Durante más de doscientos años, desde 1534 hasta 1763, Francia poseyó un inmenso territorio colonial en América del Norte que no sólo comprendía gran parte de las actuales provincias canadienses de Terranova, Quebec, Ontario y Manitoba, sino también los que hoy son los estados de Michigan, Ohio, Indiana, Wisconsin, Illinois, Minnesota, Iowa, Missouri, Kentucky, Tennessee (la parte occidental), Arkansas, Louisiana y Mississippi. Esta inmensa extensión de más de tres millones de kilómetros cuadrados (seis veces la de España) quedaba limitada al este por las Apalaches, la cadena montañosa que separaba el dominio francés de las famosas trece colonias británicas. Al sur, donde la Nueva Francia accedía al Golfo de México por el delta del Mississippi, lindaba con las posesiones españolas de Florida (por el este) y Nueva España (que incluía los actuales estados gringos de Texas, Nuevo México y Arizona). Hacia el oeste se abría lo que en un mapa de mediados de finales del XVI todavía se llamaba Terra Incognita; el límite venía a ser el curso del Missouri, más allá del cual se abrían las grandes llanuras y, más al occidente, las monumentales Montañas Rocosas. En lo que hoy es Estados Unidos, este territorio tenía bastante "coherencia geográfica", ya que se correspondía con la enorme cuenca del Mississippi, más amplia hacia el norte (grandes Lagos) incluyendo los valles del Ohio y del Missouri y estrechándose a medida que descendía hasta su desembocadura en Nueva Orleans.
Pese a su enormidad, la Nueva Francia apenas estaba poblada. Hacia mediados del XVIII no habría más de 70.000 habitantes, frente a los más de dos millones de residentes en las Trece Colonias británicas (con una superficie casi cuatro veces menor). Unas pocas ciudades, si así cabe llamarlas, de las cuales Montreal era la mayor (Nueva Orleans, llamada a adquirir gran importancia, fue fundada en la última etapa del poderío francés) y unos cuantos fuertes diseminados en torno a la frontera oriental. En esos tiempos (¿cuándo no?) el gran enemigo de Francia era la pérfida Albión, y la rivalidad europea se reproducía en el teatro americano. Los dominios franceses limitaban la expansión hacia el oeste de las colonias británicas, así como el acceso a los recursos del otro lado de las Apalaches (aunque en los primeros tiempos el objeto de deseo británico era la parte septentrional, rica en animales de pieles muy codiciadas).
La guerra entre ingleses y franceses era inevitable. El valle del río Ohio, al sur del lago Erie, se convirtió en escenario de una intensa actividad comercial entre los ingleses y los indios; los franceses, molestos por la creciente presencia de mercaderes británicos, en torno a 1750 se dedicaron a construir varios fuertes en la región con la intención de expulsarlos. Así las cosas, en 1754 empezó la llamada guerra franco-india, que enfrentó en suelo norteamericano a Inglaterra y Francia, apoyada ésta por las tribus indias (a excepción de la nación iroquesa). Naturalmente, en esa época a ninguna de sus majestades europeas (Jorge II y Luis XV) les importaba tanto lo que ocurriese en América como en el viejo continente. Estoy seguro de que distinta habría sido la historia si, dos años después, no hubiese estallado la Guerra de los Siete Años, un ejemplo más de las estúpidas peleas de poder en el inestable equilibrio europeo. El resultado de la contienda (tanto en Europa como en América) fue el hundimiento de Francia y la hegemonía (especialmente marítima) del poderío británico (y también de Prusia, por cierto). En Europa casi no hubo cambios territoriales pero en América el Tratado de París (1763) oficializó el desmembramiento del dominio colonial francés. Inglaterra se quedó con el Canadá y con la franja entre las Apalaches y el Mississippi (salvo Nueva Orleans), mientras que la parte al oeste del gran río (y Nueva Orleans), que pasó a llamarse la Luisiana, fue cedida a España. Seguro que a los ingleses no les quitaba el sueño que la ya débil monarquía hispana aumentara sus posesiones; el objetivo era machacar a los franceses.
De hecho, a la monarquía británica, acabada la guerra americana, lo que más le preocupaba era mantener la paz con los indios, demostrándoles que merecía su lealtad. Con tal fin, pocos meses después del Tratado de París, Jorge III promulgó la Proclamación Real de 1763 por la cual prohibía la expansión de las colonias en el nuevo territorio, que se reservaba para los asentamientos indios. Por supuesto, esta decisión real no sentó nada bien a los colonos (ni tampoco a muchos especuladores que ya tenían en mente hacerse de oro adquiriendo tierras al oeste de las Apalaches) y fue una de las primeras decisiones de la metrópoli que luego pasarían a considerarse como "Leyes Intolerables" y dispararían la independencia de los Estados Unidos. Con la dosis de cinismo que conviene mantener en estos casos, lo cierto es que mejor les habría ido a los nativos americanos si Washington y sus chicos hubieran fracasado. Hay incluso quienes opinan que esa Proclamación de 1763 fue el primer reconocimiento europeo de los derechos de los primitivos habitantes a sus tierras y, ciertamente, ha sido usado como antecedente por movimientos indigenistas contemporáneos y reconocido como tal en la legislación canadiense (no así, desde luego, en la de los USA).
Pero, como es sabido, las trece colonias lograron su independencia y se convirtieron en los primeros Estados Unidos. Así en el Tratado que en 1783 firmaron en París (otra vez) las delegaciones norteamericana y británica, todo el territorio al este del Mississippi entre los Grandes Lagos y la Florida (que fue devuelta a España) pasó a manos estadounidenses; ni que decir tiene que las naciones indias no participaron para nada en tales acuerdos. O sea, que el nuevo país se encontraba de pronto con muchísimo más territorio que el que habitaban hasta entonces los revolucionarios amantes de la libertad, como ellos gustaban llamarse. Aun así, todavía les quedaba mucho por conseguir y eso los padres de la patria lo tenían claro prácticamente desde el principio.
Los flamantes Estados Unidos organizaron sus nuevas posesiones en lo que llamaron Territorios, bajo control del Congreso Federal y con gobernación militar. Cuando alcanzaban población suficiente se les daban mecanismos ejecutivos y legislativos representativos, así como una división administrativa (condados), hasta que finalmente se integraban en la Unión como un Estado más. Mediante este proceso (bastante interesante), hasta los inicios del siglo XIX, se crearon los estados de Vermont (1791), Kentucky (1792), Tennessee (1796) y Ohio (1803) y aún quedaba bastante espacio disponible hasta la frontera del Mississippi con España (donde luego "caerían" Wisconsin, Michigan, Illinois, Indiana, Mississippi y Alabama). Pero de momento me interesa más referirme a lo que pasaba en el lado occidental del gran río, en ese amplísimo territorio que ahora se daba en llamar Luisiana y cuya administración le había tocado a España.
Lo primero que descubro buscando mapas en Internet es que los límites se han desplazado hacia el oeste respecto a los que tenía la antigua Nueva Francia. Si, como dije al principio, los franceses consideraban el curso del Missouri como su frontera con la Terra Incognita, ahora ese borde se llevaba hasta las Rocosas. Supongo (no lo he comprobado) que en el Tratado de 1763, con mayores conocimientos cartográficos, las tres potencias coloniales acordaron fijarlo así y tampoco debió de preocuparles mucho dado que las tierras más al oeste pertenecían al virreinato de Nueva España con lo que, al fin y al cabo, iban a tener la misma administración (no exactamente, pero da igual). Esta ampliación no es ninguna tontería porque daría cabida, además de a los Estados mencionados al principio, a los de Montana, Wyoming, Colorado, las dos Dakotas, Nebraska, Kansas y Oklahoma. El caso es que la España borbónica se encontró con algo más de dos millones kilómetros cuadrados que le tocó administrar desde 1764 hasta 1803, 39 años en los que el inmenso territorio fue una gobernación dependiente del virreinato de Nueva España.
La verdad es que el dominio español no llegó a dejar una huella demasiado profunda y hoy no creo que los habitantes de Nebraska, por citar al Estado actual que quedaba entonces en el centro de la posesión, sepan que sus suelos fueron gobernados alguna vez por nuestro país. Las escasas influencias hispánicas se hicieron notar en el sur, en el área del delta del Mississippi que finalmente pasaría a conformar el Estado de Lousiana. De hecho, la sede de gobierno estaba en el cabildo de Nueva Orleans y hacia esas tierras se fomentaron desde la metrópoli movimientos migratorios, entre los que conozco los de unos cuantos canarios, la mayoría de ellos de Tenerife. Sí parece, en cambio, que el mando español fue sorprendentemente eficaz en cuanto a la regulación de la hasta entonces caótica sociedad, promulgando leyes bastante acertadas, organizando el sistema de rutas comerciales y atendiendo especialmente el urbanismo. Fue justamente durante este periodo cuando empezó a hacerse evidente la importancia estratégica de Nueva Orleans y de la navegación por el Mississippi. Ya en la guerra de independencia, los españoles impidieron que los barcos ingleses entraran desde la ciudad y subieran el río, lo cual contravenía descaradamente una de las cláusulas del Tratado de París. Sin embargo, por esas fechas, España atendía los deseos de los franceses que lo querían era fastidiar a Inglaterra y, consecuentemente ayudar a los revolucionarios americanos. No parece una muestra de sagacidad política de los monarcas francés y español que animasen ideas republicanas y descolonizadoras pero así son las cosas.
Pues nada, estamos ya a finales del XVIII y poco después de la "revolución" americana vino la francesa con la guillotina y el terror, la república y las guerras revolucionarias. En España teníamos al pánfilo de Carlos IV quien, acojonadito con los acontecimientos que ocurrían al otro lado de los Pirineos, echó mano del favorito de la reina, Godoy, para que asumiera el mando político. La ejecución del rey francés hizo que nuestra monarquía declarara la guerra a los franceses y que éstos, sin casi despeinarse, nos dieran una buena paliza, ocupando Guipúzcoa, Navarra y el norte de Cataluña. Por el tratado de Basilea, Godoy logró que devolvieran los territorios ocupados, incluyendo Guipúzcoa, provincia que tenían muchas ganas de anexionar a la república con la complacencia de varios de los capitostes donostiarras de entonces (en cuyo caso yo habría nacido en Francia, oh, la la). Evidentemente, tan generoso comportamiento de los franceses tenía un precio que no era otro que la completa sumisión de la política española a la de los vecinos que, a partir de entonces, nos llevarían a rastras a su lado de desastre en desastre, principalmente enfrentándonos con los ingleses que se ocuparon concienzudamente de infligirnos unas cuantas y dolorosas derrotas.
Entonces llegó Napoleón y entró como un elefante en la cacharrería que era la situación política y económica española. En 1800 Bonaparte tenía prisa por consolidar su nuevo mapa político de Italia y una de las piezas del puzzle era el ducado de Parma que quería anexionar a Francia. Si bien este pequeño territorio gozaba de teórica soberanía, en realidad dependía muy estrechamente de España, así que al corso le pareció procedente comentar a los monarcas españoles sus planes, máxime cuando el Gran Duque era el hermano de la reina española. Pero, para que nuestros reyes vieran que era buen chico, les ofreció convertir el Gran Ducado de Toscana, mucho más glamouroso, en un reino y ofrecérselo al hijo del Gran Duque de Parma y sobrino de nuestra María Luisa; además (y aquí venía el caramelito para los obtusos monarcas), si el nuevo rey no tenía sucesión, los derechos al trono toscano pasarían a la dinastía española. Ahora bien, tanta "generosidad" tenía un precio que no parecía venir para nada a cuento: España cedería graciosamente a Francia la Luisiana. Con una miopía desmesurada (o un cinismo sobresaliente), Godoy justificó el regalo diciendo que, dado que la Luisiana era una carga de la que se sacaba poco provecho, la devolución a los franceses más que un sacrificio debía tenerse por ganancia; máxime, añadía, cuando la Toscana era una fuente de beneficios enormes. Esos comentarios del Príncipe de la Paz me parecen la mejor demostración del grado de humillación al que nos tenía sometido el Imperio Francés (sentimiento que calaría en pocos años en el pueblo): no sólo nos la metía doblada sino que, encima, teníamos que agradecérselo. Si, como se afirma, con este territorio los americanos harían sólo tres años después el mejor negocio de la historia, no parece descabellado decir que a los españoles nos cabe el "honor" de haber hecho el peor (no cobramos un real sino que encima pagamos en la operación italiana de la que, de más está decirlo, no sacamos ni el más mínimo provecho).
Y acabo ya, que el post me está saliendo más largo que un día sin pan. Cuando los americanos se enteraron de que el territorio había vuelto a manos francesas se les ocurrió darse un saltito a París a ver si conseguían de los "hermanos revolucionarios" franceses que les vendieran Nueva Orleans a fin de poder dar fácil salida marítima al comercio que discurría por el Mississippi. Hubo diversas "movidas" en la política francesa respecto a América entre 1801 y 1803 con expectativas que se iban frustrando e intereses contradictorios. Esos dos años dan para una novela de intrigas que (que yo sepa) no se ha escrito, máxime cuando uno de los protagonistas era el artero Talleyrand. Pero vayamos directamente a la escena final. Tras varios tanteos y conversaciones, en la primavera de 1803 llegan a París James Monroe (el que sería presidente cuatro años después) y Robert Livingston con la autorización de ofrecer diez millones de dólares por la ciudad y el puerto de Nueva Orleans y se encuentran que Napoleón les propone comprar todo el territorio por cinco milloncejos más. Los norteamericanos no se lo podían creer y pensaron, acertadamente, que chollos así no se encontraban y que más valía firmar a toda prisa no fuera que cambiaran las circunstancias y los franceses se retractaran. Así que los Estados Unidos adquirieron lo que es casi la cuarta parte de su actual extensión, como quien compra una finca, al precio aproximado (en valores actuales) de 1 dólar por hectárea. ¿Es o no es el mejor negocio de la historia?
Pese a su enormidad, la Nueva Francia apenas estaba poblada. Hacia mediados del XVIII no habría más de 70.000 habitantes, frente a los más de dos millones de residentes en las Trece Colonias británicas (con una superficie casi cuatro veces menor). Unas pocas ciudades, si así cabe llamarlas, de las cuales Montreal era la mayor (Nueva Orleans, llamada a adquirir gran importancia, fue fundada en la última etapa del poderío francés) y unos cuantos fuertes diseminados en torno a la frontera oriental. En esos tiempos (¿cuándo no?) el gran enemigo de Francia era la pérfida Albión, y la rivalidad europea se reproducía en el teatro americano. Los dominios franceses limitaban la expansión hacia el oeste de las colonias británicas, así como el acceso a los recursos del otro lado de las Apalaches (aunque en los primeros tiempos el objeto de deseo británico era la parte septentrional, rica en animales de pieles muy codiciadas).
La guerra entre ingleses y franceses era inevitable. El valle del río Ohio, al sur del lago Erie, se convirtió en escenario de una intensa actividad comercial entre los ingleses y los indios; los franceses, molestos por la creciente presencia de mercaderes británicos, en torno a 1750 se dedicaron a construir varios fuertes en la región con la intención de expulsarlos. Así las cosas, en 1754 empezó la llamada guerra franco-india, que enfrentó en suelo norteamericano a Inglaterra y Francia, apoyada ésta por las tribus indias (a excepción de la nación iroquesa). Naturalmente, en esa época a ninguna de sus majestades europeas (Jorge II y Luis XV) les importaba tanto lo que ocurriese en América como en el viejo continente. Estoy seguro de que distinta habría sido la historia si, dos años después, no hubiese estallado la Guerra de los Siete Años, un ejemplo más de las estúpidas peleas de poder en el inestable equilibrio europeo. El resultado de la contienda (tanto en Europa como en América) fue el hundimiento de Francia y la hegemonía (especialmente marítima) del poderío británico (y también de Prusia, por cierto). En Europa casi no hubo cambios territoriales pero en América el Tratado de París (1763) oficializó el desmembramiento del dominio colonial francés. Inglaterra se quedó con el Canadá y con la franja entre las Apalaches y el Mississippi (salvo Nueva Orleans), mientras que la parte al oeste del gran río (y Nueva Orleans), que pasó a llamarse la Luisiana, fue cedida a España. Seguro que a los ingleses no les quitaba el sueño que la ya débil monarquía hispana aumentara sus posesiones; el objetivo era machacar a los franceses.
De hecho, a la monarquía británica, acabada la guerra americana, lo que más le preocupaba era mantener la paz con los indios, demostrándoles que merecía su lealtad. Con tal fin, pocos meses después del Tratado de París, Jorge III promulgó la Proclamación Real de 1763 por la cual prohibía la expansión de las colonias en el nuevo territorio, que se reservaba para los asentamientos indios. Por supuesto, esta decisión real no sentó nada bien a los colonos (ni tampoco a muchos especuladores que ya tenían en mente hacerse de oro adquiriendo tierras al oeste de las Apalaches) y fue una de las primeras decisiones de la metrópoli que luego pasarían a considerarse como "Leyes Intolerables" y dispararían la independencia de los Estados Unidos. Con la dosis de cinismo que conviene mantener en estos casos, lo cierto es que mejor les habría ido a los nativos americanos si Washington y sus chicos hubieran fracasado. Hay incluso quienes opinan que esa Proclamación de 1763 fue el primer reconocimiento europeo de los derechos de los primitivos habitantes a sus tierras y, ciertamente, ha sido usado como antecedente por movimientos indigenistas contemporáneos y reconocido como tal en la legislación canadiense (no así, desde luego, en la de los USA).
Pero, como es sabido, las trece colonias lograron su independencia y se convirtieron en los primeros Estados Unidos. Así en el Tratado que en 1783 firmaron en París (otra vez) las delegaciones norteamericana y británica, todo el territorio al este del Mississippi entre los Grandes Lagos y la Florida (que fue devuelta a España) pasó a manos estadounidenses; ni que decir tiene que las naciones indias no participaron para nada en tales acuerdos. O sea, que el nuevo país se encontraba de pronto con muchísimo más territorio que el que habitaban hasta entonces los revolucionarios amantes de la libertad, como ellos gustaban llamarse. Aun así, todavía les quedaba mucho por conseguir y eso los padres de la patria lo tenían claro prácticamente desde el principio.
Los flamantes Estados Unidos organizaron sus nuevas posesiones en lo que llamaron Territorios, bajo control del Congreso Federal y con gobernación militar. Cuando alcanzaban población suficiente se les daban mecanismos ejecutivos y legislativos representativos, así como una división administrativa (condados), hasta que finalmente se integraban en la Unión como un Estado más. Mediante este proceso (bastante interesante), hasta los inicios del siglo XIX, se crearon los estados de Vermont (1791), Kentucky (1792), Tennessee (1796) y Ohio (1803) y aún quedaba bastante espacio disponible hasta la frontera del Mississippi con España (donde luego "caerían" Wisconsin, Michigan, Illinois, Indiana, Mississippi y Alabama). Pero de momento me interesa más referirme a lo que pasaba en el lado occidental del gran río, en ese amplísimo territorio que ahora se daba en llamar Luisiana y cuya administración le había tocado a España.
Lo primero que descubro buscando mapas en Internet es que los límites se han desplazado hacia el oeste respecto a los que tenía la antigua Nueva Francia. Si, como dije al principio, los franceses consideraban el curso del Missouri como su frontera con la Terra Incognita, ahora ese borde se llevaba hasta las Rocosas. Supongo (no lo he comprobado) que en el Tratado de 1763, con mayores conocimientos cartográficos, las tres potencias coloniales acordaron fijarlo así y tampoco debió de preocuparles mucho dado que las tierras más al oeste pertenecían al virreinato de Nueva España con lo que, al fin y al cabo, iban a tener la misma administración (no exactamente, pero da igual). Esta ampliación no es ninguna tontería porque daría cabida, además de a los Estados mencionados al principio, a los de Montana, Wyoming, Colorado, las dos Dakotas, Nebraska, Kansas y Oklahoma. El caso es que la España borbónica se encontró con algo más de dos millones kilómetros cuadrados que le tocó administrar desde 1764 hasta 1803, 39 años en los que el inmenso territorio fue una gobernación dependiente del virreinato de Nueva España.
La verdad es que el dominio español no llegó a dejar una huella demasiado profunda y hoy no creo que los habitantes de Nebraska, por citar al Estado actual que quedaba entonces en el centro de la posesión, sepan que sus suelos fueron gobernados alguna vez por nuestro país. Las escasas influencias hispánicas se hicieron notar en el sur, en el área del delta del Mississippi que finalmente pasaría a conformar el Estado de Lousiana. De hecho, la sede de gobierno estaba en el cabildo de Nueva Orleans y hacia esas tierras se fomentaron desde la metrópoli movimientos migratorios, entre los que conozco los de unos cuantos canarios, la mayoría de ellos de Tenerife. Sí parece, en cambio, que el mando español fue sorprendentemente eficaz en cuanto a la regulación de la hasta entonces caótica sociedad, promulgando leyes bastante acertadas, organizando el sistema de rutas comerciales y atendiendo especialmente el urbanismo. Fue justamente durante este periodo cuando empezó a hacerse evidente la importancia estratégica de Nueva Orleans y de la navegación por el Mississippi. Ya en la guerra de independencia, los españoles impidieron que los barcos ingleses entraran desde la ciudad y subieran el río, lo cual contravenía descaradamente una de las cláusulas del Tratado de París. Sin embargo, por esas fechas, España atendía los deseos de los franceses que lo querían era fastidiar a Inglaterra y, consecuentemente ayudar a los revolucionarios americanos. No parece una muestra de sagacidad política de los monarcas francés y español que animasen ideas republicanas y descolonizadoras pero así son las cosas.
Pues nada, estamos ya a finales del XVIII y poco después de la "revolución" americana vino la francesa con la guillotina y el terror, la república y las guerras revolucionarias. En España teníamos al pánfilo de Carlos IV quien, acojonadito con los acontecimientos que ocurrían al otro lado de los Pirineos, echó mano del favorito de la reina, Godoy, para que asumiera el mando político. La ejecución del rey francés hizo que nuestra monarquía declarara la guerra a los franceses y que éstos, sin casi despeinarse, nos dieran una buena paliza, ocupando Guipúzcoa, Navarra y el norte de Cataluña. Por el tratado de Basilea, Godoy logró que devolvieran los territorios ocupados, incluyendo Guipúzcoa, provincia que tenían muchas ganas de anexionar a la república con la complacencia de varios de los capitostes donostiarras de entonces (en cuyo caso yo habría nacido en Francia, oh, la la). Evidentemente, tan generoso comportamiento de los franceses tenía un precio que no era otro que la completa sumisión de la política española a la de los vecinos que, a partir de entonces, nos llevarían a rastras a su lado de desastre en desastre, principalmente enfrentándonos con los ingleses que se ocuparon concienzudamente de infligirnos unas cuantas y dolorosas derrotas.
Entonces llegó Napoleón y entró como un elefante en la cacharrería que era la situación política y económica española. En 1800 Bonaparte tenía prisa por consolidar su nuevo mapa político de Italia y una de las piezas del puzzle era el ducado de Parma que quería anexionar a Francia. Si bien este pequeño territorio gozaba de teórica soberanía, en realidad dependía muy estrechamente de España, así que al corso le pareció procedente comentar a los monarcas españoles sus planes, máxime cuando el Gran Duque era el hermano de la reina española. Pero, para que nuestros reyes vieran que era buen chico, les ofreció convertir el Gran Ducado de Toscana, mucho más glamouroso, en un reino y ofrecérselo al hijo del Gran Duque de Parma y sobrino de nuestra María Luisa; además (y aquí venía el caramelito para los obtusos monarcas), si el nuevo rey no tenía sucesión, los derechos al trono toscano pasarían a la dinastía española. Ahora bien, tanta "generosidad" tenía un precio que no parecía venir para nada a cuento: España cedería graciosamente a Francia la Luisiana. Con una miopía desmesurada (o un cinismo sobresaliente), Godoy justificó el regalo diciendo que, dado que la Luisiana era una carga de la que se sacaba poco provecho, la devolución a los franceses más que un sacrificio debía tenerse por ganancia; máxime, añadía, cuando la Toscana era una fuente de beneficios enormes. Esos comentarios del Príncipe de la Paz me parecen la mejor demostración del grado de humillación al que nos tenía sometido el Imperio Francés (sentimiento que calaría en pocos años en el pueblo): no sólo nos la metía doblada sino que, encima, teníamos que agradecérselo. Si, como se afirma, con este territorio los americanos harían sólo tres años después el mejor negocio de la historia, no parece descabellado decir que a los españoles nos cabe el "honor" de haber hecho el peor (no cobramos un real sino que encima pagamos en la operación italiana de la que, de más está decirlo, no sacamos ni el más mínimo provecho).
Y acabo ya, que el post me está saliendo más largo que un día sin pan. Cuando los americanos se enteraron de que el territorio había vuelto a manos francesas se les ocurrió darse un saltito a París a ver si conseguían de los "hermanos revolucionarios" franceses que les vendieran Nueva Orleans a fin de poder dar fácil salida marítima al comercio que discurría por el Mississippi. Hubo diversas "movidas" en la política francesa respecto a América entre 1801 y 1803 con expectativas que se iban frustrando e intereses contradictorios. Esos dos años dan para una novela de intrigas que (que yo sepa) no se ha escrito, máxime cuando uno de los protagonistas era el artero Talleyrand. Pero vayamos directamente a la escena final. Tras varios tanteos y conversaciones, en la primavera de 1803 llegan a París James Monroe (el que sería presidente cuatro años después) y Robert Livingston con la autorización de ofrecer diez millones de dólares por la ciudad y el puerto de Nueva Orleans y se encuentran que Napoleón les propone comprar todo el territorio por cinco milloncejos más. Los norteamericanos no se lo podían creer y pensaron, acertadamente, que chollos así no se encontraban y que más valía firmar a toda prisa no fuera que cambiaran las circunstancias y los franceses se retractaran. Así que los Estados Unidos adquirieron lo que es casi la cuarta parte de su actual extensión, como quien compra una finca, al precio aproximado (en valores actuales) de 1 dólar por hectárea. ¿Es o no es el mejor negocio de la historia?
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