En 1992, el estado mexicano declaró el Parque marino nacional Sistema Arrecifal Veracruzano, conformado por dos áreas geográficamente separadas. La primera, que es la que nos interesa, se localiza frente al puerto de Veracruz y comprende seis arrecifes, uno de los cuales emerge como la Isla de los Sacrificios, cuyo descubrimiento en 1518 por Juan de Grijalva describe Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Esta isleta, como las restantes de ese sistema arrecifal, ha sido escenario de una rica e intensa historia, aunque en la actualidad su acceso está cerrado al público y protegida por la Marina. Una de las mayores amenazas para la conservación de esta área marina es la sobrepesca, ya que el sistema de arrecifes alberga muchas especies de alto valor comercial, entre ellas el pulpo. La pesca artesanal del pulpo, con palangres y ganchos, se intensificó a partir de finales de la década de los sesenta. Desde la protección de la zona, la pesca está regulada, pero durante casi cuatro décadas las salidas al mar en pequeñas lanchas era una actividad que permitía el sustento, en humildes condiciones de vida, de bastantes pescadores de Veracruz.
A mediados de los setenta, uno de esos pescadores era Raúl Hurtado Hernández. Vivía en la colonia de Playa Linda, una barriada de casas bajas autoconstruidas con los más diversos y precarios materiales; aún hoy –según compruebo con el StreetView–, a pesar de que las calles están asfaltadas, se ve claramente que sigue siendo un entorno de gente humilde. El hombre se emparejó muy joven y enseguida empezó a tener hijos (llegó hasta siete); también desde muy joven aprendió a vivir del mar y todos los días salía desde la Playa Norte veracruzana en su pequeña barca a recorrer los bajíos para capturar pulpos, que atrapaba con ganchos de las cuevas que se formaban en los arrecifes de coral. Un caluroso día de verano de 1975, Raúl y su hermano mayor Francisco salieron a “pulpiar” desde la playa de Punta Gorda, muy cerca de la desembocadura del Río Medio, al Norte de Veracruz y justo en el límite Oeste del que ahora es Parque Nacional marino. En algunas versiones (hay bastantes en la Red), Raúl salió solo e incluso desde otro sitio. Ciertamente, la zona de Punta Gorda queda bastante lejos de la colonia de Playa Linda; lo lógico es pensar que los hermanos tendrían atracada la barca en Playa Norte, que es la que está enfrente de donde vivían. Sin embargo, doy crédito a las fuentes que dicen que caminaron hasta el entorno de Río Medio porque allí estaba amarrada la barca; tal vez en la anterior jornada de pesca habían estado faenando por esas aguas y decidieron desembarcar allí.
Los dos pescadores navegaron mar adentro, internándose unos ciento cincuenta metros desde la costa hacia un bajío llamado del Río Medio. Una vez allí, Raúl se sumergió, con un gancho y sin equipo de buceo, para buscar pulpos y arrancarlos del arrecife. Declararía luego que ya llevaba recolectados unos diez kilos cuando vio un objeto metálico semienterrado en la arena del fondo marino. Lo sacó y lo subió a la barca. Los hermanos se quedaron viendo esa extraña barra metálica de algo menos de medio kilo de peso marcada con dos X y que, pese a estar opacada por las sales marinas, tenía la vaga apariencia de ser de oro. Entonces, inquietos y curiosos, regresaron a tierra, atracaron la barca en Playa Norte y volvieron caminando a la casucha (casi una choza) de Raúl en la colonia de Playa Linda. Allí, con la mujer, decidieron que harían discretamente las gestiones pertinentes para averiguar si ese lingote tenía realmente valor. Unos días después contactaron con un joyero que les dijo que el objeto ni era de oro ni valía nada; o era muy necio o, lo más seguro, quería aprovecharse del zafio pescador quien, sin embargo, no se dejó engañar. Pasado un tiempo les hablaron de otro orfebre, el dueño de la joyería La Esmeralda, Luis Ortega Hernández. Se acercó Raúl a verlo y lo primero que le preguntó el joyero fue por el origen del lingote para asegurarse –eso le dijo– de que no era mercancía robada. Luego hizo la prueba con ácido muriático y comprobó que se trataba de oro de veinticuatro quilates. Acordaron entonces la venta: le pagó once mil pesos, una fortuna para el pescador cuyos ingresos no pasaban de treinta pesos diarios.
Posteriormente, cuando el caso saliera a la luz, Raúl Hurtado se defendería de las acusaciones contando una historia muy distinta: que la barra metálica le apareció en la red (no la extrajo del fondo arenoso), que no dio ninguna importancia a ese objeto e incluso se lo dejó a sus niños para que, atándole un cordel, jugaran arrastrándolo por la playa, que solo bastante después, por consejo de algún amigo fue a consultar con el joyero … Se hace difícil creer tanta ingenuidad pero, en todo caso, lo que es innegable es que tras la visita al orfebre los pescadores quedaron perfectamente enterados de que habían encontrado una pieza de oro entregada por los aztecas a los conquistadores (las marcas de las X en el lingote lo identificaban como perteneciente al emperador Carlos en concepto de quinto del rey). De otra parte, tras hacer algunos cálculos, deduzco que el precio al que el joyero pagó el lingote era bastante inferior al del mercado, lo que abunda en la suposición de que ambos sabían que el negocio no era del todo legal, que habían de informar a las autoridades del hallazgo. (Explico entre paréntesis mis cálculos. Lo primero decir que a partir de 1993 se introdujo el nuevo peso que se correspondía con 1.000 pesos antiguos; así que a Raúl le pagaron 11 pesos nuevos. Teniendo en cuenta que la tasa de inflación mexicana entre 1975 y 2018 ha sido de media del 22% anual, ese importe equivaldría a unos 52.000 pesos actuales o 2.277 €. De modo que el gramo de oro se pagó, en precios actuales, a unos 130 pesos por gramo, cuando se cotiza a unos 800). Por último, apunta también a que el joyero era consciente de que el asunto no era limpio el que se apresurara a fundir el oro y emplearlo en hacer anillos para las promociones de los institutos de secundaria de Veracruz. De modo que no pocos de los que por esas fechas se graduaron guardarán, sin saberlo, anillos hechos con oro azteca.
Así que los hermanos vuelven a sus casas contentos. Parece que este primer ingreso lo administró Raúl con prudencia y ciertas reservas para no llamar la atención. Compró algunos materiales de construcción para mejorar su barraca e incluso se permitió no salir a pescar en algunas semanas. Pero, naturalmente, la pasta no tardó en acabarse y el pescador pensó lo que era inevitable que pensara: que un tesoro no es nunca una sola pieza y, por tanto, cerca de donde había encontrado la barra tenía que haber otras joyas. De modo que volvió a salir al mar, pero ya no a pescar, sino a buscar la fortuna que ansiaba que le estuviera esperando. Por lo visto tardó bastante –meses leo en alguna página– en encontrar más joyas. En esas muchas salidas frustradas, digo yo que aprovecharía para atrapar pulpos, no sólo para disimular ante sus vecinos (sería mosqueante que regresara siempre de vacío) sino, sobre todo, para contar con unos mínimos ingresos económicos. Pero, por fin, casi un año después del primer hallazgo, empezó a encontrar lo que tanto ansiaba: otros lingotes similares y lo que llamó “juguetitos de oro”, joyas aztecas primorosamente labradas. Supongo que la recolección del tesoro la haría en varios días. Los juguetitos que posteriormente fueron confiscados por la policía (no todos los que extrajo presumiblemente) comprendían un escudo colgante, cinco fragmentos de brazaletes, siete pulseras completas, seis colgantes de guerreros águila, dos discos pequeños de oro, nueve colgantes de conchas de tortuga, un colgante completo de tortuga, seis cuentas y un pequeño recipiente de filigrana falsa. Es fácil imaginar la felicidad de Raúl y su mujer (también de Francisco, supongo), los veo en su domicilio examinando los nuevos lingotes de oro y las joyas extendidas sobre la cama, maquinando los pasos a dar y, sobre todo, exultantes de pensar que iban a ser ricos. No creo que les preocupara demasiado en esos momentos de euforia los riesgos a que se enfrentaban; probablemente, confiaban en que Luis Ortega, el joyero con experiencia, les daría las seguridades necesarias. Pero, como suele suceder, las cosas no ocurrieron como esperaban.
A mediados de los setenta, uno de esos pescadores era Raúl Hurtado Hernández. Vivía en la colonia de Playa Linda, una barriada de casas bajas autoconstruidas con los más diversos y precarios materiales; aún hoy –según compruebo con el StreetView–, a pesar de que las calles están asfaltadas, se ve claramente que sigue siendo un entorno de gente humilde. El hombre se emparejó muy joven y enseguida empezó a tener hijos (llegó hasta siete); también desde muy joven aprendió a vivir del mar y todos los días salía desde la Playa Norte veracruzana en su pequeña barca a recorrer los bajíos para capturar pulpos, que atrapaba con ganchos de las cuevas que se formaban en los arrecifes de coral. Un caluroso día de verano de 1975, Raúl y su hermano mayor Francisco salieron a “pulpiar” desde la playa de Punta Gorda, muy cerca de la desembocadura del Río Medio, al Norte de Veracruz y justo en el límite Oeste del que ahora es Parque Nacional marino. En algunas versiones (hay bastantes en la Red), Raúl salió solo e incluso desde otro sitio. Ciertamente, la zona de Punta Gorda queda bastante lejos de la colonia de Playa Linda; lo lógico es pensar que los hermanos tendrían atracada la barca en Playa Norte, que es la que está enfrente de donde vivían. Sin embargo, doy crédito a las fuentes que dicen que caminaron hasta el entorno de Río Medio porque allí estaba amarrada la barca; tal vez en la anterior jornada de pesca habían estado faenando por esas aguas y decidieron desembarcar allí.
Los dos pescadores navegaron mar adentro, internándose unos ciento cincuenta metros desde la costa hacia un bajío llamado del Río Medio. Una vez allí, Raúl se sumergió, con un gancho y sin equipo de buceo, para buscar pulpos y arrancarlos del arrecife. Declararía luego que ya llevaba recolectados unos diez kilos cuando vio un objeto metálico semienterrado en la arena del fondo marino. Lo sacó y lo subió a la barca. Los hermanos se quedaron viendo esa extraña barra metálica de algo menos de medio kilo de peso marcada con dos X y que, pese a estar opacada por las sales marinas, tenía la vaga apariencia de ser de oro. Entonces, inquietos y curiosos, regresaron a tierra, atracaron la barca en Playa Norte y volvieron caminando a la casucha (casi una choza) de Raúl en la colonia de Playa Linda. Allí, con la mujer, decidieron que harían discretamente las gestiones pertinentes para averiguar si ese lingote tenía realmente valor. Unos días después contactaron con un joyero que les dijo que el objeto ni era de oro ni valía nada; o era muy necio o, lo más seguro, quería aprovecharse del zafio pescador quien, sin embargo, no se dejó engañar. Pasado un tiempo les hablaron de otro orfebre, el dueño de la joyería La Esmeralda, Luis Ortega Hernández. Se acercó Raúl a verlo y lo primero que le preguntó el joyero fue por el origen del lingote para asegurarse –eso le dijo– de que no era mercancía robada. Luego hizo la prueba con ácido muriático y comprobó que se trataba de oro de veinticuatro quilates. Acordaron entonces la venta: le pagó once mil pesos, una fortuna para el pescador cuyos ingresos no pasaban de treinta pesos diarios.
Posteriormente, cuando el caso saliera a la luz, Raúl Hurtado se defendería de las acusaciones contando una historia muy distinta: que la barra metálica le apareció en la red (no la extrajo del fondo arenoso), que no dio ninguna importancia a ese objeto e incluso se lo dejó a sus niños para que, atándole un cordel, jugaran arrastrándolo por la playa, que solo bastante después, por consejo de algún amigo fue a consultar con el joyero … Se hace difícil creer tanta ingenuidad pero, en todo caso, lo que es innegable es que tras la visita al orfebre los pescadores quedaron perfectamente enterados de que habían encontrado una pieza de oro entregada por los aztecas a los conquistadores (las marcas de las X en el lingote lo identificaban como perteneciente al emperador Carlos en concepto de quinto del rey). De otra parte, tras hacer algunos cálculos, deduzco que el precio al que el joyero pagó el lingote era bastante inferior al del mercado, lo que abunda en la suposición de que ambos sabían que el negocio no era del todo legal, que habían de informar a las autoridades del hallazgo. (Explico entre paréntesis mis cálculos. Lo primero decir que a partir de 1993 se introdujo el nuevo peso que se correspondía con 1.000 pesos antiguos; así que a Raúl le pagaron 11 pesos nuevos. Teniendo en cuenta que la tasa de inflación mexicana entre 1975 y 2018 ha sido de media del 22% anual, ese importe equivaldría a unos 52.000 pesos actuales o 2.277 €. De modo que el gramo de oro se pagó, en precios actuales, a unos 130 pesos por gramo, cuando se cotiza a unos 800). Por último, apunta también a que el joyero era consciente de que el asunto no era limpio el que se apresurara a fundir el oro y emplearlo en hacer anillos para las promociones de los institutos de secundaria de Veracruz. De modo que no pocos de los que por esas fechas se graduaron guardarán, sin saberlo, anillos hechos con oro azteca.
Así que los hermanos vuelven a sus casas contentos. Parece que este primer ingreso lo administró Raúl con prudencia y ciertas reservas para no llamar la atención. Compró algunos materiales de construcción para mejorar su barraca e incluso se permitió no salir a pescar en algunas semanas. Pero, naturalmente, la pasta no tardó en acabarse y el pescador pensó lo que era inevitable que pensara: que un tesoro no es nunca una sola pieza y, por tanto, cerca de donde había encontrado la barra tenía que haber otras joyas. De modo que volvió a salir al mar, pero ya no a pescar, sino a buscar la fortuna que ansiaba que le estuviera esperando. Por lo visto tardó bastante –meses leo en alguna página– en encontrar más joyas. En esas muchas salidas frustradas, digo yo que aprovecharía para atrapar pulpos, no sólo para disimular ante sus vecinos (sería mosqueante que regresara siempre de vacío) sino, sobre todo, para contar con unos mínimos ingresos económicos. Pero, por fin, casi un año después del primer hallazgo, empezó a encontrar lo que tanto ansiaba: otros lingotes similares y lo que llamó “juguetitos de oro”, joyas aztecas primorosamente labradas. Supongo que la recolección del tesoro la haría en varios días. Los juguetitos que posteriormente fueron confiscados por la policía (no todos los que extrajo presumiblemente) comprendían un escudo colgante, cinco fragmentos de brazaletes, siete pulseras completas, seis colgantes de guerreros águila, dos discos pequeños de oro, nueve colgantes de conchas de tortuga, un colgante completo de tortuga, seis cuentas y un pequeño recipiente de filigrana falsa. Es fácil imaginar la felicidad de Raúl y su mujer (también de Francisco, supongo), los veo en su domicilio examinando los nuevos lingotes de oro y las joyas extendidas sobre la cama, maquinando los pasos a dar y, sobre todo, exultantes de pensar que iban a ser ricos. No creo que les preocupara demasiado en esos momentos de euforia los riesgos a que se enfrentaban; probablemente, confiaban en que Luis Ortega, el joyero con experiencia, les daría las seguridades necesarias. Pero, como suele suceder, las cosas no ocurrieron como esperaban.