Día 16: Buda
Como ya he dicho en algún post anterior, hasta Viena teníamos el viaje programado y desde entonces vamos un poco a la aventura, decidiendo el día anterior dónde dormiremos la siguiente noche y llegando a lugares de los que no tenemos información precisa, salvo lo que cuenta Magris en el que es el libro de cabecera de este trayecto. Vista ayer la dimensión de la capital húngara, decidimos ampliar una noche más el alquiler del apartamento, lo que nos obligará el domingo a darnos una paliza para llegar a dormir a Salzburgo; pero está claro que Budapest merece una jornada entera más.
Hoy salimos a desayunar a un bar cercano con un camarero simpático y políglota (los húngaros, por lo general, van siempre con caras serias y suelen ser poco amables) y enseguida nos pusimos en marcha en dirección al Danubio, si bien, como estaba muy cerca, aprovechamos para visitar el edificio de la Ópera y, por supuesto, ver las monumentales calles, de cierto estilo vienés pero con una arquitectura más “picante”, menos opresiva que la de los Habsburgo, quizá debido a la influencia oriental o a una todavía mayor afición ecléctica. En fin, que llegamos a la ribera del magnífico Danubio y lo cruzamos por el puente de las cadenas, que es el más bonito de los tres centrales y el que llega a una glorieta al pie del palacio de Buda.
Porque el propósito de este día era Buda y dejar para mañana la otra orilla, Pest. Resultaba que se está celebrando un festival de artes populares y toda la subida al palacio y el interior de éste están llenos de puestitos de artesanos con toda la gama imaginable de productos en exhibición y venta. Ya desde la mañana, la aglomeración de gente para visitar la feria era tremenda, así que optamos por dejar para el final el palacio y patear antes las calles de Buda. Subimos en el funicular (demasiado caro, para lo breve del trayecto), que K nunca había montado en uno de estos vehículos y ya iba siendo hora. Una vez arriba, el sol quemaba implacablemente y sentí que la tensión se me caía a los suelos. Muy oportunamente nos topamos con el Laberinto, unas cuevas bajo Buda bastante interesantes y, sobre todo, frías y húmedas. En su interior, con la loable intención de hacer más amena su visita, han montado una exposición en tres etapas (prehistórica, histórica y “de otro mundo”) con pinturas rupestres, estatuas egipcias y medievales y, en el summun del cachondeo, huellas fósiles de cuarenta millones de años que representan suelas de calzado deportivo, mandos de televisor, ordenadores … Todo ello rematado (para despejar cualquier duda crédula) con el hueco en piedra de una botella de coca-cola, sponsor de la instalación.
Con varias paradas para beber y picotear algo, las siguientes horas, hasta que empezó a bajar el sol, las dedicamos a callejear por las calles de Buda, que son pocas pero bellísimas. Por supuesto, el paseo lo rematamos en la plaza de la Santísima Trinidad, junto a la iglesia de Matías y luego el famoso bastión de los pescadores, escenografía neogótica del XIX con un aire Disney. Desde luego, Buda es preciosa; la mala noticia es que no es ningún secreto. Dudo que quien esto lea pueda ni remotamente imaginarse la exageradísima cantidad de gente que había, verdaderas riadas humanas que casi te impedían moverte y hacían completamente imposible sacar una foto mínimamente despejada. Pero esa barbaridad de personas todavía se quedó pequeña en cuanto entramos al palacio y descubrimos las que allí había. ¡Qué locura! Por supuesto, muchísimos turistas, pero muchísimos más húngaros que en este día de fiesta acudían en masa a ver las artesanías, oír música folklórica, comer platos regionales …
El palacio es también impresionante, aunque apenas se podía ver con tal marabunta. Paseamos, eso sí, entre la multitud de puestos, viendo muchas cosas atractivas, pero tampoco era cuestión de ponerse a gastar y menos en objetos demasiado frágiles para un largo viaje de regreso como, por ejemplo, unos preciosos huevos vaciados y decorados que eran una maravilla. Aún así, alguna cosilla compramos y, ya de noche, fuimos bajando la larga cuesta que lleva de nuevo a la ribera del río. Serían las ocho y cuarto y ya habían cerrado los puentes entre Buda y Pest y toda la gente se acomodaba en los muros frente al Danubio: a las nueve eran los fuegos artificiales patrióticos. Tuvimos la suerte de encontrar un hueco en primera línea, al pie del palacio y justo al lado del puente de las cadenas, cuya presencia iluminada sobre el río es una postal espectacular. Tras la media hora larga de espera empezó la exhibición pirotécnica: multitud de cohetes que formaban las acostumbradas (algunas no tanto) figuras multicolores eran disparados desde tres barcos dispuestos en el centro del río. Estar en Budapest mirando los fuegos artificiales sobre el Danubio no deja de tener su cosa; en fin, que no es algo de todos los días.
Luego abrieron el paso por los puentes y regresamos a Pest inmersos en la densa masa de gente. Parada breve para cenar algo y llegada al apartamento, de nuevo agotados. Mañana toca Pest.
Hoy salimos a desayunar a un bar cercano con un camarero simpático y políglota (los húngaros, por lo general, van siempre con caras serias y suelen ser poco amables) y enseguida nos pusimos en marcha en dirección al Danubio, si bien, como estaba muy cerca, aprovechamos para visitar el edificio de la Ópera y, por supuesto, ver las monumentales calles, de cierto estilo vienés pero con una arquitectura más “picante”, menos opresiva que la de los Habsburgo, quizá debido a la influencia oriental o a una todavía mayor afición ecléctica. En fin, que llegamos a la ribera del magnífico Danubio y lo cruzamos por el puente de las cadenas, que es el más bonito de los tres centrales y el que llega a una glorieta al pie del palacio de Buda.
Porque el propósito de este día era Buda y dejar para mañana la otra orilla, Pest. Resultaba que se está celebrando un festival de artes populares y toda la subida al palacio y el interior de éste están llenos de puestitos de artesanos con toda la gama imaginable de productos en exhibición y venta. Ya desde la mañana, la aglomeración de gente para visitar la feria era tremenda, así que optamos por dejar para el final el palacio y patear antes las calles de Buda. Subimos en el funicular (demasiado caro, para lo breve del trayecto), que K nunca había montado en uno de estos vehículos y ya iba siendo hora. Una vez arriba, el sol quemaba implacablemente y sentí que la tensión se me caía a los suelos. Muy oportunamente nos topamos con el Laberinto, unas cuevas bajo Buda bastante interesantes y, sobre todo, frías y húmedas. En su interior, con la loable intención de hacer más amena su visita, han montado una exposición en tres etapas (prehistórica, histórica y “de otro mundo”) con pinturas rupestres, estatuas egipcias y medievales y, en el summun del cachondeo, huellas fósiles de cuarenta millones de años que representan suelas de calzado deportivo, mandos de televisor, ordenadores … Todo ello rematado (para despejar cualquier duda crédula) con el hueco en piedra de una botella de coca-cola, sponsor de la instalación.
Con varias paradas para beber y picotear algo, las siguientes horas, hasta que empezó a bajar el sol, las dedicamos a callejear por las calles de Buda, que son pocas pero bellísimas. Por supuesto, el paseo lo rematamos en la plaza de la Santísima Trinidad, junto a la iglesia de Matías y luego el famoso bastión de los pescadores, escenografía neogótica del XIX con un aire Disney. Desde luego, Buda es preciosa; la mala noticia es que no es ningún secreto. Dudo que quien esto lea pueda ni remotamente imaginarse la exageradísima cantidad de gente que había, verdaderas riadas humanas que casi te impedían moverte y hacían completamente imposible sacar una foto mínimamente despejada. Pero esa barbaridad de personas todavía se quedó pequeña en cuanto entramos al palacio y descubrimos las que allí había. ¡Qué locura! Por supuesto, muchísimos turistas, pero muchísimos más húngaros que en este día de fiesta acudían en masa a ver las artesanías, oír música folklórica, comer platos regionales …
El palacio es también impresionante, aunque apenas se podía ver con tal marabunta. Paseamos, eso sí, entre la multitud de puestos, viendo muchas cosas atractivas, pero tampoco era cuestión de ponerse a gastar y menos en objetos demasiado frágiles para un largo viaje de regreso como, por ejemplo, unos preciosos huevos vaciados y decorados que eran una maravilla. Aún así, alguna cosilla compramos y, ya de noche, fuimos bajando la larga cuesta que lleva de nuevo a la ribera del río. Serían las ocho y cuarto y ya habían cerrado los puentes entre Buda y Pest y toda la gente se acomodaba en los muros frente al Danubio: a las nueve eran los fuegos artificiales patrióticos. Tuvimos la suerte de encontrar un hueco en primera línea, al pie del palacio y justo al lado del puente de las cadenas, cuya presencia iluminada sobre el río es una postal espectacular. Tras la media hora larga de espera empezó la exhibición pirotécnica: multitud de cohetes que formaban las acostumbradas (algunas no tanto) figuras multicolores eran disparados desde tres barcos dispuestos en el centro del río. Estar en Budapest mirando los fuegos artificiales sobre el Danubio no deja de tener su cosa; en fin, que no es algo de todos los días.
Luego abrieron el paso por los puentes y regresamos a Pest inmersos en la densa masa de gente. Parada breve para cenar algo y llegada al apartamento, de nuevo agotados. Mañana toca Pest.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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