloz, de movimientos tan raudos que escapan al control de la vista; aunque pueden ser, si quiero, lentos y cadenciosos. Por último, es un órgano fuerte, poderoso. Mis diecisiete músculos linguales corresponden, proporcionalmente, a los bíceps de un sansón.

Descubrí muy niño que gozaba de una lengua superdotada. De forma instintiva empecé a usarla en acciones poco habituales, como si el propio órgano, consciente de sus potencias, quisiera hacerse valer, demostrarme su utilidad. Pero también desde muy pequeño empecé a darme cuenta de mezcla de malestar y repugnancia que a bastantes personas le producían mis movimientos, por más que para mí resultasen naturales. Hube pues de reprimir las salidas de la guarida, prohibir a mi ansiosa danzarina exhibir sus dotes. Para compensarla, obedeciendo a una fuerte necesidad interior, dedicaba horas a ejercitarla en la soledad de mi habitación. Frente a un espejo, yo era entrenador, director y público, siempre entretenido con los espectáculos de mi lengua, día a día más audaces, más complejos.

Habilidades así, no obstante, no pueden mantenerse secretas. Llamadlo vanidad, pero el adolescente que fui quiso probar las empalagosas dulzuras de los aplausos y la tentación derrotó a la tímida prudencia. Los primeros testigos fueron amigos íntimos y enseguida -no sabéis cómo se corrió la voz- todos querían presenciar mis numeritos. Inventé infinidad: el del helicóptero, la lengua rígida hacia el frente que gira a velocidad creciente hasta convertirse en un aspa en frenética revolución; el pellizco sorpresa, una chica colocada frente a mí y, en un abrir y cerrar de ojos, mi lengua saltaba hacia afuera y prensaba por un instante la punta de su nariz para inmediatamente volver a ocultarse en la boca cerrada; los malabares con pequeñas bolitas (con tres a la vez logré hacerlo) que mantenía botando simultáneamente; hasta algunos trucos de magia en los que escamoteaba misteriosamente un pequeño objeto para hacerlo aparecer sobre la superficie de la lengua que parsimoniosamente desenrollaba ante el atónito dueño.

No voy a extenderme con estos divertimentos vacuos. Baste deciros que no necesité muchos años para comprender que la genialidad, del tipo que sea, es un arma de doble filo y siempre acaba hiriéndote. La misma popularidad que uno persigue se convierte en obstáculo infranqueable para llegar a los demás, para ser amado. Más todavía cuando una virtud como la que poseo facilita a los pobres de espíritu (¡qué aplastante mayoría son!) calificarla de monstruosa para disfrazar sus patéticas envidias. Así que pronto, apenas acabado el bachillerato y aprovechando la mudanza a una ciudad distinta para mis estudios universitarios, opté por ocultar mis habilidades linguales. Que me conociesen y amasen por mis muchas otras virtudes, decidí.

Desde entonces, sólo ha habido inocentes y esporádicos juegos para entretener a mis sobrinitos y a algún que otro chiquitín, procurando evitar miradas adultas. No creáis que mi carnosa amiga ha perdido por ello ocasiones para ejercer sus habilidades. Encontré pronto otros teatros mucho más satisfactorios, escenarios de pieles sedosas, topografías de bellísimos relieves en las que mi lengua se aventuraba animada por vértigos y emociones que las exhibiciones circenses nunca le aportaron. Las papilas entraban en acción, revelándose como extraordinarias recolectoras de las más sutiles y variadas sensaciones placenteras. Sabores, olores, texturas de múltiples matices iban siendo extraídos en las prolijas exploraciones de mi lengua por todos los accidentes de esas geografías femeninas. Sensaciones inagotables que mi excitado cerebro apenas podía procesar, desbordado por las urgencias de esos goces excelsos.

Madurar, entre otras muchas cosas, significa entender que el placer mayor está en la postergación. Uno va aprendiendo a convertir el agua que bebe en fuente que mana (¿quién dijo que el placer no era reciclable?), de modo que el goce no se consume sino que genera más, en espiral infinita que tiende hacia disoluciones del ser, fusiones metafísicas en las que atisbamos los misterios que por nuestra naturaleza nos son vedados. Mi lengua, casi con autonomía, fue el primero de mis órganos que supo evolucionar hacia deleites morosos, gracias sin duda a la abundancia desmesurada de sus potencialidades sensitivas que invitan a la experimentación curiosa de sus inagotables combinatorias. Los sensores superdotados de mis papilas, además, multiplicaban su intensidad receptiva gracias a los ejercicios contorsionistas de su carnoso soporte. Borrachera de sensaciones que, poco a poco, mi lengua supo transformar en largas catas de los néctares más deliciosos.

Por supuesto, el placer erótico se nutre también del que a su vez uno provoca y, a este respecto, mi lengua queda infinitamente más colmada con el entusiasmo de una única receptora de sus proezas (que a la vez es escenario) que con el aplauso de los asombrados públicos de mi adolescencia. No llega a cansarme, por más que haya sido tantísimas veces escenificado, el derramamiento orgásmico, el momento en que mi lengua se anega en jugos y aromas caudalosos: mi cabeza hundida entre sus muslos, cada mano en una nalga, empujándolas hacia arriba y hacia fuera, la lengua extendida, manto majestuoso que cubre desde el ano, flor abierta a mi saliva, hasta la montaña mágica que emerge erecta, desnuda de su capuchón. Cuántas afinidades han descubierto los clítoris con mi vértice lingual (¡son almas gemelas!), esa puntita extrema que afino hasta mudarla en bastoncito revoloteador, docto intérprete de los idiomas nerviosos de aquéllos, que sabe traducir sus mudas demandas en toquecitos, succiones, empujones y tirones, roces de mariposas, remolinos centrífugos, incisiones agudas, pálpitos convulsos ... Es frecuente que sienta, tanta es la íntima conexión, que los nervios de mis papilas se han entrelazado con los que llegan a los genitales de mi compañera de placeres, y que sus sensaciones y las mías son indistinguibles, una sola e inmensa vorágine de electricidades que hacen levitar nuestros cuerpos. Así, cuando ella, abandonada a los espasmos más salvajes, que la yerguen y ondulan tanto que apenas puedo dominarla, me precipito como buceador en ese mar tempestuoso, apretando mi cabeza y hundiendo mi lengua hasta las más oscuras profundidades para alcanzar el cáliz que todo lo sacia.

Y no es éste el final, porque podría no haberlo si no nos esclavizasen las tiranías de las horas, como tampoco es el principio. He descrito, con mis pobres palabras, sólo uno de los cuadros de una obra mucho más amplia y abierta siempre a nuevas versiones. En los cuerpos de mujer ha encontrado mi lengua el escenario perfecto para desarrollar sus cualidades, para transgredir los que iba creyendo sus límites sin serlos. E inventando constantemente nuevos actos, diversificando sin cesar sus movimientos, ésta, que no es más que una entre mis muchas virtudes, contribuye a la felicidad de nuestra especie. Por cierto, me llamo David y el número de mi móvil es el 696 969 696 (capicúa en todas las dimensiones).


PS: Éste del video es un chaval al que hace algún tiempo le enseñé algunos ejercicios linguales. No está mal, se nota que el chico se esfuerza pero, claro, carece de las dotes innatas que a mí me han tocado en suerte.


CATEGORÍA: Ficciones

jueves, 6 de marzo de 2008

Respeto a las opiniones

En el post "Enseñar al que no sabe" mencioné que a mi padre no le gustaba nada la frase tan manida de que todas las opiniones son respetables, máxime cuando quienes más la cacareaban solían ser ese tipo de gente que he descrito como ignorantes soberbios. Sobre este tema hubo un primer comentario divergente de Amy que plantea una duda que me ha hecho pensar, y que tiene que ver con cómo el respeto hacia las personas nos viene condicionado por nuestras reacciones (las más de las veces emocionales) ante sus opiniones; luego me referiré a ello. Pero fue Pilar la que enarboló el disenso abriendo un debate con Vanbrugh y Lansky al que me sumé al final, pensando que el tema no daba para más. Contemporáneamente, y aunque de forma indirecta, volvió a salir el asunto del respeto, también con Pilar como protagonista, en el blog de TitoBeno; en ese debate Pilar se sintió ofendida y malentendida (creo) y se despidió un poco dando un portazo (a lo mejor me equivoco) y diciéndome que hay que respetar tanto a las personas como a los opiniones porque ¿quién juzga si son correctas?

Este post no es para continuar esa discusión bastante poco fructífera, sino para aclarar (y aclararme) mi posición acerca del respeto y territorios afines. Si he traído a colación la anécdota ha sido, aparte de para justificar por qué estoy escribiendo lo que estoy escribiendo, porque lo que ha ocurrido me parece una buena ilustración de las que van a ser mis tesis. La primera es que usamos imprecisamente el verbo respetar y, como consecuencia, cuando decimos "hay que respetar todas las opiniones" lo que queremos decir (o lo que quiero pensar que querríamos decir si nos paráramos a pensarlo) es "hay que respetar el derecho de todos a expresar sus opiniones y además respetarle cuando las está expresando"; es decir, tratarle educadamente y evitar los ataques personales en el debate de las ideas. La segunda tesis que quiero sostener es que, no entendiéndolo así y, por contra, bajo la falsa excusa del derecho a ser respetado, lo único que se propicia es la pobreza intelectual, los tópicos huecos y, aunque suene fuerte, la imbecilidad (si no recuerdo mal, imbecillis en latín significa débil mental). Por supuesto (me gustaría no tener que advertirlo), nada de lo que diga a partir de ahora debe interpretarse de forma personal y espero que nadie se sienta aludido; trato sólo de hacer reflexiones generales.

Compruebo que, en la acepción más acorde con el tema, respetar significa tener miramiento, consideración, deferencia. Obviamente, el respeto se verifica en la forma en que nos relacionamos con los demás. Me atrevería a decir que el verdadero respeto está muy ligado al reconocimiento íntimo del otro como alguien con la misma dignidad que nosotros, por más que no nos guste (que nos repugne incluso) su comportamiento, su forma de pensar, etc. En el fondo, respetar de verdad al otro supone aceptar su individualidad. Soy consciente, por supuesto, de que es éste un planteamiento casi angélico, muy difícil de mantener en la práctica; ¿acaso no nos resulta casi imposible respetar a individuos ruines, malintencionados, traidores ... (que cada uno ponga los calificativos que le apetezca)? Así que, más pragmáticamente, convenimos implícitamente que el respeto es, al menos, tratar al otro con arreglo a unas mínimas normas de educación, evitando, sobre todo, transmitirle que no le consideramos digno. En todo caso, por muchas vueltas que le demos para despejar qué es el respeto (todos estos conceptos son, por su propia naturaleza, tremendamente polisémicos), lo que me parece incuestionable es que se trata de algo que sólo existe en las relaciones subjetivas, entre personas.

Antes de seguir querría discutir otra frase bastante asumida: todos tenemos derecho a que se nos respete. Parece que el derecho a ser respetados proviene de que, en tanto personas, todos tenemos una dignidad intrínseca que nos hace iguales, la humana. Llegar a esta base fundacional de las declaraciones voluntaristas de derechos fue una evolución ideológica que en Occidente (justo es reconocerlo) debe mucho a las bizantinas elucubraciones teológicas; en síntesis, todos somos iguales en dignidad en razón de nuestra filiación divina, que radica en la tenencia de un alma inmortal. No es casual que, en el ámbito teológico, el reconocimiento de la dignidad humana (o del derecho a ser respetados) fuera ampliándose a más miembros de nuestra especie a medida que éstos iban consiguiendo tener alma, por ejemplo, mujeres y negros (por cierto, es curioso que los candidatos del partido demócrata norteamericano sean, por primera vez, dos humanos de reciente adquisición anímica; el republicano lleva su alma desde muchas más generaciones). Claro que, de otra parte, por más que la idea de la dignidad igualitaria de los humanos tenga raíces cristianas teóricas, su paso al plano de la realidad efectiva no se debe en absoluto a la Iglesia, sino fundamentalmente a la Ilustración y lo que siguió (casi siempre, con bastante disgusto de los obispos).

Pero me desvío. La cuestión es que, sin preguntarnos mucho por qué ni en base a qué, todos damos sentados que tenemos derecho a que se nos respete; así, en general, porque sí. Es decir, nos creemos con derecho a que nos traten con deferencia y (no estoy del todo convencido de lo que voy a decir) me da la impresión de que cosa distinta es ese tipo primero de respeto (más filosófico que otra cosa) que ese segundo respeto, más de andar por casa, y que parece más propio de manual de autoayuda para reforzar nuestras maltrechas autoestimas, cuando no saciar las vanidades. Además, si todos tuviéramos derecho a ser respetado, tendríamos obviamente el deber de respetar a todos (tratarlos con esa deferencia que requerimos hacia nosotros). Y me pregunto si de verdad cada uno cree que cualquier ser humano es digno de respeto (pongamos, por ejemplo, un pederasta). Quizá (va como mera hipótesis) el ser respetado, más que un derecho convenga considerarlo como un merecimiento. Sea como fuere, me parece que tendemos a generalizar con gran alegría nuestros derechos.

En todo caso, sea o no un derecho, es bueno que todos tratemos a todos con una mínima educación, sin necesidad de entrar en honduras filosóficas para discernir si ese trato es profundamente sincero. Basta que lo parezca, que al otro no le hagamos notar que lo consideramos una rata despreciable indigna de pertenecer a la especie humana. Aunque quizá no sea la acepción más precisa, la de tratar a los demás de forma educada, me parece la que, en la práctica habitual, mejor delinea el término respetar. Siempre -nótese- referido a las personas; cuando hablamos de respetar ideas estamos, en mi opinión, ampliando metafóricamente el significado; o mejor, estamos trasladando por omisión (sin decirlo explícitamente) el objeto del respeto. Es lo que señalaba antes: expresamos el respeto a una idea y, subrepticiamente, pasamos ese respeto al "autor" de la idea. Si todos nos diéramos cuenta de esta traslación no pasaría nada; pero lo grave es que, como está oculta, hay muchos que declaran honestamente que es la opinión (la idea) lo que debe ser respetado.

En realidad, por más que lo declaren, sus comportamientos revelan que no es verdad ni siquiera para ellos. Porque lo que hacen reclamando que se respete su opinión (que se trate con miramiento y, si me apuran, casi asumiéndola como si fuera valiosa per se) es identificar el respeto que cualquiera muestre a su opinión con el respeto hacia él. Dicho claro: si tú no valoras mi opinión, estás siendo irrespetuoso conmigo. Resultado: hemos personalizado la idea, la opinión. Yo (y cualquiera) puedo decir muchos disparates y opinar muchas tonterías; que alguien las "destroce" argumentadamente y que exponga con la más absoluta crudeza su pobrísimo valor intelectual no significa que ese alguien me esté faltando al respeto, siempre que esos "ataques" se dirijan a las opiniones, no a mí. Claro que todo esto es teoría, porque en la práctica todos tendemos en mayor o menor grado a personalizar las ideas, a sentir como nuestras las opiniones y a que nos moleste que se las degrade. Pero, como siempre, hay grados; y me parece un buen ejercicio de madurez (y de humildad) esforzarnos en esa despersonalización.

Lograrlo o no, es problema de cada uno. Ahora, de lo que estoy convencido es de que esa actitud de identificar el respeto personal con el de las opiniones a lo único que conduce es a la molicie intelectual. Me parece imposible cualquier progreso en el mundo de las ideas si los debates sobre las mismas han de someterse a estas reglas de respeto. Sólo fructifican en ese caso (y para muestra los recientes debates electorales) las conocidas falacias ad hominem o los argumentos de autoridad, ambos pésimas herramientas para el pensamiento. La pena es que, como me señala Lansky, esto de que las opiniones deben ser respetadas (so pena de estar faltando al respeto al opinante) es lugar común; así nos va, inmersos en un marasmo de tópicos y lenguajes políticamente correctos. ¿Cómo era aquella frase? Líbrenos Dios de la funesta manía de pensar. Pues, en efecto, quienes reclaman miramiento con las opiniones, quienes defienden que todas las opiniones (o casi todas) son válidas, están contribuyendo, a mi juicio, a anular nuestra capacidad crítica, a narcotizar nuestras potencias intelectivas.

Me refiero brevemente al planteamiento que hace Amy y que, aunque inicialmente lo pareciera, no es el mismo; yo diría que se refiere a una situación inversa. Admitiendo que no hay por qué respetar las opiniones (es más que justamente para pensar productivamente sobre ellas es necesario no respetarlas, no tratarlas con miramiento), ella pone en duda si es posible respetar a la persona que manifiesta (supongo que con suficiente tenacidad) opiniones baladíes, inmorales, etc (o, al menos, contrarias a los valores que cada uno de nosotros apreciamos). Pienso, como ya he dicho, que, desde luego, aun así debemos ser respetuosos con esa persona, cuidando de no hacerle notar que le consideramos un idiota o un depravado (salvo que conviniera por buenas razones hacérselo notar). Lo que me parece muy difícil es que podamos respetarle desde nuestro interior. Con lo que vuelvo a lo poco que seguramente tenemos asumido ese "derecho" universal al respeto o que todos los humanos, por serlo, somos iguales en dignidad.

Acabo llamando la atención sobre la curiosa circunstancia de que quienes más exigen el respeto de sus opiniones suelen ser los que menos gustan de mantenerse en el debate de las ideas y, enseguida, llevan la discusión a alusiones personales, faltando al respeto a quienes, según ellos, les ha faltado primero al no valorar "debidamente" su opinión. También estas personas suelen tener una sensibilidad especial para detectar, cuando alguien discute sus opiniones, la intención faltona del atrevido. Pero de esto ya hable en un post anterior relativo a la dignidad. En fin, son circunstancias curiosas ...


PS: La banda sonora de este post era, obviamente, inevitable.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

martes, 4 de marzo de 2008

Autómatas medievales

Tomás de Aquino, quien por cierto no nació en Aquino, de lo cual me enteré hace un par de veranos cuando, recorriendo el Lazio en un Fiat Panda de alquiler, llegamos a ese pueblo de la provincia de Frosinone, justo en el momento en que se celebraba una boda en la preciosa iglesia románica de Santa María della Libera y nos dijeron que "aquí no" (lo siento, no lo he podido resistir), sino que había sido en Roccasecca, un pueblo aun más pequeño, apenas distante diez kilómetros pero al que, como no nos pillaba en nuestra zigzagueante ruta (ni venía recomendado en nuestra guía), pasamos de ir, de lo cual, tras ver fotos del mismo, ahora me arrepiento (pero agua pasada no mueve molinos) porque parece bastante más bonito que Aquino, por más que de éste tome su nombre el condado medieval, aunque el castillo de los condes, los padres de Tomás, estaba (y sigue estando) en Roccasecca, en la cima del monte Asprano (553 metros de altura), dominando la antigua vía Casilina, que los romanos habían trazado por la llanura del Liri, río que discurre a las faldas de los Apeninos centrales; y no es casualidad que dominara ese territorio porque con tal objeto lo habían construido los monjes benedictinos de la famosa Abadía de Montecassino (ahí sí estuvimos, pero llegamos tarde y no nos dejaron entrar) a fin de protegerse de quienes venían del norte allá por el año mil (un poco antes, para ser exactos) pues hay que recordar que eran aquellos tiempos convulsos de broncas continuadas entre el Imperio y el Papado (y no sólo, que apenas cuarenta años antes, los moros habían destruido el monasterio) ...

Pero a lo que iba. Resulta que Tomás, con veintipocos años, llegó a Colonia para estudiar con Alberto Magno. Si, pensando en un chaval de veinte años, imagináramos que todavía apenas habría vivido, meteríamos la pata hasta el fondo. Con sólo cinco años sus amantes papás, el conde Landolfo V y la condesa Teodora de Caraccioli, le ingresaron en la cercana e importantísima abadía de Montecassino, con la cual -como ya he comentado- guardaban estrechas relaciones de dependencia feudal; por cierto, el abad era el tío de Tomasín así que todo iba quedando en familia. El niño demostró enseguida ser un prodigio que aprendía todo lo que le echaban y, según cuenta la hagiografía, tenía aun tiempo para preguntarse sobre Dios. Ahí habría seguido si no se hubiera metido la política por medio ya que, en 1239, el emperador Federico II decidió desalojar el monasterio cabreado con los monjes que habían apoyado al Papa Gregorio IX. La bronca entre el Papa y el Emperador tenía su origen en que Federico había accedido al cargo apoyado por el Vaticano, bien es verdad que como mal menor, pues al que en realidad apoyaba Inocencio III, uno de los papas que más ha intervenido en política (y el ranking está disputado), era a Otón de Brunswick a quien llegó a coronar pero luego va y le sale rana, con lo cual se enfadan. ¿Qué por qué se enfadan? Pues creo que porque el Papa quería que el nuevo emperador le concediese la soberanía feudal sobre Sicilia, donde curiosamente reinaba Federico, a la sazón de 17 añitos y tutelado por el propio pontífice. Como Otón se negó (y encima se puso a conquistar tierras italianas), pues el Papa le echó encima a Felipe II de Francia, quien en 1214 le derrotó en Bouvines y, ya se sabe, emperador derrotado, emperador destronado. Así que en 1220 Federico es coronado emperador en Roma y, listo él, sigue manteniendo el reino de Sicilia; lástima que el intrigante y ambicioso de Inocencio hubiera muerto unos añitos antes, porque el resultado fue que los Estados de San Pedro se vieron atenazados desde el sur y desde el norte por tierras imperiales.

Para esas fechas, Federico, ya más madurito, debía tener bastante claro que no se iba a dejar mangonear por el vicario de Cristo. Diez años antes, con sólo dieciséis años, había tenido que aceptar las presiones de su tutor Inocencio y casarse con una mujer que le doblaba la edad, Constanza, viuda del rey de Hungría e hija de Alfonso II el Casto (tan casto no sería) de Aragón y Sancha, la hermana de Pedro II de Castilla. Muerta ya Constanza sería él quien elegiría nueva consorte, Yolanda de Jerusalén, lo que no gusta nada al entonces Papa, el ya nombrado Gregorio IX. El caso es que desde el Vaticano se emprende una campaña acusando al emperador de múltiples pecados e imponiéndole como penitencia hacer la Cruzada a Tierra Santa. Federico remolonea y el Papa le excomulga y le califica de Anticristo. Finalmente Federico se decide a partir hacia Oriente, obteniendo éxitos insospechados (casi más con diplomacia que con guerra) y coronándose rey de Jerusalén. El Papa está que trina y cada vez le tiene más rabia: declara que esa no es una guerra santa porque el emperador está excomulgado y, aprovechando su ausencia, decide invadir Sicilia aliado con los lombardos. Federico regresa apresurado, derrota a las fuerzas pontificias y firma la paz con el Papa. Pero la paz no duraría mucho y Gregorio vuelve a excomulgar al emperador y convoca un Concilio en Roma con la intención de forzar su deposición. Pero el Papa, que andaba por los noventa y ocho años (vaya con los viejos rencorosos) por fin se muere en 1241 y el Concilio no llega a celebrarse. Pues en estas trifulcas últimas fue que los benedictinos de Montecassino apoyaron al Papa y fueron castigados con el cierre temporal de la abadía, lo que a nuestro amigo Tomás le significó la vuelta al castillo de Roccasecca, con mamá y las hermanas (el Conde había muerto).

Ya sé que me he alargado metiéndome con la historia del Papado y el Imperio en esos tiempos, la época de los güelfos contra los gibelinos o, lo que es lo mismo, los hinchas de la dinastía bávara (los Welfen) contra la casa de Sajonia (los Hohenstaufen), pero es que hay que mostrar el tiempo en el que vivía Tomás. Y eso que no es de Tomás de quien quiero hablar o, más bien, sólo iba a contar una anécdota suya en relación con Alberto Magno, pero es que empiezo a enrollarme y ya dudo que sea capaz de llegar a ese puerto. Porque, claro, desde que Tomás debe abandonar Montecassino hasta que llega Colonia transcurre una década larga llena de aventuras, cuya narración me cuesta mucho omitir. Es relevante, en todo caso, contar que Tomás fue enviado a seguir sus estudios en la universidad de Nápoles, fundada pocos años antes por Federico II para competir con la de Bolonia. Los estudios teológicos estaban muy influidos por los dominicos, orden fundada por el burgalés Domingo de Guzmán hacía poco más de dos décadas; eran pues estos frailes unos “recién llegados”, sobre todo en comparación con los ilustres benedictinos, sin duda la Orden más importante durante lo que se llevaba de Edad Media (también estaban, entre otros, los franciscanos que siempre me han caído muy bien pero que en esta historia no tienen papel ninguno) pero, quizás por eso, tenían un entusiasmo predicador que enseguida les hizo ganar adeptos; además, en esos inicios, gracias a la incorporación de muy buenas cabezas y a su vocación estudiosa, ganaron merecida fama de doctos. Lástima que tan prometedores inicios quedaran enseguida vinculados a la Inquisición, pero esa es otra historia.

El caso es que el joven Tomás quedó encandilado con la joven Orden de Predicadores y con 18 años decidió ingresar en ella con gran disgusto de su madre (recuérdese que el destino del chico debía ser la abadía de Montecassino como pieza clave en la estrategia feudal familiar). Teodora monta en cólera y se empeña en secuestrar a su propio hijo mientras los monjes dominicos en ocultarlo, llevándolo de Nápoles a Roma y de ahí a Bolonia, pero la madre pide ayuda a sus contactos en el ejército imperial quienes finalmente lo apresan y le llevan al castillo de Roccasecca, donde lo mantienen retenido unos cuantos meses presionándole para que cambie de opinión (entre las presiones el propio Tomás contó que le tentaron mandándole a su habitación una prostituta para que le sedujera; por supuesto, resistió la tentación y, no contento con ello, hizo inmediatamente voto de castidad perpetua). En fin, sea porque sus familiares cedieron a la terquedad del muchacho (sus compañeros le llamaban el buey) o porque se escapó descolgándose con una cuerda desde la ventana de su prisión, como narran algunas biografías pías (con poca credibilidad, me parece a mí), el joven dominico quedó libre de su familia para a partir de entonces vivir su vocación. Era 1245 y Tomás, con veinte años, fue a París, la más importante universidad de la época. Y allí se topó con otra de las grandes luminarias intelectuales de la época: Alberto Magno.

Cuando se encontraron, Alberto rondaba la cuarentena y llevaba algo más de veinte años en la Orden de los Predicadores. Era ya uno de los sabios más respetados de la época, por lo que es lícito suponer que los mandamases de los dominicos quisiesen poner a la joven promesa italiana bajo la tutela pedagógica de su más importante estrella. Como fuera, lo que parece indiscutible es que, pese a la timidez silenciosa del de Aquino que le hacía parecer retrasado a los ojos de sus compañeros, Alberto lo caló enseguida y advirtió que los “mugidos de ese buey mudo algún día llenarían el mundo”. En cuanto a Tomás, quedó encantado con el nuevo profesor quien fue seguramente el que le inoculó el interés por Aristóteles que tan fecundo le resultaría para la confección, veinte años después, de su famosísima Summa Theologiae. Así que Tomás se quedó con Alberto durante siete años; los tres primeros en París y los cuatro siguientes en Colonia, a donde le acompañó como segundo profesor del recién creado Studium Generale.

Aunque disto muchísimo de conocerlos en profundidad, tengo la impresión de que Alberto y Tomás eran de caracteres y aficiones bastante distintos. Ambos hijos de condes y ambos dominicos dedicados al estudio y la enseñanza, reacios los dos a ocupar cargos de poder (aunque no siempre pudieron evitarlos). Pero al italiano le atraía más la teología pura, preocupado desde niño por indagar en la esencia de Dios, y a ese objeto puso conocimientos y raciocinio (si bien, a medida que se avejentaba, iba renunciando a la vía racional y cayendo cada vez con más frecuencia en éxtasis contemplativos); al suabo, en cambio, le interesaban sobremanera las cosas de este mundo: la física, las ciencias naturales, la astronomía. De hecho, una de las aficiones de este hombre de la que me he enterado hace poco, era la de los autómatas. Cabe suponer que ese interés provendría de sus lecturas griegas y latinas; Aristóteles, en sus Problemas de Mecánica (300 aC), describe el prototipo de ruedas dentadas enlazadas para trasmitir movimiento y de Herón de Alejandría, en los albores de nuestra era, se dice que fabricó numerosos ingenios mecánicos con ruedas movidas por el vapor de agua y, entre ellos, varios autómatas. Pero, si hemos de hacer caso a Jünger (El libro de Arena, 1957), no es hasta la oscura frontera del primer milenio que las ruedas dentadas se aplican a la medición y control del tiempo; el filósofo alemán sostiene que el invento del reloj mecánico cambia la naturaleza del tiempo (que pasa de ser fluido y telúrico a discreto y rítmico) y permite, como consecuencia inevitable, el desarrollo de las máquinas, en el verdadero sentido de la palabra.

Se atribuye a Gerberto de Aurillac, luego Papa con el nombre de Silvestre II, la invención del reloj mecánico. Fue este hombre una de las grandes fuerzas creadoras que ha dado nuestra especie, otro de esos que causó estupor entre sus contemporáneos, mezcla superlativa de admiración y miedo, porque diabólicas pensaban muchos que tenían que ser sus artes. Personaje fáustico que merecería ser más conocido y que -cómo no- también construyó autómatas. Por cierto, en su juventud vivió tres años en el monasterio de Santa María de Ripoll (Gerona) que atesoraba en su biblioteca muchísimos conocimientos del Califato cordobés; quiero pensar que de estos temas mucho aprendería del saber árabe que era mucho más avanzado que el europeo, como dejó patente Al-Jazari en su "libro del conocimiento de los ingeniosos mecanismos" (1260) en el que recopilaba abundantes mecanismos de los siglos anteriores. Pero al grano, no creo errar demasiado si considero a Alberto Magno hijo intelectual de Gerberto, como del mismo linaje resultaría, a mi juicio, el enigmático y genial Leonardo.

Ya voy llegando a lo que quería (menos mal) que es contar que dicen las crónicas (y conste que no es que me lo crea del todo, ma se non vero, è ben trovato) que Alberto había fabricado, después de larguísimos años de trabajo, un autómata androide -el primero de que se tiene noticia- que era capaz de andar, abría la puerta del monasterio, avisaba si había llegado alguien, entretenía a los visitantes, se ocupaba de tareas caseras... Parece que Tomás ignoraba su existencia pues forma parte de la leyenda que un día, al ir a visitar al maestro, le abrió la puerta el conocido "hombre de hierro" y, tras el susto de órdago inicial, arrambló a bastonazos contra el engendro infernal hasta destruirlo. Divertida escena que puede simbolizar tantas cosas (y mejor me callo), entre otras la santa indignación ante las máquinas que acabarían por deshumanizarnos (esta viene a ser la tesis de Jünger). Claro que, más compasivos, podemos imaginar que lo que hacía Tomás era proteger a su maestro de acusaciones inquisitoriales por presuntos pactos diabólicos. Ciertamente, Alberto hubo de soportarlas pero, por fortuna, nunca llegaron demasiado lejos. De hecho, este alemán del sur, murió con casi ochenta años, sobreviviendo a Tomás, que era casi un cuarto de siglo más joven. Por eso la acusación que se hace al de Aquino de haber destruido a la muerte de Alberto otro autómata suyo, una cabeza parlante que contestaba preguntas, ya no es que sea inverosímil sino simplemente imposible.

La historia de los autómatas daría mucho juego durante los siglos posteriores hasta llegar al gran Houdini, pero de eso no voy de momento a ocuparme. Sírvame decir para acabar cuánto me habría gustado ver la escena entre Alberto y Tomás cuando el primero hubiese descubierto a su androide destrozado; tengo que buscar tacos en latín. Ah, me olvidaba, Santo Tomás fue canonizado poco más de medio siglo después de su muerte; Alberto Magno hubo de esperar a 1931.



CATEGORÍA: Personas y personajes

sábado, 1 de marzo de 2008

Enseñar al que no sabe

Quienes de niños hubimos de memorizar el catecismo sabemos que el cristiano ha de practicar la caridad con las llamadas obras de misericordia. Naturalmente que amar al prójimo y ayudarle en sus necesidades no son invento ni patrimonio del cristianismo, pero eso ahora es irrelevante. Lo cierto es que la palabra misericordia (y sus derivadas) no goza desde de aprecio y, por contra, parece cargada de connotaciones negativas.

Quizá sea debido a que el ejercicio de la misericordia suele presuponer una relación desigual: el "actor" está por encima del "receptor" dado que uno tiene lo que el otro necesita y justamente es la "acción misericorde" una de las formas más recurridas de poner en evidencia las jerarquías. Se me dirá que ese modo de hacer misericordia es pervertir su espíritu (recordemos a Jesús condenando a los "sepulcros blanqueados" o advirtiendo de que tu mano izquierda no ha de saber lo que hace la derecha) pero, aunque esté de acuerdo, no por eso han dejado de ser así las cosas.

En la especie humana, tan mayoritariamente ruin y vanidosa, resulta de lo más hiriente que se nos hagan notar nuestras deficiencias y, a la inversa, nos motiva hasta el éxtasis que reluzcan nuestras virtudes, por nimias que sean. Así que nos apasiona y a la vez aterra zambullirnos en los teatrales juegos de sociedad y teñimos casi todas las relaciones con "el otro" con el barniz, más o menos explícito, de las comparaciones. Cuánto depende nuestro ánimo del termómetro interior que nos va midiendo sin descanso el resultado, en términos competitivos, de nuestras cotidianas interacciones.

En el ámbito semántico se verifica meridianamente lo que digo. ¿Acaso alguien admitiría de buen grado que le calificaran de miserable? Ciertamente no, porque su acepción usual es perverso, abyecto, canalla (la cuarta en el DRAE) y, sin embargo, miserable debiera ser quien es susceptible de recibir misericordia; todos pues somos miserables. El razonamiento correcto habría de ser: dado que todos estamos necesitados, que alguien nos trate misericordiosamente no nos sitúa en inferioridad respecto a él ni, simétricamente, ser misericordioso con otro no nos otorga ninguna superioridad. En cambio, como muestra la prevalencia semántica, rechazamos la misericordia porque nos sentimos calificados de abyectos.

Estas actitudes de rechazo orgulloso (que muchos cacarean como dignidad) a recibir y de hinchazón vanidosa al dar me las topo continuamente (y no me excluyo yo mismo) en relación a una de esas siete obras de misericordia "espirituales" que es enseñar al que no sabe. A muchísimas personas les jode tremendamente que alguien les enseñe algo que no saben, simplemente porque no quieren que se sepa que no saben. Un muy buen amigo (carente de toda malicia, por otra parte) no puede evitar esta actitud. Cuando es consciente de una carencia de conocimiento que necesita cubrir le cuesta dios y ayuda pedir ídem. Cuando se le explica lo que no sabe, se esfuerza (casi siempre infructuosamente) en minimizar su ignorancia, tanto quitando importancia al tema como aprovechando para exhibir conocimientos por más que no estén muy relacionados. Por supuesto, estas "obras de misericordia" sólo las "soporta" provenientes de alguien con quien tiene confianza y a solas. Nada le dolería más que su ignorancia quedase expuesta en público.

Actitudes así generan efectos de toda índole y todos dañinos. En el "ignorante" (todos lo somos) una disposición mental bastante incompatible con el aprendizaje. Difícilmente puede uno entender algo cuando su interés principal es que no se note demasiado que le cuesta o que no sabe. Me viene a la memoria el recuerdo de una compañera en primer curso de la universidad, reverso radical de este amigo, que no se cortaba en pedir aclaraciones al profesor continuamente, en cuanto dudaba de haber entendido bien algo. Los profesores se desesperaban y los compañeros nos reíamos con estúpida suficiencia y, sin embargo, si no hubiera sido por ella dudo que hubiese entendido los conceptos básicos de resistencia de materiales. Creo que, para aprender, es necesario reconocer que no se sabe. ¿Acaso nacemos aprendidos? Avergonzarse de no saber es tan tonto como presumir de saber pero, lamentablemente, comportamientos frecuentes.

Otro efecto poco recomendable es que incentiva la propia ignorancia y, lo que es más ridículo, la complacencia en ella. La curiosidad, creo yo, es el motor del saber e imagino que no todos venimos de fábrica con las mismas dosis. Habrá pues muchas personas que, independientemente de las actitudes descritas, no tengan interés por aprender. Pero, en todo caso, estas actitudes debilitan las ganas de saber que pudieran tener. Quizá un antídoto contra ellas sea justamente fomentar la capacidad de maravillarse ante el descubrimiento de lo que se desconoce, pero no parece que vayan por ahí los tiros dominantes.

Por el contrario, preocupa comprobar que la tendencia de la "ignorancia soberbia" es a denigrar a quienes propician el saber. En vez de, como parece de sentido común, alegrarnos de encontrar a quienes saben más que nosotros (y la gran mayoría sabe más que nosotros en algo) y acercarnos a él para aprender, preferimos relacionarnos con aquellos con los cuales nuestra "dignidad" está a salvo. Montamos huecas parafernalias argumentadas desde premisas políticamente correctas, que vienen a ser las únicas admisibles en este circo del elogio de la estupidez (ya desde Erasmo, apenas cambia nada). Por ejemplo, aunque puede que no sea el más relevante, la exigencia casi como si de un principio fundamental se tratase del respeto a lo que uno dice.

Mi padre solía enervarse cuando oía esa frase tan manida de que "todas las opiniones son respetables". Por más que sea obvio que quienes deben ser respetadas son las personas, no las opiniones, parece haber relación directa entre el grado de ignorancia soberbia y la insistencia en la reclamación de respeto a las opiniones vacías. Esa errada (y airada) petición de respeto deriva, a mi juicio, del mismo rechazo orgulloso al saber. Y frecuentemente se presenta con un corolario añadido que no es otro que tildar de irrespetuosas las aportaciones que quienes más saben; incluso aunque, avisados éstos de lo susceptible que anda el patio, eludan cuanto puedan poner de manifiesto la vaciedad del ignorante.

En estas circunstancias, enseñar al que no sabe se convierte en afán problemático de resultados nada gratificantes, no ya para el receptor, sino para quien lo intenta. Se arriesga uno a ser tildado de irrespetuoso, sea por suponer que el otro ignora algo (o que quiera saber lo que ignora) o por permitir siquiera que pueda pensarse que la opinión del primero (errada) no tiene el mismo valor que cualquier otra. Hay que ser en extremo cuidadoso para no parecer pedante, presumido, o cualquier otro adjetivo que, al final, se resumirá en que estás faltando al respeto. No es de extrañar que, tantas veces, quienes mucho pueden enseñarnos, opten por callarse aplicándose eso de que no hay peor sordo que quien no quiere oír. Aunque a veces me pregunto si, pese a la incuestionable verdad del dicho, no sigue siendo menester esforzarse en enseñar a ver si algunos oídos se abren y, consecuentemente, se despiertan inquietudes por saber.

He de declarar que siempre me ha costado mucho entender a quienes ostentan esa ignorancia orgullosa que he descrito. Me parece un comportamiento masoquista, que solo conduce a hacerse daño uno mismo. Pero allá cada uno. Por suerte, aunque sean minoría, quedan abundante personas a quienes acercarse para disfrutar de sus conocimientos, para que ejerzan con nosotros esta obra de misericordia.

PS: La imagen al principio del post es el cuadro de Caravaggio "Las siete obras de misericordia". Aclaro que las que simboliza el genial pintor barroco son las "corporales", entre las que no está "enseñar al que no sabe". Pero me apetecía poner esta pintura.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido