A Lansky, Vanbrugh e Ire
La lectura del reciente post de Lansky y, sobre todo, el seguimiento de los comentarios me ha hecho recordar viejas lecturas (y también viejas discusiones) sobre el reiterativo y sin embargo inagotable asunto de las identidades colectivas, las lenguas, los nacionalismos y demás cuestiones enlazadas. Ciertamente, como bien asevera Lansky, parece que los ejemplares de nuestra especie sienten la necesidad de enraizarse (¿estará en los genes?) y esa pulsión instintiva llevaría a la adscripción a la tribu, la vinculación emocional al terruño, el apego a tantas peculiaridades de la cultura propia, etc. Todos ellos factores debida y machaconamente aprovechados por los nacionalismos que nunca históricamente han sido inocentes pues como numerosos autores se han cansado de demostrar (recomiendo empezar por el Naciones y nacionalismo de Hobsbawm) obedecen, al fin y al cabo, a intereses egoístas de poder. Claro, me dirán, ¿qué movimiento político no? Verdad, pero lo que me hace especialmente antipáticos los nacionalismos (por más que sea ésta una generalización que para ser justa debería matizarse), es su intrínseca voluntad manipuladora (en beneficio de unos pocos) de las emociones más primitivas y burdas de los paisanos, con el consiguiente llamamiento a instintos que para mí radican en nuestro lado oscuro. En un comentario pasado me decía Vanbrugh que cree incompatible que haya nacionalistas inteligentes y honestos; esta frase tan sintética lleva implícita la división en dos tipos de las personas que componen los movimientos nacionalistas: los dirigentes inteligentes y deshonestos (quienes no creen de verdad en lo que predican, pero saben que les es útil) y los acólitos deshonestos y poco inteligentes (o sea, los que creen que existen entidades abstractas colectivas, por ejemplo las patrias, por encima de los individuos y que son incluso sujetos de derechos). Por supuesto, esto no impide que, como han matizado algunos comentaristas del post de Lansky, haya posiciones nacionalistas (porque el término es ampliamente difuso) con las que pueda simpatizar, comprendiendo las mismas como estrategias de acción coyunturales, aunque no pueda evitar una sensación de desagrado ante los esencialismos que siempre subyacen en las mismas.
Ahora bien, aún admitiendo que la tendencia del ser humano a adoptar identidades colectivas que derivan hacia la vinculación de los individuos a grupos celosos de su carácter diferenciador (respecto de los otros grupos, pero homogeneizador en el interior del mismo), en mi opinión (y creo que Vanbrugh vino a manifestar la misma) ello no implica que esa pulsión biológica debamos considerarla buena. De hecho, en gran medida, el progreso de nuestra especie (lentísimo en los aspectos de fondo) supone reprimir o intentar transformar esas tendencias naturales, si bien con frecuencia lo que hacemos es legitimar desde constructos filosóficos esas pulsiones (lo de que si no vives como piensas acabarás pensando como vives). En nuestros días tengo la impresión de que predominan los impulsos en esta segunda línea, pero si lo vemos históricamente (al menos en Occidente) no es algo de muy larga ni ejemplarizante tradición. Yo diría que las raíces filosóficas datan apenas del romanticismo alemán y su invento del Volkgeist como reacción frente al utópico racionalismo universalista de la Ilustración. De esa semilla nacería en España el sustrato ideológico del carlismo y luego los nacionalismos peninsulares y (reactivamente) el nacionalismo español, por más que ambas posturas se volcaran a ejercicios manipuladores de la historia para encontrar en la lejana Edad Media los gérmenes inmutables de las diversas almas nacionales. Porque –no nos engañemos– difícilmente entendería un habitante del territorio que hoy llamamos España anterior a los finales del XVIII las connotaciones que luego tuvieron afirmaciones como "ser (o sentirse) español, vasco o catalán". Toda esa parafernalia ideológica nacida de los cerebros atormentados de unos cuantos alemanes, si bien maravillosamente fecunda en el terreno de las artes, se convirtió en el sustrato justificativo de la construcción nacional en todo el mundo y, reconvirtiéndose lampedusianamente durante los dos últimos siglos largos, sigue vigente hoy en día. Pues bien, esta tendencia natural de nuestra especie a la que me estoy refiriendo y todas las construcciones ideológicas que no hacen sino legitimarla, a mí no me gustan, simplemente (ejerzo mi derecho individual a tener mis propios gustos y hasta a declararlos).
Por el contrario, puestos a recurrir a las tan cómodas como engañosas dicotomías, me siento mucho más a gusto en el lado de quienes, a lo largo de la historia, han propiciado la universalidad frente a los particularismos grupales, incluso en tema tan espinoso (respecto del cual reconozco albergar sentimientos encontrados) como el de las lenguas. Afirma Ire en el post de Lansky que "Francia viene ejerciendo una acción de barrido sistemático de sus lenguas regionales –el bretón, el catalán, el alsaciano, etc–" y no miente; obviamente esa política lingüística (que dudo que sea tanta en la actualidad) no le gusta ni tampoco a mí, en tanto implica medidas coercitivas sobre el derecho de los individuos (bretones, del Rosellón, alsacianos, etc) a hablar lo que les dé la gana. Ahora bien, también se recurre a medidas coercitivas cuando de lo que se trata es de "salvar" una lengua amenazada y eso en la actualidad no nos parece malo. El argumento más socorrido es el cultural: una lengua es un valioso elemento del patrimonio cultural y por tanto estamos obligados a conservarla. Cabría contestar que el latín, una muestra de patrimonio cultural difícilmente igualable por cualquier idioma moderno, ya no se habla (salvo entre cardenales cuando se cuentan a hurtadillas chistes verdes) y, sin embargo, no se ha perdido. Es decir, no se perdería el euskera si en el País Vasco dejara de hablarse; simplemente los habitantes de mi tierra natal se comunicarían en otra lengua. Eso sí –y aquí radica el quid de la cuestión que deja el argumento cultural como una falacia hipócrita– los vascos perderían una seña de identidad (uno de los componentes fundamentales de su Volkgeist, que diría Herder) y el nacionalismo vasco el principal motivo para esgrimir su esencialismo diferencial. Y es que lenguas ha habido (y sigue habiendo) multitud en la historia de nuestra especie y muchas se han muerto, en algunos casos por motivos coactivos y en otros sencillamente de modo natural. Por ejemplo, el propio idioma vasco (que, como cualquiera con una mínima cultura sabe, era el que toda la humanidad hablaba antes de Babel) sobrevivió a duras penas frente al latín, a diferencia de las restantes lenguas peninsulares, y durante toda la Edad Media fue progresivamente decayendo en número de hablantes. ¿Se debió esa agonía a la represión del centralismo castellano? No negaré que hay abundantes ejemplos de medidas coercitivas contra esa "lengua nativa", pero sólo desde una ceguera voluntaria puede sostenerse que el abandono del vasco por muchos hablantes se debiera predominantemente a las mismas. La mayoría de los euskaldunes optaban libremente por aprender castellano (o francés) y educar en él a sus hijos por el evidente motivo de que ese idioma les daba más posibilidades de mejorar sus condiciones de vida. Y no creo errar demasiado si generalizo este mecanismo como común a todos los procesos de decaimiento de las lenguas minoritarias incluso en sus propios territorios nativos. Claro que para la mística victimista de muchos nacionalismos es bastante más atractivo culpar al Estado agresor correspondiente. Por cierto, muchísimos vascos durante la monarquía de los Austrias no tuvieron ningún inconveniente en reclamar su hidalguía originaria en tanto vascos (eran tiempos en que mucho importaba la limpieza de sangre) para, en perfecto castellano, casi monopolizar los puestos burocráticos de la administración imperial; en esos momentos el hecho diferencial no lo esgrimían para salvaguardar su lengua milenaria (que les importaba un ardite) sino para medrar en España. Cuando sus intereses (los de los poderosos, claro) ya no encontraban tan buen acomodo en la España empobrecida de los Borbones surge primero el carlismo (reaccionario a más no poder) y luego el nacionalismo vasco (astutamente financiado por los industriales de la Ría para cuyos negocios con Inglaterra les convenía desligarse del centralismo madrileño).
Han de disculparme porque, como siempre, me enrollo excesivamente. Lo que vengo a sostener es que las lenguas se mueren, como todo, no siempre (ni siquiera en la mayoría de los casos) porque las maten. Y añado que tampoco debería ser eso nada muy grave si ocurriera de la forma más natural posible. Es decir, que por más que sea una blasfemia en la Comunidad Autónoma Vasca, comparto las denostadas palabras del desmesurado Unamuno en los Juegos Florales de 1901 de Bilbao: "El vascuence se extingue sin que haya fuerza humana que pueda impedir su extinción, muere por ley de vida. No nos apesadumbre que perezca su cuerpo es para que mejor sobreviva su alma. La mejor lengua es la propia, como es la mejor piel la que con uno se ha hecho; pero hay para muchos pueblos, como para otros organismos, épocas de muda. En ella estamos. En el milenario eusquera no cabe el pensamiento moderno; Bilbao hablando vascuence es un contrasentido. Y acaso esto nos dé ventaja sobre otros, pues nos encierra menos en nuestra privativa personalidad, a riesgo de empobrecerla". Después de tan escandalizadora propuesta de dejar morir el idioma vernáculo añade: "¿Y el vascuence? ¡Hermoso monumento de estudio! ¡venerable reliquia! ¡noble ejecutoria! Enterrémosle santamente, con dignos funerales, embalsamado en ciencia, leguemos a los estudiosos tan interesante reliquia. Y para lograrlo, estudiémoslo con espíritu científico a la vez que con amor, sin prejuicios, no atentos a tal o cual tesis previa, sino a indagar lo que haya, y estudiémoslo con los más rigurosos métodos que la moderna ciencia lingüística prescribe". Ni que decir tiene que este discurso indignó a los propulsores del entonces balbuceante nacionalismo vasco, empezando por Sabino Arana quien ya desde su juventud le tenía hondo encono a Unamuno (ambos tenían 36 años en 1901) y sigue indignando a todos los nacionalistas (no sólo vascos). Desde luego, los deseos de don Miguel, más de un siglo después, distan mucho de haberse hecho realidad. El vascuence (como él y Vanbrugh lo denominan) ha sido resucitado artificialmente, sin eludir para ello, cuando se ha considerado necesario, a medidas lindantes en lo coactivo. Por cierto, sería curioso saber qué pensaría Unamuno, vasco por sus "sesenta y ocho costados" y euskaldún desde su niñez (en su juventud escribió sensibleros poemas en euskera y opositó a una cátedra de vascuence), del actual batúa, mucho más emparentado con el dialecto labortano que con el occidental que sería probablemente el materno del escritor noventayochista. Supongo que no le agradaría mucho la construcción artificiosa del actual idioma oficial del País Vasco que, al fin y al cabo, es lo que se lleva haciendo desde el siglo XIX cuando se necesita construir un idioma nacional (por ejemplo, el italiano) a costa de sus variedades locales, lo que de nuevo prueba que el argumento de la defensa cultural (proteger una lengua en peligro de extinción) decae ante los verdaderos motivos de instrumentar el idioma al servicio de intereses políticos.
Pero más que su fallida acta de defunción del vascuence, me importa la intención que animaba a Unamuno en ese discurso, declarada expresamente en otros párrafos del mismo. En un estilo algo anacrónico expone su ideal utópico de unidad de la especie humana: "Sobre las razas fisiológicas, basadas en la animalidad, se hacen en labor secular las razas históricas, cuya sangre es el idioma. La unidad del linaje humano, que en sus orígenes soñamos, está puesta al final de él; es el coronamiento de la historia. Cierto es que los pueblos se diferencian y que sólo cultivando su personalidad privativa viven como pueblos; mas no olvidemos que en vía sólo de la suprema armonía tal personalidad se mantiene, que sólo para la integración suprema la diferenciación se cumple". O sea que para Unamuno (y para mí) los pueblos, en tanto colectivos diferenciados, son a lo sumo estadios transitorios de una evolución que fuera hacia la integración, hacia la unidad de todos los seres humanos, sin fronteras ni patrimonios colectivos diferenciales. El ideal sería, claro está, una lengua común que nos sirviera a todos para entendernos y en ese marco hay que entender el "dejad morir al vascuence" unamuniano y, en un utópico futuro (que ni los hijos de nuestros hijos verán), dejemos morir al castellano si a cambio nos integramos en una más amplia comunidad lingüística. El ansia de los mejores de nuestra especie por un idioma común es muy vieja. Perdido el latín como lengua franca (si bien sólo entre los cultivados) a partir del XVII, muchos han sido los esfuerzos por dotar a la humanidad de un idioma común. Cuando pensaba en esto leyendo el post de Lansky me acordé del texto de Borges (en Otras Inquisiciones) a través del cual conocí la "lengua artificial filosófica de uso universal" de John Wilkins, quizá el primer intento de este género. Ha habido bastantes más, de los cuales el más relevante ha sido, sin duda, el esperanto. No deja de ser tristemente significativo el casi nulo apoyo oficial al aprendizaje de un idioma que rompería las barreras comunicativas frente a los ingentes recursos públicos dedicados a "salvar" y fomentar el uso de lenguas que las refuerzan. Aceptando que es bueno que el euskera se siga hablando, ¿no sería todavía mejor que todos los vascos (y todos los habitantes del mundo) aprendieran con la misma dedicación esperanto? Pues no, no van por ahí los tiros y no es necesario ser muy mal pensado para deducir las causas que lo explican. Todo ello por las buenas, claro, que si no hubiera imposiciones (aunque fueran blandas) ya veríamos qué idiomas se mantienen y cuáles van extinguiéndose.
Ya he escrito demasiado, así que aquí me detengo, dejando para posteriores entradas otros asuntos relacionados que me gustaría tocar. Antes sin embargo no me resisto a recordar a Ire que la política francesa tan poco tolerante con las lenguas regionales tuvo su origen tras la Revolución en la voluntad de los jacobinos de acabar con los particularismos reaccionarios de las provincias y, al mismo tiempo, construir una unidad nacional bajo los famosos principios de "liberté, egalité, fraternité", máxime cuando a finales del XVIII en el territorio de Francia apenas un 50% de los habitantes hablaban el francés. Salvando las diferencias en los métodos empleados (explicables por los dos siglos transcurridos), no veo mucha diferencia respecto de las políticas de revitalización y unificación de los idiomas minoritarios en el siglo XX. Como ella misma dice, todo depende desde qué lado (y con qué perspectiva, añado yo) se vea el asunto.