En tiempos de los romanos no había explosiones o al menos eso cabe deducir de que no tuvieran una palabra para nombrarlas. Como es sabido, las cosas no existen hasta que el hombre, rey del universo, las nombra, ejerciendo con dicho acto su función de creador vicario, delegada por los propios dioses. Ahora bien, una explosión es la liberación brusca de mucha energía con desprendimiento de calor, luz y gases, acompañada de gran estruendo y la rotura del recipiente que la contiene. Explosiones naturales son las erupciones volcánicas, y los romanos vivieron y documentaron la famosa del Vesubio en el año 79, de la cual dejó constancia Plinio el Joven en una conocida carta (recuerdo que era uno de los textos para traducir en cuarto de bachillerato) en homenaje a su tío que la palmó por acercarse demasiado. Curiosamente, pese a que este volcán napolitano adjetiva las erupciones explosivas, Plinio no emplea en su epístola ningún término que emparentemos etimológicamente con nuestra actual palabra castellana. Tampoco usa el verbo latino erumpere, del que deriva nuestro sustantivo erupción, probablemente porque aunque su significado –"precipitarse afuera"– fuera bastante apropiado para describir lo que hacía el Vesubio, lo reservaban para acciones de seres animados. Al fin y al cabo, las erupciones no eran cosa frecuente.
Mucho después, con nuestro idioma romance ya pasada la adolescencia, las tropas de Alfonso XI conocen en carne propia los efectos del primer explosivo elaborado por los humanos: los moros sitiados en Algeciras (1342-1344) responden a los bolaños de piedra lanzados por los trabucos cristianos con pellas de fierro disparadas con gran estruendo. La Crónica de Alfonso XI deja testimonio del estupor aterrorizado de los castellanos ante estas primeras armas de fuego: «Et otrosi muchas pellas de fierro que les lanzaban con truenos, de que los omes avían muy grand espanto, ca en cualquier miembro del ome que diese, levábalo á cércen, como si ge lo cortasen con cochiello: et quanto quiera poco que ome fuese ferido dellas, luego era muerto, et non avia cerugia nenguna que le podiese aprovechar: lo uno porque venia ardiendo como fuego, et lo otro porque los polvos con que la lanzaban eran de tal natura, que quálquier llaga que ficiesen, luego era el omé muerto; et venia tan recia, que pasaba a un ome con todas sus armas». A partir de ahí, la pólvora se convirtió en el explosivo por excelencia, si no el único, hasta bien avanzado el siglo XIX, tanto como propulsor de las balas de las nuevas armas de fuego como, en el ámbito civil, para el aprovechamiento de los recursos mineros. Es decir, que los castellanohablantes tuvieron nada menos que medio milenio para oír y ver explosiones.
De otra parte, en el interesantísimo
Corpus del Nuevo Diccionario Histórico del Español que mantiene la RAE, la primera referencia documentada al vocablo
explosión aparece en una carta de José Celestino Mutis, el célebre botánico del XVIII. Se me ocurre, por tanto, que es probable que el término surgiera vinculado al feraz florecimiento de las ciencias naturales de la mano de la Ilustración, limitado su uso al principio a aquellos primeros científicos de curiosidad omnívora. Mutis habla de una explosión florística, pocos años después Carlos Andrés se refiere a explosiones eléctricas, Jovellanos, en 1806, alude a la eventual explosión de un polvorín, enseguida la palabra se aplica a los volcanes y ya muy avanzado el siglo XIX se documenta el uso del término para las violentas expresiones humanas (explosión de risas, de vivas y palmadas, de gritos, silbidos, injurias y elogios, de cólera). Advertido por Corominas, consulto en la
Biblioteca virtual Miguel de Cervantes una obrita de Capmany con el atrayente título "Filosofía de la elocuencia" (1776) que parece probar el origen del término restringido a los
lenguajes técnicos, si bien para entonces algunos ya empezaban a emplearlo para expresar manifestaciones de estados de ánimo, en vez del más usual
desahogo. Parece pues que la castellanización del original latino (
explosio, onis) no se habría producido en la península, sino que habría sido adoptada por nuestros primeros ilustrados directamente del francés. Si así ocurrió, no deja de ser curioso que la traslación semántica del vocablo romano haya seguido el camino inverso al que, creo, es el habitual; me refiero a que normalmente una palabra referida a hechos naturales amplía su significado para describir acciones o estados del hombre y sin embargo en este caso habría sido al revés. Así, quienes necesitaron nombrar los fenómenos explosivos optaron por el que describe en latín la acción de expulsar ruidosamente, mediante pataleos y abucheos, a personas o animales (
explodere deriva de
plaudere, aplaudir). Asumida la palabra en nuestra lengua para las erupciones volcánicas, estallidos artilleros, voladuras mineras y análogos actos físicos a través de estos azarosos vericuetos, pasaría luego, con no pocas resistencias de los puristas, a describir expresiones violentas del espíritu humano.
Así las cosas, algunos años después de que comience a emplearse en nuestra lengua la palabra
explosión, aparece, también tomada del francés, el verbo
explotar, pero sin que guarde ninguna relación ni etimológica ni semántica. Proviene en este caso del latino
explicare (desplegar, desenredar, desarrollar) que en todos los romances derivó al natural sentido de
explicar pero que, al menos en francés, además se bifurcó para formar
exploiter, con el significado de "sacar provecho de algo o de alguien". Sería cuestión de averiguar si este verbo se consolidó en francés por evolución natural del latín (por ejemplo, si aparece en textos de la Alta Edad Media), pero lo que no tiene dudas es que ya en el XVII estaba más que asentado y casi podía considerarse una palabra de moda, en especial durante la prevalencia del mercantilismo como mantra económico y la obsesión políticamente correcta de
explotar intensivamente los recursos. La revolución industrial pondría de manifiesto que también los seres humanos eran
recursos y por tanto susceptibles de ser explotados, lo que poco a poco iría creando la desagradable acepción de "utilizar en provecho propio, por lo general de un modo abusivo, las cualidades o sentimientos de una persona". La cosa quedó consagrada con Marx, quien estableció la
explotación del trabajador como una de las condiciones intrínsecas del capitalismo; digamos de paso que la palabra alemana que aparece en
Das Kapital es
exploitation, la misma etimología latina y probablemente también un galicismo para los tedescos.
Como ocurre siempre que aparecen nuevas palabras (y más si provienen de idiomas foráneos) no pocas voces se alzaron contra este verbo, argumentando que bastantes vocablos teníamos ya en castellano para expresar esta idea (aprovechar, beneficiarse, sacar partido, etc). En su
Diccionario de galicismos (1840), el venezolano Rafael María Balart desaconseja su uso y propone para ciertos sentidos el vocablo
socaliñar, muy expresivo, es verdad, pero que hoy ha caído en el más desolador abandono. Naturalmente, ningún efecto tuvieron tales quejas en evitar el arraigo del galicismo que, por ejemplo, es usado por Larra en 1836 (primera cita cronológica documentada en el
Corpus). Desde luego, el sustantivo que corresponde a la "acción y efecto" de
explotar, que empezó a popularizarse en nuestro idioma simultáneamente, es
explotación. En la undécima edición del Diccionario (1869) la Academia admite verbo y adjetivo, indicio casi probatorio de que para esas fechas ambos términos estaban más que enraizados entre nuestros abuelos.
Mientras tanto, las explosiones seguían y a punto estaban de ser más potentes con la invención de la dinamita. Pienso que, a falta de un verbo del mismo lexema, lo que hacían los artilleros o los mineros se diría
estallar, vocablo que habita el castellano desde su infancia y que deriva de
astilla. De hecho, encuentro ejemplos de esta acepción en citas del XVII, asociadas a tormentas estruendosas y a movimientos sociales ("estalló la revolución"). Pero es más que probable que los profesionales de los explosivos no se sintieran muy a gusto
provocando estallidos y, con absoluta lógica lingüística, crearon un nuevo verbo a partir del sustantivo específico disponible:
explosionar. Sin embargo, aunque estoy bastante convencido de que este término debía emplearse al menos desde el último tercio del XIX, no parece que tuviera apenas arraigo en habla popular. Bien es verdad que era fea palabra, y que además no resultaba muy necesaria. Al fin y al cabo, con el
hacer explotar se resolvían bien la mayoría de las frases.
Sin embargo, probablemente también hacia las últimas décadas del XIX, empezó a calar la acepción del ya arraigado
explotar como "hacer explosión". Si los puristas se habían escandalizado años antes por la admisión del galicismo, imagínense su indignación ante esta abusiva ampliación semántica. Se trataba, en efecto, de un barbarismo en toda regla que, con motivos más que fundados, fue repetidamente denunciado por lo menos hasta los años cuarenta del siglo pasado. He encontrado hasta cinco muestras de estas protestas, todas de eruditos de principios del XX preocupados por la corrección de nuestra lengua. La primera procede de un lexicógrafo célebre, Miguel de Toro y Gisbert, un granadino trasladado muy joven a París y que en 1912 publicó el diccionario Larousse, con vistas, según sus propias palabras, a enriquecer el de la Academia. En dicha obra, registra en la entrada
explotar, como barbarismo, la acepción de "hacer explosión", que ejemplifica con "la dinamita explota facilmente". La segunda crítica proviene del cervantista asturiano Emilio Cotarelo, activo académico fundador del Boletín de la RAE que todavía hoy sigue publicándose. En 1916, justamente en dicho Boletín, ya desaprueba la cada vez más frecuente y bárbara acepción de
explotar. Gustavo Lemos, el más reconocido filólogo ecuatoriano, reconoce en su
Barbarismos fonéticos del Ecuador de 1922 que se usa en ese país en el sentido equivalente al substantivo explosión. En 1928, para presentarlo a la exposición iberoamericana de Sevilla (la de 1929, de tanta importancia para la capital andaluza), José Toribio Medina, uno de los más notables historiógrafos americanos, publica el ensayo
Chilenismos: apuntes lexicográficos. Allí recoge el significado de
explotar como "estallar, reventar, hacer explosión", pero advirtiendo que se trata de una incorrección. Finalmente, me topo con la misma posición en otro hispanoamericano, el guatemalteco Lisandro Sandoval, un ingeniero militar metido a gramático que escribe una
Semántica guatemalense en la ya tardía fecha de 1941, donde todavía sigue sosteniendo que "la bomba explotó" es proposición incorrecta y debe substituirse por "la bomba estalló, reventó, restalló".
Pero nada pueden los "defensores" del lenguaje contra los embates de los bárbaros y la Academia hubo de rendirse en 1970 e incluir en el suplemento a la decimonovena edición de su diccionario este significado, si bien no como una cuarta acepción de las ya reconocidas, sino en entrada independiente, y así se mantiene hasta la fecha. Estaría bien que alguien con mayores conocimientos de lexicografía me aclarara qué significa esta separación; se me ocurre interpretarla como que los académicos, aceptándola a regañadientes, quisieron dejar constancia que, pese a su identidad morfológica, se trata de una palabra distinta a la previamente existente. Sin duda pasaron un mal trago aquellos señores (pero es que para ocupar uno de esos sillones hay que acostumbrarse a ello) y quizá lo compensaron introduciendo en la edición principal de ese año el verbo
explosionar al que, además, remiten el significado de
explotar. Es decir (y todavía hasta hoy),
explotar significa
explosionar y
explosionar, hacer explosión. Nos informa María Moliner en su estupendo
Diccionario de uso del español que cuando se discutía sobre la admisión de
explotar distintas personas se dirigieron a la Academia para comunicarle que el verbo
explosionar tenía ya un uso consagrado en ciertas técnicas (artillería, minería y otras disciplinas afines). No sirvieron estas cartas para impedir la entrada de
explotar aunque sí contribuirían a dejar constancia de su origen bastardo.
Desde antes del 70, fecha del bautismo legitimador, yo ya hablaba con aceptable corrección el castellano e incluso disfrutaba redactando cuentitos y narraciones varias. Estoy seguro de que alguna vez habré escrito (y más pronunciado) la palabra
explotar en el sentido de estallar, completamente ignorante de que contribuía a consolidar un barbarismo. Ciertamente, en el español que aprendí de niño, aunque no estuviera aceptada por la RAE,
explotar estaba ya más que arraigada. Buscando en el
Corpus del Nuevo Diccionario Histórico del Español compruebo que esta acepción empieza a emplearse a partir de los años cuarenta. Alejandro Casona escribe "el día que explotó el grisú en la mina" en
La dama del alba (1944); Arturo Barea, en el tercer tomo de
La forja de un rebelde (1944) dice que "...aún escuchaban explotar las bombas y retemblar la tierra profunda que rodeaba el cemento". Barrunto que el impulso semántico de la palabra hasta alcanzar su preponderancia pudo deberse a las impresiones de la segunda guerra y, especialmente, al estupor de las explosiones atómicas. Tengo un libro bastante estropeado proveniente de la biblioteca de mi padre,
La energía nuclear que escribió un jesuita astrónomo en 1954, el padre Ignacio Puig, quien creo que fue uno de los más famosos divulgadores de la época; pues bien, el buen señor nos informa que "algunos explosivos, llamados detonadores, al explotar producen vibraciones atómicas". Levantada la veda, ya casi todo empezó a explotar y poco a poco dejó de estallar, reventar o cualquier otro sinónimo. De ahí a que nos convenzamos, con buena lógica, de que
explosión es la acción de explotar, aunque para ello hayamos de admitir que hay otro
explotar cuya acción se expresa mediante la palabra
explotación.
Naturalmente, la apoteosis de
explotar con la consiguiente apropiación del sustantivo que la precedió como derivado, genera el desprecio inmisericorde de
explosionar que, ciertamente, nos parece una fea palabra. Pero imaginemos por un momento que nunca se hubiera producido la inverosímil pirueta semántica de atribuir a un vocablo un significado que nada tenía que ver con el propio y que, por tanto,
explotar no equivaliese a hacer explosión; entonces, si alguien dijera "ha explotado una bomba" nos parecería una barrabasada análoga a "fue sorprendido en
fragante delito". Por la misma razón, en tal caso quizá tampoco nos sonara tan mal
explosionar, de modo análogo a como no lo hace
fusionar. Pero, a estas alturas, las vicisitudes etimológicas ya no importan nada, meras curiosidades evanescentes.