En mi post del pasado sábado (
Ser bueno), en un breve debate centrado en la psicología de los maltratadores, Lansky disintió de mi opinión sosteniendo que se puede sentir
a la vez amor y odio y que es justamente esa simultaneidad lo que convierte ese "estado emocional contradictorio" en patológico. Añade que
sentir odio no es malo de por sí, sino según cómo y a quién conduzca (y, además, esto le parece obvio). Ambas afirmaciones las hace en el último de sus comentarios sobre el asunto, que da por cerrado ya que llega a la conclusión de que el desacuerdo entre nosotros es más profundo que una mera cuestión terminológica. Como me ocurre con frecuencia, algunos comentarios en este blog pasan a sugerirme reflexiones que, a su vez, se convierten en nuevos posts escritos con la intención de aclararme yo mismo. Es el caso del presente.
Empezaré diciendo que no me parece muy adecuado el adjetivo
mero para calificar las
cuestiones terminológicas pues generalmente éstas son cualquier cosa menos simples o carentes de importancia. Tengo más que comprobado que la mayoría de las veces es habitual que los intervinientes den significados diferentes a los términos sobre los que discuten. En ésta a la que me refiero, yo predico algo sobre el amor con lo que Lansky dice no estar de acuerdo; en términos lógicos, uno afirma que A es B y otro que A es no B, lo que obviamente es una contradicción y, por tanto, uno de ambos enunciados ha de ser falso (o uno de ambos contertulios ha de estar equivocado). Pero, claro, para poder entrar a indagar sobre la
verdad de cada proposición hemos de estar seguros previamente de que los significados que ambos atribuyen a A y a B son idénticos (A de Miroslav = A de Lansky, y B de Miroslav = B de Lansky). Este requisito no se verifica en la mayoría de las ocasiones, lo que no impide que suela darse por supuesto y cada interlocutor siga construyendo sus argumentos como si estuviera contradiciendo los del otro cuando, en realidad, están discutiendo de cosas diferentes. Bastaría, claro, que antes de introducir cualquier término, se aseguraran de que ambos le otorgan el mismo significado, lo cual, dicho sea de paso, no es para nada sencillo. Definir una palabra es recurrir a otras palabras que a su vez requieren ser definidas, de modo que siempre se acaba en un proceso circular (hágase el experimento con el diccionario); así, los vocablos se sostienen unos en otros y el conjunto es una compleja construcción que se precipita en el vacío semántico. Es decir, que nunca podremos estar seguros de que sabemos de lo qué hablamos (casi ni uno consigo mismo) y esta inconsistencia global del lenguaje está en la base de la imposibilidad de la comunicación humana, asunto que trató magistralmente Pirandello, por ejemplo. En resumen, que los equívocos derivados de las
cuestiones terminológicas son cualquier cosa menos sencillas o irrelevantes.
No obstante esta imposibilidad "esencial" del lenguaje, lo cierto es que, renunciando a un afán perfeccionista en cuanto al rigor, somos capaces de acotar la ambigüedad comunicativa dentro de unos límites
suficientes para entendernos en la práctica cotidiana. Los problemas surgen a medida que los términos a que recurrimos se refieren a conceptos ajenos al mundo material; hay que ser enfermizamente quisquilloso para dudar si nuestro interlocutor nos entenderá correctamente cuando le decimos, por ejemplo, que le llamaré por teléfono a su casa a las cuatro de la tarde del jueves 26 (y aún así, ocurren malentendidos). Sin embargo, la más elemental experiencia aconseja que sí alberguemos esas dudas si enunciamos que "el amor y el odio no (o sí) se pueden sentir simultáneamente". Es más que probable que lo que yo entienda por
amor (u odio) no sea lo mismo que entienda mi interlocutor y, sobre todo, que, aunque cada uno de los dos conceptos homónimos compartan atributos comunes (los suficientes para que una conversación desenfadada fluya sin "chirridos"), sus diferencias semánticas sean relevantes a efectos de la congruencia del enunciado en que se emplea el término. Por ejemplo, si uno cree que un atributo del amor (de pareja) es el afán de posesión del ser amado y el otro piensa que no, la discusión entre ambos sobre si el maltratador
ama a su mujer estaría viciada de confusión terminológica si las motivaciones relacionadas con el sentimiento de posesión fueran relevantes para quienes discuten. Es decir, si ambos coincidieran en que el maltrato es originado por el afán (frustrado) de posesión amorosa, lo normal es que el que entiende ese sentimiento como inherente al amor (o parte de él) considere que el maltratador
ama a su pareja, mientras que el que entiende amor y afán de posesión como cosas distintas (por más que suelan aparecer juntas) lo niegue. El disenso, así, es estrictamente terminológico (respecto del vocablo
amor) ya que en el fondo ambos contendientes están de acuerdo.
Pese a que cualquier examen superficial de un debate de este tipo basta para poner de manifiesto si el desacuerdo es terminológico o más de fondo, en la práctica esta distinción no suele hacerse y, por el contrario, lo habitual es que los discutidores se enzarcen en una espiral creciente de confusiones, hasta el punto de que enseguida tan sólo les va quedando claro que disienten gravemente de lo que dice el otro, aunque no sean capaces de acotar con una mínima precisión los límites de sus presuntos disensos. Este incremento gradual del embrollo lleva aparejada la paralela disminución de la racionalidad y propicia la tentación a prescindir de las más elementales reglas que garantizan la corrección argumental. Es así habitual que se tergiversen las palabras del "oponente" o se recurra a descalificaciones personales o argumentos de autoridad, que se obvie el requisito de pertinencia respondiendo cualquier cosa que poco tiene que ver con lo que el otro ha argumentado. De otra parte, como este detrimento de la racionalidad suele también exaltar la emocionalidad, es frecuente que alguno de los discutidores se ofenda y que, muy pronto, el intercambio de enunciados no tenga como objeto el enriquecerse mutuamente, comprendiendo y considerando los argumentos del otro para, en caso de convencerse, modificar la opinión propia, sino por el contrario
vencerlo (y si me ha ofendido, humillarlo), como si de una guerra se tratase. Lamentablemente, en este tipo de guerras –como en casi todas, por cierto– las primeras víctimas son cosas como la verdad, la razón, etc.
Habría que preguntarse por qué, si no es nada difícil, dos personas que disienten no se toman el tiempo para dilucidar si los términos involucrados los emplean con el mismo significado o, al menos, el campo semántico es suficientemente unívoco en los aspectos del conceptos relevantes para su discusión. En mi opinión, hay varios motivos que explican estos absurdos de nuestro comportamiento que tantos equívocos y frustraciones generan. Uno de ellos podría ser una suerte de soberbia intelectual que suele expresarse en afirmaciones del tipo de "para mí A es tal cosa, no lo que tú dices". Si el diccionario no vale para que ambos converjan en lo que es A (al fin y al cabo, el significado de las palabras no deja de ser un convenio social implícito que evoluciona), el disenso no debería ir a mayores por el simple procedimiento de acotar a partir de ahí a cuál de los dos significados de A se refieren. Método ridículamente infantil pues bastaría que alguno aceptara la acepción del otro (o convinieran una tercera), pero parece que quienes mantienen esta actitud son incapaces de bajarse de sus burros y hacen cuestión de principios –casi pareciera que imprescindible para su propia
dignidad– el que el significado del término sea el que él dice y no cualquier otro. Insisto, no pasaría nada si al menos cada uno supiera lo que entiende el otro por el término protagonista del disenso y, a partir de ese conocimiento, siguiera la discusión atento a las eventuales distinciones semánticas. Pero no, lo normal es que siga en sus trece contradiciendo los argumentos que el otro sostiene sobre su concepción terminológica con otros basados en la suya propia.
Relacionado con lo anterior, he creído ver en ocasiones que el empeño de mi contertulio en mantener la confusión terminológica obedece a una estrategia (probablemente subconsciente) de disponer de espacios de defensa y ataque (y de escabullida). Estos comportamientos suelen ser propios de individuos que en realidad no discuten para aclarar(se) las ideas, sino para afianzar su vanidad mediante el lucimiento o la desautorización del contrario. No les interesa por tanto
reducir la ambigüedad en la discusión, focalizar las cuestiones objeto de debate acotándolas y distinguiéndolas unas de otras. Intuyen acertadamente que, si se dejan llevar a ese terreno (que no es otro que el de la dialéctica racional) se irían quedando sin margen para obtener sus
victorias y hasta podrían verse obligados a admitir modificaciones en sus afirmaciones iniciales. Y esto, que es lo mejor que nos puede ocurrir (cambiar nuestra opinión cuando gracias a argumentos racionales que otro nos aporta nos convencemos de que nos conviene hacerlo), este tipo de personas pareciera que lo ven como algo muy negativo, que hay que evitar a toda costa. Es el tan español
mantenella y no enmendalla.
Otro factor que cabe aventurar como causa explicativa de los malentendidos terminológicos podría ser la pereza porque, en efecto, se hace tedioso tener que precisar cada vez que se introduce un nuevo vocablo qué significado se le otorga al mismo. Aún así, escarmentado, yo sí suelo aproximar una definición elemental de los conceptos básicos sobre los que diserto (por ejemplo, en el post al que me refiero aclaro que entiendo el amor como desear el bien del amado), pero las más de las veces de poco me sirve. Eso me lleva a pensar que quienes se empeñan en mantener conmigo el disenso terminológico o no leen despacio o, si lo hacen, les da igual porque vuelven a empeñarse en discutir sobre un concepto distinto al que yo me refiero. Volviendo al post, en su primer comentario Lansky me dice que no está de acuerdo con mi frase "amar y ser bueno vienen a ser, sino exactamente lo mismo, casi" para inmediatamente aclarar que su disenso depende de las definiciones de estos términos. Añade que comparte lo que yo entiendo por
ser bueno pero, en cambio, no el significado que le doy a
amar. Lamentablemente, no dice qué significa para él
amar, sino tan sólo que se puede amar bien y amar mal (y regular, supongo), lo que –dicho sea de paso– poco o nada contribuye a que nos enteremos de cuál es su definición personal.
Pero lo que me interesa resaltar es que, ya desde este primer comentario, nos encontramos con una buena muestra de casi todo lo que he ido exponiendo hasta aquí. Un interlocutor declara su disenso, si bien advirtiendo ambiguamente que podría tratarse de un disenso terminológico, no de fondo, aunque no nos lo deja claro. Podría haber dicho, por ejemplo, que "si se entiende amar tal como tú lo haces, entonces coincido en que amar y ser bueno es casi lo mismo, pero para mí amar es una cosa distinta y, en mi vocabulario, amar y ser bueno no son casi lo mismo"; de hacerlo así, no habríamos dudado de que se trata de un disenso terminológico. O, por el contrario, podría haber escrito "incluso aceptando tu definición de amar –que yo no comparto– no estoy de acuerdo con que sea casi lo mismo que ser bueno"; en este caso, advirtiendo que disiente de mi concepto de amar, habría manifestado una divergencia de fondo. Cualquiera de las dos opciones habría permitido que yo o cualquiera conociéramos lo que Lansky opina con la mínima seguridad para poder seguir la discusión. En el caso de que ésta se desarrollara en el nivel terminológico, los participantes habrían de argumentar las ventajas de sus respectivos significados al vocablo
amar ya que, al fin y al cabo, la mayor o menor idoneidad de un significado debe medirse en términos de utilidad comunicativa, variable incluso según los fines para los que se emplee. Más interesantes suelen ser, en cambio, las discusiones sobre el fondo pero esas exigen, claro está, que previamente tengamos claro ambos que estamos refiriéndonos con el mismo término al mismo concepto.
En fin, lo dejo aquí antes siquiera de empezar con el asunto "de fondo" que motiva este post. Como siempre, me he enrollado demasiado pero es que creo que esta introducción
epistemológica era necesaria antes de reflexionar sobre la
posibilidad de amar y odiar simultáneamente. Porque está claro que si se va a hablar de esa presunta simultaneidad de sentimientos contradictorios (o no) ha de convenirse que se entiende por cada uno de ellos. La cuestión es pertinente, además, porque cuando yo afirmé que no puede haber amor y odio simultáneamente Lansky
se dio cuenta de que la disensión era "más profunda que la mera terminológica". Si tiene razón (y no estoy seguro), quiere decir que sostiene (en contra mía) que es posible sentir a la vez amor y odio,
entendidos estos vocablos tal como yo los entiendo. Por tanto, en un próximo post, asumiré esta premisa para discutir la posibilidad de esa simultaneidad que defiende Lansky.