Pues sí, sería agosto cuando me telefoneó Laia. Aclaro ahora (creo no haberlo hecho antes) que conozco a Laia antes que a Zenón. Hacia mediados de los ochenta, durante una breve temporada, ella y yo salimos juntos; una historia efímera sin apenas apasionamientos, cuyo final, más que una ruptura, fue un acuerdo sobreentendido. Así que, aunque ya no como novietes, seguimos coincidiendo con frecuencia y compartiendo amigos y ocios. De hecho fue acompañándome que asistió a la fiesta que para inaugurar su nuevo piso daba un amigo mío. Era un piso grande compartido entre tres; uno de ellos era Zenón.
Por medio de mi amigo yo había conocido a Zenón unos meses antes, pero para entonces poco lo había tratado. En esa fiesta Zenón y Laia se conocieron e intuyo que a ella le gustó. En todo caso, no pasó nada significativo (que yo sepa), pero sí es verdad que, a partir de entonces, fueron más frecuentes las salidas en grupo en las que estaba Zenón; y, a muchas de ellas, Laia se apuntaba. En ese tiempo, cada vez yo trababa más relación con Zenón y, a la vez, aflojaba mis lazos con Laia. Como un año después de la fiesta del piso me mudé de ciudad e inevitablemente se truncó la cotidianeidad de nuestras relaciones.
Pero, en cambio, la amistad de Laia y Zenón se fue estrechando y pasó a convertirse en otra cosa. Aun así, transcurrió un largo tiempo antes de que se enrollaran y otro tanto hasta que decidieron casarse. Zenón es economista y ya lo era entonces; Laia estudiaba arquitectura o más bien prolongaba un impasse que debería haber cortado hace mucho. De hecho, el anuncio de boda se complementaba con el de su retirada oficial de la universidad (para todos los amigos era evidente que nunca acabaría la carrera). Como ya conté en el primer post, pensé entonces que era mucho más Laia que Zenón quien quería el matrimonio, pero tampoco le di muchas vueltas al asunto.
Se casaron en el 95 y la boda fue un acontecimiento. Nos reunimos un buen número de viejos amigos, decididos a pasarlo bien. Entre todos habíamos copado un hotel rural en el que, a modo de concentración, pasamos un intenso fin de semana. En un momento de esas dos largas jornadas (no recuerdo si antes o después de la ceremonia), Laia hizo un aparte conmigo y, bastante borracha, declaró que me quería mucho y que esperaba poder contar siempre conmigo. Me comporté como exigen las convenciones etílicas y no le di mayor importancia al desborde emocional tan propio de las circunstancias. Curiosamente, en nuestra primera conversación del verano pasado, ella rememoró esas palabras.
He querido anteponer estos párrafos para que se entienda cómo era mi relación con Laia. Ciertamente era anterior a la que tenía con Zenón y, desde luego, había sido más íntima. Sin embargo, durante los últimos años, casi nunca había estado a solas con ella y, en cambio, había ido estrechando la amistad con su marido. Creo que me llamó, en primer lugar, porque sabía que Zenón había hablado conmigo; pero también porque necesitaba abrirse a alguien y sintió que podía apelar a la intimidad y cariño que hubo entre nosotros (y que, quiero pensar, aunque aletargados no habían desaparecido). Hechas estas aclaraciones paso a relatar, procurando no divagar demasiado, lo que me contó.
El descubrimiento de las actividades secretas de Zenón supuso un shock para Laia. Me dijo que se sintió brutalmente sacudida y durante un tiempo no podía ni siquiera pensar con un mínimo de serenidad. La invadieron emociones negativas muy fuertes, tanto que apenas le dejaban espacio para nada más y, desde luego, no para cualquier atisbo de autoanálisis. Se sentía asqueada, humillada, engañada ... Pero, sobre todo, sentía mucha rabia y unas ganas tremendas de hacer daño a su marido, de vengarse. En ese estado emocional se produjo la escena de la expulsión del domicilio. Luego, con la marcha de Zenón y los tres días que pasó sin dar noticias de su paradero, le sobrevino una sensación de abandono, de pérdida de fuerzas, de desconsuelo. Así, abatida, recibió a mi amigo y teniéndolo delante comprobó el dolor que le producía, su incapacidad para enfrentarse a lo que había ocurrido entre ellos. Trató de mantener el tipo, me dijo, no llorar. En todo caso, pensaba que hizo lo único que en ese momento podía hacer y estaba razonablemente orgullosa de no haber cedido a la rabia. También agradecía la reacción de su marido.
Los días siguientes pasaron para ella en incesantes vaivenes entre la rabia con sus emociones anexas y el desconsuelo. Cayó en un estado de nervios que no creo exagerado calificar (por lo que me contó) de patológico. Hubo de tramitar la baja laboral y recurrir a pastillas que la aletargaban pero no le quitaban una angustia que, cada vez más, le iba calando los huesos. Como a las dos semanas de la marcha de Zenón, empezó a martillearle obsesivamente la idea fija de que tenía que hacer algo que rompiera esa especie de aniquilamiento interno. No era nada que se le ocurriera como resultado de un proceso racional porque no podía pensar, no era capaz (así me dijo) de hilar dos argumentos seguidos. Simplemente una voz obsesiva le repetía que tenía que hacer algo, alguna barbaridad, para forzar la ruptura de su tristeza.
Y lo que se le ocurrió a Laia fue emular a Zenón. Decidió (si es que es procedente usar este verbo para designar su actividad mental) contactar con un “puto” para que la follara. Conociéndola, me pareció evidente (y ella pensaba más o menos lo mismo) que pretendía un acto simbólicamente iconoclasta; quería demoler sus concepciones morales sobre la sexualidad (absolutamente convencionales) o, al menos, someterlas a un shock violento. Por supuesto, no sabía con qué finalidad, qué sacaría de ello. No obstante, intuía vagamente que algo así podía generar la revulsión catártica que creía necesitar.
Asumida esta sorpresa, para mí ya no lo fue el que la elección recayera en Filipe, el mismo que había atendido a su marido. Laia me dijo que, en realidad, casi ni llegaron a ser dos decisiones distintas. Que el puto había de ser Filipe se le impuso como una evidencia. Pensaba que estaría inconscientemente cediendo a sus sentimientos de rabia, buscando una venganza contra su marido; pero también le parecía una especie de acto de justicia que le confería cierta legitimación moral. Por último, añadió, cuando me hice explícita a mí misma la decisión que casi me había embargado de forma subconsciente, pensé, no sé hasta qué punto honestamente, que acostarme con el mismo hombre con quien Zenón se había acostado podía ayudarme a entender a mi marido.
A diferencia de Zenón, Laia no se anduvo con remilgos, dudas o miedos para llevar a la práctica su idea. Quizá, pienso yo, porque no fuera una fantasía que le obsesionara, sino una decisión nacida de la angustia, un extraño grito de auxilio hacia sí misma. El caso es que llamó a Filipe (había hecho una copia de los archivos de su marido y disponía de su Excel con los contactos) y concertó un encuentro (el brasileño, por lo visto, ofrecía sus servicios sin discriminar por sexos: un chico “políticamente correcto”). La verdad, me dijo, no me esperaba que fuera tan caro: cobraba cien euros la hora. El dato me sorprendió (aunque no le dije nada) porque a Zenón sólo le había cobrado sesenta (va a ser que sí que discriminaba en razón de sexo).
Laia llegó al apartamento de Filipe muy tranquila, como si lo que estaba haciendo no fuera con ella. Me sentía, me dijo, separada de mi cuerpo, era una sensación muy parecida a la que había vivido años antes cuando, durante las constantes manipulaciones que sufrí en un tratamiento de fertilidad, logré la disociación entre mente y cuerpo, de forma que lo que le hacían a éste casi llegaba a no afectarme. Con esa actitud saludó al brasileño y le dijo que quería que le hiciera todo cuanto supiese, sin límites; que intentara darle una experiencia del sexo lo más intensa posible. Pero que no le pidiera a ella que pusiese nada de su parte. Tú eres el profesional, remachó. Filipe sonrió y, mirándola a los ojos, le tomó la cara con ambas manos. No temas, le dijo, te complaceré. Sólo te pido que, aunque no pongas nada de tu parte, tampoco pongas nada en contra: abandónate.
Acto seguido, Laia se dejó desnudar y llevar a la cama. Filipe entornó las persianas y encendió unas velas aromáticas. Enseguida, muy despacio, empezó un suave masaje, sus manos apenas aleteando, con algún líquido untuoso. Y siguió y siguió y siguió, lenta e insistentemente, recorriendo el cuerpo de Laia y haciendo que a ella le pareciese que lo estaba creando, que estaba abriéndole células sensoriales que desconocía poseer.
Esa tarde, Laia no me contó en detalle la experiencia porque me dijo que la había escrito y que, a lo mejor, se atrevía a dejármela leer (lo hizo). Así que, dado que este post pretende ser una crónica ajustada a lo que pasó, me abstendré de momento de contar más sobre la sesión de sexo (quizá publique el escrito de Laia). Baste decir que fue larga y absolutamente maravillosa. Durante casi dos horas Filipe se entregó a fondo a demostrar su profesionalidad a esa cliente altiva. Y esa cliente perdió toda altivez. Laia se derritió, por primera vez en su vida, en orgasmos encadenados.
Y, llegados a este punto, Laia me explicó que nunca antes (ni siquiera conmigo, por si mi vanidad me hubiera hecho creer otra cosa) había tenido un orgasmo. Me contó la primera etapa sexual de su matrimonio, con la ilusión del enamoramiento. Me habló de la frustración de su maternidad (ni siquiera los tres años de tratamiento valieron para lograrlo) y de cómo repercutió en su actitud hacia los placeres del cuerpo. Me explicó como, imperceptiblemente, había ido abotargándose su libido, creciendo en ella una confusa aversión hacia la sexualidad. Hablaba desordenadamente, como si ella misma buscase las palabras justas sin éxito. En varios momentos se interrumpió emocionada, llorosa ...
Yo casi no dije nada, apenas las frases necesarias para animarla a seguir, para darle el imprescindible consuelo de estar a su lado. Pensaba en lo diferentes que habían sido las experiencias de mis dos amigos; catárticas ambas, pero en muy distinto sentido y con muy distinto alcance. La de Laia mucho más radical, sin duda. Estuvimos varias horas juntos y luego la llevé a su casa. Supe que estaba iniciando una nueva etapa y que necesitaba tiempo. Al despedirse, me pidió que nada de eso le contase a Zenón. Quedamos en volver a vernos; necesitaba que la ayudase, me dijo.
Por medio de mi amigo yo había conocido a Zenón unos meses antes, pero para entonces poco lo había tratado. En esa fiesta Zenón y Laia se conocieron e intuyo que a ella le gustó. En todo caso, no pasó nada significativo (que yo sepa), pero sí es verdad que, a partir de entonces, fueron más frecuentes las salidas en grupo en las que estaba Zenón; y, a muchas de ellas, Laia se apuntaba. En ese tiempo, cada vez yo trababa más relación con Zenón y, a la vez, aflojaba mis lazos con Laia. Como un año después de la fiesta del piso me mudé de ciudad e inevitablemente se truncó la cotidianeidad de nuestras relaciones.
Pero, en cambio, la amistad de Laia y Zenón se fue estrechando y pasó a convertirse en otra cosa. Aun así, transcurrió un largo tiempo antes de que se enrollaran y otro tanto hasta que decidieron casarse. Zenón es economista y ya lo era entonces; Laia estudiaba arquitectura o más bien prolongaba un impasse que debería haber cortado hace mucho. De hecho, el anuncio de boda se complementaba con el de su retirada oficial de la universidad (para todos los amigos era evidente que nunca acabaría la carrera). Como ya conté en el primer post, pensé entonces que era mucho más Laia que Zenón quien quería el matrimonio, pero tampoco le di muchas vueltas al asunto.
Se casaron en el 95 y la boda fue un acontecimiento. Nos reunimos un buen número de viejos amigos, decididos a pasarlo bien. Entre todos habíamos copado un hotel rural en el que, a modo de concentración, pasamos un intenso fin de semana. En un momento de esas dos largas jornadas (no recuerdo si antes o después de la ceremonia), Laia hizo un aparte conmigo y, bastante borracha, declaró que me quería mucho y que esperaba poder contar siempre conmigo. Me comporté como exigen las convenciones etílicas y no le di mayor importancia al desborde emocional tan propio de las circunstancias. Curiosamente, en nuestra primera conversación del verano pasado, ella rememoró esas palabras.
He querido anteponer estos párrafos para que se entienda cómo era mi relación con Laia. Ciertamente era anterior a la que tenía con Zenón y, desde luego, había sido más íntima. Sin embargo, durante los últimos años, casi nunca había estado a solas con ella y, en cambio, había ido estrechando la amistad con su marido. Creo que me llamó, en primer lugar, porque sabía que Zenón había hablado conmigo; pero también porque necesitaba abrirse a alguien y sintió que podía apelar a la intimidad y cariño que hubo entre nosotros (y que, quiero pensar, aunque aletargados no habían desaparecido). Hechas estas aclaraciones paso a relatar, procurando no divagar demasiado, lo que me contó.
El descubrimiento de las actividades secretas de Zenón supuso un shock para Laia. Me dijo que se sintió brutalmente sacudida y durante un tiempo no podía ni siquiera pensar con un mínimo de serenidad. La invadieron emociones negativas muy fuertes, tanto que apenas le dejaban espacio para nada más y, desde luego, no para cualquier atisbo de autoanálisis. Se sentía asqueada, humillada, engañada ... Pero, sobre todo, sentía mucha rabia y unas ganas tremendas de hacer daño a su marido, de vengarse. En ese estado emocional se produjo la escena de la expulsión del domicilio. Luego, con la marcha de Zenón y los tres días que pasó sin dar noticias de su paradero, le sobrevino una sensación de abandono, de pérdida de fuerzas, de desconsuelo. Así, abatida, recibió a mi amigo y teniéndolo delante comprobó el dolor que le producía, su incapacidad para enfrentarse a lo que había ocurrido entre ellos. Trató de mantener el tipo, me dijo, no llorar. En todo caso, pensaba que hizo lo único que en ese momento podía hacer y estaba razonablemente orgullosa de no haber cedido a la rabia. También agradecía la reacción de su marido.
Los días siguientes pasaron para ella en incesantes vaivenes entre la rabia con sus emociones anexas y el desconsuelo. Cayó en un estado de nervios que no creo exagerado calificar (por lo que me contó) de patológico. Hubo de tramitar la baja laboral y recurrir a pastillas que la aletargaban pero no le quitaban una angustia que, cada vez más, le iba calando los huesos. Como a las dos semanas de la marcha de Zenón, empezó a martillearle obsesivamente la idea fija de que tenía que hacer algo que rompiera esa especie de aniquilamiento interno. No era nada que se le ocurriera como resultado de un proceso racional porque no podía pensar, no era capaz (así me dijo) de hilar dos argumentos seguidos. Simplemente una voz obsesiva le repetía que tenía que hacer algo, alguna barbaridad, para forzar la ruptura de su tristeza.
Y lo que se le ocurrió a Laia fue emular a Zenón. Decidió (si es que es procedente usar este verbo para designar su actividad mental) contactar con un “puto” para que la follara. Conociéndola, me pareció evidente (y ella pensaba más o menos lo mismo) que pretendía un acto simbólicamente iconoclasta; quería demoler sus concepciones morales sobre la sexualidad (absolutamente convencionales) o, al menos, someterlas a un shock violento. Por supuesto, no sabía con qué finalidad, qué sacaría de ello. No obstante, intuía vagamente que algo así podía generar la revulsión catártica que creía necesitar.
Asumida esta sorpresa, para mí ya no lo fue el que la elección recayera en Filipe, el mismo que había atendido a su marido. Laia me dijo que, en realidad, casi ni llegaron a ser dos decisiones distintas. Que el puto había de ser Filipe se le impuso como una evidencia. Pensaba que estaría inconscientemente cediendo a sus sentimientos de rabia, buscando una venganza contra su marido; pero también le parecía una especie de acto de justicia que le confería cierta legitimación moral. Por último, añadió, cuando me hice explícita a mí misma la decisión que casi me había embargado de forma subconsciente, pensé, no sé hasta qué punto honestamente, que acostarme con el mismo hombre con quien Zenón se había acostado podía ayudarme a entender a mi marido.
A diferencia de Zenón, Laia no se anduvo con remilgos, dudas o miedos para llevar a la práctica su idea. Quizá, pienso yo, porque no fuera una fantasía que le obsesionara, sino una decisión nacida de la angustia, un extraño grito de auxilio hacia sí misma. El caso es que llamó a Filipe (había hecho una copia de los archivos de su marido y disponía de su Excel con los contactos) y concertó un encuentro (el brasileño, por lo visto, ofrecía sus servicios sin discriminar por sexos: un chico “políticamente correcto”). La verdad, me dijo, no me esperaba que fuera tan caro: cobraba cien euros la hora. El dato me sorprendió (aunque no le dije nada) porque a Zenón sólo le había cobrado sesenta (va a ser que sí que discriminaba en razón de sexo).
Laia llegó al apartamento de Filipe muy tranquila, como si lo que estaba haciendo no fuera con ella. Me sentía, me dijo, separada de mi cuerpo, era una sensación muy parecida a la que había vivido años antes cuando, durante las constantes manipulaciones que sufrí en un tratamiento de fertilidad, logré la disociación entre mente y cuerpo, de forma que lo que le hacían a éste casi llegaba a no afectarme. Con esa actitud saludó al brasileño y le dijo que quería que le hiciera todo cuanto supiese, sin límites; que intentara darle una experiencia del sexo lo más intensa posible. Pero que no le pidiera a ella que pusiese nada de su parte. Tú eres el profesional, remachó. Filipe sonrió y, mirándola a los ojos, le tomó la cara con ambas manos. No temas, le dijo, te complaceré. Sólo te pido que, aunque no pongas nada de tu parte, tampoco pongas nada en contra: abandónate.
Acto seguido, Laia se dejó desnudar y llevar a la cama. Filipe entornó las persianas y encendió unas velas aromáticas. Enseguida, muy despacio, empezó un suave masaje, sus manos apenas aleteando, con algún líquido untuoso. Y siguió y siguió y siguió, lenta e insistentemente, recorriendo el cuerpo de Laia y haciendo que a ella le pareciese que lo estaba creando, que estaba abriéndole células sensoriales que desconocía poseer.
Esa tarde, Laia no me contó en detalle la experiencia porque me dijo que la había escrito y que, a lo mejor, se atrevía a dejármela leer (lo hizo). Así que, dado que este post pretende ser una crónica ajustada a lo que pasó, me abstendré de momento de contar más sobre la sesión de sexo (quizá publique el escrito de Laia). Baste decir que fue larga y absolutamente maravillosa. Durante casi dos horas Filipe se entregó a fondo a demostrar su profesionalidad a esa cliente altiva. Y esa cliente perdió toda altivez. Laia se derritió, por primera vez en su vida, en orgasmos encadenados.
Y, llegados a este punto, Laia me explicó que nunca antes (ni siquiera conmigo, por si mi vanidad me hubiera hecho creer otra cosa) había tenido un orgasmo. Me contó la primera etapa sexual de su matrimonio, con la ilusión del enamoramiento. Me habló de la frustración de su maternidad (ni siquiera los tres años de tratamiento valieron para lograrlo) y de cómo repercutió en su actitud hacia los placeres del cuerpo. Me explicó como, imperceptiblemente, había ido abotargándose su libido, creciendo en ella una confusa aversión hacia la sexualidad. Hablaba desordenadamente, como si ella misma buscase las palabras justas sin éxito. En varios momentos se interrumpió emocionada, llorosa ...
Yo casi no dije nada, apenas las frases necesarias para animarla a seguir, para darle el imprescindible consuelo de estar a su lado. Pensaba en lo diferentes que habían sido las experiencias de mis dos amigos; catárticas ambas, pero en muy distinto sentido y con muy distinto alcance. La de Laia mucho más radical, sin duda. Estuvimos varias horas juntos y luego la llevé a su casa. Supe que estaba iniciando una nueva etapa y que necesitaba tiempo. Al despedirse, me pidió que nada de eso le contase a Zenón. Quedamos en volver a vernos; necesitaba que la ayudase, me dijo.
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