El pasado jueves 6 de febrero, hacia las seis menos cuarto de la madrugada, un guardia civil adormilado de las instalaciones fronterizas de Ceuta vio en una de las pantallas de su garito que transmite imágenes de las modernas cámaras térmicas enfocadas hacia territorio marroquí como un nutrido grupo de lo que parecían seres humanos bajaba de los montes adyacentes en dirección al vallado que protege este enclave español y europeo en el continente africano. Inmediatamente se activaron todos los protocolos de seguridad y un numeroso contingente de agentes, tanto de la Guardia Civil como de la Policía Nacional fueron puestos en alerta sin ni siquiera darles tiempo a ducharse y tomar café, y eso con el frío que hacía (a 9ºC que estaban, oiga). Como puede imaginarse, durante un buen rato reinó una gran confusión; tanto que hasta las siete y media (¡casi dos horas después del primer avistamiento!) no tuvieron claro los defensores de esta frontera Sur de Europa que esos individuos tenían la alevosa intención de colarse en el Primer Mundo. Para entonces los negros (porque eran negros, que por la noche son más difíciles de distinguir) ya estaban casi llegando al vallado de 6 metros de altura de la aduana del Tarajal. Hacia esa hora ya habían llegado soldados marroquís que intentaron contener a los africanos en virtud de los tratados de colaboración fronteriza que tenemos con los moros para que nos hagan de mamporreros (y que buenos dineros nos cuesta). Pero sus esfuerzos fueron inútiles porque los invasores eran muchos (unos doscientos, cien arriba, cien abajo), además de jóvenes y atléticos, y mostraron una "inusitada actitud violenta agrediendo continuamente con palos y piedras al personal del ejercito marroquí que trataba de contenerlos". Así, durante una media hora, en el escaso tramo del barranquillo que marca la frontera entre los dos reinos, se produjo una confusa refriega entre moros y negros mientras los españoles observaban preocupados y procedían a cerrar a cal y canto los accesos y a prepararse para garantizar la inviolabilidad de nuestro territorio. Los aspirantes a inmigrantes ilegales (téngase en cuenta que todavía no lo eran, al menos en lo que a España se refiere) corrían hacia la playa –sin dejar, eso sí, de tirar piedras– para bordear el espigón y entrar por mar a nuestro país, pues ya se habían dado cuenta de que en tales condiciones no les era factible escalar la valla. Claro que tanta actividad física, por muy jóvenes y atléticos que fueran, había agotado a la mayoría, de modo que sólo unos cuantos consiguieron meterse en el agua que, hacia las ocho de la mañana de un día de febrero no estaba precisamente a una temperatura agradable. Al constatar que esa avanzadilla nadaba hacia el lado ceutí del Tarajal, los mandos de la Guardia Civil ordenaron que un grupo de agentes armado de fusiles se alineara en la playa para disparar pelotas de gomas con la única finalidad de que éstas, al caer en el agua, delimitaran una línea disuasoria que hiciera ver a los negros que de ahí no podían pasar. Como convincentemente explicó el Ministro del Interior el pasado día 13 en el Congreso, se trataba de una medida acorde con los "principios de congruencia, oportunidad y proporcionalidad. El principio de congruencia fue debido a que la respuesta de los agentes fue provocada por la actitud beligerante de los atacantes, la oportunidad por la necesidad de respuesta inmediata y la proporcionalidad puesto que se usó la fuerza estrictamente imprescindible y con carácter siempre disuasorio". Cuando se comprobó que los negros, con pertinaz terquedad progresaban en su acercamiento, se ordenó cesar los disparos para evitar hacer daño a ninguno. De hecho, hasta veintitrés de ellos llegaron a la playa del lado ceutí, incluso auxiliados por los agentes españoles, quienes inmediatamente los devolvían a los marroquíes. Hay quienes, con evidente mala fe, dicen que esas devoluciones fueron ilegales ("expulsiones en caliente" las llaman) pero debe considerarse que, aunque geográficamente estuvieran en territorio español, a efectos prácticos lo que se estaba haciendo era equivalente a rechazarlos antes de que entraran, sólo que por motivos humanitarios es mejor hacerlo desde la playa. Lamentablemente, quince de esas personas han muerto ahogadas, aunque –como dejó claro el señor Ministro– no hay ninguna relación causa-efecto entre el empleo de los medios antidisturbios por parte de los agentes de la Guardia Civil y dichos fallecimientos.
Con mínimas dosis de ironía, la que acabo de describir es la versión que dio Fernández Díaz, ministro del Interior, en su comparecencia ante los diputados el pasado jueves 13. No voy a cebarme en que a lo largo de la semana que había transcurrido desde los incidentes, hubo varias otras versiones oficiales, no sólo diversas sino contradictorias en muchos puntos. Como suele ocurrir en estos casos, la fuerza de los hechos y las denuncias de testigos fueron desmontando las mentiras y habrá que pensar –aunque con prudentes reservas– que el ministro no ha mentido demasiado, pero no porque no quisiera sino simplemente porque a esas alturas no podía. Pero es que me parece todavía más grave que mentir tener la desfachatez de calificar lo que a todas luces es una atrocidad –disparar pelotas de gomas a personas que están en el mar– como un acto congruente, oportuno y proporcional. Y aún llevar la desvergüenza al extremo de decir que no hay ninguna relación causa-efecto entre esa barbaridad y que quince personas hayan muerto ahogadas o, lo que es lo mismo, que habrían muerto igual aunque no se les hubiera disparado. Fue una salvajada criminal, y así debería haberlo afirmado rotundamente el máximo responsable de las fuerzas del orden españolas porque, al no hacerlo, al justificarlo con tan deleznables argumentos, las está sumiendo en la vergüenza. Si hay unas personas que están intentando llegar a nado a la playa lo que hay que hacer es ante todo auxiliarlas, asegurarse de que no se ahoguen y, una vez que estén a salvo, detenerlas y respetar escrupulosamente todos los requisitos legales al respecto. ¿Qué coño es eso de disparar las puñeteras pelotas de goma para "trazar una línea" disuasoria en el mar? Al hideputa que dio esa orden habrá que expulsarle de la Guardia Civil y meterle preso. Y los agentes que obedecieron debieron rebelarse ante tamaña barbaridad. Confío en que las diligencias judiciales abiertas conduzcan a las necesarias depuraciones de responsabilidades y consiguientes castigos que, en este caso, deben ser ejemplares. En cuanto a los políticos, en cuanto al delegado del Gobierno en Ceuta, el director de la Guardia Civil y el propio ministro, es evidente que deberían dimitir, pero también lo es que, dado que su máximo representante hace de la aberración virtud, no sólo ni se les pasa por la cabeza, sino que casi pareciera que se consideran merecedores de alguna medalla. ¿Y qué hay de nosotros, los dóciles y aborregados españolitos? ¿Cómo es posible que no estemos indignados, que no haya movilizaciones masivas reclamado la dimisión de estos criminales que están representando al Estado, es decir a lo público, a nosotros? Debería estar ya organizada una protesta masiva, una recogida de firmas para que el señor Fernández Díaz sea expulsado con ignominia del sillón ministerial. Y toda persona de bien debería manifestarse en tal sentido. Cuando un sistema como el que tenemos legitima la injusticia esencial de las fronteras, es inevitable que ocurran tragedias como la de hace dos semanas en Ceuta. Pero lo que es intolerable es que cuando éstas son provocadas por los guardias, el máximo responsable, en vez de admitir el error y pedir disculpas, actúe con la desfachatez con que lo ha hecho este energúmeno que tenemos por ministro. La baja estima que tengo por los españoles como colectivo me suele llevar a pensar que tenemos los políticos que nos merecemos. Pero no, ni siquiera nosotros nos merecemos a este Fernández Díaz. ¡Cabrón!
Con mínimas dosis de ironía, la que acabo de describir es la versión que dio Fernández Díaz, ministro del Interior, en su comparecencia ante los diputados el pasado jueves 13. No voy a cebarme en que a lo largo de la semana que había transcurrido desde los incidentes, hubo varias otras versiones oficiales, no sólo diversas sino contradictorias en muchos puntos. Como suele ocurrir en estos casos, la fuerza de los hechos y las denuncias de testigos fueron desmontando las mentiras y habrá que pensar –aunque con prudentes reservas– que el ministro no ha mentido demasiado, pero no porque no quisiera sino simplemente porque a esas alturas no podía. Pero es que me parece todavía más grave que mentir tener la desfachatez de calificar lo que a todas luces es una atrocidad –disparar pelotas de gomas a personas que están en el mar– como un acto congruente, oportuno y proporcional. Y aún llevar la desvergüenza al extremo de decir que no hay ninguna relación causa-efecto entre esa barbaridad y que quince personas hayan muerto ahogadas o, lo que es lo mismo, que habrían muerto igual aunque no se les hubiera disparado. Fue una salvajada criminal, y así debería haberlo afirmado rotundamente el máximo responsable de las fuerzas del orden españolas porque, al no hacerlo, al justificarlo con tan deleznables argumentos, las está sumiendo en la vergüenza. Si hay unas personas que están intentando llegar a nado a la playa lo que hay que hacer es ante todo auxiliarlas, asegurarse de que no se ahoguen y, una vez que estén a salvo, detenerlas y respetar escrupulosamente todos los requisitos legales al respecto. ¿Qué coño es eso de disparar las puñeteras pelotas de goma para "trazar una línea" disuasoria en el mar? Al hideputa que dio esa orden habrá que expulsarle de la Guardia Civil y meterle preso. Y los agentes que obedecieron debieron rebelarse ante tamaña barbaridad. Confío en que las diligencias judiciales abiertas conduzcan a las necesarias depuraciones de responsabilidades y consiguientes castigos que, en este caso, deben ser ejemplares. En cuanto a los políticos, en cuanto al delegado del Gobierno en Ceuta, el director de la Guardia Civil y el propio ministro, es evidente que deberían dimitir, pero también lo es que, dado que su máximo representante hace de la aberración virtud, no sólo ni se les pasa por la cabeza, sino que casi pareciera que se consideran merecedores de alguna medalla. ¿Y qué hay de nosotros, los dóciles y aborregados españolitos? ¿Cómo es posible que no estemos indignados, que no haya movilizaciones masivas reclamado la dimisión de estos criminales que están representando al Estado, es decir a lo público, a nosotros? Debería estar ya organizada una protesta masiva, una recogida de firmas para que el señor Fernández Díaz sea expulsado con ignominia del sillón ministerial. Y toda persona de bien debería manifestarse en tal sentido. Cuando un sistema como el que tenemos legitima la injusticia esencial de las fronteras, es inevitable que ocurran tragedias como la de hace dos semanas en Ceuta. Pero lo que es intolerable es que cuando éstas son provocadas por los guardias, el máximo responsable, en vez de admitir el error y pedir disculpas, actúe con la desfachatez con que lo ha hecho este energúmeno que tenemos por ministro. La baja estima que tengo por los españoles como colectivo me suele llevar a pensar que tenemos los políticos que nos merecemos. Pero no, ni siquiera nosotros nos merecemos a este Fernández Díaz. ¡Cabrón!
Algo personal - Joan Manuel Serrat (En Directo 1984)