Alfredo y Jaime pasean por las calles de Miraflores. ¿A dónde iban? Ya no me acuerdo; han pasado muchos años. Es por la mañana, casi hacia el mediodía; calculo que sería febrero, un día de verano limeño con el cielo inusitadamente despejado. Jaime y Alfredo son dos chicos españoles de dieciséis años; apenas llevan unos meses en Perú. Todavía no controlan este nuevo mundo, esta ciudad inmensa y pequeña a la vez, tan distinta del Madrid del franquismo agónico en el que vivían. Su condición de extranjeros es patente, incluso antes de que el cerrado acento castellano les delate. Pero ellos pasean ajenos e ingenuos, contentos de sentirse libres, casi adultos, con afanes descubridores.
Han tomado unos refrescos en el Óvalo Gutiérrez y luego siguen bajando por la avenida Santa Cruz en dirección a la costa acantilada. Al llegar a la avenida Mariscal La Mar, Alfredo sugiere visitar a Mañuco, un reciente amigo peruano. Su casa creo que es por ahí, dice señalando hacia la derecha. Pero la casa no aparece o aparece mil veces repetida entre muchas edificaciones de dos o tres plantas, de modesta arquitectura racionalista. Es difícil perderse con la referencia del mar tan cercano y, sin embargo, de pronto los dos chicos no saben bien dónde están. Se ven a mitad de cuadra, en una calle desierta, por la que apenas pasan coches y mucho menos peatones ... y a unos metros, sentado en el poyo que delimita el jardín delantero de una de esas casitas de la acera de enfrente, un hombre les mira.
Eh, flaquitos, les grita a la vez que mueve los brazos para que se le acerquen. Vamos, dice Jaime, así le preguntamos por la dirección de Mañuco. Es un cholo cuadradote, con tejanos y una camiseta ajustada, gafas de sol tipo rayban, pelo muy negro engominado. ¿Qué pasó patitas? ¿Andan perdidos? Enseguida les ha cachado y más en cuanto Alfredo habla. ¿Qué son? ¿Españoles? Y a la respuesta afirmativa: ¡Qué lindo! De la Madre Patria. Y comienza a interesarse por los chavales; que qué hacen en Perú, que si van a quedarse mucho tiempo, que por dónde viven ... Habla y habla, tanto que los chicos apenas son capaces de seguirle con parcos monosílabos, sin atreverse a preguntarle por la dirección del amigo. De pronto, sin previo aviso, se levanta y de frente a ambos les pasa a cada uno un brazo por el hombro. No se me asusten, compadres, protesta ante los instintivos sobresaltos de los muchachos, que soy su pata, soy buena gente. Les tengo que pedir un favorcito.
Les cuenta entonces que su hembrita vive ahí mismo, en la quinta a la que se accede por la serventía lateral de esa casa. Efectivamente, los chavales se dan cuenta de que frente a ellos se abre un callejón hacia el interior de la manzana; se trata de una quinta, una serie de edificaciones en hilera, una tras otra, de las que sólo la primera da a la vía pública. Miren, ahí, en la última puerta, es la casa de mi enamorada, pero es que no puedo tocarle porque sus viejos me odian, no quieren que salga conmigo. ¿Por qué? Pregunta de buena fe Alfredo, que empieza a perder las reservas ante ese cholo tan locuaz. Y bueno, es que he estado en Lurigancho, ya saben, la cárcel. Pero fue por culpa de una pendejada que me hicieron. Yo soy buena gente, pregunten no más por ahí por el Loco Tito, todos me respetan.Vayan pues, toquen a la puerta de la casa de mi hembrita y si les abre ella le dicen que estoy acá fuera, que salga; si les abre el viejo conchasumadre, pues se quitan no más, le dicen que se equivocaron. Alfredo y Jaime se miran, no saben qué hacer. Buscando una excusa, Alfredo se remanga la camisa para mirar el reloj ostensiblemente; el gesto llama la atención del Loco Tito. ¡Qué paja tu reloj! Déjame que lo vea. Alfredo, cortado, le acerca la muñeca. No pues compadre, sácatelo, déjame que lo vea de cerca, yo entiendo de relojes, ¿sabes? Tensión; los muchachos dudan: ¿decirle, bueno lo sentimos, estamos apurados y darse la vuelta a paso rápido? Alfredo deja caer lentamente el brazo, pero antes de que hable el Loco dispara: Ya pues, ¿no se fían de Tito? No sean cojudos, flaquitos; si quisiera atracarles, ¿qué me costaría? Y ante el asombro de los chicos saca una navaja descomunal, la muestra sonriente y la vuelve a guardar. No, el Loco Tito no es un pendejo, no les quiero hacer daño. Sólo les he pedido que me ayuden, que avisen a mi hembrita. Pensaba que eran buena gente, españoles de la madre patria; pero si no se fían, váyanse pues.
Pero no se van. Entre el estupor y el miedo, ganas de demostrarse que afrontan las cosas. Bueno, vale, dice Jaime, perdona es que no te conocemos. Gracias patita, eres un buen tipo, ¿a que tú sí que me enseñas tu reloj? Desconcertado Jaime se lo muestra; no es tan bueno como el de Alfredo, pero ... Tito le hace un gesto y Jaime se lo saca y se lo entrega. El cholo lo observa, lo manosea, ceño fruncido, pensativo. No está mal, dice devolviéndoselo, pero creo que es mejor el del otro flaco, el que no se atreve a dejármelo. Picado, Alfredo, ahora sí, se lo pasa. De nuevo los mismos gestos pero esta vez no hace el ademán de devolverlo sino que pregunta ¿Y, pues? ¿Van a avisar a mi enamorada? Sí, dice Alfredo, ¿me das el reloj? Claro flaquito, toma ... pero, espera, mejor déjamelo así mido lo que tardan. ¿Ya te fías de mí, verdad? Alfredo mira a Jaime, derrotado. Sin palabras entran por al callejón pero, a medio camino dan la vuelta: somos gilipollas, el tío ya se ha largado con mi reloj, coño que es un rolex.
Pues no, el Loco Tito sigue ahí, tranquilo, mirando el reloj que se ha ajustado en su muñeca derecha. ¿Ya regresan? ¿Qué pasó? No, es que ... ¿cuál era la puerta? Ah, la última, es amarilla. Oye flaco, estas letritas de aquí son el calendario, ¿verdad? Se acercan y entonces, con la mayor naturalidad, el Loco le dice a Jaime. Déjame también el tuyo, quiero mostrarles una cosa. Maldiciendo para sí, Jaime se lo pasa (Alfredo siente un consuelo interior, ya no es el único). El Loco se lo ata en la otra muñeca y pomposamente alza ambos brazos hacia el cielo y los acerca entre sí. Esto me lo enseñó un colega muy rayado en la cárcel; si uno se concentra puedes sincronizar los segunderos de dos relojes. Fíjense. Baja los brazos y enseña las esferas; para nada, cada aguja va por su lado. Pone cara triste, luego pensativa, luego sonríe. Se necesita más tiempo y fuerza mental. Vayan a avisar a mi hembrita, ya verán cuando vuelvan cómo los he sincronizado.
Los chavales entran de nuevo al callejón y, ahora sí, caminan hasta el fondo. Hay, efectivamente, una puerta amarilla; tocan el timbre; esperan; no se oye nada; golpean la madera, nada tampoco ... Entonces se abre la puerta de al lado y asoma una señora. ¿A quién buscan? Ahí no vive nadie. Se miran entre ellos y ambos a la vez empiezan a correr hacia la calle: el Loco Tito no está. Gilipollas, gilipollas, gilipollas ... Somos gilipollas. Alfredo añade: de esto ni una palabra a nadie. Supongo que ya, pasados más de treinta años, se puede confesar.
En un post anterior conté que mi tía me había facilitado una carpeta con papeles de mi abuelo materno. Transcribo ahora las dos primeras de seis cuartillas mecanografiadas escritas en abril de 1927, al cumplirse un año de su mili en Tetuán. Mi abuelo tenía 21 años cuando partió de Bilbao hacia África; en el otoño del año anterior, 1925, se había producido el desembarco español de Alhucemas y la posterior victoria sobre las cábilas rifeñas. Con esta acción bélica, la dictadura de Primo de Rivera acababa, al menos provisionalmente, con el agobiante problema del protectorado español, que así dejó de ser uno de los asuntos candentes de la política interior. Por tanto, mi abuelo vivió su mili en un territorio "pacificado"; por apenas unos meses evitó los riesgos de una permanente situación de guerra no declarada.Leo lo que escribió ese chico que treinta y dos años después sería mi abuelo y me cuesta reconocer al hombre que conocí. El lenguaje es cursi y sensiblero; no podía ser de otra forma, me dice mi madre, cuando su autor favorito era el santanderino novecentista José María de Pereda. Mi abuelo dejó la escuela con ocho años y a esa edad entró a trabajar; con esos condicionantes se le puede disculpar (e incluso admirar) el lenguaje de que disponía. Pienso, en todo caso, que tiene cierto interés descubrir cómo eran las cosas hace ochenta años; por eso, con mínimas correcciones, aquí va esta primera parte.
Después de los reconocimientos y demás preliminares de reglamento, fui avisado a concentración para el día 15 de marzo de 1926, siendo el sorteo de África el 19 del mismo mes. En ese sorteo, de 82 soldados de infantería que pedían Marruecos, me tocó en suerte el número 35. En el destino a Cuerpo, que se efectuó tres días después, lo fui al Batallón de Cazadores de África nº 6, que tiene su Plana Mayor en Tetuán, capital de nuestro Protectorado.
Para incorporarnos fuimos llamados el día 30 del citado mes de marzo, a las cinco de la tarde, al cuartel bilbaíno de Reina Victoria. A las siete de la mañana del día siguiente nos pusimos en marcha hacia la estación de ferrocarril, adonde llegamos en un cuarto de hora. Allí nos acomodaron en los coches que para tal efecto había puesto la Compañía y poco después partió el convoy entre los últimos adioses y lágrimas de los deudos y amigos que había ido a despedirnos.
Las cuatro horas que el tren tarda en recorrer los ciento y pico de kilómetros que separan a la capital de Vizcaya de la Montañesa las pasamos demostrándonos una alegría que no sentíamos, pero que parecía que quisiéramos comunicarnos unos a otros para animarnos ante la mala estrella que en el sorteo tuvimos. ¡Qué pena me daba dejar atrás los deliciosos y alegres pueblecitos que íbamos pasando sin saber cuándo podríamos volver a verlos, si es que esto llegaba! Mas la obligación nos llamaba a otra parte y sólo un adiós podíamos dedicarles ...
Son las doce del día cuando el tren entra en agujas , parando pocos segundos después en la estación santanderina: ya nos queda poca tierra de nuestra querida patria que pisar. En la estación somos esperados por un Oficial que nos manda formar fuera de la misma, para seguidamente dirigirnos al Cuartel del Regimiento de Infantería Valencia nº 23. Una vez llegados, pasan lista, tras la cual tenían preparado el rancho (que seguramente no probó ni la décima parte de nosotros). Por mi parte, tuve la suerte que me estuviera esperando en la estación mi tío Adolfo, quien pidió permiso para que me dejaran pasar el día y la noche con él, a lo cual accedió el Oficial. Así, marchamos inmediatamente a comer y a visitar a la familia que tenemos en Santander, tras lo cual, a las cuatro de la tarde, salimos en el tren del Norte para Reinosa, villa a la que llegamos cinco horas después.
Pasada la noche en compañía de mis tíos, volvimos de nuevo para Santander, Adolfo y yo, en el tren que pasa por Reinosa a las 6 de la mañana y llega a la Capital a las 11. Con nuestra llegada coincidió la del vapor Barceló, que entró en el muelle con tropas repatriadas, y que era el que nos había de transportar a las tierras africanas. Después de comer con mi tío, fui al Cuartel a presentarme, mejor dicho, a quedarme, pues ya no salí de él hasta que a las ocho de la tarde nos formaron y llevaron al muelle para embarcarnos. Pero el vapor no estaba todavía bien desinfectado, por lo que intentaron volvernos al Cuartel, adonde no llegó ni la mitad, pues todos los que pudimos nos escapamos y, dejando la célebre manta y plato donde no estorbara, paseamos un buen rato por la calle de San Francisco y La Blanca, con las simpáticas montañesucas que encontramos quienes, con sus gracias, procuraban alegrarnos los últimos momentos que nos quedaban en España.
¡Viernes Santo! Son las ocho de la mañana cuando empiezan a llegar en grupos, que quieren ser formaciones, los reclutas que conmigo tuvieron la "suerte" de ser destinados a tierras marroquíes. Viéndoles llegar estoy en el muelle, donde coincidí con los primeros grupos aparentando ser uno de tantos curiosos que allí se congregaban y no un futuro soldado que al fin había de embarcar en aquel vapor que se mecía tranquilo en el hermoso muelle santanderino. Por fin llegan los compañeros que lo habíamos sido desde Bilbao, entre los cuales quise ver si alguno se decidía a "perder el barco", pues le tenía mucho miedo a tan largo viaje por mar metido en vapor de cabotaje; mas ninguno quiso decidirse, ante lo cual, y para no aburrirme solo en viaje por tierra, opté por marchar en compañía de los demás, cosa que más de una vez me pesó durante el trayecto.
A las nueve levó anclas nuestro barco, entre los acordes de un castizo y español pasodoble con que nos despedía la Banda del Regimiento Valencia y los atronadores y tristes adioses que las familias y el noble pueblo de Santander nos dedicaban, Pronto fuimos dejando atrás aquellos muelles donde se seguían agitando pañuelos y pronto La Magdalena, residencia veraniega de nuestros Reyes, nos privó de verlos. Mas entonces se presentó a nuestra vista otra belleza que nos hizo olvidar lo que atrás quedaba; a un lado la playa del Sardinero con sus innumerables y preciosas "villas", y al otro ... ¡al otro la inmensa llanura del mar!
Ese día todo marchó bien hasta el anochecer, momento en que sentí los primeros síntomas del mareo; pero bien pronto se me pasó y pude seguir admirando lo que hasta entonces nunca había tenido ocasión de hacer: un anochecer tranquilo en alta mar. Después de cuatro días de navegación, el último de los cuales tuvimos un fuerte temporal a la altura de Cádiz, del que no creíamos salir bien parados, llegamos al puerto de Ceuta el día 5 a las nueve de la noche, pero no nos permitieron salir del vapor por más que estuviésemos deseando saltar a tierra. ¡Qué raro se me hacía el oír las bocinas de los automóviles y ver la iluminación de la población! Y es que tantas horas viendo solamente mar y cielo (aunque algunas veces alcanzábamos a ver las costas) y solo escuchando el rumor del agua o la sirena de algún otro vapor que por casualidad se cruzaba con nosotros, parece que transporta a uno a otro mundo desconocido, otro mundo más pequeño, del cual al volver al nuestro quedamos aturdidos ...
A las nueve de la mañana del día siguiente, el martes 6 de abril, desembarcamos, tomamos café y seguidamente fueron formando por grupos de distintas Armas y Cuerpos. Se quedaron en la Plaza los que a ellos habían sido destinados así como los de la Zona de Larache, que seguirían el viaje en barco. Los de la Zona de Tetuán fuimos llevados a la estación para embarcar, a las 12 del mediodía, en un tren que nos condujese a dicha Plaza; llegamos allí dos horas después.
En la estación de Tetuán, nueva formación, y salida para el Campamento en que tenían enclavados los barracones y cuarteles el Batallón de África 6. Ese día no pudo ser más aprovechado ya que, además de todo lo que queda dicho, fuimos destinados a compañías, nos cortaron el pelo (que fue una de las cosas que más sentí), nos equiparon con prendas y armamento de soldado y nos hicieron vestirnos (más bien disfrazarnos) con aquellas ropas que a nadie le venían a la medida ni por aproximación, dejándonos después libres por el campamento, pues a la Plaza no dejaba llegar la vigilancia que en ella había, si no era con cinto y machete.
Así empezó mi suerte en la nueva vida que he de llevar, si Dios no dispone otra cosa, durante 24 meses. Como nunca faltan, a nuestra llegada nos encontramos con varios veteranos de la provincia de Vizcaya, que desde el primer momento se pusieron de nuestra parte, consiguiendo gracias a ellos sacar nuestra ropa de paisano y después gastarnos juntos unas pesetas en la cantina. Entre los congregados que bebiendo vino nos encontrábamos di con un muchacho de Valmaseda que conocía donde se encontraba la Oficina de la Inspección General de Intervención y Tropas Jalifianas, que era donde yo tenía que ir. Fui acompañado por él, por cuya mediación me prestaron también cinto y machete, a visitar a un señor Comandante, en casa del cual trabajaba una tía mía. No le encontramos en la Oficina, mas nos dieron las señas de su casa y allí nos dirigimos. La encontramos al primer intento y fuimos acogidos amablemente, teniendo la satisfacción de abrazar a mi tía. Después de pasar un rato agradabilísimo en compañía de aquella buena gente, y de haber dejado mi ropa de paisano en su casa, regresamos mi amigo y yo al campamento. No tardé, sin embargo, en volver, esta vez solo, a casa del señor Comandante para despedirme, pues a la mañana siguiente teníamos que salir para Rincón de Medik, donde estaban los demás quintos del Batallón haciendo instrucción. El resto del día, mejor dicho, de la noche, lo pasé con mis nuevos amigos en la cantina, marchándonos a dormir a la una de la mañana; tuvimos que hacerlo en el suelo, sin colchón y sin poder pegar el ojo, pues los ratones, algunos bastante creciditos ya, pasaban por nuestras cabezas "como Pedro por su casa".
El urbanismo es una disciplina que no se corresponde con una titulación universitaria; no hay ninguna carrera de urbanismo, por más que, como asignatura y desde distintos enfoques, se imparta (desastrosamente) en unas cuantas. Así que los profesionales que nos dedicamos al urbanismo tenemos titulaciones universitarias diversas. La especie mayoritaria en esta fauna son los arquitectos (es mi caso), pero también hay ingenieros, geógrafos, sociólogos, licenciados en derecho ... Incluso he conocido a alguno, nada malo, de formación autodidacta. Lo cierto es que, cuanto más te metes en este mundo (como en cualquier otro), menos importa tu origen universitario y más el proceso de profundización en la disciplina. Ejercer de urbanista requiere una mínima base técnica, capacidad espacial, comprensión jurídica, cierta cultura humanista, sensibilidad social, percepción política y, sobre todo, sentido común. Los arquitectos, por ejemplo, suelen acercarse al urbanismo desde una ingenua visión del “diseño urbano”, como si algún Napoleón III fuera a encargarnos la remodelación de París; solemos despreciar el marco legal y, afortunada o desafortunadamente (afortunadamente), el urbanismo es también una disciplina jurídica, un marco de reglas de juego, de derechos y deberes, en cuyo seno deben operar los procesos de transformación de la ciudad y el territorio. Los abogados, al contrario, suelen quedarse en esta concepción del urbanismo, no queriendo ver que detrás de las leyes hay actos reales, que las decisiones urbanísticas no se adoptan simplemente para cumplir formalmente unas normas, que son éstas las que se promulgan para lograr objetivos urbanísticos.
En fin, no me voy a enrollar por esos lares porque no creo que a nadie le interese (y a mí al que menos). A lo que voy es que en el mundillo profesional en el que me desenvuelvo hay una especie de cuerpo doctrinal común que está hecho de muchas materias sectoriales. Uno se va haciendo tanto mejor urbanista cuanto más va cubriendo sus carencias. Por múltiples causas, hay una escasez notable de buenos urbanistas en estos parajes y, lo que es más grave, dicha escasez es mucho mayor entre las generaciones jóvenes (aprovecho, en el caso improbabilísimo de que me lea alguien atraído por el urbanismo, para animarle a que se venga aCanarias: hay demanda de profesionales). Esta carencia de buenos urbanistas se da entre todas las titulaciones vinculadas a la disciplina, pero muy especialmente entre los jurídicos. Hay aquí poquísimos licenciados en derecho que se especialicen en elurbanístico y que, sobre todo, superen la visión formalista tan común entre ellos.
Como ya he contado en ocasiones anteriores, trabajo en la Administración Pública (el urbanismo es una actividad pública, para quien no lo sepa), en donde abundan los licenciados en derecho. Lamentablemente, apenas hay de todos ellos quienes tienen las aptitudes y actitudes para ser considerados urbanistas. La mayoría de los que caen por mi área están aquí como podrían estar en Hacienda o en Servicios Sociales, y no pasan de ser meros tramitadores administrativos, muy preocupados (eso sí) por su carrera funcionarial y llegar lo antes posible a jefe de servicio (en esto, curiosamente, no noto diferencias entre los sexos; si acaso, ganan las mujeres). El resultado, como se podrá imaginar, es un grave déficit en la que debe ser una de las funciones del sector público: dirigir desde el interés general la ordenación del territorio y de las ciudades.
En este desolador panorama destacan, por contraste, algunas excepciones. En nuestra área hay, por ejemplo, un jurídico joven, Sergio, que ya lleva unos cuantos años trabajando con nosotros. Ahora, sin embargo, ha decidido buscarse que le trasladen y parece que ha conseguido un hueco en otro departamento de esta institución. No se va porque no le interese el urbanismo; al contrario, la disciplina le gusta mucho y en este tiempo ha demostrado las actitudes y aptitudes a que antes aludía. Hay, en su decisión, motivaciones debidas al desencanto (el principal virus de esta ocupación) pero la causa principal radica en el hostigamiento de una compañera de trabajo, la Alicia de quien hablé en otro post. Esta chica, debido seguramente a su combinación de mediocridad profesional y ambiciones trepadoras, lleva una temporadilla haciéndole puñetitas; en realidad, por lo que sé, se las hace a todo el servicio administrativo. Pero con quien más se ensaña es, casualmente, con Ana, la mujer de este compañero, que también trabaja en el mismo departamento y a las órdenes de Alicia. La situación, por lo visto, ha llegado a un punto en el cual Ana no aguanta más, en el que su equilibrio emocional queda afectado.
El mínimo sentido común lleva a concluir que es imprescindible que Ana se traslade de su actual puesto. Así lo entendió Sergio y, por lo que me contó el otro día, parece que ya se ha encontrado un nuevo destino a su mujer dentro de la misma Institución. Trasladada Ana, la mayor parte del problema real desaparece, porque Alicia, por más que quiera, no puede afectar demasiado a Sergio. Sin embargo, éste ha decidido que de todas maneras se va y no quiere atender a razones que le hagan reconsiderar su decisión. A mi modo de ver se equivoca, y así traté, infructuosamente, de hacérselo ver.
Ciertamente, el panorama que vivimos en estos momentos en nuestra Área no es muy alentador, pero también es verdad que en los próximos meses pueden aparecer factores nuevos. Lo lógico sería esperar, ver cómo evolucionan los próximos acontecimientos y, a la vista de ellos, tomar la decisión más conveniente para su futuro profesional. Sin embargo, si ahora se pasa al departamento en el que le han ofrecido un puesto, deja el urbanismo (que le gusta y en cuyo ámbito puede desarrollar un buen trabajo profesional) y, lo que es peor, pierde a medio plazo (por un par de años, al menos) la posibilidad de volver, ya que adquiere un compromiso con la persona que le ha ofrecido el traslado. Persona ésta, por otra parte, que es humanamente excelente, pero que dudo que sea lo que a Sergio le conviene para su desarrollo profesional. Como último dato “objetivo” en este repaso sintético, hay que decir que Sergio cuenta a su favor, frente a Alicia, con el apoyo de casi todos los que tenemos cierta “autoridad moral” en el área; es decir que no estaría nunca falto del arropamiento que pudiera necesitar.
Pero Sergio anda empeñado en mantener una decisión, que sin ser de vida y muerte tampoco es nada irrelevante, tomada desde su emotividad. Me da la impresión de que quiere, como Hernán Cortés, quemar los barcos para quedarse sin opciones, sin marcha atrás. No diré que nunca haya que hacer esos gestos, pero en mi opinión, no es ésta una de esas ocasiones. Me gustaría (y no soy el único) que la razón se impusiera a la emoción, máxime cuando es relativamente fácil paliar los conflictos más graves. Pero me temo que, por motivos en absoluto proporcionadamente justificados, Sergio va a tomar la decisión errónea, tanto para él como para la institución y la actividad profesional a la que llevo dedicado veinticinco años. ¡Qué pena! A lo mejor cae por este blog, lee este post y rectifica (que dicen que es de sabios). Que sea lo que Dios y el Diablo decidan en sus frívolas partidas de dados.
Hay gente de una fecundidad pasmosa, y no me estoy refiriendo al número de hijos. Por ejemplo, hará unos diez años, necesitábamos fichar a un profesional para que me ayudara en la dirección técnica de un trabajo especialmente complicado. Uno de los que se presentó era un arquitecto urbanista de unos 40 años con un currículum espectacular. La mayoría de su trabajo lo había desarrollado en Madrid, así que desconocíamos la veracidad de sus afirmaciones. Pero llamaba la atención que en un periodo de 15 años (desde que acabó la carrera) había participado en unos veinte planes generales, multitud de proyectos urbanísticos menores y no sé cuantas otras cosas más; todo ello, además, contratado sucesivamente por varias empresas, de modo que salía a una media de seis meses en cada puesto. Pero no todo había sido trabajar durante esos años, ya que nos enteramos de que le había dado tiempo a casarse, tener dos hijas, divorciarse, conseguir la custodia de las niñas, volverse a casar y tener una tercera hija. A mí ese currículum (quince folios recuerdo que tenía) me dio muy mala espina, simplemente no me salían las cuentas. Pese a mis reparos, el caballero fue contratado. Duró apenas seis meses (era de esperar) y ese tiempo me tocó tenerlo al lado, en el mismo despacho. ¿Qué puedo decir? Pedante hasta la náusea, muy poco productivo, estirado y maleducado y, desde luego, para nada el gran urbanista que se preciaba de ser. Sigue por aquí, trabajando por libre con los resultados previsibles: donde toca, la lía.
Calidad y cantidad no suelen ir muy de la mano y, sin embargo, hay muchos que toman la segunda como indicador de la primera. Hacer algo bien requiere trabajo y el trabajo consume tiempo. Pensemos, por ejemplo, en la obra escrita. Imaginemos dos escritores de igual capacidad creativa que dedican el mismo tiempo a su trabajo, pero distribuyéndolo de forma muy distinta. Uno de ellos, pongamos, dedica el 90% de ese tiempo a labores no directamente productivas, tales como documentarse, revisar, etc; el otro, en cambio, ocupa el 90% del mismo tiempo en escribir el producto final. Ciertamente, la cantidad producida en ese periodo temporal constante por el segundo escritor será nueve veces mayor que la del otro; análogamente, cabe esperar que la calidad de la obra del primero sea nueve veces mayor que la del segundo.
Viene esto a cuento de ciertos “escritores” prolíficos que, además, presumen de autoridad en diversos campos del saber (no me refiero ahora a escritores de ficción). Uno de ellos es César Vidal, un señor un año mayor que yo y que, sin embargo, ha alcanzado ya la cumbre máxima de la erudición que exhibe en una cuantiosa obra publicada (libros y artículos). Desde esa cúspide del conocimiento puede, y así lo hace, pontificar sobre los más diversos temas, alcanzando, gracias a un programa radiofónico (de la COPE), el envidiable estatus de referente intelectual. Parece ser que don César Vidal es doctor en Historia, Teología y Filosofía y licenciado en Derecho (no he logrado descubrir por cuáles universidades) y que ha ejercido la docencia en distintas universidades de Europa y América (tampoco he podido identificarlas). Según la reseña de una librería online, en la actualidad es catedrático de Historia en la Logos University de los USA (merece la pena visitar la página web de esa “universidad”). Es capaz de traducir dieciseis idiomas y siete los habla con soltura. Multiestudiante (etapa ya superada, supongo), docente, articulista, hombre de radio, comentarista político, escritor ... ¿Cuál es su secreto? Él mismo nos lo descubre en una entrevista: “Creo que hay dos factores importantes que me ayudan. Uno, que hago lo que me gusta, y cuando haces lo que te gusta la calidad y la cantidad de lo que haces se dispara tremendamente. Pero el segundo factor es que yo soy una persona extraordinariamente disciplinada, y a la vez flexible. Esto me permite trabajar desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche, haciendo pausas para tomar un té, abrir la correspondencia, comer o dormir la siesta. Yo creo que es cuestión de ser trapero del propio tiempo, de no tirar el tiempo nunca”.
Cuento en la base de datos del ISBN y me salen 114 títulos (he suprimido los repetidos, aunque seguro que habría debido quitar más). En la web de La Casa del Libro constan 102 libros, aunque me imagino que habrá también repetidos. Hago una muestra y obtengo que el número medio de páginas de sus libros ronda las 240. De otra parte, compruebo que nuestro autor lleva publicando desde 1987 (tenía 29 años el angelito), así que podemos estimar que en estos 20 años habrá producido (en forma de libros) unas 24.000 páginas, lo que equivale a una media de 3,3 páginas al día de forma ininterrumpida. Por más que don César trabaje de seis de la mañana a diez de la noche, él mismo reconoce que intercala el curre con otras actividades; suponiendo que no tiene compromisos familiares (¿está soltero y sin hijos?), admitamos una dedicación neta al trabajo cultural de diez horas diarias, si bien dejemos que descanse los domingos. Ahora bien, su producción industrializada de libros no es sino una faceta de su ingente quehacer intelectual; siendo generosos atribuyamos a la misma el 50% de su tiempo laboral, o sea, 30 horas semanales que, en 20 años, equivalen a unas 30.000 horas. Y ahora viene la pregunta del millón: ¿cuánto es el tiempo, expresado en horas, que el autor ha dedicado por término medio a cada página de su libro publicado? Piénsese que este tiempo suma, al de escribir directamente las palabras que la llenan, los ratos dedicados a documentarse, a revisar, a reflexionar, etc ... Pues bien, en el caso de César Vidal este valor mágico debe andar por una hora y cuarto; dicho de otra forma, “producir” un libro al señor Vidal le cuesta por término medio unas 300 horas de dedicación. Con las hipótesis antes planteadas, eso quiere decir un ritmo de un libro cada 10 semanas (dos meses y medio). Pero, atención, no nos confundamos: ese es el promedio de sus veinte años en la brecha editorial; a medida que va cogiendo el tranquillo, su fecundidad se dispara, a juzgar por el progresivo incremento de títulos año a año. En 2005 publicó 17 libros, lo que supone reducir el coste temporal por página (manteniendo las anteriores hipótesis) a la asombrosa cifra de 22 minutos. Esto es afán de superación, sí señor (a propósito, encuentro en internet alusión a unas declaraciones suyas en las que reconocía, efectivamente, que pretende mejorar este record de productividad).
La “especialidad” de don César es la Historia. No una época determinada, sino prácticamente todas; lo suyo es el saber enciclopédico. Nos habla del Antiguo Egipto, de los orígenes del cristianismo, de los masones, de la España medieval, de los romanos, de Lincoln, de Cervantes y de Lepanto y, por supuesto, de la Guerra Civil y la ominosa República (muy en la línea de otro “historiador” célebre, Pío Moa). Hemos de reconocer que tan amplio panorama temático otorga mucho más mérito a su soberbia productividad. Sería más fácil escribir una página en veinte minutos si la materia estuviera más acotada ya que requeriría dedicar menos tiempo a las necesarias tareas de documentación. Y no digamos cuánto más sencillo si, a diferencia de nuestro autor, escribimos ficción, libres de las exigencias del rigor científico. García Márquez, por ejemplo; si aplicamos a su obra novelística cálculos análogos (el hombre publica desde hace unos cincuenta años), su índice de productividad se sitúa en torno a 10 horas por página. Gabo tarda 30 veces más que Vidal en “producir” una página, y para colmo no es más que ficción.
¿Simplificaré y diré que la obra de García Márquez tiene treinta veces más calidad que la César Vidal? No, la calidad no es cuestión sólo de horas. Intuyo que aunque Vidal le dedicara a cada una de sus páginas las mismas horas que Gabo, sus textos no alcanzarían la calidad de los del colombiano. El tiempo dedicado no es condición suficiente para producir una obra de calidad, pero sí es condición necesaria. Así que, como las cifras no me cuadran, sin necesidad de leerle, estoy convencido de que la obra de César Vidal no tiene calidad. Y este señor es, según muchos, una referencia señera de nuestro panorama intelectual (Millán Astray estaría encantado); poz qué bien. Parece ser que su último libro (El camino hacia la Cultura. Lo que hay que leer, ver y escuchar) nos ofrece una inmersión apasionante en la historia, la literatura, el arte y la ciencia de la humanidad, desde sus orígenes hasta hoy. Supongo que en la línea tan apreciada entre los anglosajones, Vidal nos aporta las pertinentes listas, sus top-ten culturales. Según la editorial (Planeta), nadie mejor que César Vidal, hombre de extrema erudición, para conducirnos en esta aventura del saber. Esta obra, la más ambiciosa de cuantas ha emprendido hasta la fecha, está destinada a convertirse en todo un clásico.
Como cualquiera puede darse cuenta, este post es fruto de la más ruin envidia.
PS: Hace un par de años, cuando aun no conocía al señor Vidal, compré un librito suyo sobre los masones. Fatal y confusamente escrito, apenas me aportó nada que no supiera, amén de estar plagado de imprecisiones cuando no falacias descaradas. No he leído ninguna otra cosa suya.
Me llamo Antonino Jaramillo y acabo de matar a mi mujer.
Como frase inicial no está mal, cumple su cometido: impactar al lector, forzarle a seguir leyendo. Pero, claro, es un recurso fácil, nada original. Me imagino que serán centenares las novelas que empiezan con estas o muy parecidas palabras. Además, pensándolo mejor, este comienzo más que literario suena a confesión oral, la del típico asesino doméstico que llama a la policía inmediatamente perpetrado su crimen. Escribes en Google “acabo de matar a mi mujer”, así, entre comillas, y en 0,39 segundos te ofrece aproximadamente 1.130 páginas web en las que aparece esta frase y la gran mayoría se corresponde, efectivamente, con declaraciones reales de crónica negra. ¡Qué vulgar!
Pero, de otra parte, ¿qué, sino algo vulgar, puede provenir de mí? Me llamo Antonino Jaramillo, Nino para los colegas; ¡hay que joderse con el nombre y con el apodo! Desde luego no me ha ayudado nada a cimentar mi autoestima. ¡Antonino! ¿Por qué no Antonio? ¿Por qué ese diminutivo ridículo? Son preguntas retóricas, pero las respuestas son todavía más deprimentes. Me llamo Antonino en recuerdo del hermano menor de mi madre, enfermo de poliomielitis y muerto con apenas doce años. Su corta vida fue dolor y tristeza para mi familia materna como si Antonino Salgado hubiese venido al mundo sólo para amargar a todos, incluyendo a los que aun no habíamos nacido. ¿Parezco poco compasivo? Pues lo parezco porque es verdad, porque no siento sino rencor hacia ese Antonino de cuyo recuerdo provengo, porque estoy hasta los mismísimos de respirar este aire hipócrita de santurronería resignada, de tristeza metafísica, de opresivo aplanamiento. Además, ya finjo más que suficiente ante mis familiares; déjenme que aquí me desahogue un poco.
Si fuera justo, no obstante, debiera enfocar el odio hacia mi madre, la principal responsable de mi vulgar mediocridad; pero no se odia a una madre. Mi madre se llamaba Loli hasta sus trece años, hasta el momento en que su hermanito menor manifestó la enfermedad y ella decidió consagrar su vida a cuidarle y, sobre todo, a compartir su sufrimiento. A partir de entonces pasó a ser Dolores, con todas sus letras, sin admitir variación alguna. Muerto Antonino, hizo que Juan, mi padre, fuera su novio y, dos años después, su marido. Mi padre era y siguió siendo un calzonazos y, además, otra víctima de mi madre. Lo primero que le hizo, al poco de casarse, fue cambiarle el nombre; de Juan a secas pasó a ser Juan Crisóstomo, así, completito, bien silabeado. Es verdad que ese era su nombre oficial, pero hasta que mi madre no lo aireó no lo sabía nadie, ni siquiera creo que mis abuelos se acordasen. Mira que es mucho más difícil decir Juan Crisóstomo que Juan, ¿a que sí? Pues oye, pleno al quince; bastó que mi madre empezara a llamarle así delante de todo el mundo con tenaz insistencia para que el Juan se olvidara en un plis plas. El director del banco, por ejemplo, acogió el nuevo apelativo de su empleado inmediatamente después de contestar una llamada telefónica y oír a mi madre declamar (sí, porque no habla, declama con voz de tragedia griega): “por favor, ¿sería usted tan amable de ponerme con mi marido don Juan Crisóstomo Jaramillo?” En el trabajo, en el bar, en el club, en todos sitios mi padre pasó a ser en apenas unos días el portador de un nuevo nombre que, parece que todos coincidían, le sentaba mucho mejor que el antiguo. Esto llegó a decírselo su compañero de dominó una tarde en el club, con tan poco tino que, por más que se empeñaba en cínicos argumentos sobre la personalidad que le confería el vocativo esdrújulo, no podía evitar que se notase que estaba a punto de estallar en carcajadas de absoluto cachondeo.
Yo creo que a mi madre le gustó lo de Crisóstomo porque le evocaba cristianismo arcaico, martirios, santos sacrificios. Me da que nunca debió enterarse de que Crisóstomo significa “boca de oro” y fue el apelativo que, por su gran elocuencia, le dieron a ese Juan que en el siglo IV llegó a obispo de Constantinopla. ¿Elocuente mi padre? ¡Ja! Si el pobre cabrón no abría apenas la boca, ni siquiera para defenderse. Él mismo, poco antes de morir, me contó con voz resignada la patética escena de un almuerzo en casa de sus padres, dos o tres meses después de la boda. Ya para entonces el Juan estaba en franco proceso de extinción, pero el virus destructivo no había prendido en la casa de los Jaramillo. Así que mi madre, esa tarde, decidió coger el toro por los cuernos y forzar lo que no ocurría espontáneamente. En un momento, como sin darle importancia, se dirigió a su suegra y le dijo que “preferiríamos que a mi marido, a partir de ahora, le llamarais Juan Crisóstomo; así, su nombre completo; coincidiréis en que le sienta mucho mejor”. Notad como, en la misma frase, mi madre declaraba que el deseo era mutuo (mentira cochina) y que el marido era suyo (ya no el hijo de sus padres); así es doña Dolores Salgado de Jaramillo. Su suegra, sin embargo, pasado el eterno instante de estupor, miró a su hijo, al calzonazos de su Juanito, y le preguntó si a él le parecía bien (“a ti te parece bien, Juan”, enfatizando el pronombre de segunda persona singular y el nombre familiar). Pero fue un pobre desafío a la nuera; mi padre contestó que sí, que creían (ambos) que ese nombre le sentaba mejor. Y desde entonces, ni sus padres volvieron a llamarle Juan.
Si mi padre no fue capaz de defenderse a sí mismo, ¿cómo habría podido evitar mi Antonino? Antonino Jaramillo, para colmo dos diminutivos seguidos. Si uno se apellida Jaramillo, al hijo se le ha de poner delante un nombre contundente; Ramón Jaramillo, por ejemplo, nunca Antonino, por Dios. De más estaría contar mis vanos intentos, al inicio de mi etapa escolar, de presentarme como Antonio ante los compañeros; poco necesitó mi madre para abortarlos. Y así crecí, como el mediocre Antonino Jaramillo que era y sigo siendo, al que nadie hacía caso, salvo como blanco de ocasionales pullas. Así dejé de ser un niño y conseguí (no sé bien cómo) ir a estudiar a la universidad, en la capital de mi provincia. Pero allí tampoco pude ser Antonio y seguí siendo Antonino, aunque mi madre ya no estuviera al quite. La novedad de esos años fue el Nino, que se le ocurrió a un gracioso de la facultad y no precisamente con intenciones amistosas. Nino Jaramillo, el perfecto pardillo; éste era el pareado con el que me identificaban, la clave para sacarme de mi habitual invisibilidad en las escasas conversaciones en las que se me mencionaba: “... llegó Nino Jaramillo -¿Quién? –Sí, hombre, el perfecto pardillo”.
Por supuesto si ni amigos tenía imaginaos mi éxito con las mujeres. Ni una rosca me comía. Hasta que conocí a Trini y me enamoré. ¿Cómo no iba a enamorarme de alguien tan dulce, alguien que me veía, que no me consideraba el pardillo mediocre que hasta yo sabía que era? Trini además era bellísima; su belleza mezclaba rasgos angélicos y formas diabólicas, una cara de serena armonía y un cuerpo voluptuoso que excitaba los deseos más salvajes. ¿Por qué, entonces, amándonos como nos amábamos, la he matado?
Podría pintaros un cuadro de violencia doméstica, la descripción minuciosa de ese deslizamiento peligroso e imperceptible en que va poco a poco dejándose ir la vida conyugal. Os hablaría de cómo ni el amor más grande resiste las múltiples excusas cotidianas del hastío, de cómo hasta lo sagrado se vuelve irrelevante y profanarlo deja de revelársenos sacrílego. Intentaría justificar los primeros golpes como explosiones incontroladas de la tensión que soportaba, protestas airadas a la continua humillación que vivía en mi trabajo, al insuficiente apoyo que encontraba en Trini. Tendrías así una historia conocida de malos tratos, tan cutre como son todas y, al mismo tiempo, tan tranquilizadora para vuestras hipócritas conciencias porque os permite mantener las distancias condenatorias. ¿Qué hay que entender de un pobre diablo cobarde que agrede a su mujer? Pues lo siento, no hubo violencia doméstica, nunca dejé de considerarla el amor de mi vida, lo más sagrado y caro de mi existencia.
Puedo a cambio inventaros una historia de celos, pintar un crimen pasional, a ser posible con ribetes de tragedia clásica. La he matado porque me traicionaba, porque era ella quien profanaba nuestro amor sagrado. A lo mejor, si me afano lo suficiente, lograría que muchos (hombres, sobre todo) justificaran mi acto porque en su atávico interior sentirían la complicidad necesaria. Pero tampoco es verdad; Trini no me engañaba porque no había nada sobre lo que mentir.
¿La he matado entonces para ser fiel al destino intrínseco de mi propia mediocre naturaleza? ¿Había acaso yo, cual Judas, de destruir a quien me redimía? Confieso que me agrada esta explicación mística, seguramente porque me exime de culpa en tanto me arrebata mi responsabilidad. Y no sólo de este crimen horrendo, sino de todos los actos de mi vida, de mi propia personalidad. Sólo soy una víctima, puedo dejar de atormentarme.
Lo que pasa es que, aunque quiero creer que hay algo de verdad en el anterior párrafo, tampoco vale del todo para aclarar lo ocurrido. Empecé diciendo que había matado a mi mujer, pero ya advertí que sólo pretendía un inicio epatante, retener vuestra atención. Se trataba de un recurso literario o, si lo preferís porque no os gusten las florituras, de una simple mentira. Yo, Antonino Jaramillo, estoy soltero (¿quién querría casarse conmigo?) y, por tanto, no he podido matar a mi mujer. Pero entonces, diréis, ¿has matado a una que no es tu mujer o no has matado a nadie y simplemente te estás cachondeando? ¿Y esa que has matado, si lo has hecho, es Trini? Y, si es Trini, ¿por qué las has matado? No es fácil responder ninguna de esas preguntas y, además, tampoco estoy seguro de querer hacerlo; ya lo meditaré. Las cosas con mucha frecuencia no son lo que parecen, eso sí os lo puedo asegurar. Entre tanto, pensad lo que os dé la gana; al fin y al cabo no me conocéis y mejor es que así sea. Prefiero caeros mal, incluso que me odiéis, a seguir invisible a vuestros ojos. Hasta otra.
A veces, webeando (neologismo que he descubierto hace poco, graciosa su ambigüedad fonética), caigo en páginas de adolescentes en torno a los veinte. Uno es uno y sus circunstancias, y mis circunstancias son tan distintas de las de los adolescentes que apenas encuentro en sus escritos nada que me concierna. De otra parte, distorsionando ligeramente la intención de la frase orteguiana (según las interpretaciones canónicas) y entendiendo el yo y las circunstancias como cosas independientes, pienso que hacerse mayor ("madurar") podría equivaler a ir reduciendo el peso de las últimas en el yo, a ser cada vez más yo y menos circunstancias. Desde luego, la personalidad de un adolescente está constituida mucho más por circunstancias.
O quizás no; quizás la diferencia radique en la relación personal con las propias circunstancias, en cómo las integramos en nuestro yo. Madurar podría ser digerir más armónicamente nuestras circunstancias; constructivamente, en el sentido de aprovecharlas para "construir" nuestro yo propio. Sea cómo sea, no me siento nada cercano a las preocupaciones, sentimientos, ideas, valores, enfoques ... que se expresan en la mayoría de los blogs adolescentes. No puedo evitar, además, que mientras los leo me vengan una mezcla de sensaciones poco caritativas (o, si se prefiere, políticamente incorrectas) hacia los autores, nacidas sin duda de una actitud presuntuosa de quien ya ha pasado por eso. La adolescencia, por suerte, es una enfermedad que se cura con el tiempo.
Por tanto, me declaro al otro lado de la brecha generacional que impide la comunicación entre "jóvenes y viejos". La incomunicación es radical porque radica en la diferencia absoluta de circunstancias. La comunicación entre personas –me estoy refiriendo, obviamente, a una comunicación más allá de la trivialidad– supone compartir las circunstancias orteguianas, esas que forman parte de nuestro yo. Pero las circunstancias del adolescente y del adulto son tan distintas que es imposible que haya comunicación verdadera, salvo que el adolescente sea muy "maduro" o el adulto muy "infantil".
Casi ninguna de las cosas que afectan los sentimientos de mi hijo es relevante entre las que configuran mi yo. En ese sentido, en el de integrarse como circunstancias propias de mi personalidad, poco o nada me aportan. Sin embargo, sé que son sus circunstancias y por tanto, a través del amor que le tengo, me interesan y me preocupan. A los padres (a los adultos en general) nos interesan las circunstancias de nuestros hijos (de los adolescentes en general) porque los amamos, porque querríamos que las integraran lo mejor posible en la construcción de su personalidad, porque ya las hemos vivido y conocemos sus tempestuosas potencias, porque nos sentimos responsables ...
Intentamos pues abrir la comunicación, desde nosotros hacia ellos, no desde el interés por las circunstancias compartidas sino desde el amor. En cierto modo (perdóneseme lo estrambótico del símil) un padre intentando comunicarse con su hijo se asemeja a una mujer fingiendo un orgasmo. Aun así, conozco adultos (las que conozco son madres) que fingen tan bien que llegan casi a sentir como propias esas circunstancias adolescentes, casi a volverse ellas de nuevo adolescentes y entonces vivir como propias las preocupaciones de sus hijos. Pero estos no son sino episodios ilusorios, y para nada recomendables. En fin, no creo que pueda haber verdadera comunicación desde los adultos hacia los adolescentes; no obstante, por amor, lo intentamos.
No es el caso en la dirección opuesta. Los adolescentes rechazan esforzadamente la comunicación. Ya no es sólo que no compartan sus circunstancias con los adultos, sino que quieren a toda costa no compartirlas. Así es porque así debe ser, porque el adolescente debe construir su yo también desde el rechazo (lo de "matar" al padre). Ellos son mucho más conscientes que nosotros de la diferencia radical entre ambas circunstancias, simplemente porque las nuestras no existen para ellos (todavía) mientras que, en cambio, las suyas nosotros ya las hemos vivido y somos capaces, en mayor o menor grado, de recordarlas y entender cómo fueron integradas en lo que hoy somos. Supongo que cualquier adolescente es capaz de darse cuenta de que sus padres tuvieron su edad y sacar las evidentes conclusiones. Pero esas conclusiones son letra muerta, conocimiento fláccido que no es capaz de hacer vibrar nada en su interior. Un adulto es, por definición, alguien que no puede entenderlos; por más que sea justamente al revés.
Pese a todo, con estos mimbres hay que jugar. Jugar el rol que nos toca, intentar abrir puertecillas a la comunicación, por más que ésta nunca llegue a ser verdadera, porque la interacción es necesaria en sí misma para que crezcan ellos, y también para nosotros. Lo que pasa es que es jodido comprobar el poco fruto de nuestros esfuerzos. Hace unos años, en una de las múltiples fases conflictivas de mi hijo, leí un libro de una psicóloga americana (Judith Rich Harris; El mito de la educación) que sostenía que los padres apenas podían influir en la construcción de la personalidad de sus hijos (la tesis viene apoyada en multitud de estudios de campo). Mi propia experiencia me inclina a darle la razón, pero en parte y con matices. Así, en primer lugar, diría que las acciones de los padres sobre los hijos tienen con demasiada frecuencia efectos muy distintos a los que se pretendían (influyen pero en otra dirección, a veces en la opuesta). De otra parte creo (o quiero creer) que la influencia de los padres es a largo plazo, que va depositándose ahí adentro y que, superada la adolescencia, aparece aprovechada en la personalidad del nuevo adulto. Por cierto, entonces se redescubren a los padres y, si hay suerte (y predisposición por ambas partes), se puede abrir una comunicación más merecedora de este nombre.
En fin, espero que si algún adolescente me lee no se cabree demasiado conmigo. La verdad es que he escrito los anteriores tópicos tras leer el blog de una chica, Kandralin, al que llegué por un comentario suyo a otro que leo con frecuencia. Lo curioso es que en su blog me tiene enlazado. Otra chica joven me había comentado anteriormente, así que he de concluir que algunos adolescentes (muy pocos, imagino) de vez en cuando leen lo que escribe uno que es casi cincuentón y cuyas circunstancias tan lejanas están de las suyas. Qué curioso.
Individuo que, buscando aparcamiento, tiene la fortuna de encontrar un amplio hueco en una fila abarrotada. En vez de pegarse al de delante o al de detrás, dejando espacio suficiente para que estacione otro coche, se plantifica en el medio. Menos maniobraré para salir luego, imagino que piensa. He de reconocer que este comportamiento me resulta beneficioso desde que conduzco un Smart.
Parejita de la mano (qué bonito es el amor) parada en una escalera mecánica. Sustitúyase parejita por grupo de amigos o cualquier otro número de personas que, yendo juntas, impiden el paso a quienes suben andando. Es que la gente no tiene paciencia, qué ganas de correr, ¿por qué no se quedarán quietitos en su peldaño y dejarán tranquilamente que la escalera les lleve a la siguiente planta?
Cruce entre calles con semáforo; el carril de la derecha tiene el semáforo verde para girar en ese sentido. En ese carril, sin embargo, se detiene un coche que va a seguir recto, obligando a los que quieren girar a que esperen hasta que se ponga en verde el semáforo. A veces este comportamiento no es intencionado; muchas otras sí. Hay métodos para verificarlo.
Conductor amante de la música (los géneros predominantes son el reggaeton y el hip-hop, aunque admito que puedo equivocarme dados mis escasos conocimientos al respecto) que generosamente quiere compartirla con sus conciudadanos. Para ello circula con las ventanillas abiertas y el sonido al máximo volumen, preferentemente a partir de medianoche.
Persona que presiona simultáneamente los dos botones de llamada de un ascensor público, de forma que detiene tanto al que va bajando como al que va subiendo. Cuando el primero en abrir sus puertas es el que va en el sentido contrario al que le interesa, suele preguntar a sus ocupantes “¿sube?” (o “¿baja?”) y obtener como respuesta: “no, baja” (o “no, sube”). Todavía no he oído que nadie le diga al simpático algo como “si no hubieras tocado el botón de bajada (o de subida), no nos habrías parado inútilmente, gilipollas”.
Conductores que están convencidos (la mayoría) de que en la ciudad los coches tienen prioridad sobre el peatón. Hay muchos comportamientos con los que manifiestan esta creencia. Por ejemplo, el emocionante reto de miradas entre el peatón que pretende cruzar un paso de cebra y el automovilista que está llegando ahí. Otro: aparcar sobre la acera estrechando el ya de por sí generalmente estrecho espacio para la circulación peatonal (cómo me aclaman las mamás con sus carritos).
Chaval con ansias de expresar el arte que lleva dentro con pintadas murales. Las muestras suelen ser pictogramas caligráficos o textos de cruda poesía vanguardista (por supuesto, en el neolenguaje msm). Las superficies preferidas, fachadas bien pintadas o puertas de garaje tales como la del edificio donde habito. Excluyo de esta entrada de mi catálogo a los grafiteros dotados de habilidad artística cuyas obras mejoran notablemente paredes ciegas y medianeras vistas.
Transeúnte que bota al pavimento desechos de cualquier naturaleza, ignorante de la función de las papeleras o demasiado impaciente para esperar hasta encontrar una. La culpa, obviamente, es del Ayuntamiento que apenas pone papeleras ... ¡Con lo divertido que es quemarlas!
Sólo he citado ocho elementos de mi catálogo; hay más, no quepa duda, pero no se trata de aburrir. Todos estos comportamientos tienen en común el acendrado espíritu solidario de sus protagonistas, ese admirable pensar en los demás, asumiendo como propio el imperativo moral kantiano: actúa de forma que tu actuar pueda ser una norma universal. Se comprenderá, pues, que observándolos me embargue la emoción, la alegría profunda de que estos seres humanos sean mis conciudadanos. Gracias a estos modelos de conducta somos quienes somos ("basta de historia y de cuentos"), culmen ejemplar de la civilidad.
También hoy me apetece escribir sobre una canción. La he descubierto hace un par de días a través de un blog muy recomendable, Corte y corrección. La cantante es una chica italiana llamada Irene Grandi que no es que sea una recién llegada (su primer disco es del 94), pero yo no estoy muy actualizado musicalmente y tampoco me parece que sus canciones sed hayan difundido en España. Algo me ha recordado (tampoco mucho) a otra italiana rockera que escuché bastante en los 80: Gianna Nannini. Gianna nació en Siena en el 56, Irene en Florencia en el 69: ambas toscanas, otro parecido.
La canción se llama Prima di partire per un lungo viaggio. Siccome capisco meglio l'italiano che l'inglese ... pues, a diferencia de la de Don McLean, en ésta no he dejado de entender ni una sola parola. Tampoco tiene mérito, porque la letra es fácil: una serie de consejos siempre con la misma estructura; antes de hacer algo, haz esto otro. Simples pero acertadamente escogidos; merece la pena pensarlos un fisquito.
"Antes de partir en un largo viaje, debes llevar contigo el deseo de no volver". Y una variante: " Antes de partir en un largo viaje, lleva contigo el deseo de adaptarte". Sin ser consciente de ello, creo que en mi vida han funcionado; de lo que no estoy tan seguro es de si volverían a funcionar.
"Antes de no ser sincera, piensa que te traicionas sólo a ti". Bastante obvio, ¿verdad? Por supuesto todos nos hemos traicionado, incluso sabiendo que es así. Entonces, ¿será que no nos lo creemos del todo, con las tripas?
"Antes de no estar de acuerdo, prueba a escuchar un poco más". Aquí sí que tengo trecho por andar. Claro que no soy el único; estamos rodeados de gentes que no gustan de escuchar, que enseguida prefieren estar en desacuerdo.
"Antes de pretender el orgasmo, trata sólo de amarte". Y el orgasmo vendrá por añadidura (quizás). También, por añadidura, antes o después del orgasmo, vendrá el amar al otro (siempre tras amarte).
"Antes de pedir algo, piensa en lo que tú das". Pues sí, aunque recuerde aquello de no preguntes lo que los EEUU pueden hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por los EEUU. Podría haber dicho: no desees que te den, sino dar tu (pero se habría roto la estructura repetitiva de la canción).
Y en el estribillo más rockero dice que "no es fácil, pero todo está aquí". Yo diría que tampoco es tan difícil y que sí, por supuesto que todo está aquí, dentro de cada uno.
En fin, que me gusta la canción y me gusta la cantante (además es guapa la muchacha). He empezado a escuchar otras suyas y seguiré durante los próximos días. Agradezco a Maritornes el habérmela dado a conocer. En su blog no sólo hay canciones deliciosas, sino sobre todo textos muy interesantes. La chica es correctora y demuestra un envidiable apasionamiento por el lenguaje. Vamos, que recomiendo su lectura (ya lo había dicho).
Esta mañana, en el gimnasio, me sonó Don MacLean en el iPod. No suelo escuchar sus canciones con frecuencia por lo que, cuando eso ocurre, salvo con las más conocidas (American Pie y Starry Night), no se produce ese reconocimiento interno mediante el cual el cerebro va anticipando la música y la letra, preparando el nido justo en que el sonido se acomoda. De pronto tocó Crossroads y, mágicamente, empecé a entenderla con casi completa claridad. Verdad es que McLean vocaliza bastante bien, pero no menos cierto que mi inglés deja mucho que desear. El caso es que los primeros versos (I've got nothing in muy mind: nothing to remember, nothing to forget) captaron mi atención sin esfuerzo y me llevaron suavemente hasta el final envuelto en la melodía de un piano melancólico.
Luego, en casa, he conseguido la letra de la canción y, más tranquilamente, he comprobado que la había entendido con aceptable aproximación. Algo se me escapó del final, justamente la parte que convierte lo que cuenta en algo distinto de lo que estaba imaginando durante las primeras estrofas. Habla de un hombre (digo hombre porque la canta un hombre, pero podría ser una mujer) que se encuentra en una crisis íntima, ya no es quien solía ser. Pero esa encrucijada (crossroad) le es oscura y dolorosa; por eso pide ayuda a la única (o al único) que puede curarle. Se trata, en suma, de una canción de amor (de amor roto que se añora), nada original.
Sin embargo, al principio no pensaba yo que iría por estos derroteros. Me parecía que esa transformación, pese a sus lastres de oscuridad y dolor, sería catártica. Que el autor escogía al hombre nuevo, que no ansiaba para nada "recomponer" (make me whole) los pedazos de su yo antiguo; pues no. Pese a que hubiera preferido "mi" versión, la canción es agradable y me siguen gustando los versos. Los he traducido pero me es imposible, si soy fiel, darles una mínima melodía en español. Así que me he dedicado a cambiarlos un poco y, ya puestos, amputar las últimas estrofas y tergiversar alevosamente el sentido que les dio el autor. A partir del texto de Don McLean, la variación de lo que a mí me habría gustado que compusiese. Quien quiera la letra original, aquí; la canción, a continuación.
Nada tengo en mi mente. Nada que recordar, nada que olvidar. Nada que lamentar, nada que celebrar.
Nadie sabe quien soy, aunque crean conocerme. Ese yo que está ahí afuera, ya no soy yo. Mi yo nuevo está encerrado; no sabe cómo salir.
He oído de personas como yo, pero no las he encontrado. Aprenden que los caminos son engañosos, que la libertad no aguarda en sus finales.
No hace falta dar la vuelta porque no importa la senda. Pueden transitarse todas para seguir en el sitio. Sólo se sabe al llegar a donde estoy.
Desde aquí será un andar silencioso, solitario. Y, sin embargo, hay quienes lo iluminan; siempre sin pedir nada a cambio. CATEGORÍA:Canciones y otras líricas
Dignidad es un término con distinto significado según se aplique a personas o a cosas; en mi anterior post, obviamente, me refería a la cualidad de las personas. Una persona es digna, según la RAE, cuando es merecedora de algo; ese algo es, en última instancia, reconocimiento, respeto. Que las cosas también se califiquen de dignas o indignas tiene que ver, pienso yo, con el grado en que se corresponden con el merecimiento de su usuario, el ser humano. Tomando tu ejemplo, una vivienda se puede entender digna cuando sus características son acordes con la dignidad de quien la habita.
Ahora bien, de esa acepción originaria, el término dignidad ha ido evolucionando hacia un contenido ético de pretendida universalidad con gran dosis de abstracción. No tengo conocimientos suficientes, pero me atrevería a decir que ese proceso fue llevado a cabo desde la teología cristiana, elevando el alcance meramente social del término pagano (dignus en latín) a un plano ontológico; el ser humano tiene dignidad por estar dotado por Dios de alma. Ciertamente, desde el humanismo renacentista, pasando por Kant, y hasta la ética moderna de los Derechos Humanos, se ha ido progresivamente “desreligiosizando” el concepto, pero manteniendo y reforzando ese significado generalista y homogeneizador: todos los seres humanos, por serlo, somos dignos e igualmente dignos.
Dignidad se ha convertido pues en una especie de palabra vacía, con apenas utilidad descriptiva, salvo como vago soporte sobre el que fundar todo tipo de reclamaciones. De hecho, apurando un poco, podríamos decir que es sinónimo de humanidad, ya que todos los humanos somos igualmente dignos. Lo que pasa es que digno suena mucho mejor que humano, al entroncarse con una larga historia de pensamiento (y también de reivindicaciones). De otra parte, el engañoso carácter “absoluto” de su significado como cualidad de todas las personas se traslada, en lógica consecuencia, para adjetivar las cosas. En efecto, como tú dices, ya sí se puede hablar de una vivienda digna, sin que sea necesario (como lo habría sido entre los romanos) aclarar para quién.
Sin embargo, por más que, como apunta Koti, tales sean los significados “políticamente correctos”, no son los reales. Y lo que ha ocurrido, a mi juicio, es que la loable construcción de una ética humanista ha desvirtuado y entremezclado confusamente conceptos distintos en un mismo término. Lo cual no sólo dificulta nuestra comunicación, sino que (mucho más grave) posibilita en la vida real dañinas manipulaciones demagógicas y justificaciones interesadas. A mi modo de ver, dignidad se ha convertido en algo que nadie sabe bien qué significa en concreto pero que vale para todo; en especial, vale para llenarse la boca con ella a fin de exigir nuestros derechos. Hay muchas otras palabras de las que se hace uso similar; todas ellas tienen en común que disparan inmediatamente nuestras emociones al tiempo que acallan nuestro raciocinio.
Sería estupendo acordar el significado que damos a las palabras, aunque me parece más que demostrado que es un empeño estéril. En este caso concreto, me basta con que convengamos que hay dos acepciones del término dignidad; uno de naturaleza abstracta que se mueve en el difuso mundo de los valores éticos y otro que se refiere al comportamiento social de las personas y cuyo contenido léxico sigue siendo sensiblemente el mismo que la dignitas romana. Mi tesis (admito que provocadora y políticamente incorrecta) es que, a efectos de las motivaciones vitales de los seres humanos (o de muchos de ellos), el verdaderamente importante es el segundo. En otras palabras, que el reconocimiento de la dignidad propia es uno de los más frecuentes motores de las acciones de muchos individuos. De lo que deriva, naturalmente, que esa dignidad no es algo abstracto ni, por supuesto, algo que todos tienen por igual en tanto seres humanos. Soy más digno cuanto más se me reconozca. Demos un pasito más (que siempre lo dan quienes caen en esta insidiosa trampa): cuanto más se me reconozca, más soy.
Jugando con Spinoza, podríamos hasta calificar de ontológicas las motivaciones de quienes basan su vivir en el reconocimiento de su dignidad. Parten, aunque no lo sepan, de que son en la medida en que son reconocidos como tales y, por tanto, la permanencia de su ser, que es la exigencia común de toda esencia spinoziana, requiere la continua actualización de su dignidad. Filosofía barata, ya lo sé; pero, aunque me explique mal, no creo que, desde el ámbito de la psicología, la dignidad así entendida sea cosa despreciable.
Es muy probable que la mayoría de nosotros coincidamos en que el reconocimiento público, el respeto de los demás hacia nuestras cualidades singulares (ojo, no basta con que sea como seres humanos en general), no es algo con la suficiente sustancia como para convertirse en una motivación básica de nuestra vida. Incluso hay quien me ha dicho –paradojas del uso del idioma– que un comportamiento motivado por la búsqueda del reconocimiento es poco “digno”. Sin embargo, si nos indagáramos honestamente, me temo que a casi todos nos mueve el reconocimiento ajeno, que nuestra dignidad sea acrecentada. Supongo que, salvo personas de una sabiduría y bondad excepcionales, para ser necesitamos saber que somos reconocidos. Por insinuar una línea de reflexión, pensemos en cuantas de estas cosas hay presentes en nuestras ansias de ser amados y, consiguientemente, en el tipo de relaciones amorosas que construimos.
Por supuesto, es cuestión de grados. En el post anterior me refería sólo a esas personas que fundamentan su actuar vital en el reconocimiento de su dignidad, expresada en cargos, honores, bienes susceptibles de ostentación, etc. Esa dignidad es, a mi juicio, uno de los motores fundamentales de la historia y, como decía, está muy relacionada con el poder (y con la erótica del poder). Esa dignidad, como decía Vila-Matas, deriva del entendimiento de la vida como un teatro en que las personas actúan; no está de más recordar ahora que persona proviene del latín (y antes del griego) y no es otra cosa que la máscara que usaban los actores para representar ante el público su personaje. Pues bien, en gran parte, la historia de la humanidad se explica por el deseo de los seres humanos de conseguirse las máscaras más chulas y admiradas durante las breves representaciones que nos son permitidas.
No nos podemos salir de ese teatro, dice Vila-Matas, pero no debemos olvidar que es sólo eso, apariencia, y consecuentemente es sano que no nos lo tomemos demasiado en serio. El riesgo de hacerlo es que, como les ocurre a los “dignos”, confundamos lo que somos con nuestra máscara; yendo un poco más allá: que seamos nuestra máscara. La dignidad íntima sería la del amigo de Vila-Matas, pero esa sólo tiene a uno mismo por testigo (también a Dios, para los creyentes) y su búsqueda es un camino de crecimiento personal cuyos frutos son muy distintos.
En todo caso ni la dignidad “social” ni la “íntima” son algo común igualitariamente a todos los humanos. Claro que, a estas alturas del dominio de la semántica políticamente correcta, como todos somos igualmente dignos, no se nos ocurriría decir de alguien con gran “dignidad social” que es más digno que otro (en todo caso tiene más prestigio) ni de alguien con gran “dignidad íntima” (aunque ésta no la sabríamos) sino que es mejor persona. En fin, el lenguaje evoluciona, también mediante la dictadura de la “corrección social”, aunque sea a costa de perder contenidos.
El pasado domingo El País publicó un estupendo artículo de Enrique Vila-Matas titulado “La ficción de la dignidad”. Se trata de una interesante reflexión sobre la dignidad a partir de la aparición en España del libro Contra la censura, ensayos de Coetze. Dice Vila-Matas que los textos de Coetze están cruzados por el espíritu de Erasmo de Rotterdam, modelo universal de libertad intelectual, de tolerante escepticismo. Imagino que Erasmo no se sentiría muy a gusto con quienes tan seguros están siempre de todo; yo, desde mis desconciertos, no puedo sino desear emularlo.
¿Qué es la dignidad? Una cualidad que mucho tiene que ver con el reconocimiento ajeno de nuestro valor (ser digno es ser merecedor de algo). La dignidad tal como la entendemos opera, por tanto, en el ámbito de nuestra actuación social; es el valor social que se atribuye a nuestro personaje en el teatro del mundo. De ahí el título del artículo de Vila-Matas: “la dignidad es una ficción, un eje más de las ruedas del teatro del universo”. En poco se parece esta “dignidad” a otra que no se denomina así y que estaría relacionada con la valoración profunda de lo que cada uno es, no de lo que aparenta.
La dignidad debe protegerse; uno ha de exigir que se respete su dignidad; es frecuente (y fácil) sentirse ofendido en la dignidad ... Es natural, porque nada hay más frágil que esa etiqueta que llevamos como personaje, que exhibimos ante los demás. Hay muchos (demasiados) que se creen que son su personaje y, consiguientemente, su autoestima depende de la valoración social que alcancen, de cuanta dignidad acumulen. Es normal que quienes más reclaman respeto para su dignidad, quienes más frecuentemente se ofenden en su dignidad, sean los de personalidad más mediocre. Porque, obviamente, cuanto más avanza uno en su crecimiento personal mejor comprende que el respeto de los demás (tan enérgicamente reclamado por los dignos) nada puede añadir al valor propio; cuanto más se profundiza en el conocimiento personal mejor se distingue lo superfluo de lo esencial.
Pese a lo sencillo que es entender esto, sorprende cuánto nos cuesta desprendernos de tantas vanidades, dejar de tomárnoslas en serio (o reírnos un poco de nosotros mismos, que viene a ser lo mismo). Y más sorprendente es que haya tantas personas para quienes estas cuestiones son motivaciones fundamentales de su vida. Cuenta Vila-Matas que un amigo suyo le confesó que, para él, el núcleo central de su dignidad íntima lo constituían las renuncias secretas a todo tipo de poder. Me impresionó esta idea y me hizo relacionar el ansia de poder (incluso sólo su reconocimiento, sin apenas capacidad efectiva) con la persecución absurda de esa dignidad ficticia.
En estos últimos meses, como consecuencia del reparto de cargos políticos tras las elecciones de mayo, hay ejemplos sobrados para observar estos comportamientos, máxime si se tiene suficiente conocimiento de los protagonistas. Tengo un amigo que ha sido cesado de director general; es una persona estupenda, sin problemas profesionales ni económicos, con una familia encantadora. Podría volver a su puesto laboral previo pero, parece ser, eso sería una degradación en su dignidad. Es algo que, implícitamente, todos admiten y me consta que se le está buscando un acomodo, un cargo que sea digno de él. El otro día, tomando unas cervezas en un bullicioso grupo, mi amigo estaba como ido, preocupado por su futuro. Me cuesta entender que no se dé cuenta de que lo mejor que le puede pasar (para su felicidad) es salirse de ese mundo falso y pernicioso; me da pena que, con todas la motivaciones fantásticas para vivir, la que domine sobre las demás tenga que ver con estas ficciones huecas; me entristece que se meta cada vez más en el camino del re-conocimiento en vez de elegir la senda del auto-conocimiento.
Naturalmente, carece de todo sentido hablar de estas cosas con los interesados; sería un diálogo de sordos, de seres situados en distintas dimensiones. A estas alturas, lo único que puedo (y debo) hacer es aprender de lo que veo e intentar no caer en las trampas insidiosas de la “dignidad”.
Por motivos de trabajo, me surgió la oportunidad de hacer un viaje relámpago a mi ciudad natal. Llegué ayer a primera hora de la mañana con unos compañeros y directamente nos metimos en las oficinas de un edificio muy moderno (lo último de lo último en tecnología, oye), donde dos personas muy agradables nos explicaron detalladamente todo cuanto queríamos saber. Tras cuatro horas de reunión, un taxi hasta el pueblo en el que está el aeropuerto; comemos una merluza deliciosa, bebemos abundante sidra y nos despedimos. Mis compañeros vuelan de vuelta pero yo aprovecho para pasar veinticuatro horas más por estas latitudes norteñas y lluviosas.
Paseo entre turistas franceses frente a la bahía urbana más bella de este país. Me gusta sentir el aire húmedo de mar y lluvia; no evoco recuerdos concretos, pero sí hay una sensación vaga de pertenencia mutua, una identificación subconsciente. Llego a la casa de mi tía, la hermana menor de mi madre; poco después, ella, dos primas y yo estamos repasando una carpeta llena de papeles viejo de mi abuelo materno. Hay cosas curiosas, retazos de pasajes de su vida y de la de sus allegados, en lenguajes sobrecargados de tonos melodramáticos y giros ya anacrónicos. Algunas historietas me son conocidas; en cambio, otras, la mayoría, no. De pronto voy descubriendo caras nuevas de un abuelo a quien quise mucho. Esta mañana pretendo sacar fotocopias a varios de esos papeles, para leerlos en mi casa con más calma.
Por ejemplo, ayer me enteré de la historia del suegro de mi abuelo, el padre de mi abuela Lola, mi bisabuelo Andrés. Este señor nació en 1860, en una familia acomodada asturiana; tuvo cuatro hijos, un varón y tres niñas, la menor, mi abuela. Su mujer murió en el parto de mi abuela, en enero de 1904. Poco después, Guadalupe, la mayor, se casó y la nueva pareja se mudó de Gijón a Oviedo, llevando consigo al padre y a las dos niñas. Ya para entonces, parece que Andrés había dilapidado su patrimonio y la familia estaba en la ruina. Años antes había inventado un contador para el abastecimiento de agua, cuya patente le producía buenas rentas. Sin embargo hasta esa patente hubo de venderla para afrontar sus cuantiosas deudas: mi bisabuelo era jugador. Instalado en Oviedo y mantenido por su yerno, vivió cuarenta años más asistiendo cotidianamente al Casino, siempre de punta en blanco. Se presentaba por las mañanas ante su hijo político y, extendiéndole la mano, le espetaba: "no sólo de pan vive el hombre" y, obtenida su "asignación", a hacer vida social.
Mi abuela (nunca lo supe) le odiaba, hasta el punto de que no asistió a su funeral. Encuentro en esta carpeta de papeles viejos recortes de periódicos ovetenses de la época. Una necrológica de media columna lo elogia abundantemente: "persona de muy buenas relaciones en nuestra ciudad como se patentizó con ocasión del traslado de sus restos", "fervorosamente cristiano, el finado amó y vivió siempre para los suyos, dando ejemplos uno y otro día de las nobles palpitaciones de su corazón y de sus buenos sentimientos", "no han cesado de llegar testimonios de pésame, lo que prueba que ha sido muy sentida la pérdida de tan bondadoso caballero" ...
De los muertos sólo se puede hablar bien, ya se sabe. O no hablar en absoluto, como ocurrió en nuestra familia respecto a este bisabuelo mío, hasta cuyo nombre ignoraba. De la rama asturiana de mi familia no sé apenas nada, no conozco a ninguno de los primos segundos que he de tener. Tengo vagos recuerdos de los tíos (de mi madre) Juan y Lupe, los de Oviedo, justamente quienes cargaron tantos años con mi bisabuelo. Su hija Lolita, una señora que anda ahora por los 85 años, sí ha estado más relacionada con mi familia; pese a ser bastante mayor que mi madre, siempre mantuvieron relaciones cariñosas. Ayer mi tía, que nació ya muerto mi bisabuelo, me contaba que su madre apenas lo mencionó durante su infancia y que cree que, desde que se casó y salió de Asturias, no volvió nunca a visitarlo ni le dejó que él conociera a sus nietas (aunque esto habré de preguntárselo a mi madre, la mayor).
En fin, historias de familia. Esta que apunto, en todo caso, sólo aparece tangencialmente entre los papeles viejos de la carpeta de mi abuelo en forma de esquelas amarillentas. Hay otras más jugosas protagonizadas por mi abuelo que gustaba de escribir sus recuerdos: la muerte de su padre y el traslado de la familia a Bilbao, sus milicias en Africa, sus "aventuras" para salir de Oviedo los primeros días de la guerra y poder reunirse con su mujer y su hijita de tres años (mi madre) ... Ya iré repasando estos papeles con calma. Pero ahora, en cuanto estén listas mis primas, a dar una vuelta por "mi" ciudad..
Estos últimos días he tenido varias conversaciones con mi ex acerca de nuestro hijo, de H. H sigue en el hospital; ya ha superado los dos meses y los médicos todavía no quieren aventurar ninguna fecha de alta. Ha habido momentos muy malos, porque, tras las dos operaciones, apareció una infección que estuvo resistiendo durante casi dos largas semanas a todos los antibióticos que se probaban. En esos días de fiebres continuadas de más de 40º se nos planteó que, o se paraba rápido, o habría que cortar la pierna desde la rodilla. El chico, aunque se le debió pasar por la cabeza, no supo entonces lo cerca que estuvo de quedarse “manco de la pata derecha” (no digo “cojo”, porque cojo, aunque con pierna, se va a quedar; ya veremos en qué grado).
Afortunadamente, se acertó con un antibiótico que, lentamente, comenzó a matar a las malditas bacterias que campaban a sus anchas. A estas alturas parece que la infección, si no totalmente, está casi eliminada. Dos veces por semana desde hace un mes lo llevan al quirófano y le limpian la herida, que comienza a cicatrizar exasperadamente despacio. No obstante, el pronóstico no es nada bueno. No lo era tras la desgracia y la infección carnívora lo ha empeorado. Tiene bastantes nervios sajados (se le injertaron nervios con la esperanza de que restablezcan parcialmente las conexiones), también algunos vasos menores que limitan el correcto drenaje sanguíneo de la zona y ha perdido masa muscular y tejidos, esto último intensificado por las simpáticas bacterias que pusieron ciegas de su carne. Cuando salga le espera un larguísimo (años) periodo de rehabilitación, con el objetivo de que sea capaz de valerse por sí mismo. Supongo que, en los próximos meses, pasará más de una vez por quirófano.
En todo caso, por más que pinten bastos, lo cierto es que han pasado los embates de la tempestad y cuando el barco, incluso desarbolado, flota en un mar en calma, uno empieza a reflexionar sobre lo ocurrido y sobre el devenir. Tanto R (mi ex) como yo creemos que lo que le ha ocurrido a H no es sino la consecuencia de la vida que llevaba; hasta llego a pensar que, de forma subconsciente (perdóneseme la frivolidad freudiana), el propio chico ha querido detener abruptamente esa especie de huida veloz de sí mismo que, en el fondo, es en lo que consiste su vida. H ya ha “escapado” de varias gordas (que sería largo ponerme a contar aquí) pero lo ha hecho sin interiorizar las consecuencias, sin que la hayan valido para atreverse a enfrentarse consigo mismo. Esta vez, por desgracia, van a quedar secuelas notables; además en el aspecto que él más valora: la condición física. Por el momento, H se niega a asumir esa realidad, no interioriza que el resto de su vida va a tener una minusvalía (confiemos en que la menor posible).
H tiene 22 años. Este año debería haber hecho cuarto de carrera; en cambio ha estado matriculado (porque estudiando …) en primero de económicas. Obviamente perdió los exámenes de junio, aunque su madre no cree que habría aprobado más de una o dos. Es bastante probable que no pueda presentarse en septiembre. Es decir, que el año que viene, de seguir en la universidad, volverá a estar en primero. Por otro lado, tampoco creemos que le interese económicas; en opinión de su madre, se matriculó hace un año por hacer algo, por justificar la continuidad de su vida cotidiana. Lo grave es que tampoco hay nada que le motive suficientemente, nada le interesa (y no hablo sólo de estudios o profesiones). Su afición a emborracharse como única forma de pasarlo bien (parece que bastante común entre sus contemporáneos) la explica diciendo que cuando está ebrio se ríe, no piensa en nada y se divierte. De esta forma, su vida, en los últimos cinco años, se ha venido reduciendo a tratar de “pasárselo bien”, dentro de un marco de deberes impuestos (por la universidad, la familia) que cumplía sin que le importaran lo más mínimo, sin hacerlos “suyos” para nada. A medida que crecía, ha ido procurando “aflojar” esos deberes, nada más.
En esa situación, hace unos días, su madre perdió los nervios. Pasados los momentos de angustia, le volvió la rebelión contra la actitud de su hijo, la desesperación por ver que pasan los años sin que se tome a sí mismo en serio, la tristeza por haber perdido toda confianza en él, por no esperar ya nada. Todos sentimientos negativos que, por su propio carácter, R tiende a dramatizar, que escasamente convierte en programa de acción, en qué hacer. Salvo la decisión, más movida por el cabreo que por la reflexión, de dejar de ser cómplice involuntaria de la vida de su hijo. Quiere, me ha dicho, dejar de mantener a H (o, al menos, interrumpir al máximo la provisión de recursos), de modo que él se vea obligado a reaccionar.
Yo coincido con R en que H debe reaccionar. Ese reaccionar, en su caso, implica romper una coraza que se ha ido creando ante los demás y, lo que es más grave, ante sí mismo. Pasa pues por enfrentarse consigo mismo. Y ese proceso le va a ser muy doloroso y tendrá que llorar de verdad, sacar lo que lleva dentro y que tiene pánico de que asome. Tiene mucho que ver con la autoestima, con el orgullo, con la debilidad de carácter … Lo que pasa es que, al igual que su madre, desconfío de H y, desde luego, más desconfío de nuestra capacidad (especialmente de la de la madre) de poderle hacer reaccionar, de que sea lo suficientemente constante y hábil para propiciar que su hijo se ayude a sí mismo (siempre la paciencia y la sabiduría).
Naturalmente, también yo estoy muy preocupado y llevo varios días hablando con él, evitando reconvenirle pero sí intentando que piense. Mi capacidad de influir sobre H es muy distinta a la de R; creo que en términos generales es bastante menor (aunque haya algunos aspectos en que puedo ser quizás un referente adecuado). A quien sí puedo ayudar más es a R y ella lo sabe y, por eso, en estos últimos días ha querido hablar en varias ocasiones conmigo. Lo cual está llevando –inevitablemente– a incipientes movidas de desbloqueo de nuestra extraña relación. Me da la sensación de que ella querría retomar los asuntos mal cerrados de nuestra ruptura. Ayer mismo, me llamó para saber cómo había ido mi conversación con H y luego me propuso invitarme a cenar para celebrar mi cumple. Le dije que no (ya estaba comprometido) y entonces me preguntó que si nosotros podríamos salir de vez en cuando, si ella podía llamarme para que quedáramos; le dije que sí, claro.
Según K (que no puede ser objetiva), R quiere que volvamos a estar juntos. Yo no digo taxativamente que no, pero tampoco lo creo al 100%. Sí intuyo que se siente sola, que quiere recuperar una relación de confianza conmigo, no sé … Como he contado en este blog (de hecho lo abrí para aclararme ante la eclosión de mis sentimientos tras la separación), yo la quiero mucho pero, al mismo tiempo, no confío en ella. Por otra parte, sigo sintiéndome herido por lo que nos pasó, por sentirme dañado injustamente, deshonestamente. Siempre he dicho que me gustaría poder recuperar una relación amorosa con R, que pudiéramos superar tantas espinas que fuimos poniéndonos para poder expresarnos el amor que sé que ambos nos tenemos. También llegué a la conclusión, meses después de la ruptura, que ese camino tenía que iniciarlo ella (no es cuestión de explicar ahora el porqué), que le correspondía a ella limpiarse a sí misma antes de poder volver hacia mí. Parece que, más de dos años después, da un primer paso.
No se piense, sin embargo, que yo deseo volver a tener una relación de pareja (en el sentido que normalmente se entiende) con R. Si pudiéramos recuperar alguna forma de relación que permita que el amor que sé que hay entre nosotros se manifieste (lo cual ahora veo poco probable, porque no me fío de ella), tengo muy claro que no será una vuelta a la convivencia cotidiana. No quiero, en esta etapa de mi vida, una relación de pareja; sí quiero, en cambio, amar (y que me amen). No me voy a enrollar con lo que pienso al respecto, para eso he escrito ya varios posts.
De otra parte, no voy a negarlo, no sé si me apetece mucho abrir los asuntos mal cerrados con R. Pero, obviamente, he de hacerlo porque otra cosa sería actuar como un avestruz y, si algo me he prometido a mí mismo, es no dejar de vivir lo que he de vivir para ser quien soy. Al fin y al cabo, esa es, a mi juicio, la única obligación que cada uno de nosotros deberíamos asumir.