– ¿Conociste al conde de Buffon, tío?
– Sí, sobrino, lo conocí en primera estancia parisina, allá por el 59, era yo más joven de lo que tú eres ahora, imagínate. Pero entonces aún no era conde, sólo Jorge Luís Leclerc, aunque ya brillaba con merecida fama entre los más sabios de Francia; fíjate que ingresó en la Academia de las Ciencias con apenas veintisiete años. Un personaje admirable y apasionado, sin duda el naturalista más importante de este siglo moribundo. Pero, ¿por qué me lo preguntas?
– Al poco de instalarnos en París, Francois, el marquesito como tú lo llamas, me llevó a una conferencia en la celebración del primer aniversario de su muerte. La sala del Collège Royal estaba abarrotada, fueron más de tres horas de discursos y debates ... ¡habló incluso Daubenton, uno de los autores de la Encyclopédie!
– También lo conocí. Era el protegido de Buffon, ambos habían nacido en el mismo pueblo. No sabía que hubiera participado en la Enciclopedia, hasta ignoraba que siguiera vivo, debe ser ya un vejestorio.
– Setenta y algo tendrá, pero conserva lúcidas sus facultades. Narró con extraordinaria gracia algunas anécdotas de su amigo. Me impresionaron, por ejemplo, las controversias con Voltaire, en particular las referidas a la vis viva. ¿Estás al corriente?
– Desde luego, aspirante a científico, esos asuntos estaban en boga hacia mediados de siglo y quizá fuera Buffon, en efecto, de los primeros en enunciar la idea. Pero antes, confírmame que has leído los Philosophiæ naturalis principia mathematica, del ilustre don Isaac Newton.
– Claro, tío, tú mismo me obligaste, ¿recuerdas? Era un ejemplar en francés ...
– Sí, el que tradujo la marquesa de Châtelet, una mujer apasionante; lástima que no llegara a conocerla. Fue una notable matemática y amante de los más ilustres hombres de su época, Voltaire entre ellos. Hablaba inglés con extremada soltura y era una convencida de la teoría newtoniana.
– Voltaire sería quien la instruiría, supongo. Tengo entendido que fue el gran difusor en el continente de la filosofía del inglés.
– No puedo asegurarte que fuera el primero, pero sí desde luego el más ardiente. Voltaire admiraba a Newton a pesar de que le costaba entender sus escritos, según me aseguraron quienes lo conocieron. En alguna de sus obras leí, quizá en las cartas inglesas, que le impresionó sobremanera el funeral del gran físico en la Abadía de Westminster; dijo que los londinenses lo despedían como si fuera un rey que había hecho el bien a su pueblo. Y sí, de vuelta de su exilio, era un newtoniano convencido o, lo que entonces era lo mismo, un apóstata de Descartes y por tanto del dogma sacrosanto de la ciencia francesa. Pero tampoco nos interesa ahora enredarnos en esas controversias, que más afectaban a la geometría y a la física, pues hacia donde pretendo llegar es al terreno de las ciencias naturales, recuperar la vis viva que mencionaste.
– De Voltaire he leído poco, te lo reconozco, y ya puestos a confesar he de admitirte que tampoco yo logré comprender del todo los Principia de Newton. ¿No sería algo deficiente la traducción de aquella marquesa?
– No, querido, no. Y como tampoco tu francés es en absoluto deficiente, infiero que has de profundizar en las matemáticas. Pero tienes otra oportunidad. Recuérdame que te busque en mi gabinete un librito que ha publicado en Nueva Granada un viejo amigo de juventud con el que me sigo escribiendo. Ambos dejamos Madrid hacia la misma época, pero él marchó a las Indias y ahí sigue, en Santa Fe, según el remite de su última epístola. Es una verdadera pena que no quiera regresar a pesar de que ofertas no le han faltado; hasta el propio Rey, el anterior, lo reclamó a Madrid y se negó. De hombres de su erudición e inteligencia andamos demasiado faltos en estas tristes Españas.
– Me desconciertas, tío, pasas de un nombre a otro sin advertirme de los motivos. ¿Cómo se llama tan ilustre amigo tuyo?
– Discúlpame, sobrino, pero mi cacumen no es ya lo ordenado que solía y los pensamientos se me desbarajustan y pugnan por salir, atropellándose unos a otros. Te estoy hablando de un médico y naturalista, pero también físico y filósofo, incluso, para mi asombro, canónigo de la catedral bogotana, que se ordenó sacerdote ya maduro, me barrunto que para aflojarse las apreturas de los inquisidores dominicos de aquellos lares, que le guardan harta inquina. Y se llama José Celestino Mutis, natural de Cádiz, pocos años mayor que yo, y a quien conocí en la segunda mitad de los cincuenta en el Hospital General de Madrid. ¿Satisfecha tu demanda?
– No del todo. ¿A qué lo traes a colación y sobre qué versa el libro que deseas prestarme?
– Muy a propósito viene su nombre, sobrino, tanto ahora que estamos hablando de Newton como cuando sigamos con Buffon. Para mí tengo que Mutis es el más grande conocedor en nuestra lengua de la obra del inglés y el primero entre nosotros que se ha atrevido a exponer con meridiana claridad sus consecuencias, que no son otras que una nueva filosofía natural. El librito del que te hablo transcribe su discurso inaugural en la cátedra de matemáticas de la capital de Nueva Granada. Aunque treinta años después (pero siempre en España vamos con retraso en el conocimiento de las ciencias), la labor de mi viejo amigo emula la de Voltaire a su vuelta a la Francia. Me envió un ejemplar solicitando mi opinión de la que, decía, tenía gran estima en razón de haber tratado a Voltaire y a otros grandes sabios conocedores y estudiosos de Newton. Verdad era lo último, pero erraba al atribuirme la más nimia autoridad sobre las teorías gravitacionales, que una cosa es que las hubiera escuchado en abundancia y otra que me hubieran sido inteligibles, más allá de, como quien dice, la melodía del estribillo. Prueba de que su afecto hacia mi persona es tan grande como su ignorancia de mis conocimientos científicos.
– Te desdeñas injustamente, tío. Si eres tú lego, ¿cómo he yo de calificarme?
– Pero en tu caso hay más excusa, sobrino, y sobre todo más tiempo para la enmienda. Y no, no me engaño ni peco de ridícula modestia, que la poca consistencia que he adquirido en relación a la física newtoniana lo fue tras la lectura del opúsculo de mi amigo José Celestino, que es por tal motivo que te lo recomiendo. Desde entonces busco la calma necesaria para releer los Principia, pero ya sabes que mis asuntos en la Corte me privan de ella. Además, hace tiempo que Mutis me escribió que andaba trabajando en una traducción al castellano y, aunque no ha vuelto a mencionármelo, confío en que la culmine y así poder leer a Newton en nuestro idioma.
– Si no te incomoda, tío, me gustaría que retomásemos la discusión sobre la vis viva, los ataques de Voltaire a las teorías de Buffon.
– A ello iba, querido, a ello iba. Mas antes permíteme que descanse un rato que, aunque la conversación me es muy grata, las piernas se me resienten, más con estas calzas que me vienen prietas. Dice el médico que he de prevenir el engrosamiento, causado por tanto trabajo de escritorio. Has de hacerme caminar, sobrino, que aquí en Aranjuez contamos con estos excelentes jardines. Pero entiende que necesite reposos para recobrar el aliento y que me fricciones las piernas. Asentémonos en ese banco de piedra que asoma al río, verás qué bello discurre el Tajo en estos últimos días de agosto.
– Sí, sobrino, lo conocí en primera estancia parisina, allá por el 59, era yo más joven de lo que tú eres ahora, imagínate. Pero entonces aún no era conde, sólo Jorge Luís Leclerc, aunque ya brillaba con merecida fama entre los más sabios de Francia; fíjate que ingresó en la Academia de las Ciencias con apenas veintisiete años. Un personaje admirable y apasionado, sin duda el naturalista más importante de este siglo moribundo. Pero, ¿por qué me lo preguntas?
– Al poco de instalarnos en París, Francois, el marquesito como tú lo llamas, me llevó a una conferencia en la celebración del primer aniversario de su muerte. La sala del Collège Royal estaba abarrotada, fueron más de tres horas de discursos y debates ... ¡habló incluso Daubenton, uno de los autores de la Encyclopédie!
– También lo conocí. Era el protegido de Buffon, ambos habían nacido en el mismo pueblo. No sabía que hubiera participado en la Enciclopedia, hasta ignoraba que siguiera vivo, debe ser ya un vejestorio.
– Setenta y algo tendrá, pero conserva lúcidas sus facultades. Narró con extraordinaria gracia algunas anécdotas de su amigo. Me impresionaron, por ejemplo, las controversias con Voltaire, en particular las referidas a la vis viva. ¿Estás al corriente?
– Desde luego, aspirante a científico, esos asuntos estaban en boga hacia mediados de siglo y quizá fuera Buffon, en efecto, de los primeros en enunciar la idea. Pero antes, confírmame que has leído los Philosophiæ naturalis principia mathematica, del ilustre don Isaac Newton.
– Claro, tío, tú mismo me obligaste, ¿recuerdas? Era un ejemplar en francés ...
– Sí, el que tradujo la marquesa de Châtelet, una mujer apasionante; lástima que no llegara a conocerla. Fue una notable matemática y amante de los más ilustres hombres de su época, Voltaire entre ellos. Hablaba inglés con extremada soltura y era una convencida de la teoría newtoniana.
– Voltaire sería quien la instruiría, supongo. Tengo entendido que fue el gran difusor en el continente de la filosofía del inglés.
– No puedo asegurarte que fuera el primero, pero sí desde luego el más ardiente. Voltaire admiraba a Newton a pesar de que le costaba entender sus escritos, según me aseguraron quienes lo conocieron. En alguna de sus obras leí, quizá en las cartas inglesas, que le impresionó sobremanera el funeral del gran físico en la Abadía de Westminster; dijo que los londinenses lo despedían como si fuera un rey que había hecho el bien a su pueblo. Y sí, de vuelta de su exilio, era un newtoniano convencido o, lo que entonces era lo mismo, un apóstata de Descartes y por tanto del dogma sacrosanto de la ciencia francesa. Pero tampoco nos interesa ahora enredarnos en esas controversias, que más afectaban a la geometría y a la física, pues hacia donde pretendo llegar es al terreno de las ciencias naturales, recuperar la vis viva que mencionaste.
– De Voltaire he leído poco, te lo reconozco, y ya puestos a confesar he de admitirte que tampoco yo logré comprender del todo los Principia de Newton. ¿No sería algo deficiente la traducción de aquella marquesa?
– No, querido, no. Y como tampoco tu francés es en absoluto deficiente, infiero que has de profundizar en las matemáticas. Pero tienes otra oportunidad. Recuérdame que te busque en mi gabinete un librito que ha publicado en Nueva Granada un viejo amigo de juventud con el que me sigo escribiendo. Ambos dejamos Madrid hacia la misma época, pero él marchó a las Indias y ahí sigue, en Santa Fe, según el remite de su última epístola. Es una verdadera pena que no quiera regresar a pesar de que ofertas no le han faltado; hasta el propio Rey, el anterior, lo reclamó a Madrid y se negó. De hombres de su erudición e inteligencia andamos demasiado faltos en estas tristes Españas.
– Me desconciertas, tío, pasas de un nombre a otro sin advertirme de los motivos. ¿Cómo se llama tan ilustre amigo tuyo?
– Discúlpame, sobrino, pero mi cacumen no es ya lo ordenado que solía y los pensamientos se me desbarajustan y pugnan por salir, atropellándose unos a otros. Te estoy hablando de un médico y naturalista, pero también físico y filósofo, incluso, para mi asombro, canónigo de la catedral bogotana, que se ordenó sacerdote ya maduro, me barrunto que para aflojarse las apreturas de los inquisidores dominicos de aquellos lares, que le guardan harta inquina. Y se llama José Celestino Mutis, natural de Cádiz, pocos años mayor que yo, y a quien conocí en la segunda mitad de los cincuenta en el Hospital General de Madrid. ¿Satisfecha tu demanda?
– No del todo. ¿A qué lo traes a colación y sobre qué versa el libro que deseas prestarme?
– Muy a propósito viene su nombre, sobrino, tanto ahora que estamos hablando de Newton como cuando sigamos con Buffon. Para mí tengo que Mutis es el más grande conocedor en nuestra lengua de la obra del inglés y el primero entre nosotros que se ha atrevido a exponer con meridiana claridad sus consecuencias, que no son otras que una nueva filosofía natural. El librito del que te hablo transcribe su discurso inaugural en la cátedra de matemáticas de la capital de Nueva Granada. Aunque treinta años después (pero siempre en España vamos con retraso en el conocimiento de las ciencias), la labor de mi viejo amigo emula la de Voltaire a su vuelta a la Francia. Me envió un ejemplar solicitando mi opinión de la que, decía, tenía gran estima en razón de haber tratado a Voltaire y a otros grandes sabios conocedores y estudiosos de Newton. Verdad era lo último, pero erraba al atribuirme la más nimia autoridad sobre las teorías gravitacionales, que una cosa es que las hubiera escuchado en abundancia y otra que me hubieran sido inteligibles, más allá de, como quien dice, la melodía del estribillo. Prueba de que su afecto hacia mi persona es tan grande como su ignorancia de mis conocimientos científicos.
– Te desdeñas injustamente, tío. Si eres tú lego, ¿cómo he yo de calificarme?
– Pero en tu caso hay más excusa, sobrino, y sobre todo más tiempo para la enmienda. Y no, no me engaño ni peco de ridícula modestia, que la poca consistencia que he adquirido en relación a la física newtoniana lo fue tras la lectura del opúsculo de mi amigo José Celestino, que es por tal motivo que te lo recomiendo. Desde entonces busco la calma necesaria para releer los Principia, pero ya sabes que mis asuntos en la Corte me privan de ella. Además, hace tiempo que Mutis me escribió que andaba trabajando en una traducción al castellano y, aunque no ha vuelto a mencionármelo, confío en que la culmine y así poder leer a Newton en nuestro idioma.
– Si no te incomoda, tío, me gustaría que retomásemos la discusión sobre la vis viva, los ataques de Voltaire a las teorías de Buffon.
– A ello iba, querido, a ello iba. Mas antes permíteme que descanse un rato que, aunque la conversación me es muy grata, las piernas se me resienten, más con estas calzas que me vienen prietas. Dice el médico que he de prevenir el engrosamiento, causado por tanto trabajo de escritorio. Has de hacerme caminar, sobrino, que aquí en Aranjuez contamos con estos excelentes jardines. Pero entiende que necesite reposos para recobrar el aliento y que me fricciones las piernas. Asentémonos en ese banco de piedra que asoma al río, verás qué bello discurre el Tajo en estos últimos días de agosto.
Careless - Fred Eaglesmith (Cha-Cha-Cha, 2010)
Otra canción del canadiense Fred Eaglesmith; tampoco guarda relación con el post, pero es que es mi música de este fin de semana póntico. Escuchadlo, que es bueno.