Hace treinta años, a causa de un accidente de coche, me rompí el tabique nasal y hube de sufrir una intervención quirúrgica en el Piramidón de Madrid. Guardo una imagen, después de la operación, en la que estoy sentado a una mesa jugando a las cartas con otros tres inquilinos de la planta de cirugía plástica: éramos todos monstruos feísimos de una película de terror de serie B. Yo, con una escayola que me cubría media cara y la descubierta completamente deformada, era probablemente el que menos asustaba, porque los otros desgraciados tenían espantosas quemaduras en el rostro y el cuerpo. La intervención se hacía bajo anestesia general, por supuesto, y consistía básicamente en que el cirujano, a modo de escultor, se dedicaba a machacar a golpes y raspados los huesecillos nasales hasta que el tabique quedara más o menos enderezado. Uno despertaba tremendamente dolorido y con la sensación de haber servido de sparring pasivo a un Cassius Clay entusiasta, de lo cual daban sobradas pruebas los pómulos hinchados, ojos completamente achinados y multitud de moratones. Estuve casi una semana internado y luego un mes más en mi casa con el yeso, a cuya incomodidad se sumaban dolores de cabeza y de los músculos faciales. Para colmo, no me dejaron demasiado bien y desde entonces nunca he respirado todo lo limpiamente que desearía. En muy raras ocasiones he sentido que el aire me entraba despejado por ambas fosas, porque lo normal ha sido que una o incluso ambas las tuviera taponadas. Nada grave, en todo caso, pues siempre he respirado por la nariz y ni siquiera ronco, pero añoraba poder inspirar bocanadas (narigadas) de aire y que me atravesaran sin obstáculos, refrescantes, los túneles nasales hasta los pulmones.
Así que hace algo más de un mes me animé a ir a un otorrino que me habían recomendado, un tipo algo más joven que yo y que, efectivamente, me produjo muy buena impresión (no suele ocurrirme con los médicos). Después de hurgarme y escudriñarme detenidamente las fosas nasales (y mostrármelas en una pantalla: mira que son feas por dentro), me diagnosticó que, además de la leve desviación de tabique nunca bien corregida, tenía los cornetes algo mayores de lo conveniente y probablemente éstos eran los causantes de mis dificultades respiratorias. Tras hacerme estar durante dos breves periodos sucesivos probando unos sprays nasales, me recomendó someterme a una sesión de radiofrecuencia mediante la cual se disminuye el tamaño de los cornetes, aumentando consiguientemente el pasaje de tránsito aéreo y, en teoría, aliviando la insuficiencia respiratoria. La técnica que este hombre usa se llama coblation y consiste en abrir canales mediante la extirpación de tejido, lo que se realiza insertando una vara en el cornete nasal que crea una lesión necrótica submucosa alrededor del canal tisular; ¿queda claro? Sin entrar en detalles técnicos que ni siquiera pretendo entender, la cosa es que te lo hacen en la propia consulta y con anestesia local. Primero me metió dos algodones empapados en anestésico en cada agujero, empujándolos fuertemente hacia arriba (fue quizá la única parte desagradable, aunque tampoco propiamente dolorosa). Tras esperar con las narices tapadas durante un cuarto de hora, me pinchó una segunda anestesia a través de los algodones, que ni siquiera sentí. Con la sensibilidad nasal a cero, me metió una finísima varilla metálica y se dedicó a darme unos toques en los cornetes que sólo percibía porque el zumbido del aparato que activaba y desactivaba (imagino que el generador de la radiofrecuencia). La intervención duró unos veinte minutos, aunque luego hube de esperar otra media hora en la sala, bien pertrechado de pañuelos de papel, porque moqueaba abundantemente sangre con restos mucosos.
Salí de la consulta perfectamente, salvo una sensación de congestión nasal idéntica a la de un resfriado en su etapa final. Según me dijo el médico, es normal y la mantendré unos días, mientras se terminan de limpiar las fosas y cicatrizar las pequeñas hemorragias. Durante una semana debo hacerme tres lavados diarios con suero fisiológico y aplicarme una pomada. A 15 horas de la operación, y pasada la primera noche sin ninguna incidencia, noto una cierta mejoría, pero sigo obviamente con mucosidades y sensación de cosquilleo. Ya veremos si la técnica funciona; no es que confíe en lograr una perfecta inspiración pero sí una mejora apreciable. Pero, en todo caso, al comparar la experiencia con la que sufrí hace treinta años (y la que se sigue practicando hoy en día, según me comentó un amigo que hace apenas unos dos meses le hicieron "a golpes" una reducción de cornetes en quirófano), me viene inevitablemente a la cabeza la frase de La Verbena de la Paloma con la que titulo este post.
Así que hace algo más de un mes me animé a ir a un otorrino que me habían recomendado, un tipo algo más joven que yo y que, efectivamente, me produjo muy buena impresión (no suele ocurrirme con los médicos). Después de hurgarme y escudriñarme detenidamente las fosas nasales (y mostrármelas en una pantalla: mira que son feas por dentro), me diagnosticó que, además de la leve desviación de tabique nunca bien corregida, tenía los cornetes algo mayores de lo conveniente y probablemente éstos eran los causantes de mis dificultades respiratorias. Tras hacerme estar durante dos breves periodos sucesivos probando unos sprays nasales, me recomendó someterme a una sesión de radiofrecuencia mediante la cual se disminuye el tamaño de los cornetes, aumentando consiguientemente el pasaje de tránsito aéreo y, en teoría, aliviando la insuficiencia respiratoria. La técnica que este hombre usa se llama coblation y consiste en abrir canales mediante la extirpación de tejido, lo que se realiza insertando una vara en el cornete nasal que crea una lesión necrótica submucosa alrededor del canal tisular; ¿queda claro? Sin entrar en detalles técnicos que ni siquiera pretendo entender, la cosa es que te lo hacen en la propia consulta y con anestesia local. Primero me metió dos algodones empapados en anestésico en cada agujero, empujándolos fuertemente hacia arriba (fue quizá la única parte desagradable, aunque tampoco propiamente dolorosa). Tras esperar con las narices tapadas durante un cuarto de hora, me pinchó una segunda anestesia a través de los algodones, que ni siquiera sentí. Con la sensibilidad nasal a cero, me metió una finísima varilla metálica y se dedicó a darme unos toques en los cornetes que sólo percibía porque el zumbido del aparato que activaba y desactivaba (imagino que el generador de la radiofrecuencia). La intervención duró unos veinte minutos, aunque luego hube de esperar otra media hora en la sala, bien pertrechado de pañuelos de papel, porque moqueaba abundantemente sangre con restos mucosos.
Salí de la consulta perfectamente, salvo una sensación de congestión nasal idéntica a la de un resfriado en su etapa final. Según me dijo el médico, es normal y la mantendré unos días, mientras se terminan de limpiar las fosas y cicatrizar las pequeñas hemorragias. Durante una semana debo hacerme tres lavados diarios con suero fisiológico y aplicarme una pomada. A 15 horas de la operación, y pasada la primera noche sin ninguna incidencia, noto una cierta mejoría, pero sigo obviamente con mucosidades y sensación de cosquilleo. Ya veremos si la técnica funciona; no es que confíe en lograr una perfecta inspiración pero sí una mejora apreciable. Pero, en todo caso, al comparar la experiencia con la que sufrí hace treinta años (y la que se sigue practicando hoy en día, según me comentó un amigo que hace apenas unos dos meses le hicieron "a golpes" una reducción de cornetes en quirófano), me viene inevitablemente a la cabeza la frase de La Verbena de la Paloma con la que titulo este post.