En los últimos meses, en varias conversaciones ha salido el tema de la homosexualidad. Quienes conversábamos no éramos (se supone) homosexuales y (también se supone) pretendíamos profundizar, entender, aprender, contrastar ... Sin embargo, tras esas charlas me quedaba con la desazón de haber estado dando vueltas a un asunto del que no sabíamos ni, en el fondo, queríamos saber. Parece muy sencillo concluir que, si no somos homosexuales, qué podemos saber del tema; y vale, en principio, eso puede explicar la inutilidad de las charlas. Pero más que en la ignorancia, creo que esa superficialidad estéril radica en los miedos que tenemos de hablar abiertamente de nuestros deseos sexuales, tanto los más explícitos como los que pueden subyacer en las profundidades de nuestros cerebros.
En términos simples, la orientación sexual de una persona no es sino la etiqueta con que se califican los objetos de su deseo sexual, sus preferencias sexuales. El sistema clasificatorio (etiquetador) usado mayoritariamente es el del sexo de las personas que a uno le atraen; así, heterosexual es aquél a quien le atraen sexualmente personas del sexo distinto al suyo; homosexual el que siente deseos sexuales hacia personas de su mismo sexo; bisexual el que desea (o puede desear) a personas de ambos sexos ... (perdónenseme tantas obviedades). Ahora, sin salirse de este esquema, caben dos interpretaciones no muy aceptadas socialmente. La primera es que la orientación sexual podría ser una cuestión de grado; como si nos situáramos en un segmento en cuyos dos extremos opuestos están los dos sexos: el igual al nuestro (homo) y el distinto (hetero). Así, si a mí me atraen sólo las mujeres sería 100% heterosexual y 0% homosexual, y si me atraen solo los hombres, pues al revés. Pero, éstos serían casos extremos, ya que puede que me eroticen parcialmente, ocasionalmente, etc, objetos propios de la sexualidad homosexual, sin que dejen de atraerme las mujeres; en ese caso sería –digamos- 90% heterosexual y 10% homosexual. También me parece razonable que uno se mueva a lo largo de esa línea según épocas o constantemente.
Vaya por delante que esta interpretación me parece una chorrada, por más que sea un ejercicio curioso a efectos didácticos. Su defecto es que implica que el gradiente de atracción hacia un sexo conlleva la disminución proporcional de la atracción por el otro. O sea, que la medida en que me homosexualizo es la misma en que me desheterosexualizo. Y las cosas no van así. Sin embargo, resulta interesante porque explica a mi juicio otro comportamiento que suele confundirse con la orientación sexual cuando es otra cosa: la aversión sexual. Como hemos mamado fuertes dosis de aversión hacia los comportamientos ajenos a la que es (se supone que es) nuestra orientación sexual, si sentimos el más mínimo amago de deseo asociado a la orientación sexual contraria (normalmente la homosexual), surge el miedo a que eso suponga que nos estamos desplazando en el segmento descrito y, por ende, desheterosexualizando.
Lógicamente, este fenómeno se agudiza por la imposición social implícita de que sólo caben dos orientaciones sexuales legítimas (hasta hace poco, nada más una), las que se sitúan en los dos extremos del segmento. O eres heterosexual u homosexual. Por más que las orientaciones bisexuales estén ahí desde siempre, me parece que se consideran, más que orientaciones, comportamientos anómalos, “perversiones” ocasionales de personas aburridas del sexo normal que quieren “probar” otras experiencias. De hecho (y aunque esto daría para otro post), tengo la sensación de que gran parte de las reivindicaciones del movimiento homosexual va en la línea de “acomodarse” en el esquema políticamente correcto de las relaciones sexuales, lo que les lleva a aceptar implícitamente el teorema dicotómico: o se es heterosexual o se es homosexual, pero no cabe término medio.
Como me gustan los modelos gráficos, propongo concebir la orientación sexual más como un diagrama bidimensional que como un segmento. Así, el eje de ordenadas podría medir el grado de atracción/repulsión hacia personas del sexo opuesto, mientras que en las abcisas se medirían las mismas pulsiones respecto al mismo sexo. Obviamente, una orientación heterosexual canónica correspondería a un punto situado en el vértice superior izquierdo del mismo cuadrante (máxima atracción hacia las personas del sexo opuesto y máxima repulsa hacia las del mismo sexo) y, simétricamente, la orientación homosexual canónica coincidiría con un punto en el vértice inferior derecho del correspondiente cuadrante. La orientación “asexual” se sitúa lógicamente en el cruce entre los dos ejes de coordenadas, así como las personas de “sexualidad débil” (con pocos deseos) se grafiarían mediante puntos cercanos a este cruce de ejes. El caso paradigmático de la bisexualidad se dispondría en el vértice superior derecha de ese cuadrante (alguien a quien le atraen al máximo tanto hombres como mujeres). Y así sucesivamente ... Pues bien, imagino que si cada uno pusiera el punto que representa su orientación sexual encontraríamos una gran nube de puntos muy abigarrados en torno al vértice superior izquierda (el de la heterosexualidad), otras más pequeña (dicen por ahí que de un 15%) pero igualmente abigarrada que se situaría en torno al vértice de la homosexualidad; y luego la gran parte de la superficie restante casi vacía de puntos. Y me pregunto si un mapa así, resultado de encuestas, sería verdad; si realmente las orientaciones sexuales humanas son tan dicotómicas.
¿No podría ser que la aversión sexual sea incluso más fuerte que la atracción sexual en la determinación de nuestra orientación? Porque me parece que las sensaciones de repulsa sexual (por ejemplo, lo que me suscita imaginarme besando a un tío con “toda la barba”) provienen en su gran mayoría más de condicionantes sociales que naturales; es decir, creo que son más “respuestas fisiológicas aprendidas”. Pero lo sean o no, lo que me parece bastante claro es que opera como un freno fortísimo ante cualquier amago de “atracción anómala” que podamos experimentar; un freno que intuyo que está muy interiorizado, especialmente en los hombres heterosexuales, y que, entre otras cosas, nos impide siquiera profundizar en estas cuestiones, nos hace sentirnos incómodos ... Y no digamos si de lo que se trata es de cuestionarnos sobre nuestros deseos en ámbitos en que pudieran rozarse las turbias aguas de la homosexualidad. Por supuesto, de eso no se habla ante otros, pero me atrevo a pensar que ni siquiera ante uno mismo. Claro que, por muy interiorizada que esté la aversión sexual, hay niveles del cerebro que escapan de su control y así, a veces, alguno se sorprende (y asusta).
En fin, me paro aquí. Son solo algunas ideas sueltas a raíz de las conversaciones citadas al principio y de lo que hace un rato he estado leyendo en internet. Deberíamos poder hablar abiertamente sobre todo ... ¿o no?
martes, 31 de octubre de 2006
Orientación sexual / Aversión sexual
POST REPUBLICADO PROVENIENTE DE YA.COM
lunes, 30 de octubre de 2006
Criadas
Las criadas dormían en la cocina. Por grande que fuese la casa, aunque tuviese diez o doce habitaciones, en las familias de antes la costumbre era que la cocinera y todas las criadas durmiesen en la cocina, en el mismo sitio en que cocinaban, fregaban y trabajaban durante todo el día. Por la mañana se lavaban la cara en el fregadero, donde tiraban el agua sucia de lavar y fregar. En la mayoría de las cocinas de entonces, el aire estaba siempre viciado por más que se ventilara. Eran condiciones degradantes e incomprensibles, pero nadie le daba vueltas al asunto; la sociedad funcionaba así, los señores vivían en ocho o diez habitaciones llenas de pianos, objetos decorativos de bronce, plata y porcelana, cortinas de encaje, armarios y estantes cargados de libros, en las que todo brillaba y relucía, puesto que las criadas habían estado quitando hasta la última motita de polvo y limpiando a fondo hasta el último refugio de algún «bacilo»; ponían la mesa con gusto y servían suculentas comidas mientras pasaban sus días en una cocina llena de olores donde el vapor de sus propios cuerpos se mezclaba con el de los guisos. Y nadie se lo cuestionaba. La «situación social» de la criada en la familia húngara de finales de siglo era sumamente especial. La criada no se consideraba una «proletaria» —tal palabra sólo se oía entonces en las oficinas del partido socialista—, no era una «trabajadora concienciada», sabía muy poco acerca de su propia condición. Sólo era una criada. Le pagaban muy mal —mucho peor que a una obrera asalariada, mucho peor que a un jornalero—, la hacían trabajar durante el día entero y, a la menor desavenencia, la despedían «con un plazo de quince días», aunque llevase trabajando veinte años en la casa. A cambio «lo tenía todo», como solían decir las señoras, «casa y comida». ¿Qué más se podía desear? La casa a la que se referían era una especie de cómoda con grandes cajones situada en la cocina donde la empleada se hacía la cama con sábanas y edredones a rayas, «de criada»: por la noche abría el cajón de abajo y se acostaba en él. En cuanto a la comida, su calidad variaba de casa en casa, pero incluso en la abundancia paradisíaca de la Hungría de antes de la guerra se «asignaba» una ración diaria a cada criada, se escogía cada bocado que podía consumir de los restos, se le cortaban las rebanadas de pan, se le racionaba la leche y el café —por supuesto, para las criadas sólo había café de cebada— y se les daba el azúcar por terrones. La «despensa» se cerraba con llave. Cuando se despedía a una criada, la señora examinaba las pertenencias que ésta pretendía llevarse. La cacheaba de arriba abajo, abría su hato y lo examinaba todo en busca de una toalla o una cucharilla de plata, porque era obvio que «toda criada era una ladrona». El cacheo se realizaba incluso si la criada despedida había servido durante una década en la casa sin que hubiese desaparecido ni una aguja entre sus manos. Las criadas no protestaban por aquellos denigrantes cacheos, pues los encontraban naturales. Las señoras tenían a veces razón al acusar de robo a las sirvientas, aquellas «enemigas pagadas», pues solían robar pañuelos, medias o toallas. Conservo de mi infancia varios recuerdos de tragedias ligadas a ellas. Las cocineras solían beber sin medida, a ser posible ron; seguramente querían olvidarse de su situación, de que «tenían todo lo que necesitaban»: casa y comida. Las niñeras buscaban a algún hombre joven, se ponían enfermas, no se podía contar con ellas; sobre todo las eslovacas tenían fama de libertinas. Cierto, la posición de la criada había sido siempre de sumisión con respecto a la familia de sus señores, aunque en el pasado se la veía de algún modo como un pariente de quien los señores se aprovechaban, a quien pagaban mal o de ninguna manera, pero a cambio la consideraban parte de la familia y se preocupaban de ella hasta el fin de su vida. El señor le gritaba, incluso la abofeteaba, disponía de su vida y de su muerte, pero a la criada que había envejecido al servicio de la familia la mantenían después, y a la que se casaba le daban una dote e intentaban encontrar un trabajo para su marido; en una palabra, se encargaban de ella, la aceptaban como a una pariente lejana y pobre. Sin embargo, la familia burguesa ya no veía así a las sirvientas. Del trato de antes sólo habían tomado los gritos y las bofetadas, y en las relaciones entre señores y criadas ya no existían ni los lazos familiares ni la responsabilidad social. A la criada incapacitada y envejecida la despedían y punto, sin explicación alguna, sólo porque «se habían hartado de ella».
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A veces las cocineras, bajo los efectos de la menopausia y del alcoholismo crónico, levantaban el cuchillo contra sus señores, mientras que las criadas rebeldes se escapaban; había muy pocas que durasen más de un año. Además de las criadas, cambiaban constantemente las lavanderas, las planchadoras y las señoras que iban a casa a coser; estas trabajadoras de la ciudad vestían como damiselas y causaban estragos en los miembros más jóvenes de la familia. En muchas familias burguesas los señores esperaban que las criadas jóvenes ayudasen a los adolescentes a pasar esa época tan difícil y pusieran a su servicio su cuerpo junto con todas sus intimidades. Muchas veces he oído decir a unos padres burgueses que habían conseguido encontrar para su hijo adolescente a una criada joven y guapa, porque éstas eran en todo caso «más sanas» que las mujeres a las que los jóvenes solían recurrir en caso de necesidad. Si la criada quedaba embarazada, la despedían, y el abuelo de la criatura, que era todo un caballero, sonreía con orgullo al joven padre y corría con los gastos de manutención, ocho o diez forintos al mes. Ésa era la costumbre.
Los anteriores son dos párrafos del epígrafe 9 del primer capítulo de Confesiones de un burgués, el primer tomo de las Memorias de Sándor Márai, escritor húngaro (1900 - 1989). Aunque sean largos (y con escasa puntuación para mi gusto) no me he resistido a transcribirlos porque creo que dan para pensar. Y tampoco pensemos que estas situaciones son tan remotas; en la segunda mitad de los 70 conocí otras muy similares en la capital de un país sudamericano.
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A veces las cocineras, bajo los efectos de la menopausia y del alcoholismo crónico, levantaban el cuchillo contra sus señores, mientras que las criadas rebeldes se escapaban; había muy pocas que durasen más de un año. Además de las criadas, cambiaban constantemente las lavanderas, las planchadoras y las señoras que iban a casa a coser; estas trabajadoras de la ciudad vestían como damiselas y causaban estragos en los miembros más jóvenes de la familia. En muchas familias burguesas los señores esperaban que las criadas jóvenes ayudasen a los adolescentes a pasar esa época tan difícil y pusieran a su servicio su cuerpo junto con todas sus intimidades. Muchas veces he oído decir a unos padres burgueses que habían conseguido encontrar para su hijo adolescente a una criada joven y guapa, porque éstas eran en todo caso «más sanas» que las mujeres a las que los jóvenes solían recurrir en caso de necesidad. Si la criada quedaba embarazada, la despedían, y el abuelo de la criatura, que era todo un caballero, sonreía con orgullo al joven padre y corría con los gastos de manutención, ocho o diez forintos al mes. Ésa era la costumbre.
Los anteriores son dos párrafos del epígrafe 9 del primer capítulo de Confesiones de un burgués, el primer tomo de las Memorias de Sándor Márai, escritor húngaro (1900 - 1989). Aunque sean largos (y con escasa puntuación para mi gusto) no me he resistido a transcribirlos porque creo que dan para pensar. Y tampoco pensemos que estas situaciones son tan remotas; en la segunda mitad de los 70 conocí otras muy similares en la capital de un país sudamericano.
CATEGORÍA: Literaturas
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martes, 24 de octubre de 2006
Learning from Laura
Pasado viernes hacia las siete y media de la tarde. Miroslav, ejerciendo de tío, llega a recoger a su sobrinita de 9 años al Conservatorio. La princesita, tras hacerse esperar, se acomoda, segura y majestuosa, en el asiento trasero del coche. ¿Viste al chico que ha salido corriendo justo antes que yo? Pregunta. No me di cuenta, ¿por qué? Se llama Iñaki y me gusta, me informa con suficiencia. Ahhhh, ¿es un compañero del Conservatorio? Sí, está en la misma clase que yo, pero él es nuevo.
Laura –por supuesto- ya es mayor. El renacuajillo que ha salido corriendo antes que ella (sí le había visto) es un chico, como ella es una chica. De hecho, alude con frecuencia a esos tiempos remotos en que ella era pequeña y no le gustaban los chicos. Claro, razona, entonces era una niña y ellos eran unos niños. Pero ya es mayor; por lo menos es mayor desde finales del curso pasado (hacia las fechas de su primera comunión) porque por esas fechas tuvo su primer novio, un compañero del cole. Y este verano parece ser que tuvo dos novios más, uno en el cole de vacaciones y otro en Denia.
Pues nada, voy yo e ingenuamente le pregunto si le ha dicho al chico que le gusta. Con tono entre escandalizado y despectivo me contesta que vaya tonterías digo, que no es ella quien debe decir nada. A continuación me explica, con la paciencia que hay que dedicar a un bobito, que es el chico el que debe decirle a la chica que le gusta. Con todos sus novios ha sido así y en este punto hay plena unanimidad de todas las amigas. Además –añade- no tenía que haberte dicho nada, porque tú no puedes entenderlo ya que eres chico.
Para tirarle de la lengua (no quiero que se rompa esa confianza me ha brindado), le digo que eso de que son los chicos quienes han de dar el primer paso ya no es así, que eso era antes pero ya no ... Eso ya lo sé, me dice, era así cuando las únicas que trabajaban eran las chicas. No, al revés, quienes trabajaban eran los chicos, pretendo corregirle. Me refiero a quienes trabajaban en la casa, me aclara con ligera indignación. Ahhhh ... Vale, pero entonces, ahora que ya no es así, las chicas ya pueden “declararse” a los chicos. Silencio; evidentemente la pequeñaja siente que ha caído en una trampa, pero no está dispuesta a aceptar mi conclusión.
¿No será que te da vergüenza? Claro que me da vergüenza, pero no es por eso que no lo hago, porque si quisiera lo haría. Pero, Laura, ¿y si a Iñaki también le gustas pero no se atreve a decirte nada porque también le da vergüenza? Los dos perderéis la posibilidad de divertiros juntos; ¿no te parece que es un poco tonto? Jo, no te voy a decir nada, porque no me entiendes. Y tema zanjado: no soy interlocutor válido, pese a lo cual debí sembrar alguna duda en su cabecita, porque me informó que consultaría la cuestión con sus hermanas mayores y con su mejor amiga.
Todavía hubo unos coletazos residuales, pero ya en plan más abstracto, cuasifilosófico. Ella solita llegó a relacionar la vergüenza y el miedo, en tanto ambos son monstruos que llevamos dentro y nos impiden hacer lo que queremos, incluso las cosas buenas. Pero, aunque parecidos, esos dos monstruos también eran muy diferentes porque la primera es roja y el segundo es blanco. Yo no estaba muy de acuerdo; a mí me parecía que la vergüenza es verde y el miedo es negro. Entonces Laura me explicó que estaba equivocado porque el rojo y el blanco son los colores que adoptaba su cara cuando sentía cada una de las respectivas emociones. Es verdad, le dije, pero eso es porque el monstruo del miedo, al crecer dentro de ti, te chupa el color negro y tu cara se queda blanca; y lo mismo hace la vergüenza que al chuparte el verde te deja la cara roja. Sorpresa: pese a sus aires de suficiencia, parece que la explicación inventada de la complementariedad cromática le impresionó y, al menos, admitió la posibilidad de que yo tuviera razón. Al fin y al cabo (debió pensar sin siquiera ser consciente de que eso era lo que pensaba) le complazco dándole la razón en esta chuminada teórica, y a cambio me deja en paz con mis asuntos reales respecto a Iñaki.
Y uno se queda pensando si será verdad que han cambiado mucho las cosas y en cómo, desde tan pequeñitas, se van perfilando modos de ser, de pensar, de sentir ...
Laura –por supuesto- ya es mayor. El renacuajillo que ha salido corriendo antes que ella (sí le había visto) es un chico, como ella es una chica. De hecho, alude con frecuencia a esos tiempos remotos en que ella era pequeña y no le gustaban los chicos. Claro, razona, entonces era una niña y ellos eran unos niños. Pero ya es mayor; por lo menos es mayor desde finales del curso pasado (hacia las fechas de su primera comunión) porque por esas fechas tuvo su primer novio, un compañero del cole. Y este verano parece ser que tuvo dos novios más, uno en el cole de vacaciones y otro en Denia.
Pues nada, voy yo e ingenuamente le pregunto si le ha dicho al chico que le gusta. Con tono entre escandalizado y despectivo me contesta que vaya tonterías digo, que no es ella quien debe decir nada. A continuación me explica, con la paciencia que hay que dedicar a un bobito, que es el chico el que debe decirle a la chica que le gusta. Con todos sus novios ha sido así y en este punto hay plena unanimidad de todas las amigas. Además –añade- no tenía que haberte dicho nada, porque tú no puedes entenderlo ya que eres chico.
Para tirarle de la lengua (no quiero que se rompa esa confianza me ha brindado), le digo que eso de que son los chicos quienes han de dar el primer paso ya no es así, que eso era antes pero ya no ... Eso ya lo sé, me dice, era así cuando las únicas que trabajaban eran las chicas. No, al revés, quienes trabajaban eran los chicos, pretendo corregirle. Me refiero a quienes trabajaban en la casa, me aclara con ligera indignación. Ahhhh ... Vale, pero entonces, ahora que ya no es así, las chicas ya pueden “declararse” a los chicos. Silencio; evidentemente la pequeñaja siente que ha caído en una trampa, pero no está dispuesta a aceptar mi conclusión.
¿No será que te da vergüenza? Claro que me da vergüenza, pero no es por eso que no lo hago, porque si quisiera lo haría. Pero, Laura, ¿y si a Iñaki también le gustas pero no se atreve a decirte nada porque también le da vergüenza? Los dos perderéis la posibilidad de divertiros juntos; ¿no te parece que es un poco tonto? Jo, no te voy a decir nada, porque no me entiendes. Y tema zanjado: no soy interlocutor válido, pese a lo cual debí sembrar alguna duda en su cabecita, porque me informó que consultaría la cuestión con sus hermanas mayores y con su mejor amiga.
Todavía hubo unos coletazos residuales, pero ya en plan más abstracto, cuasifilosófico. Ella solita llegó a relacionar la vergüenza y el miedo, en tanto ambos son monstruos que llevamos dentro y nos impiden hacer lo que queremos, incluso las cosas buenas. Pero, aunque parecidos, esos dos monstruos también eran muy diferentes porque la primera es roja y el segundo es blanco. Yo no estaba muy de acuerdo; a mí me parecía que la vergüenza es verde y el miedo es negro. Entonces Laura me explicó que estaba equivocado porque el rojo y el blanco son los colores que adoptaba su cara cuando sentía cada una de las respectivas emociones. Es verdad, le dije, pero eso es porque el monstruo del miedo, al crecer dentro de ti, te chupa el color negro y tu cara se queda blanca; y lo mismo hace la vergüenza que al chuparte el verde te deja la cara roja. Sorpresa: pese a sus aires de suficiencia, parece que la explicación inventada de la complementariedad cromática le impresionó y, al menos, admitió la posibilidad de que yo tuviera razón. Al fin y al cabo (debió pensar sin siquiera ser consciente de que eso era lo que pensaba) le complazco dándole la razón en esta chuminada teórica, y a cambio me deja en paz con mis asuntos reales respecto a Iñaki.
Y uno se queda pensando si será verdad que han cambiado mucho las cosas y en cómo, desde tan pequeñitas, se van perfilando modos de ser, de pensar, de sentir ...
CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones
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lunes, 23 de octubre de 2006
Amar y necesidad de ser amado
Cada vez me voy convenciendo más de que las claves de la felicidad personal (o de la serenidad o de la paz o llámese como se quiera) están en nuestro propio interior. Neurológicamente así es y, aunque no se sepa todavía demasiado, no admite excesiva discusión que la felicidad se corresponde con unos determinados estados cerebrales, con unas determinadas situaciones bioquímicas. En todo caso, como carezco de formación suficiente, no me voy a embarcar en disgresiones de esa naturaleza.
De otra parte, también cada vez me voy convenciendo más de que un estado de felicidad personal va unido a lo que calificaré (de forma conscientemente ambigua) de buenos sentimientos y, entre ellos, el amor. No sé qué va antes (qué es causa de qué), si la felicidad o el amor. Intuyo no obstante que debe haber una especie de relación circular entre ambos, de retroalimentación que dirían algunos. Es decir que si vas logrando ser feliz (o aumentar tu grado de felicidad) vas siendo capaz de amar más y mejor; pero también aumentas tu grado de felicidad a medida que vas aprendiendo a amar más y mejor.
Para mí -es ya preciso señalarlo- amar es simple y llanamente querer el bien del amado (y, obviamente, sentir y actuar bajo esa premisa). No creo que haya distintos tipos de amor (aunque sí distintas intensidades en la vivencia del sentimiento); lo que hay, eso sí, son distintos sentimientos o emociones añadidos al amor que, según cuáles sean, hacen que hablemos (erróneamente, creo yo) de tipos distintos de amor. Seguramente (como el otro día me decía una amiga) el amor más puro, el más carente de añadidos, sea el que se siente por los hijos. Queremos su bien, sin que ese sentimiento venga condicionado por otros aditamentos y, con mucha frecuencia, lo queremos por encima y a pesar del nuestro propio.
El amor en una relación de pareja (entiéndase también en su más ambigua y amplia acepción) suele venir, desde luego, con muchos aditamentos. Y esos sentimientos parásitos los tenemos tan interiorizados en nuestra percepción del amor que demasiado a menudo los confundimos con éste. Por ejemplo, la posesión, la exclusividad. Yo sólo puedo amar (con el "amor de pareja") a una persona y -corolario lógico- esa persona debe amarme a mí y sólo a mí. A partir de ahí, por tradicionales (y biológicos) encadenamientos entre amor y sexo, se llega a la fórmula práctica (aunque algo burda) de que sólo puedo tener relaciones sexuales con mi pareja y (más importante todavía) ella sólo puede acostarse conmigo. Pero esto es sólo una faceta (la más llamativa) del asunto.
Intuyo que la mayoría de esos aditamentos tan involucrados en nuestras "penas de amor" tienen menos que ver con el amor que con nuestra necesidad de ser amados. Mi ex-mujer me escribió que hasta entonces (hasta que planteó la separación) no había sido consciente de sus necesidades afectivas, que ahora sabía que necesitaba ser amada de una determinada forma y yo no podía amarla como ella necesitaba. Al margen de mi opinión sobre esas palabras (que ahora no viene al caso), lo cierto es que ella no decía que hubiera dejado de amarme; de hecho me consta que me amaba y sigue sintiendo mucho amor por mí (también otras cosas). Pero, evidentemente, sus necesidades de ser amada (no cubiertas por mi amor) eran mayores que su amor hacia mí, al menos en lo que se refiere a seguir juntos.
Me da la impresión de que muy frecuentemente el amor que sentimos acompasa su evolución a nuestra necesidad de amor. Supongo que casi todos, en la medida en que distamos bastante de la santidad, para poder dar salida (y hacer crecer) a nuestro amor a otro, tenemos que recibir el amor del otro (o, al menos, creernos que lo recibimos); no me resulta verosímil una relación en que uno ama a quien no le ama. Sin embargo, me da la impresión de que, con demasiada frecuencia, pesan más en nuestra afectividad los aditamentos derivados de la necesidad de amor que el puro y simple amor, hasta el punto de que "ensuciamos" éste.
No estoy para nada seguro de lo que trato de explicar, sólo puedo decir que es en esta línea en la que van mis planteamientos y en la que trato de moverme afectivamente. Me pregunto por qué no intentar poner el acento en sentir amor hacia el otro (o los otros) sin hacerlo depender (o condicionar) de nuestras necesidades de ser amados. No hablo, por supuesto, de amor en abstracto, de esa especie de caridad universal que las más de las veces es una excusa hipócrita carente de chicha emocional verdadera. Hablo de "ensayar" dejar que fluya el sentimiento amoroso hacia alguien (cuando ese alguien te lo provoque, claro) por el simple placer de amar, de hacer crecer en ti mismo ese sentimiento tan ligado a la felicidad. Y, a la vez, no esperar que ese alguien a quien amas te ame, procurar (no sé muy bien cómo) reducir tus necesidades de ser amado.
Tengo el pálpito de que al fomentar el amar desvinculado de nuestras necesidades de ser amado (y, a la vez, reduciendo estas necesidades) uno avanza hacia la felicidad. También de que lo normal es que en esa línea de crecimiento uno reciba amor, regalo que siempre es una maravilla, incluso aunque fuéramos capaces de no hacer depender nuestra felicidad (ni nuestra capacidad de amor) de ello (es decir: redujéramos nuestra necesidad). Pienso, además, que por ahí se puede llegar a relaciones afectivas (me resisto a llamarlas de pareja) mucho más sanas y constructivas para la felicidad mutua de los implicados.
Pero los pálpitos anteriores los tengo para mí; ni idea de si valen para otros. Supongo que cada uno tiene que mirar dentro de sí, a ser posible sin engañarse y sin miedo a desmontar las referencias que se ha ido (o le han ido) construyendo sobre cómo son las cosas, sobre cómo es el amor, sobre cómo son las relaciones. Yo hablo sólo por mí.
Pero he hablado con muchas personas sobre esto. En la mayoría de ellas he percibido la estrechísima vinculación entre el amor que sienten y sus necesidades de ser amadas. En muchas, además, he notado que les parece superflua la distinción entre lo que llamo amor y sus aditamentos. Tengo la impresión de que en muchos casos el amor surge de la necesidad de ser amados e intuyo que ese es mal camino. Y compruebo que genera círculos viciosos que se repiten hasta la saciedad, sin que los propios afectados vean lo que a mí me parece que es el nudo gordiano. Hay una idea muy repetida y que vendría a ser que el dolor del desamor (cuando se ha dejado de amar) se cura cuando te vuelves a enamorar. No sé ... Es verdad, ciertamente; pero pienso que se está hablando de necesidad de amor y de amor en un mismo lote y no me convence.
En lo que a mí respecta, tengo la sensación de que la separación de mi ex-mujer, con sus efectos de cataclismo interior, ha hecho que se me disparen las ganas de amar y, curiosamente, que se me amortigüe mi necesidad de ser amado. Asisto con cierto desconcierto al desbordamiento de emociones que debía tener reprimidas y descubro, con sorpresa, que lo que llamaba al principio "sentimientos buenos" hacen que me sienta más cercano a ese estado indefinible que llamamos felicidad (y que, de momento, prefiero calificar como serenidad). Esos sentimientos salen de mí y encuentran (sin que los esté buscando) destinatarios. Y, para colmo, resulta que me están dando mucho amor. Pues que bien ...
Naturalmente, no todos son días de vino y rosas. Siguen ahí dolores y ansiedades, cosas que hay que sacar, muchos pasos que hay que dar. Y ojalá que el amor que doy (que siento que doy, sea de la calidad que sea, y que me hace sentirme bueno sintiéndolo) valga para hacer bien a quien lo recibe, pero también que no le sea necesario, porque su felicidad (la de cada uno de nosotros) no depende de lo que nos viene de fuera (aunque, muchas veces por miedo, nos guste creérnoslo).
De otra parte, también cada vez me voy convenciendo más de que un estado de felicidad personal va unido a lo que calificaré (de forma conscientemente ambigua) de buenos sentimientos y, entre ellos, el amor. No sé qué va antes (qué es causa de qué), si la felicidad o el amor. Intuyo no obstante que debe haber una especie de relación circular entre ambos, de retroalimentación que dirían algunos. Es decir que si vas logrando ser feliz (o aumentar tu grado de felicidad) vas siendo capaz de amar más y mejor; pero también aumentas tu grado de felicidad a medida que vas aprendiendo a amar más y mejor.
Para mí -es ya preciso señalarlo- amar es simple y llanamente querer el bien del amado (y, obviamente, sentir y actuar bajo esa premisa). No creo que haya distintos tipos de amor (aunque sí distintas intensidades en la vivencia del sentimiento); lo que hay, eso sí, son distintos sentimientos o emociones añadidos al amor que, según cuáles sean, hacen que hablemos (erróneamente, creo yo) de tipos distintos de amor. Seguramente (como el otro día me decía una amiga) el amor más puro, el más carente de añadidos, sea el que se siente por los hijos. Queremos su bien, sin que ese sentimiento venga condicionado por otros aditamentos y, con mucha frecuencia, lo queremos por encima y a pesar del nuestro propio.
El amor en una relación de pareja (entiéndase también en su más ambigua y amplia acepción) suele venir, desde luego, con muchos aditamentos. Y esos sentimientos parásitos los tenemos tan interiorizados en nuestra percepción del amor que demasiado a menudo los confundimos con éste. Por ejemplo, la posesión, la exclusividad. Yo sólo puedo amar (con el "amor de pareja") a una persona y -corolario lógico- esa persona debe amarme a mí y sólo a mí. A partir de ahí, por tradicionales (y biológicos) encadenamientos entre amor y sexo, se llega a la fórmula práctica (aunque algo burda) de que sólo puedo tener relaciones sexuales con mi pareja y (más importante todavía) ella sólo puede acostarse conmigo. Pero esto es sólo una faceta (la más llamativa) del asunto.
Intuyo que la mayoría de esos aditamentos tan involucrados en nuestras "penas de amor" tienen menos que ver con el amor que con nuestra necesidad de ser amados. Mi ex-mujer me escribió que hasta entonces (hasta que planteó la separación) no había sido consciente de sus necesidades afectivas, que ahora sabía que necesitaba ser amada de una determinada forma y yo no podía amarla como ella necesitaba. Al margen de mi opinión sobre esas palabras (que ahora no viene al caso), lo cierto es que ella no decía que hubiera dejado de amarme; de hecho me consta que me amaba y sigue sintiendo mucho amor por mí (también otras cosas). Pero, evidentemente, sus necesidades de ser amada (no cubiertas por mi amor) eran mayores que su amor hacia mí, al menos en lo que se refiere a seguir juntos.
Me da la impresión de que muy frecuentemente el amor que sentimos acompasa su evolución a nuestra necesidad de amor. Supongo que casi todos, en la medida en que distamos bastante de la santidad, para poder dar salida (y hacer crecer) a nuestro amor a otro, tenemos que recibir el amor del otro (o, al menos, creernos que lo recibimos); no me resulta verosímil una relación en que uno ama a quien no le ama. Sin embargo, me da la impresión de que, con demasiada frecuencia, pesan más en nuestra afectividad los aditamentos derivados de la necesidad de amor que el puro y simple amor, hasta el punto de que "ensuciamos" éste.
No estoy para nada seguro de lo que trato de explicar, sólo puedo decir que es en esta línea en la que van mis planteamientos y en la que trato de moverme afectivamente. Me pregunto por qué no intentar poner el acento en sentir amor hacia el otro (o los otros) sin hacerlo depender (o condicionar) de nuestras necesidades de ser amados. No hablo, por supuesto, de amor en abstracto, de esa especie de caridad universal que las más de las veces es una excusa hipócrita carente de chicha emocional verdadera. Hablo de "ensayar" dejar que fluya el sentimiento amoroso hacia alguien (cuando ese alguien te lo provoque, claro) por el simple placer de amar, de hacer crecer en ti mismo ese sentimiento tan ligado a la felicidad. Y, a la vez, no esperar que ese alguien a quien amas te ame, procurar (no sé muy bien cómo) reducir tus necesidades de ser amado.
Tengo el pálpito de que al fomentar el amar desvinculado de nuestras necesidades de ser amado (y, a la vez, reduciendo estas necesidades) uno avanza hacia la felicidad. También de que lo normal es que en esa línea de crecimiento uno reciba amor, regalo que siempre es una maravilla, incluso aunque fuéramos capaces de no hacer depender nuestra felicidad (ni nuestra capacidad de amor) de ello (es decir: redujéramos nuestra necesidad). Pienso, además, que por ahí se puede llegar a relaciones afectivas (me resisto a llamarlas de pareja) mucho más sanas y constructivas para la felicidad mutua de los implicados.
Pero los pálpitos anteriores los tengo para mí; ni idea de si valen para otros. Supongo que cada uno tiene que mirar dentro de sí, a ser posible sin engañarse y sin miedo a desmontar las referencias que se ha ido (o le han ido) construyendo sobre cómo son las cosas, sobre cómo es el amor, sobre cómo son las relaciones. Yo hablo sólo por mí.
Pero he hablado con muchas personas sobre esto. En la mayoría de ellas he percibido la estrechísima vinculación entre el amor que sienten y sus necesidades de ser amadas. En muchas, además, he notado que les parece superflua la distinción entre lo que llamo amor y sus aditamentos. Tengo la impresión de que en muchos casos el amor surge de la necesidad de ser amados e intuyo que ese es mal camino. Y compruebo que genera círculos viciosos que se repiten hasta la saciedad, sin que los propios afectados vean lo que a mí me parece que es el nudo gordiano. Hay una idea muy repetida y que vendría a ser que el dolor del desamor (cuando se ha dejado de amar) se cura cuando te vuelves a enamorar. No sé ... Es verdad, ciertamente; pero pienso que se está hablando de necesidad de amor y de amor en un mismo lote y no me convence.
En lo que a mí respecta, tengo la sensación de que la separación de mi ex-mujer, con sus efectos de cataclismo interior, ha hecho que se me disparen las ganas de amar y, curiosamente, que se me amortigüe mi necesidad de ser amado. Asisto con cierto desconcierto al desbordamiento de emociones que debía tener reprimidas y descubro, con sorpresa, que lo que llamaba al principio "sentimientos buenos" hacen que me sienta más cercano a ese estado indefinible que llamamos felicidad (y que, de momento, prefiero calificar como serenidad). Esos sentimientos salen de mí y encuentran (sin que los esté buscando) destinatarios. Y, para colmo, resulta que me están dando mucho amor. Pues que bien ...
Naturalmente, no todos son días de vino y rosas. Siguen ahí dolores y ansiedades, cosas que hay que sacar, muchos pasos que hay que dar. Y ojalá que el amor que doy (que siento que doy, sea de la calidad que sea, y que me hace sentirme bueno sintiéndolo) valga para hacer bien a quien lo recibe, pero también que no le sea necesario, porque su felicidad (la de cada uno de nosotros) no depende de lo que nos viene de fuera (aunque, muchas veces por miedo, nos guste creérnoslo).
CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones
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martes, 17 de octubre de 2006
Accidente
El domingo pasado, poco antes de las 11 de la noche, tuve un accidente gordo con el coche. Quiero ponerlo por escrito despacio, entre otras cosas, para terminar de serenarme. Volvía a mi casa, dando por cerrado el día. Entré a la ciudad por la glorieta en la que acaba la autopista norte. No había nada de tráfico. Di la vuelta a la glorieta y cogí el inicio de mi calle, una avenida ancha en pendiente ascendente y con un bulevar central que separa los dos sentidos de circulación. Conducía relajado, por la ruta que hago habitualmente, anticipando mentalmente lo poco que me faltaba para llegar. A algo menos de 200 metros de la glorieta de entrada, mi calle se cruza con La Rambla, la vía principal de la ciudad, siempre con un tráfico bastante intenso. Por supuesto, el cruce está regulado por los correspondientes semáforos. Mi semáforo (1, en el planito adjunto) estaba en verde, con lo cual cruce La Rambla sin parar. Casi inmediatamente hay otro semáforo (2) que se abre antes que el (1) para dejar pasar a los coches que vienen de la autopista por la Rambla y quieren girar para subir por mi calle. Por supuesto el semáforo (2) también estaba en verde (si el 1 está en verde siempre lo está el 2). También enseguida, a unos 35 metros del (2) está el semáforo (3) que, al igual que el (2) siempre está en verde cuando el (1) está en verde y cuya única finalidad es dar paso a los coches que vienen de una callecita lateral que sale en Y de La Rambla. En síntesis, los semáforos (2) y (3) siempre están en verde cuando el (1) está en verde; y se ponen en rojo un buen ratito después de que el (1) se haya puesto en rojo.
El caso es que cruzo La Rambla en verde (semáforos 1 y 2) y en el momento en que estoy llegando al cruce con la pequeña calle lateral, con el semáforo 3 obviamente en verde, aparece en medio de mi calle un coche pequeño que ha salido de aquélla a toda velocidad. No sé ni cómo ocurrió; desde luego no lo vi salir, y eso que hay suficiente visibilidad (yo podría haberlo visto a él y él a mí). El caso es que, en un instante me vi encima de ese coche. Supongo que eché instintivamente el pie al freno, pero me empotré contra la puerta del conductor. Saltó el airbag y apenas sufría daños. Traté de abrir la puerta y no podía; finalmente, con un empujón fuerte, lo logré. Me acerqué al otro coche y vi a un chico sentado inmóvil y ensangrentado. Pensé que estaba muerto y un golpe de angustia me machacó todo. Enseguida oí que una chica le llamaba (era su novia que iba con él, pero ya había salido del coche, ilesa). Enseguida empezaron a aparecer muchas personas, varias amigas de estos chicos. No estaba muerto, estaba consciente y se quejaba del costado. Le quitaron el cinturón y salió fuera.
Llegaron varios policías municipales y al poco una ambulancia. Se llevaron al chico a la Residencia de la SS. A mí me pasaron a la furgona de atestados y me tomaron declaración. Estaba muy nervioso, sólo pensaba en lo que le podía ocurrir al chico. El policía trató de calmarme (y algo consiguió en ese sentido). Luego salí afuera. Apareció un tipo que comenzó a increparme a gritos, a decir que me había saltado los tres semáforos a más de 100 por hora, que iba a hacer que me metieran en la cárcel. Poco a poco, una vez que las grúas retiraron los coches y se fue la ambulancia, la gente empezó a desaparecer. No sé de donde salieron, ni como es posible que hubiera tantos “amigos” del chico. Desde luego, por mi calle no había tráfico; desde que entré por la glorieta iba circulando solo por el carril central de la misma.
Al poco rato apareció K (la había llamado por el móvil) que aguardó conmigo a que llegara la grúa del seguro. Luego fuimos a mi casa, a apenas 400 metros del lugar de la colisión. Menos mal que vino K, sin ella lo habría pasado mucho peor. Nos acostamos y traté de dormir pero, pese a la pastilla, no lo pude hacer en toda la noche. A las 2 de la madrugada me llamó el policía municipal que, atendiendo a mi ruego, me informó que la vida del chaval no estaba en riesgo, pero que parecía tener fracturada la cadera. Al día siguiente supe a través de la mujer de un compañero que es médico en la Residencia que estaba en observación en la UCI porque parece que también tiene afectado el bazo. Cuando me levanté ayer lunes mi idea fija era subir a la Residencia para interesarme por su estado. Sin embargo, todos con quienes hablé me lo desaconsejaron. Luego, esta médico me confirmó (a través de su marido) que los familiares y amigos que allí permanecían estaban indignados conmigo, diciendo que me había abalanzado sobre el coche del chico que estaba tranquilamente con su novia. No entiendo nada, salvo que hayan montado la versión de que estaba estacionado (¿en el centro de una arteria principal?) y yo había enfilado hacia ellos para empotrarme.
En fin, todos (incluyendo la compañía de seguros) dicen que debo tranquilizarme y esperar. Y ya lo sé, pero no puedo evitar que me vengan las ideas más negras a la cabeza. Ayer, entre eso y que no había dormido, lo pasé muy mal. Ya esta noche pasada, con otra pastillita, pude dormir y estoy más tranquilo. También hoy he empezado a notar dolor en el cuello, supongo que del impacto, aunque estoy seguro que no es más que la tensión muscular. De otra parte, comienzo a pensar con más serenidad. Este jueves tenía un viaje a Madrid y, tras pensarlo, he decidido que lo voy a mantener; ahora especialmente necesito tomarme un par de días de desconexión. Por supuesto, no estaré tranquilo hasta que sepa que el chaval está totalmente fuera de peligro.
En fin, uno se queda pensando cómo en el instante más inesperado ocurre algo que te puede cambiar la vida. Todos lo sabemos, pero sólo nos hacemos conscientes de verdad cuando nos pasa. Hace 20 años le dejé que condujera mi coche a una amiga. Se saltó un stop y salió a una avenida muy importante, con la mala suerte de que en ese momento pasaba a toda velocidad un coche de gran tamaño (el mío era un R5) que se empotró contra la puerta del conductor. Mi amiga murió en el acto, yo perdí la conciencia y me desperté en urgencias de la Clínica Puerta de Hierro encharcado en sangre y con un ataque de ansiedad por saber qué le había pasado a ella. Al del otro coche no le pasó nada. Estuve casi un mes en el hospital: parece ser que tenía tocados algunos órganos pero finalmente se “recompusieron” solitos. La clavícula hubieron de operármela y todavía hoy tengo el hombro izquierdo con bastante menos movilidad y fuerza que el derecho ... Pero sobre todo pasé varios meses absolutamente hundido por la muerte de aquella chica de 22 años.
Este domingo pareciera que la historia se imita a sí misma, pero a mí me asigna otro papel. Como entonces, dos chavales jóvenes invaden una vía principal por la que, como entonces, circula un coche bastante más pesado que el suyo que se empotra contra la puerta del conductor. Sólo que ahora soy yo el que va en el coche pesado ... Y, afortunadamente, la intensidad del accidente y sus consecuencias han sido mucho menores. Sé que no ha sido culpa mía, pero no puedo evitar inculparme. Sé que ha sido mala suerte, sé que no puedo impedir que ocurra lo que ocurre ... Pero, ¡hay que joderse con la puta mala suerte!
El caso es que cruzo La Rambla en verde (semáforos 1 y 2) y en el momento en que estoy llegando al cruce con la pequeña calle lateral, con el semáforo 3 obviamente en verde, aparece en medio de mi calle un coche pequeño que ha salido de aquélla a toda velocidad. No sé ni cómo ocurrió; desde luego no lo vi salir, y eso que hay suficiente visibilidad (yo podría haberlo visto a él y él a mí). El caso es que, en un instante me vi encima de ese coche. Supongo que eché instintivamente el pie al freno, pero me empotré contra la puerta del conductor. Saltó el airbag y apenas sufría daños. Traté de abrir la puerta y no podía; finalmente, con un empujón fuerte, lo logré. Me acerqué al otro coche y vi a un chico sentado inmóvil y ensangrentado. Pensé que estaba muerto y un golpe de angustia me machacó todo. Enseguida oí que una chica le llamaba (era su novia que iba con él, pero ya había salido del coche, ilesa). Enseguida empezaron a aparecer muchas personas, varias amigas de estos chicos. No estaba muerto, estaba consciente y se quejaba del costado. Le quitaron el cinturón y salió fuera.
Llegaron varios policías municipales y al poco una ambulancia. Se llevaron al chico a la Residencia de la SS. A mí me pasaron a la furgona de atestados y me tomaron declaración. Estaba muy nervioso, sólo pensaba en lo que le podía ocurrir al chico. El policía trató de calmarme (y algo consiguió en ese sentido). Luego salí afuera. Apareció un tipo que comenzó a increparme a gritos, a decir que me había saltado los tres semáforos a más de 100 por hora, que iba a hacer que me metieran en la cárcel. Poco a poco, una vez que las grúas retiraron los coches y se fue la ambulancia, la gente empezó a desaparecer. No sé de donde salieron, ni como es posible que hubiera tantos “amigos” del chico. Desde luego, por mi calle no había tráfico; desde que entré por la glorieta iba circulando solo por el carril central de la misma.
Al poco rato apareció K (la había llamado por el móvil) que aguardó conmigo a que llegara la grúa del seguro. Luego fuimos a mi casa, a apenas 400 metros del lugar de la colisión. Menos mal que vino K, sin ella lo habría pasado mucho peor. Nos acostamos y traté de dormir pero, pese a la pastilla, no lo pude hacer en toda la noche. A las 2 de la madrugada me llamó el policía municipal que, atendiendo a mi ruego, me informó que la vida del chaval no estaba en riesgo, pero que parecía tener fracturada la cadera. Al día siguiente supe a través de la mujer de un compañero que es médico en la Residencia que estaba en observación en la UCI porque parece que también tiene afectado el bazo. Cuando me levanté ayer lunes mi idea fija era subir a la Residencia para interesarme por su estado. Sin embargo, todos con quienes hablé me lo desaconsejaron. Luego, esta médico me confirmó (a través de su marido) que los familiares y amigos que allí permanecían estaban indignados conmigo, diciendo que me había abalanzado sobre el coche del chico que estaba tranquilamente con su novia. No entiendo nada, salvo que hayan montado la versión de que estaba estacionado (¿en el centro de una arteria principal?) y yo había enfilado hacia ellos para empotrarme.
En fin, todos (incluyendo la compañía de seguros) dicen que debo tranquilizarme y esperar. Y ya lo sé, pero no puedo evitar que me vengan las ideas más negras a la cabeza. Ayer, entre eso y que no había dormido, lo pasé muy mal. Ya esta noche pasada, con otra pastillita, pude dormir y estoy más tranquilo. También hoy he empezado a notar dolor en el cuello, supongo que del impacto, aunque estoy seguro que no es más que la tensión muscular. De otra parte, comienzo a pensar con más serenidad. Este jueves tenía un viaje a Madrid y, tras pensarlo, he decidido que lo voy a mantener; ahora especialmente necesito tomarme un par de días de desconexión. Por supuesto, no estaré tranquilo hasta que sepa que el chaval está totalmente fuera de peligro.
En fin, uno se queda pensando cómo en el instante más inesperado ocurre algo que te puede cambiar la vida. Todos lo sabemos, pero sólo nos hacemos conscientes de verdad cuando nos pasa. Hace 20 años le dejé que condujera mi coche a una amiga. Se saltó un stop y salió a una avenida muy importante, con la mala suerte de que en ese momento pasaba a toda velocidad un coche de gran tamaño (el mío era un R5) que se empotró contra la puerta del conductor. Mi amiga murió en el acto, yo perdí la conciencia y me desperté en urgencias de la Clínica Puerta de Hierro encharcado en sangre y con un ataque de ansiedad por saber qué le había pasado a ella. Al del otro coche no le pasó nada. Estuve casi un mes en el hospital: parece ser que tenía tocados algunos órganos pero finalmente se “recompusieron” solitos. La clavícula hubieron de operármela y todavía hoy tengo el hombro izquierdo con bastante menos movilidad y fuerza que el derecho ... Pero sobre todo pasé varios meses absolutamente hundido por la muerte de aquella chica de 22 años.
Este domingo pareciera que la historia se imita a sí misma, pero a mí me asigna otro papel. Como entonces, dos chavales jóvenes invaden una vía principal por la que, como entonces, circula un coche bastante más pesado que el suyo que se empotra contra la puerta del conductor. Sólo que ahora soy yo el que va en el coche pesado ... Y, afortunadamente, la intensidad del accidente y sus consecuencias han sido mucho menores. Sé que no ha sido culpa mía, pero no puedo evitar inculparme. Sé que ha sido mala suerte, sé que no puedo impedir que ocurra lo que ocurre ... Pero, ¡hay que joderse con la puta mala suerte!
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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domingo, 15 de octubre de 2006
Culpa
Acabo de leer un capítulo de un libro de Bucay dedicado a la Culpa y me ha hecho pensar. Algo que me gusta de este autor es que se esfuerza en definir, precisar, el contenido y alcance de conceptos que habitualmente se emplean de forma vaga. Entre estos conceptos, obviamente, están las emociones y los sentimientos. Todos creemos saber de qué hablamos cuando hablamos de ... amor (éste era el título de un libro, creo), compasión, miedo, culpa. Pero me temo (al menos a mí me pasa) que en cada uno de estos sentimientos/emociones nos caben muchos que puede que no sean exactamente el mismo. Eso puede hacer que, al profundizar en por qué sentimos lo que sentimos, estemos confundiendo los motivos y no seamos capaces de identificar correctamente los mecanismos que intervienen. En resumen, al hacer "diagnósticos" tan ambiguos, consecuencia de no identificar con más precisión la emoción, no encontramos los caminos adecuados para encauzarla.
Bueno, menos rollo. Tras una aproximación ingeniosa en forma de un diálogo con una amiga, Bucay llega a definir la culpa como la autoagresión que uno se inflinge como respuesta a una exigencia que imagina de otro, sea esta exigencia real o imaginaria. Uno se siente culpable porque cree (sea verdad o no) que otro se siente dañado por uno (por algo que se ha hecho o se ha dejado de hacer) y además -y esto es imprescindible para que nazca el sentimiento de culpa- cree que el otro "tiene razón" en esa exigencia; es decir, uno cree que efectivamente es responsable del daño que ha hecho al otro. Lo revelador (para mí) es que la culpa (como casi todos los sentimientos) poco tiene que ver en el fondo con lo que le pasa al otro, sino fundamentalmente con mis expectativas. Soy yo quien siento que "he hecho daño", soy yo quien siento que ese daño (real o imaginario) depende de mí.
La culpa es autoagresión porque nace de la represión de la reacción agresiva "natural" ante la exigencia de otro. Al notar que alguien nos está "echando en cara" el daño que le hemos hecho, la respuesta inmediata es cabrearnos con él. Pero, como sentimos que tiene razón, que somos responsables de su daño, dirigimos esa agresividad hacia nosotros mismos convirtiéndola en culpa. No habría culpa, dice Bucay, si esa agresividad fuera hacia el causante, si me enfrentara directamente con su exigencia. En otras palabras, si en cuanto percibiera que expresa o veladamente (como ocurre en la gran mayoría de las ocasiones) me están imputando (o me estoy imputando) el daño a otro, me enfrentara a ese otro para aclarar la responsabilidad de cada uno sobre los sentimientos causados. Es obvio que se está hablando de daños en el ámbito de los sentimientos.
Y a partir de aquí viene el salto a la gran cuestión que está en el centro del tema de la culpa y de tantas otras cosas. Se trata de la errónea idea, pese a estar tan enraizada, de que somos responsables de los sentimientos de los demás. No es más que la otra cara de querer creer que nuestros sentimientos dependen de los demás, nos vienen como respuesta a los de los demás. Amamos y esperamos que nos amen (con todos los aditamentos que hemos añadido a lo que entendemos por amor); nos hacen daño porque no nos dan ese amor que esperamos (o no con todos sus aditamentos, insisto); y culpabilizamos al otro. Desde ese esquema tan interiorizado, nos sentimos culpables cuando no damos al otro el amor que el otro espera (o que nosotros creemos que debe esperar, en tanto es el que nosotros esperamos).
En el fondo (y me viene al recuerdo una conversación reciente) todo deriva de una cierta inmadurez emocional ya que no nos atrevemos (o no somos capaces) de asumir plenamente la responsabilidad de nuestros propios sentimientos (lo que, a su vez, llevaría a asumir plenamente la responsabilidad absoluta del otro sobre los suyos). Es más "fácil" ser un poco niños emocionales, poner nuestra felicidad y nuestro crecimiento personal dependiente de otros. Hay además una cierta vanidad, también muy infantil (y también la otra cara de la misma moneda), de pensar que podemos hacer sentir al otro, que somos la causa de sus sentimientos. A partir de ahí nos metemos en el círculo vicioso de la necesidad, la dependencia, la posesión ... Un remolino que nos succiona y desde el que es muy difícil sacar nada en claro. Así se llega a la famosa Oración Gestáltica de Fritz Perls: Yo soy Yo y Tú eres Tú. Yo no estoy para llenar tus expectativas y Tú no estás para llenar las mías. Porque Tú eres Tú y Yo soy Yo.
Pensando en mi vida, la verdad es que, aunque no era apenas consciente mientras ocurría, he tendido a ser bastante dependiente emocionalmente. Aquí probablemente tendría que rebuscar en mis carencias infantiles, pero de momento no me va demasiado la onda psicoanalista. Lo cierto es que el amor que he recibido (hablo de parejas) lo he absorbido casi siempre desde mis expectativas, desde mis necesidades. Y también, en gran medida, lo he dado desde esas mismas expectativas dependientes. No he tenido sentimientos excesivos de culpa, pero quizás porque tenía muy desarrollada una actitud defensiva (coraza) en mi interior que funcionaba (creo) en dos sentidos: de un lado mitigando la intensidad del sentimiento, de otro convirtiéndola con frecuencia en agresividad hacia afuera. Esta última actitud fue moderándose mucho en los últimos años (digamos que en mi treintena); las barreras de la primera se rompieron tras mi separación.
Pero aunque no sintiera mucho la culpa, me doy cuenta de que demasiados de mis comportamientos venían condicionados por un automatismo de "evitación de daños" que se traducía, cada vez más, en represión de mis sentimientos (la represión empieza por la expresión de los sentimientos y lo que se deja de expresar va poco a poco agonizando o corrompiéndose). Creo ahora que no sentía culpa por razones erróneas (y, desde luego, contraproducentes): porque me sabía con la voluntad de evitar dañar a la persona que quería, luego, si lo hacía (y lo he hecho), no era culpable. Como se ve, estaba totalmente inmerso en un esquema clásico de dependencia afectiva aunque, para colmo, defendiéndome de volcarme del todo en ese juego pero no desde la madurez, sino desde la defensa (el miedo, quizás).
Cuando mi ex-mujer "me separó" (ya lo he escrito varias veces en este blog) entré en una crisis que, puede que por primera vez en mi vida, removió (sigue removiendo) aspectos que eran pilares claves de mi personalidad. Aunque seguramente fueran cimientos porque estaban tan hondos que ni siquiera los veía, al menos no me enfrentaba a ellos conscientemente. Durante los primeros meses, al desmoronárseme la autoexcusa de que mi voluntad era no hacer daño, sentí culpa, en los términos en que la define Bucay, aunque tampoco demasiada. La culpa surgió de la pérdida, como respuesta personal al "descubrir" la intensidad del dolor que mi ex-mujer sentía, y se manifestó en la autoacusación por haber sido yo quien generara esos sentimientos, su infelicidad. La pérdida (y el deseo de recuperarla) impidieron una reacción de rencor hacia ella y, por el contrario, agudizaron hasta extremos dolorosos mi amor. La culpa consecuente pasó a ser un motivo causal más en el aumento del amor hacia ella.
Poco a poco, la culpa fue pasando. También fue pasando el amor hacia ella, el amor dependiente de nuestra relación que se intensificó durante los primeros meses. A lo mejor (ojalá) lo que fue pasando fueron los aditamentos "nocivos" del amor (quizás todavía no todos), porque ahora siento que la sigo amando, pero no siento tantas otras cosas que para mí iban unidas. Por otro lado, he de reconocer que aparecieron, pero en poco grado, algunos sentimientos "negativos" hacia ella que probablemente había reprimido o canalizado hacia mí mediante la culpa. No sé, aun no lo tengo del todo claro; cuando lo tenga, este blog de desconciertos cambiará de título.
Bueno, menos rollo. Tras una aproximación ingeniosa en forma de un diálogo con una amiga, Bucay llega a definir la culpa como la autoagresión que uno se inflinge como respuesta a una exigencia que imagina de otro, sea esta exigencia real o imaginaria. Uno se siente culpable porque cree (sea verdad o no) que otro se siente dañado por uno (por algo que se ha hecho o se ha dejado de hacer) y además -y esto es imprescindible para que nazca el sentimiento de culpa- cree que el otro "tiene razón" en esa exigencia; es decir, uno cree que efectivamente es responsable del daño que ha hecho al otro. Lo revelador (para mí) es que la culpa (como casi todos los sentimientos) poco tiene que ver en el fondo con lo que le pasa al otro, sino fundamentalmente con mis expectativas. Soy yo quien siento que "he hecho daño", soy yo quien siento que ese daño (real o imaginario) depende de mí.
La culpa es autoagresión porque nace de la represión de la reacción agresiva "natural" ante la exigencia de otro. Al notar que alguien nos está "echando en cara" el daño que le hemos hecho, la respuesta inmediata es cabrearnos con él. Pero, como sentimos que tiene razón, que somos responsables de su daño, dirigimos esa agresividad hacia nosotros mismos convirtiéndola en culpa. No habría culpa, dice Bucay, si esa agresividad fuera hacia el causante, si me enfrentara directamente con su exigencia. En otras palabras, si en cuanto percibiera que expresa o veladamente (como ocurre en la gran mayoría de las ocasiones) me están imputando (o me estoy imputando) el daño a otro, me enfrentara a ese otro para aclarar la responsabilidad de cada uno sobre los sentimientos causados. Es obvio que se está hablando de daños en el ámbito de los sentimientos.
Y a partir de aquí viene el salto a la gran cuestión que está en el centro del tema de la culpa y de tantas otras cosas. Se trata de la errónea idea, pese a estar tan enraizada, de que somos responsables de los sentimientos de los demás. No es más que la otra cara de querer creer que nuestros sentimientos dependen de los demás, nos vienen como respuesta a los de los demás. Amamos y esperamos que nos amen (con todos los aditamentos que hemos añadido a lo que entendemos por amor); nos hacen daño porque no nos dan ese amor que esperamos (o no con todos sus aditamentos, insisto); y culpabilizamos al otro. Desde ese esquema tan interiorizado, nos sentimos culpables cuando no damos al otro el amor que el otro espera (o que nosotros creemos que debe esperar, en tanto es el que nosotros esperamos).
En el fondo (y me viene al recuerdo una conversación reciente) todo deriva de una cierta inmadurez emocional ya que no nos atrevemos (o no somos capaces) de asumir plenamente la responsabilidad de nuestros propios sentimientos (lo que, a su vez, llevaría a asumir plenamente la responsabilidad absoluta del otro sobre los suyos). Es más "fácil" ser un poco niños emocionales, poner nuestra felicidad y nuestro crecimiento personal dependiente de otros. Hay además una cierta vanidad, también muy infantil (y también la otra cara de la misma moneda), de pensar que podemos hacer sentir al otro, que somos la causa de sus sentimientos. A partir de ahí nos metemos en el círculo vicioso de la necesidad, la dependencia, la posesión ... Un remolino que nos succiona y desde el que es muy difícil sacar nada en claro. Así se llega a la famosa Oración Gestáltica de Fritz Perls: Yo soy Yo y Tú eres Tú. Yo no estoy para llenar tus expectativas y Tú no estás para llenar las mías. Porque Tú eres Tú y Yo soy Yo.
Pensando en mi vida, la verdad es que, aunque no era apenas consciente mientras ocurría, he tendido a ser bastante dependiente emocionalmente. Aquí probablemente tendría que rebuscar en mis carencias infantiles, pero de momento no me va demasiado la onda psicoanalista. Lo cierto es que el amor que he recibido (hablo de parejas) lo he absorbido casi siempre desde mis expectativas, desde mis necesidades. Y también, en gran medida, lo he dado desde esas mismas expectativas dependientes. No he tenido sentimientos excesivos de culpa, pero quizás porque tenía muy desarrollada una actitud defensiva (coraza) en mi interior que funcionaba (creo) en dos sentidos: de un lado mitigando la intensidad del sentimiento, de otro convirtiéndola con frecuencia en agresividad hacia afuera. Esta última actitud fue moderándose mucho en los últimos años (digamos que en mi treintena); las barreras de la primera se rompieron tras mi separación.
Pero aunque no sintiera mucho la culpa, me doy cuenta de que demasiados de mis comportamientos venían condicionados por un automatismo de "evitación de daños" que se traducía, cada vez más, en represión de mis sentimientos (la represión empieza por la expresión de los sentimientos y lo que se deja de expresar va poco a poco agonizando o corrompiéndose). Creo ahora que no sentía culpa por razones erróneas (y, desde luego, contraproducentes): porque me sabía con la voluntad de evitar dañar a la persona que quería, luego, si lo hacía (y lo he hecho), no era culpable. Como se ve, estaba totalmente inmerso en un esquema clásico de dependencia afectiva aunque, para colmo, defendiéndome de volcarme del todo en ese juego pero no desde la madurez, sino desde la defensa (el miedo, quizás).
Cuando mi ex-mujer "me separó" (ya lo he escrito varias veces en este blog) entré en una crisis que, puede que por primera vez en mi vida, removió (sigue removiendo) aspectos que eran pilares claves de mi personalidad. Aunque seguramente fueran cimientos porque estaban tan hondos que ni siquiera los veía, al menos no me enfrentaba a ellos conscientemente. Durante los primeros meses, al desmoronárseme la autoexcusa de que mi voluntad era no hacer daño, sentí culpa, en los términos en que la define Bucay, aunque tampoco demasiada. La culpa surgió de la pérdida, como respuesta personal al "descubrir" la intensidad del dolor que mi ex-mujer sentía, y se manifestó en la autoacusación por haber sido yo quien generara esos sentimientos, su infelicidad. La pérdida (y el deseo de recuperarla) impidieron una reacción de rencor hacia ella y, por el contrario, agudizaron hasta extremos dolorosos mi amor. La culpa consecuente pasó a ser un motivo causal más en el aumento del amor hacia ella.
Poco a poco, la culpa fue pasando. También fue pasando el amor hacia ella, el amor dependiente de nuestra relación que se intensificó durante los primeros meses. A lo mejor (ojalá) lo que fue pasando fueron los aditamentos "nocivos" del amor (quizás todavía no todos), porque ahora siento que la sigo amando, pero no siento tantas otras cosas que para mí iban unidas. Por otro lado, he de reconocer que aparecieron, pero en poco grado, algunos sentimientos "negativos" hacia ella que probablemente había reprimido o canalizado hacia mí mediante la culpa. No sé, aun no lo tengo del todo claro; cuando lo tenga, este blog de desconciertos cambiará de título.
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miércoles, 11 de octubre de 2006
Fantasías de infidelidades y asombros personales
El otro día, en un bar, mantuve una conversación con una amiga que me dejó asombrado por muchos motivos. Cuento de lo que hablamos y luego explico los motivos de mi asombro.
Al principio de la conversación, tangencialmente, hicimos algunos comentarios sobre lecturas. Yo le dije que en esos momentos estaba leyendo “La danza de la realidad”, de Alejandro Jodorowsky (para quien no lo conozca he puesto el enlace a wikipedia); ella lo conocía, había leído algún libro suyo. Nada más ... Pasamos a otros temas. Un rato más tarde, cuando ya nos íbamos a ir, la conversación había derivado hacia las relaciones de pareja. Entonces, de repente, me preguntó si recordaba una pequeña historieta que Jodorowsky contaba en el libro que yo había citado, como un ejemplo de las técnicas que usa en la práctica de lo que llama psicomagia. Se trata de la historia de una mujer que estaba obsesionada con el deseo de tener amantes pero, por un alto aprecio a la fidelidad a su marido, se contenía. Jodorowsky le propuso que llevara su fantasía a la práctica pero con la anuencia de su marido. Transcribo las instrucciones que le dio: “Primero debes confesarle a tu esposo estas pulsiones y convencerlo de que colabore contigo. Él alquilará un cuarto de hotel. Luego te llamará, imitando otra voz, para darte cita allí. Cuando llegues a la habitación, él te estará esperando disfrazado de otro, ya sea con bigote, barba o cabellera postiza, y actuando con gestos nunca empleados. Sin decir una palabra debéis hacer el amor. El partirá antes. Tú llegarás de regreso al hogar, donde tu marido, habiendo recuperado su personalidad, estará esperándote. Debe preguntarte: ¿De dónde vienes? y tú responderle con una mentira: Vengo del dentista. Este acto debe repetirse varias veces, disfrazándose tu marido cada vez de una persona diferente”.
Pues bien, una vez que le confirmé que sí me acordaba, esta amiga mía me dijo que ella tenía la misma obsesión que la mujer del libro y que, al leer este pasaje, se decidió a poner también en práctica los consejos del autor. Por lo que me contó, lo más duro fue atreverse a hablar con su marido; estuvo varios días sin decidirse lo que le iba provocando un estado de ansiedad cada vez más insoportable. Finalmente, aprovechando una tarde en que ambos habían bebido más de la cuenta y se habían montado una pequeña fiestecita erótica, le explicó sus deseos. Por lo visto, le sorprendió la receptividad de él, parece ser que le encantó la idea. En fin, el caso es que han llevado la fantasía a la práctica en tres ocasiones, siguiendo siempre las instrucciones de Jodorowky. En todos los casos han recreado escrupulosamente la ambientación de clandestinidad que requiere la vivencia de una infidelidad auténtica (ahorro dar varios detalles que me contó) y en todos los casos, al volverse a encontrarse en su vivienda, han eludido totalmente referirse a las “aventuras”.
Esta amiga me cuenta que en esos encuentros ha disfrutado sexualmente como no recordaba haberlo hecho nunca. Ha hecho cosas que con su marido (en el papel de tal) no había nunca hecho (ni con ningún otro, me aclaró) y ha sentido que dejaba fluir deseos que ni siquiera ella era consciente de que sentía. Además, lo que más le había sorprendido, es que en esas situaciones notaba que a su marido le ocurría algo muy similar. Lo que pasa es que no lo han hablado. Es más, sus relaciones sexuales “fieles” siguen siendo como eran antes de las “infidelidades”; según sus propias palabras, como una sopa de pollo sosa frente a una vichyssoise. Naturalmente, le pregunté que por qué no incorporaban ese tan satisfactoria sexualidad a su comportamiento conyugal; la respuesta fue que le daba miedo (y creía que también a su marido) que en ese caso se perdiera la “magia”. Me dijo que, aunque en su parte consciente sabía que con quién se acostaba era con su marida, mientras vivía esos encuentros una parte de ella estaba convencida de vivir una infidelidad; y esa parte de ella llegaba en momentos a acallar a la consciente casi por completo. Ella piensa que los sentimientos revueltos de vergüenza, impudicia, culpabilidad, miedo, etc que le embargan ya desde que se viste para ir al hotel en el que le espera su “amante” son justamente el ingrediente afrodisíaco fundamental que le permite obtener tanto placer.
Y ahora los motivos de mi asombro. El primero sobre la historia en sí. Al margen de su mayor o menor rareza, no deja de ser curioso comprobar cómo en muchas personas (y me incluyo, me temo) la trangresión de los esquemas que tenemos interiorizados respecto al sexo es un potente afrodisíaco. Supongo que la represión de deseos “sucios” (entiéndase el adjetivo como síntesis de todas aquellas pulsiones eróticas que hemos interiorizado como no lícitas) hace que adquieran esa fuerza. Lo que me pregunto es si no es posible mantener ese erotismo asumiendo la licitud de esos deseos. O dicho de otra forma, si ni siquiera en lo más íntimo sintiéramos que estamos transgrediendo, ¿seguiríamos erotizándonos tanto?
El segundo motivo tiene que ver con el hecho de que esta amiga me contara esta historia. Supongo que buena parte del porqué se encuentra en que tenía la necesidad de compartirlo con alguien y siente que no puede hacerlo con el directamente implicado. Pero quiero creer (porque me ha ocurrido repetidamente en los últimos meses) que tiene también algo que ver conmigo; como si yo le “ofreciera” un recipiente adecuado para descargar sus pensamientos y emociones. Y esto me asombra porque antes de mi crisis rara vez me ocurría. Así que me da la impresión (lo digo a modo de hipótesis todavía sin corroborar) de que ese proceso de “ruptura” interior en el que estoy, además de mis desconciertos, parece que tiene como otro de sus efectos dotarme de una mayor accesibilidad a la intimidad de los demás. Pues qué bien.
Y el tercer motivo (hay más, pero ya quiero acabar este post) es la magia de las casualidades. Justamente leyendo ese libro es que tengo esa conversación con una amiga que, en realidad, tampoco lo es tanto. Desde luego, a Jodorowsky le encantaría la anécdota. Y ahora que lo pienso, también a Paul Auster, uno de mis escritores favoritos.
CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras
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lunes, 9 de octubre de 2006
Lima
Me acabo de levantar porque no consigo conciliar el sueño. En la cama me venían montón de ideas a la cabeza, visitantes intempestivas ajenas a mi voluntad de sueño. Entre ellas, recuerdos de Lima, ciudad en la que habité entre el 75 y el 81. Sé porqué vienen ahora estos recuerdos: hay un algo que los convoca y hay una disposición de ánimo. El convocante: el libro que actualmente leo; la disposición de ánimo: la provocada por ejercicios vespertinos de evocación. El caso es que el autor a quien leo alude a una Lima de mediados de los años 50 y la describe en un retrato sin concesiones que me recordó algo que escribí yo sobre la ciudad de un cuarto de siglo después.
Así que me levanto y rebusco entre papeles viejos. He tardado casi media hora en encontrarlo. Un texto escrito la noche de San Juan de 1983. Llevaba unos dos años en Madrid, tenía casi 24 y todavía añoraba la ciudad y los amigos peruanos. Lo releo y me sigue gustando. Son palabras duras, vomitadas de golpe, sin pensar. Acabo de decir vomitadas y eso me trae el recuerdo de un blog que me gusta, el de una mujer que se llama a sí misma Bella Cobarde (más asociaciones de ideas: a ver si logro que las neuronas se calmen para poder dormir unas horas). Pues nada, que lo transcribo y se lo dedico a esa Bella Cobarde que no sé si es bella, pero no me parece cobarde. Ahí va:
Parturienta de abortos mal paridos, prostituta vieja disfrazada con caretas de mentiras, maquillajes ya podridos y oropeles arrugados; te falta el fuego que haría vida tus agua, tierra y aire separados. Lima de cielo anegado que no sabes llover, Lima sin florecer en desierto mojado, Lima que engañas y matas, Lima que no ves. Oye, inmenso estercolero de carroñas: alimentas depravados y corruptos que construyen con tu fango mausoleos, monumentos -dicen ellos- al buen gusto. Lima, niña educada para agradar al que toque: buenos modales, coqueteos y charlas para salones huecos. Siempre te vistes de virgen y te han violado mil veces.
Pero a pesar de que ya huelen tus entrañas descompuestas, de que hay grietas y cicatrices visibles en tu cuerpo, de que tu sonrisa enseña las costras de tus muertos, de que es de tontos escuchar tus tonterías ... A pesar de ello y de más que se me olvida, sigues seduciendo, Lima mía.
Dos versiones de uno de los valses limeños por excelencia: la original de la gran Chabuca Granda y otra más reciente cantada en vivo por dos mujeres que no conocía (Mariela Josid y Romina Maroso). Para comparar y disfrutar.
CATEGORÍA: Canciones y otras líricas
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domingo, 8 de octubre de 2006
Concierto de Joaquín Sabina
Ayer noche, en la Plaza del Cristo de La Laguna (Tenerife), asistí a un concierto al aire libre de Joaquín Sabina. Mucha, mucha gente (y mucho, mucho ruido); apretones aguantando 3 horas de pie, pero no quietos, sino saltando, cantando, bailando ... Valió la pena.
El último concierto multitudinario y al aire libre al que había ido fue el de los Dire Straits en el Estadio Manzanares de Madrid; hace de eso más de 14 años (fue en el 92). El caso es que me dije a mí mismo entonces que ese concierto cerraba mi lista personal de eventos multitudinarios. Mi lista contaba con buenos elementos, algunos incluso memorables, como el de los Rolling también en El Manzanares en el 82 u otros no menos fantásticos (me acuerdo ahora, por citar los más significativos, de Dylan, Pink Floyd, Zappa). Pero, aunque me encanta (y en esa época mucho más) la música de Knopfler y sus chicos, el concierto del 92 me resultó agobiante y me hizo decir la tonta frase de "nunca más".
Después de ese concierto, apretujado de pie en la hierba de un estadio y soportando bocas junto a mis orejas que aullaban los temas sin dejarme escuchar a Mark, ha habido otros cuantos más. Pero siempre en locales cerrados, sentado en mi butaca, disfrutando de la música a tope, por más que al final de cada tema se dispararan los entusiasmos. Por ejemplo, fue fantástico el de Clapton en el Palau Sant Jordi, una exhibición de cómo interpretar el blues clásico, música de la más alta sobriedad y belleza, un sonido deslumbrante.
Así que, cuando me enteré de que Sabina venía a Tenerife y actuaba al aire libre, mi primera intención fue no asistir. Y eso que me gusta mucho; lo considero uno de los mejores escritores de canciones, con una fertilidad rimadora envidiable, con una capacidad inagotable de darle vueltas a las palabras, de recrear revitalizando las frases hechas, de retratar sin cursilerías (y por eso con tanta efectividad) las emociones cotidianas. Además, Sabina forma parte de mi historia personal desde hace mucho tiempo, casi desde sus comienzos "públicos" en el Madrid de los primeros 80. En el 86 (¡han pasado ya más de 20 años!) asistí a su actuación con Viceversa en el Teatro Salamanca, cuya grabación fue editada en un fantástico doble LP que compré en cassette en el Corte Inglés de Princesa (es curioso cómo ciertos momentos, por muy absolutamente intrascendentes que hayan sido, se registran visualmente en la memoria). Esa cassette sonó interminables veces en el piso de Chueca en el que entonces vivía y sus temas los cantamos Esther y yo a voz en grito desde el colchón matrimonial que nos empeñábamos en amortizar.
Volviendo al presente ... Decía que en principio pensé en no ir, pero a K le hacía ilusión, así que compramos las entradas (también en un Corte Inglés, pero no en la calle Princesa). Y ayer caminamos por las calles laguneras que, a medida que se acercaban a la Plaza del Cristo, iban rebosando de gente (hoy el periódico dice que más de 15.000) de un amplio abanico generacional: desde veinteañeros hasta cincuentones. Y entramos pasando una cola entre vallas metálicas al recinto, y compramos unas cañas y una bolsa de papas, y fumamos unos cigarros, y tanteamos la posición más adecuada, buscando un complicado equilibrio entre alcanzar a ver el escenario (sobre todo K) y una precaria estabilidad ante los apretujones.
A las diez y cuarto (impuntualidad aceptable) empezó el concierto. El sonido espectacular, las guitarras de Pancho Varona y Antonio García de Diego me sonaban insultantemente maravillosas (hubo algunos solos que me recordaron a míticos guitarristas del blues-rock), la voz de Olga Román, preciosa, tanto arropando la de Joaquín como cuando se marcó dos temas en solitario (el súper conocido "y sin embargo, te quiero" y el de Marilyn Monroe que yo conocía de Manolo Tena). Había tres pantallas, dos a los lados y una detrás de los músicos, pero en las mismas no se proyectaban las imágenes del concierto (para desconsuelo de K) sino diapositivas sincronizadas con las canciones que me parecieron en su gran mayoría muy sugerentes; lástima no recordarlas, estaría muy bien conseguir el video correspondiente, a ver si Sabina lo cuelga en su web.
Y en cuanto a Joaquín ... pues muy bien, en su línea diría yo. Punto irónico, punto tierno, a veces vacilante (algunos de sus chistes no fueron captados lo que le llevó a decir: hoy el club de la comedia estamos regular), la voz cascada -ya es sabido- pero aguantando bien y en algunas canciones muy bien (también hubo algunos desafines gallosos, pero pocos). Empezó con los temas del último disco (Alivio de Luto) que se notaba que no ha prendido demasiado; pero los iba intercalando con otros más viejos y más populares para conseguir entusiasmar progresivamente al público. Hizo un descanso como a la mitad del concierto dejando que Pancho Varona primero y Olga Román después cantaran en solitario, luego volvió y siguió como si nada hasta alcanzar las dos horas de actuación. Despedida falsa (el paripé como el propio Joaquín dijo), petición de bises y vuelta con media hora más de música. En este último tramo Princesa (que canté a voz en grito volviendo al Madrid de hace más de veinte años) y las más "seguras" de su repertorio: diecinueve días y quinientas noches, y nos dieron las diez, noches de boda ...
En resumen, que estuvo muy bien, que mereció la pena romper la estúpida promesa que me hice en el 92. Y aunque al llegar a casa y sentarnos nos sorprendió la enormidad del cansancio que arrastrábamos (y que facilitó una noche de sueño fácil y pesado), la verdad es que, en la plaza, pese a estar de pie y apretujado, apenas nos dimos cuenta.
El último concierto multitudinario y al aire libre al que había ido fue el de los Dire Straits en el Estadio Manzanares de Madrid; hace de eso más de 14 años (fue en el 92). El caso es que me dije a mí mismo entonces que ese concierto cerraba mi lista personal de eventos multitudinarios. Mi lista contaba con buenos elementos, algunos incluso memorables, como el de los Rolling también en El Manzanares en el 82 u otros no menos fantásticos (me acuerdo ahora, por citar los más significativos, de Dylan, Pink Floyd, Zappa). Pero, aunque me encanta (y en esa época mucho más) la música de Knopfler y sus chicos, el concierto del 92 me resultó agobiante y me hizo decir la tonta frase de "nunca más".
Después de ese concierto, apretujado de pie en la hierba de un estadio y soportando bocas junto a mis orejas que aullaban los temas sin dejarme escuchar a Mark, ha habido otros cuantos más. Pero siempre en locales cerrados, sentado en mi butaca, disfrutando de la música a tope, por más que al final de cada tema se dispararan los entusiasmos. Por ejemplo, fue fantástico el de Clapton en el Palau Sant Jordi, una exhibición de cómo interpretar el blues clásico, música de la más alta sobriedad y belleza, un sonido deslumbrante.
Así que, cuando me enteré de que Sabina venía a Tenerife y actuaba al aire libre, mi primera intención fue no asistir. Y eso que me gusta mucho; lo considero uno de los mejores escritores de canciones, con una fertilidad rimadora envidiable, con una capacidad inagotable de darle vueltas a las palabras, de recrear revitalizando las frases hechas, de retratar sin cursilerías (y por eso con tanta efectividad) las emociones cotidianas. Además, Sabina forma parte de mi historia personal desde hace mucho tiempo, casi desde sus comienzos "públicos" en el Madrid de los primeros 80. En el 86 (¡han pasado ya más de 20 años!) asistí a su actuación con Viceversa en el Teatro Salamanca, cuya grabación fue editada en un fantástico doble LP que compré en cassette en el Corte Inglés de Princesa (es curioso cómo ciertos momentos, por muy absolutamente intrascendentes que hayan sido, se registran visualmente en la memoria). Esa cassette sonó interminables veces en el piso de Chueca en el que entonces vivía y sus temas los cantamos Esther y yo a voz en grito desde el colchón matrimonial que nos empeñábamos en amortizar.
Volviendo al presente ... Decía que en principio pensé en no ir, pero a K le hacía ilusión, así que compramos las entradas (también en un Corte Inglés, pero no en la calle Princesa). Y ayer caminamos por las calles laguneras que, a medida que se acercaban a la Plaza del Cristo, iban rebosando de gente (hoy el periódico dice que más de 15.000) de un amplio abanico generacional: desde veinteañeros hasta cincuentones. Y entramos pasando una cola entre vallas metálicas al recinto, y compramos unas cañas y una bolsa de papas, y fumamos unos cigarros, y tanteamos la posición más adecuada, buscando un complicado equilibrio entre alcanzar a ver el escenario (sobre todo K) y una precaria estabilidad ante los apretujones.
A las diez y cuarto (impuntualidad aceptable) empezó el concierto. El sonido espectacular, las guitarras de Pancho Varona y Antonio García de Diego me sonaban insultantemente maravillosas (hubo algunos solos que me recordaron a míticos guitarristas del blues-rock), la voz de Olga Román, preciosa, tanto arropando la de Joaquín como cuando se marcó dos temas en solitario (el súper conocido "y sin embargo, te quiero" y el de Marilyn Monroe que yo conocía de Manolo Tena). Había tres pantallas, dos a los lados y una detrás de los músicos, pero en las mismas no se proyectaban las imágenes del concierto (para desconsuelo de K) sino diapositivas sincronizadas con las canciones que me parecieron en su gran mayoría muy sugerentes; lástima no recordarlas, estaría muy bien conseguir el video correspondiente, a ver si Sabina lo cuelga en su web.
Y en cuanto a Joaquín ... pues muy bien, en su línea diría yo. Punto irónico, punto tierno, a veces vacilante (algunos de sus chistes no fueron captados lo que le llevó a decir: hoy el club de la comedia estamos regular), la voz cascada -ya es sabido- pero aguantando bien y en algunas canciones muy bien (también hubo algunos desafines gallosos, pero pocos). Empezó con los temas del último disco (Alivio de Luto) que se notaba que no ha prendido demasiado; pero los iba intercalando con otros más viejos y más populares para conseguir entusiasmar progresivamente al público. Hizo un descanso como a la mitad del concierto dejando que Pancho Varona primero y Olga Román después cantaran en solitario, luego volvió y siguió como si nada hasta alcanzar las dos horas de actuación. Despedida falsa (el paripé como el propio Joaquín dijo), petición de bises y vuelta con media hora más de música. En este último tramo Princesa (que canté a voz en grito volviendo al Madrid de hace más de veinte años) y las más "seguras" de su repertorio: diecinueve días y quinientas noches, y nos dieron las diez, noches de boda ...
En resumen, que estuvo muy bien, que mereció la pena romper la estúpida promesa que me hice en el 92. Y aunque al llegar a casa y sentarnos nos sorprendió la enormidad del cansancio que arrastrábamos (y que facilitó una noche de sueño fácil y pesado), la verdad es que, en la plaza, pese a estar de pie y apretujado, apenas nos dimos cuenta.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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miércoles, 4 de octubre de 2006
En el gimnasio
Acabo de llegar del gimnasio y me apetece poner por escrito lo que se me iba ocurriendo mientras mis músculos se me quejaban. De entrada, aclaro que no he sido nunca un tipo de gimnasio ni excesivamente deportista. Mientras era joven el cuerpo funcionaba bien y no sentía ninguna necesidad de ejercitarlo de forma regular. Sin embargo, hará unos 3 años, animado por mi ex-mujer empezamos ambos a ir a un gimnasio. Al principio sufría mucho y seguro que lo hubiera dejado de haber estado yendo solo. Poco a poco empecé a notar que mi cuerpo, tras las agujetas obligatorias, reaccionaba y me lo agradecía.
Poco antes de nuestra separación el gimnasio al que íbamos quebró; enseguida vino la crisis (acontecimientos sin relación ninguna; que nadie piense otra cosa) y los primeros meses yo me quedé hecho polvo. En resumen, no estaba el horno para buscar gimnasio. Hacia principios de este año, no obstante, decidí matricularme en uno nuevo, bastante pijo y completito que, además, queda cerca de mi casa, lo que me permite ir andando (o corriendo, en plan calentamiento previo). Te ponen unas rutinas que cubren una semana completa, de modo que vas trabajando cada día grupos musculares específicos, además de iniciar siempre con aeróbicos (¿se dice así?) y acabar con abdominales (¡qué coñazo!), lumbares y estiramientos.
Yo voy ahí (procuro que sean tres veces a la semana) y me pongo a lo mío, con mi i-pod en función aleatoria. Quiero decir que no hago nada de "vida social", aunque como ya llevo unos meses es inevitable ir haciéndote con caras y viceversa, pero eso no pasa de algún saludo educado. Lo que me llamó la atención desde el principio (insisto en que tenía y tengo muy poca experiencia en estos ambientes) era que la gran mayoría de tíos están en torno a la treintena (soy de los viejos, snif) y van con cuerpos impresionantemente musculados. Se ve que le echan bastantes horas diarias a lo de trabajarse las formas, a base de pesas y más pesas. Entre ellos hay una especie de aura de complicidad o espíritu compartido, al estilo de profesionales que tienen su lenguaje y gestos propios. Gustan de mirarse continuamente en el espejo, de comprobar cómo sus músculos exhiben unos volúmenes rotundos al contraerse con el esfuerzo.
Las tías, en cambio, me parecen bastante más "normales" o menos "especializadas", si se prefiere. Están también mayoritariamente en ese grupo de edad y, aunque normalmente tienen unos cuerpos muy agradables, no resultan excesivamente llamativas. De otra parte, como es lógico, abundan menos en la sala grande donde están las máquinas de pesas y, por contra, son mayoría en las salas de actividades dirigidas (pilates, spinning, y otras más cuyos nombres soy incapaz de retener).
Reconozco que a veces me quedo mirando a alguno de esto tíos, "admirando" sus musculaturas. Aunque me parece que se pasan, no me importaría (no es ese mi objeto al ir al gimnasio) tener un poco más de perímetro de brazo, unas espaldas más anchas o unos pectorales más rotundos. Alguna amiga que va a ese gimnasio, sin embargo, me ha comentado que no le gustan tan musculados como ellos y, según parece, es una opinión bastante general entre las féminas. Supongo que ellos serán conscientes de que su musculación supera el nivel óptimo medido en términos de atractivo sexual para el sexo opuesto. Intuyo que el ideal estético proviene de ellos mismos, alimentado en todo caso, entre amigos con las mismas aficiones culturistas. Algo de esto le ha ocurrido (ya menos) a mi hijo que, aunque está cachas, afortunadamente ha cesado ya en la ligera obsesión por, según sus palabras, "sacar cuerpo".
De hecho, en la atracción homosexual un componente muy habitual son los músculos. No quiero decir que los que van a mi gimnasio sean homosexuales (aunque haberlos, los habrá seguro), sino que el músculo definido y potente debe ser un estímulo en el erotismo masculino, aunque sólo se active en términos homosexuales (de todos modos creo que, por naturaleza, todos somos capaces de responder a estímulos homosexuales; mejor sería decir que nuestra sexualidad se puede estimular de muy diversos y variados modos).
Lo que es curioso, de otra parte, es que ese gusto por la musculatura se limita a la parte superior del varón. Resulta que todos estos tipos tienen, por contraste con sus impresionantes brazos, espaldas y pechos, unas piernas tirando a ridículas (no diré patitas de pollo, pero casi). En muchos de ellos, el perímetro del brazo parece mayor que el del muslo. Con frecuencia, cuando voy a una máquina de brazos, hombros o pectorales y la acaba de usar uno de estos jóvenes atléticos, he de bajar el peso. Sin embargo, me ocurre lo contrario cuando la máquina es de piernas. Así que resulta que yo, un alfeñique comparado con tales individuos, tengo más fuerza en mis piernas que ellos.
Me parece que lo natural es que las piernas sean más fuertes que los brazos; al menos ese es mi caso. Si uno va al gimnasio para mantenerse en forma, pareciera que debe fortalecer más o menos equilibradamente todos sus músculos. En cambio, si uno va para "trabajarse" el cuerpo, para moldearlo, resulta que es mucho más importante la parte superior. Es decir que lo atractivo son los torsos y brazos potentes; a los varones no nos ponen nuestras piernas.
En fin, en estas chorradas he estado pensando (y observando) esta tarde mientras sudaba y sufría. Mañana a "disfrutar" de las agujetas por haber dejado de ir durante la semana pasada.
PS: El de la foto .... No soy yo.
Poco antes de nuestra separación el gimnasio al que íbamos quebró; enseguida vino la crisis (acontecimientos sin relación ninguna; que nadie piense otra cosa) y los primeros meses yo me quedé hecho polvo. En resumen, no estaba el horno para buscar gimnasio. Hacia principios de este año, no obstante, decidí matricularme en uno nuevo, bastante pijo y completito que, además, queda cerca de mi casa, lo que me permite ir andando (o corriendo, en plan calentamiento previo). Te ponen unas rutinas que cubren una semana completa, de modo que vas trabajando cada día grupos musculares específicos, además de iniciar siempre con aeróbicos (¿se dice así?) y acabar con abdominales (¡qué coñazo!), lumbares y estiramientos.
Yo voy ahí (procuro que sean tres veces a la semana) y me pongo a lo mío, con mi i-pod en función aleatoria. Quiero decir que no hago nada de "vida social", aunque como ya llevo unos meses es inevitable ir haciéndote con caras y viceversa, pero eso no pasa de algún saludo educado. Lo que me llamó la atención desde el principio (insisto en que tenía y tengo muy poca experiencia en estos ambientes) era que la gran mayoría de tíos están en torno a la treintena (soy de los viejos, snif) y van con cuerpos impresionantemente musculados. Se ve que le echan bastantes horas diarias a lo de trabajarse las formas, a base de pesas y más pesas. Entre ellos hay una especie de aura de complicidad o espíritu compartido, al estilo de profesionales que tienen su lenguaje y gestos propios. Gustan de mirarse continuamente en el espejo, de comprobar cómo sus músculos exhiben unos volúmenes rotundos al contraerse con el esfuerzo.
Las tías, en cambio, me parecen bastante más "normales" o menos "especializadas", si se prefiere. Están también mayoritariamente en ese grupo de edad y, aunque normalmente tienen unos cuerpos muy agradables, no resultan excesivamente llamativas. De otra parte, como es lógico, abundan menos en la sala grande donde están las máquinas de pesas y, por contra, son mayoría en las salas de actividades dirigidas (pilates, spinning, y otras más cuyos nombres soy incapaz de retener).
Reconozco que a veces me quedo mirando a alguno de esto tíos, "admirando" sus musculaturas. Aunque me parece que se pasan, no me importaría (no es ese mi objeto al ir al gimnasio) tener un poco más de perímetro de brazo, unas espaldas más anchas o unos pectorales más rotundos. Alguna amiga que va a ese gimnasio, sin embargo, me ha comentado que no le gustan tan musculados como ellos y, según parece, es una opinión bastante general entre las féminas. Supongo que ellos serán conscientes de que su musculación supera el nivel óptimo medido en términos de atractivo sexual para el sexo opuesto. Intuyo que el ideal estético proviene de ellos mismos, alimentado en todo caso, entre amigos con las mismas aficiones culturistas. Algo de esto le ha ocurrido (ya menos) a mi hijo que, aunque está cachas, afortunadamente ha cesado ya en la ligera obsesión por, según sus palabras, "sacar cuerpo".
De hecho, en la atracción homosexual un componente muy habitual son los músculos. No quiero decir que los que van a mi gimnasio sean homosexuales (aunque haberlos, los habrá seguro), sino que el músculo definido y potente debe ser un estímulo en el erotismo masculino, aunque sólo se active en términos homosexuales (de todos modos creo que, por naturaleza, todos somos capaces de responder a estímulos homosexuales; mejor sería decir que nuestra sexualidad se puede estimular de muy diversos y variados modos).
Lo que es curioso, de otra parte, es que ese gusto por la musculatura se limita a la parte superior del varón. Resulta que todos estos tipos tienen, por contraste con sus impresionantes brazos, espaldas y pechos, unas piernas tirando a ridículas (no diré patitas de pollo, pero casi). En muchos de ellos, el perímetro del brazo parece mayor que el del muslo. Con frecuencia, cuando voy a una máquina de brazos, hombros o pectorales y la acaba de usar uno de estos jóvenes atléticos, he de bajar el peso. Sin embargo, me ocurre lo contrario cuando la máquina es de piernas. Así que resulta que yo, un alfeñique comparado con tales individuos, tengo más fuerza en mis piernas que ellos.
Me parece que lo natural es que las piernas sean más fuertes que los brazos; al menos ese es mi caso. Si uno va al gimnasio para mantenerse en forma, pareciera que debe fortalecer más o menos equilibradamente todos sus músculos. En cambio, si uno va para "trabajarse" el cuerpo, para moldearlo, resulta que es mucho más importante la parte superior. Es decir que lo atractivo son los torsos y brazos potentes; a los varones no nos ponen nuestras piernas.
En fin, en estas chorradas he estado pensando (y observando) esta tarde mientras sudaba y sufría. Mañana a "disfrutar" de las agujetas por haber dejado de ir durante la semana pasada.
PS: El de la foto .... No soy yo.
CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas
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martes, 3 de octubre de 2006
Debate televisivo
Yo casi no veo televisión; al menos, no últimamente. La enciendo algunas noches mientras ceno algo rápido en la sala, casi como música de fondo, a ver si cae algo interesante. Eso ocurrió ayer, y lo que cayó fue un programa de Antena 3 que se llama “7 Días, 7 Noches”. El típico formato de debate carente del más mínimo nivel, “moderado” por una presentadora que, por lo visto, va de sagaz periodista (Teresa Viejo). He dicho antes que veo poca televisión y ahora añado que evito especialmente los programas de debates, y eso pese a que me apasionan los debates. Pero es que los programas televisivos de debate guardan respecto a un verdadero debate la misma relación que hay entre un menú de McDonald y una cena en el Bulli (por decir uno). Y por supuesto que no pretendo suprimir los McDonalds.
Ayer se “debatía” (creo, porque no vi el programa desde el inicio) sobre Internet y el sexo. Me llamó la atención el tema y aguanté media hora a pesar de haber acabado ya la cena. Como casi siempre, había dos equipos: los que estaban a favor del uso de internet y los que entendían que había que censurar los contenidos. Entre estos últimos destacaba un “filósofo” de nombre Gustavo Bueno, aunque no es el Gustavo Bueno mayor que ha escrito algunos libros realmente interesantes (debe ser su hijo, que mantiene desde Oviedo una web de filosofía). Este señor, desde una actitud insoportablemente presuntuosa, se dedicaba a exhibir su dominio de las definiciones léxicas de la RAE calificando a los “oponentes” de prostituta, proxeneta o alcahuete (a cada cual su término, por supuesto). Con bastante ingenuidad (al caer en tan burda trampa), los aludidos se enfadaban y entonces él, con sonrisita de autosuficiencia, aclaraba que en absoluto estaba demonizando a nadie.
A mi modo de ver, lo que hacía este individuo es una de las tácticas más bajas de la dialéctica, ruindad intelectual incompatible con el significado de la palabra filósofo (que era el oficio que decía ejercer). Etimológicamente, como es archisabido, filosofía es amor a la sabiduría y, por tanto, un filósofo es alguien que busca conocer, aprender. Uno de los caminos para buscar la sabiduría es el diálogo, el intercambio de ideas con los semejantes; para que el diálogo (el debate) sea fructífero hay que respetar unas reglas fundamentalmente lógicas y encaminadas hacia el objeto de conocimiento que se pretende. Por ejemplo, si lo que se pretende es dilucidar si el sexo en internet es o no nocivo (o cualquier otra cosa), conviene que los argumentos sean lo más pertinentes posibles al tema de modo que se vayan hilvanando en progresión hacia un estado de mayor conocimiento sobre la materia.
Así, que una chica cuente que se ha dedicado a exhibirse en web-cam haciendo posturitas y “sirviendo” sexo virtual a mirones (pajilleros) cibernéticos es algo que resulta pertinente al asunto que se pretende debatir. En cambio, que Gustavito le “informe” que es una prostituta no sólo no viene a cuento (no aporta nada al objeto del debate) sino que contribuye insidiosamente a desviar la búsqueda de la sabiduría para meterse en el fregado demagógico y banal que caracteriza a la televisión. Y lo gracioso es que quien se ocupa insistentemente de llevar el asunto por estos derroteros se proclama filósofo. Vamos, que dentro del lamentable nivel general, me parecieron mucho menos zafios los dos tipos que fueron respectivamente calificados de proxeneta (proveedor de servicios de internet para negocios de sexo virtual) y de alcahuete (uno que defendía y promovía encuentros sexuales más o menos multitudinarios).
En mi opinión, la chica de ayer podía en rigor calificarse de prostituta, ya que como aclaró el filosofoide aquél, efectivamente la RAE define a una prostituta como la mujer que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero (naturalmente, habría que admitir que, en un sentido amplio al menos, la interacción erótica virtual entra bajo el concepto de relaciones sexuales). Pero aportar definiciones en un debate es absolutamente irrelevante salvo que sea para precisar los términos del mismo y consecuentemente facilitar el progreso argumental. Naturalmente, no era tal la intención de este señor; lo que pretendía era, simple y llanamente, denigrar a la mujer, llevando de esa manera la discusión al plano personal en vez de mantenerse en el de las ideas. Estas salidas del señor Bueno (¡qué pena el apellido!) encajan perfectamente en lo que en lógica se denominan argumentos ad hominem, falacias consistentes en responder a un argumento refiriéndose a la persona que lo formula en lugar de al argumento en sí mismo. El propósito de estos sofismas es desacreditar al oponente, manipulando a los demás para que no tomen en consideración sus argumentos.
Los argumentos ad hominem son trucos utilísimos para boicotear cualquier debate y evitar que se progrese racionalmente; es decir, son instrumentos propios de quienes lo que quieren es justamente lo contrario de lo que quieren los filósofos. La eficacia de estos argumentos radica en nuestra estúpida sensibilidad a las acusaciones personales que nos lleva a entrar al trapo, por mucho que nos demos perfectamente cuenta de que nos están desviando del tema. Ciertamente, ayer este señor logró su objetivo haciendo que gran parte del escaso tiempo televisivo se gastara en un batiburrillo de réplicas improcedentes de quienes no aceptaban ser tildados de prostitutas, proxenetas o alcahuetes. Habría sido divertido que la chica esa hubiera dicho que sí, que efectivamente era (o había ejercido de) prostituta, que le parecía muy bien y que, si el señor filósofo no tenía nada que objetar, le gustaría seguir hablando sobre el sexo en internet. Pero claro, eso habría dejado flotando de forma insidiosa una conclusión también falaz que sería algo así como: “lo que dice esta tía no vale nada porque es una prostituta y encima lo admite”.
Todo esto lo sabía (tiene que saberlo) el ilustrísimo filósofo y ese conocimiento es lo que hace que su comportamiento sea todavía más ruin y miserable. Sabe perfectamente que la audiencia televisiva es, en un amplísimo porcentaje, muy sensible a valorar los argumentos en función de quién los dice más que atendiendo al argumento; sabe que lo que queda después de un pseudo-debate de estos es una vaga valoración de conjunto en la que se confunden los juicios a las personas con los argumentos. Y por eso, le interesaba que en el subconsciente de los telespectadores (por debajo del plano mental del pensamiento consciente y racional) quedaran asociadas las connotaciones negativas de las palabras prostituta, proxeneta y alcahuete con los contenidos sexuales (y uso de esos contenidos) en internet. Sabiendo también aprovecharse de otra típica falacia lógica: concluir generalizando a partir de lo particular. Es decir, quienes “usan” los contenidos sexuales de internet son prostitutas, proxenetas y/o alcahuetes; o, si se prefiere (puestos a revolver en la mierda, qué más da), si no te opones a que se prohiban estos contenidos en internet, eres una prostituta, un proxeneta y/o un alcahuete.
Pues bien, me parece lamentable que este sea el nivel de los debates sobre asuntos que parece que preocupan a ciertos sectores de la sociedad. Pero lo que más lamentable me parece es que a este juego y con estas armas entren personas que se reclaman filósofos, cuando lo que hacen es ensuciar los más sagrados principios de su oficio. Quizás al señor Bueno le parezca denigrante que una chica se exhiba desnuda a través de una cámara, no lo sé; a mí, desde luego, lo que me parece denigrante es que se pasen estos comportamientos ruines e insidiosos como formas válidas en un debate y, sobre todo, que quienes los practiquen lo hagan desde la pretendida autoridad de una disciplina que están justamente negando (vendría a cuento decir que prostituyéndola, pero no me consta que le paguen dinero a cambio de revolcar la razón en el fango). Y nada más, salvo que estaría muy bien que los señores Bueno de este país cambiaran de actitud y, como primer paso, pidieran disculpas por haberse sucumbido a las tentaciones de la demagogia. Ayyyyy, qué ingenuo soy.
PS: Si me quedé viendo el programilla que he comentado fue porque el tema me interesaba y, especialmente, el debate sobre la limitación (censura, prohibición, etc) de los contenidos en internet. Lamentablemente, poco me aportó y de eso quería hablar en este post. Pero, como me sucede a menudo, empiezo con una idea y escribo de otra distinta. En fin, ya retomaré el asunto en otro momento.
Ayer se “debatía” (creo, porque no vi el programa desde el inicio) sobre Internet y el sexo. Me llamó la atención el tema y aguanté media hora a pesar de haber acabado ya la cena. Como casi siempre, había dos equipos: los que estaban a favor del uso de internet y los que entendían que había que censurar los contenidos. Entre estos últimos destacaba un “filósofo” de nombre Gustavo Bueno, aunque no es el Gustavo Bueno mayor que ha escrito algunos libros realmente interesantes (debe ser su hijo, que mantiene desde Oviedo una web de filosofía). Este señor, desde una actitud insoportablemente presuntuosa, se dedicaba a exhibir su dominio de las definiciones léxicas de la RAE calificando a los “oponentes” de prostituta, proxeneta o alcahuete (a cada cual su término, por supuesto). Con bastante ingenuidad (al caer en tan burda trampa), los aludidos se enfadaban y entonces él, con sonrisita de autosuficiencia, aclaraba que en absoluto estaba demonizando a nadie.
A mi modo de ver, lo que hacía este individuo es una de las tácticas más bajas de la dialéctica, ruindad intelectual incompatible con el significado de la palabra filósofo (que era el oficio que decía ejercer). Etimológicamente, como es archisabido, filosofía es amor a la sabiduría y, por tanto, un filósofo es alguien que busca conocer, aprender. Uno de los caminos para buscar la sabiduría es el diálogo, el intercambio de ideas con los semejantes; para que el diálogo (el debate) sea fructífero hay que respetar unas reglas fundamentalmente lógicas y encaminadas hacia el objeto de conocimiento que se pretende. Por ejemplo, si lo que se pretende es dilucidar si el sexo en internet es o no nocivo (o cualquier otra cosa), conviene que los argumentos sean lo más pertinentes posibles al tema de modo que se vayan hilvanando en progresión hacia un estado de mayor conocimiento sobre la materia.
Así, que una chica cuente que se ha dedicado a exhibirse en web-cam haciendo posturitas y “sirviendo” sexo virtual a mirones (pajilleros) cibernéticos es algo que resulta pertinente al asunto que se pretende debatir. En cambio, que Gustavito le “informe” que es una prostituta no sólo no viene a cuento (no aporta nada al objeto del debate) sino que contribuye insidiosamente a desviar la búsqueda de la sabiduría para meterse en el fregado demagógico y banal que caracteriza a la televisión. Y lo gracioso es que quien se ocupa insistentemente de llevar el asunto por estos derroteros se proclama filósofo. Vamos, que dentro del lamentable nivel general, me parecieron mucho menos zafios los dos tipos que fueron respectivamente calificados de proxeneta (proveedor de servicios de internet para negocios de sexo virtual) y de alcahuete (uno que defendía y promovía encuentros sexuales más o menos multitudinarios).
En mi opinión, la chica de ayer podía en rigor calificarse de prostituta, ya que como aclaró el filosofoide aquél, efectivamente la RAE define a una prostituta como la mujer que mantiene relaciones sexuales a cambio de dinero (naturalmente, habría que admitir que, en un sentido amplio al menos, la interacción erótica virtual entra bajo el concepto de relaciones sexuales). Pero aportar definiciones en un debate es absolutamente irrelevante salvo que sea para precisar los términos del mismo y consecuentemente facilitar el progreso argumental. Naturalmente, no era tal la intención de este señor; lo que pretendía era, simple y llanamente, denigrar a la mujer, llevando de esa manera la discusión al plano personal en vez de mantenerse en el de las ideas. Estas salidas del señor Bueno (¡qué pena el apellido!) encajan perfectamente en lo que en lógica se denominan argumentos ad hominem, falacias consistentes en responder a un argumento refiriéndose a la persona que lo formula en lugar de al argumento en sí mismo. El propósito de estos sofismas es desacreditar al oponente, manipulando a los demás para que no tomen en consideración sus argumentos.
Los argumentos ad hominem son trucos utilísimos para boicotear cualquier debate y evitar que se progrese racionalmente; es decir, son instrumentos propios de quienes lo que quieren es justamente lo contrario de lo que quieren los filósofos. La eficacia de estos argumentos radica en nuestra estúpida sensibilidad a las acusaciones personales que nos lleva a entrar al trapo, por mucho que nos demos perfectamente cuenta de que nos están desviando del tema. Ciertamente, ayer este señor logró su objetivo haciendo que gran parte del escaso tiempo televisivo se gastara en un batiburrillo de réplicas improcedentes de quienes no aceptaban ser tildados de prostitutas, proxenetas o alcahuetes. Habría sido divertido que la chica esa hubiera dicho que sí, que efectivamente era (o había ejercido de) prostituta, que le parecía muy bien y que, si el señor filósofo no tenía nada que objetar, le gustaría seguir hablando sobre el sexo en internet. Pero claro, eso habría dejado flotando de forma insidiosa una conclusión también falaz que sería algo así como: “lo que dice esta tía no vale nada porque es una prostituta y encima lo admite”.
Todo esto lo sabía (tiene que saberlo) el ilustrísimo filósofo y ese conocimiento es lo que hace que su comportamiento sea todavía más ruin y miserable. Sabe perfectamente que la audiencia televisiva es, en un amplísimo porcentaje, muy sensible a valorar los argumentos en función de quién los dice más que atendiendo al argumento; sabe que lo que queda después de un pseudo-debate de estos es una vaga valoración de conjunto en la que se confunden los juicios a las personas con los argumentos. Y por eso, le interesaba que en el subconsciente de los telespectadores (por debajo del plano mental del pensamiento consciente y racional) quedaran asociadas las connotaciones negativas de las palabras prostituta, proxeneta y alcahuete con los contenidos sexuales (y uso de esos contenidos) en internet. Sabiendo también aprovecharse de otra típica falacia lógica: concluir generalizando a partir de lo particular. Es decir, quienes “usan” los contenidos sexuales de internet son prostitutas, proxenetas y/o alcahuetes; o, si se prefiere (puestos a revolver en la mierda, qué más da), si no te opones a que se prohiban estos contenidos en internet, eres una prostituta, un proxeneta y/o un alcahuete.
Pues bien, me parece lamentable que este sea el nivel de los debates sobre asuntos que parece que preocupan a ciertos sectores de la sociedad. Pero lo que más lamentable me parece es que a este juego y con estas armas entren personas que se reclaman filósofos, cuando lo que hacen es ensuciar los más sagrados principios de su oficio. Quizás al señor Bueno le parezca denigrante que una chica se exhiba desnuda a través de una cámara, no lo sé; a mí, desde luego, lo que me parece denigrante es que se pasen estos comportamientos ruines e insidiosos como formas válidas en un debate y, sobre todo, que quienes los practiquen lo hagan desde la pretendida autoridad de una disciplina que están justamente negando (vendría a cuento decir que prostituyéndola, pero no me consta que le paguen dinero a cambio de revolcar la razón en el fango). Y nada más, salvo que estaría muy bien que los señores Bueno de este país cambiaran de actitud y, como primer paso, pidieran disculpas por haberse sucumbido a las tentaciones de la demagogia. Ayyyyy, qué ingenuo soy.
PS: Si me quedé viendo el programilla que he comentado fue porque el tema me interesaba y, especialmente, el debate sobre la limitación (censura, prohibición, etc) de los contenidos en internet. Lamentablemente, poco me aportó y de eso quería hablar en este post. Pero, como me sucede a menudo, empiezo con una idea y escribo de otra distinta. En fin, ya retomaré el asunto en otro momento.
CATEGORÍA: Política y sociedad
POST REPUBLICADO PROVENIENTE DE YA.COM
lunes, 2 de octubre de 2006
¿Estoy algo asustado en el fondo?
Me han dicho que últimamente no escribo en el blog sobre mí, sobre mis sentimientos. Antes, en cambio, lo hacía más; ahora parece que prefiero mantenerme en un plano más abstracto, más impersonal, más teórico. Puede ser. Escribo de lo que me ronda la cabeza; escribo para mí, para aclararme ... (ya lo he dicho demasiadas veces).
El caso es que el comentario me ha hecho pensar un poquillo hacia dentro. Y he entrevisto que ahí sigue mi sensación de desconcierto que, intuyo, es una forma de miedo. Desconcierto por haber perdido mi marco cotidiano de referencia consolidado a lo largo de 16 años. Lo tengo bastante asumido conscientemente (eso creo), pero quizás más abajo no esté todavía tan resuelto.
Puede ser que ese desconcierto de niño asustado genere mi tendencia diletante de estos meses: todo lo hago despacio, sin atreverme a dar un empujón para cerrar muchas situaciones que siguen entreabiertas. También puede ser que sea la causa de que a veces se me disparen comecocos hipocondríacos; como si mientras uno vive con las referencias bien estabilizadas no hubiaera que preocuparse de nada.
Aunque, de ser este desconcierto un factor causal (no estoy seguro), tampoco sería el único. Cierto que me falta energía ejecutiva, pero también es verdad que hay demasiados asuntos acumulados. Cierto que a veces me vienen pensamientos morbosos, pero también se acumulan malas noticias de amigos y conocidos.
En todo caso puede éste ser un tema para reflexionar, para bucear y ver si se puede sacar a regiones más luminosas. Pero no ahora, que es tarde, estoy cansado y mañana curro. Ay ... ¿para qué me habrás hecho ese comentario? ¿No eras tú quién decía que no había que darle muchas vueltas al coco?
El caso es que el comentario me ha hecho pensar un poquillo hacia dentro. Y he entrevisto que ahí sigue mi sensación de desconcierto que, intuyo, es una forma de miedo. Desconcierto por haber perdido mi marco cotidiano de referencia consolidado a lo largo de 16 años. Lo tengo bastante asumido conscientemente (eso creo), pero quizás más abajo no esté todavía tan resuelto.
Puede ser que ese desconcierto de niño asustado genere mi tendencia diletante de estos meses: todo lo hago despacio, sin atreverme a dar un empujón para cerrar muchas situaciones que siguen entreabiertas. También puede ser que sea la causa de que a veces se me disparen comecocos hipocondríacos; como si mientras uno vive con las referencias bien estabilizadas no hubiaera que preocuparse de nada.
Aunque, de ser este desconcierto un factor causal (no estoy seguro), tampoco sería el único. Cierto que me falta energía ejecutiva, pero también es verdad que hay demasiados asuntos acumulados. Cierto que a veces me vienen pensamientos morbosos, pero también se acumulan malas noticias de amigos y conocidos.
En todo caso puede éste ser un tema para reflexionar, para bucear y ver si se puede sacar a regiones más luminosas. Pero no ahora, que es tarde, estoy cansado y mañana curro. Ay ... ¿para qué me habrás hecho ese comentario? ¿No eras tú quién decía que no había que darle muchas vueltas al coco?
CATEGORÍA: Mis estados de ánimo
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