martes, 31 de enero de 2017

Presidenta

Hasta justo antes de navidades, el Gobierno de Canarias estaba formado por un pacto entre Coalición Canaria (CC) y el Partido Socialista Canario (PSC), de modo tal que la presidencia la ocupaba el que había sido candidato de CC, la vicepresidencia la cabeza de lista del PSC y las nueve consejerías se repartían entre ambos partidos. Pero la víspera de Nochebuena, Fernando Clavijo, el presidente, cesó a los cuatro socialistas de su gobierno, culminando varios meses de rumores, zancadillas internas y una creciente desconfianza entre los dos socios. Por supuesto, cada uno echa la culpa al otro, e incluso se arrojan imputaciones que afectan casi a la honorabilidad de las personas lo que, al margen de la veracidad o no de las mismas, no deja de ser de pésimo gusto (no parece de recibo que cuando sales del gobierno te pongas a contar lo que se dijo cuando eras miembro del mismo). En fin, lo cierto es que la crisis navideña no ha resuelto nada pues, al quedar Coalición Canaria en minoría, se multiplican las especulaciones sobre lo que ha de ocurrir a corto plazo: ¿habrá una moción de censura en la que se voten juntos PP y PSOE? ¿Entrará el PP en el gobierno de Clavijo para reforzarlo? ¿Logrará CC aguantar lo que resta de legislatura aprovechándose de la división entre el resto de fuerzas parlamentarias, que aunque parecen coincidir en su rechazo al actual gobierno son incapaces de ponerse de acuerdo para formar uno alternativo? En esas andamos por estas islas ultraperiféricas, leyendo o escuchando cada día un nuevo rumor que se vende como noticia segura que luego se diluye como un azucarillo. Ayer, por ejemplo, en la portada del periódico La Opinión de Tenerife venía entrecomillada la siguiente declaración de Patricia Hernández, quien ocupara la vicepresidencia: “Seré presidenta pronto”. Y claro, no pude evitar que el palabro me rayara la vista, que me saliera de sopetón el chiste fácil: “más valdría que antes que presidenta volvieras a ser estudianta”.


 Hace ya unos años circuló por Internet una pretendida carta de una profesora de instituto que, bajo el título “ignorantes e ignorantas”, denunciaba los errores gramaticales en el habla de quienes se esforzaban por ser políticamente correctos. Fundéu (Fundación del español urgente) publicó un artículo en 2011 en el que negaba la validez de los que calificaba argumentos pseudo-gramaticales de ese escrito (por ejemplo, que el participio activo del verbo ser fuera ente y que, por tanto, la terminación -nte denotara al ser) y concluía aseverando que “nada en la morfología histórica de nuestra lengua, ni en la de las lenguas de las que la nuestra procede, impide que las palabras que se forman con este componente tengan una forma para el género femenino”. Según Fundeu “para que una lengua tenga voces como presidenta, solo hacen falta dos cosas: que haya mujeres que presidan y que haya hablantes que quieran explícitamente expresar que las mujeres presiden”. Es verdad que el verbo ser no tiene nada que ver, pero sí que el sufijo -nte es el usado en español para construir a partir de la raíz verbal el que se denomina participio activo, forma que refiere quién (o qué) ejecuta la acción del verbo. Así, presidente es quien preside, y no hace falta que ponga más ejemplos porque es inmediato empezar a recitarlos de corrido. Pues bien, en la gran mayoría de los casos el sustantivo o adjetivo resultante es de género común, precisándose si la palabra es masculina o femenina mediante el artículo que la precede (el estudiante / la estudiante). Fundéu nos explica que en el latín lo que existía era el infijo <-nt- i=""> no el sufijo -nte, ya que las letras finales de la palabra variaban con el caso (declinaciones), género y número, lo que daba, para cada participio activo, un número potencial del 24 (6 casos x 2 géneros x 2 números) desinencias potenciales. No discuto que así pudiera ser en latín, pero eso no contradice que en el proceso de construcción de nuestro romance en estos adjetivos/sustantivos verbales no sólo se perdieran las declinaciones (como en el resto) sino también la diferenciación por género. De hecho, no hay más que remontarse a textos suficientemente antiguos para comprobar que en los participios activos la desinencia era siempre constante en el género común, es decir, siempre en -nte, nunca en -nta.

Ahora bien, aunque esté convencido de que en su origen el participio verbal valía indistintamente para ambos géneros, lo cierto es que desde hace ya siglos de algunos de ellos se segregó la forma femenina. He de reconocer que, cuando comprobé que presidenta aparece en el DRAE pensé que obedecía a una concesión (¿servil?) de la Academia a la corrección política, a las normas de estilo “no sexista”, en este caso. Sin embargo, para mi asombro y cura de humildad, tras la necesaria búsqueda descubro que el término en femenino aparece reconocido al menos desde la edición del Diccionario de 1803, e incluso encuentro en el Banco de Datos del CORDE ejemplos del uso en femenino desde finales del siglo XVI. Así que no, no puede sostenerse que estemos ante otro caso más de corrección política porque desde luego en esas épocas ya lejanas no creo que a los hablantes (y menos a los académicos) les preocupase el “maltrato lingüístico” de la mujer. De hecho, presidenta no es el único caso de feminización de un participio activo: sirvienta, dependienta, asistenta, regenta, gobernanta … Lo cual, aunque sigan siendo abrumadora mayoría los participios activos que no han engendrado forma femenina, confirma la afirmación de Fundéu de que para que una lengua feminice vocablos de género común basta con que los hablantes quieran explícitamente denotar que se están refiriendo a mujeres. Cabe contestar sin embargo que antes de la individualización del femenino no existía esa carencia, toda vez que se recurría al artículo si se quería especificar que se estaba hablando de una mujer, que de hecho es lo que se sigue haciendo con los participios activos que no se han desdoblado e incluso hasta con los que lo han hecho (la estudiante, desde luego, pero no creo que sea incorrecto o no lo era hasta hace poco, la presidente). Quizá, por tanto, el nacimiento de estos femeninos no obedezca tanto a la voluntad de los hablantes de especificar que son mujeres las que hacen la acción.

Si revisamos los diccionarios antiguos, veríamos que mayoritariamente estos femeninos tienen acepciones que configuran significados distintos al vocablo original. Si significan “la mujer que hace la acción” (que preside, que asiste, que sirve) es con connotaciones propias. Así, mientras assistente (Diccionario de Autoridades, 1726-1739) era quien asiste o está presente en algún acto o función (y desde luego podría ser hombre o mujer), assistenta era una mujer que trabajaba de criada, significado que ha llegado hasta nuestros días; es decir, la asistenta asiste, sí, pero es un asistir específico, distinto del genérico. Pero, en otros casos, la feminización del participio activo pierde incluso el significado original. Nos vale también el ejemplo de asistente que, en una acepción más específica que la genérica ya citada, significó primero el título de los corregidores de algunas ciudades y luego se extendió a diversos cargos (religiosos, militares, judiciales), desde luego con bastante más prestigio social que el oficio de asistenta. Pues bien, asistenta pasó a usarse para designar a la mujer del asistente, de la misma forma que generala, jueza o regenta (no olvidemos que en la famosa novela de Clarín, Ana Ozores no ocupaba el cargo de regenta sino que era la mujer del regente). En resumen, que me da la impresión que la feminización de algunos (no demasiados) participios activos no se produjo en español para designar que quien hacía la acción era una mujer, sino para dar un significado distinto (al menos no exactamente igual) al vocablo original. Una vez que se dispuso del término propio en femenino, también se usó con el mismo significado que el original cuando había la voluntad de especificar que quien ejercía la acción era una mujer (ya he dicho que hay ejemplos de presidenta con tal uso desde finales del XVI). Pero durante mucho tiempo esa acepción no era la principal, ni tampoco exclusiva. Quiero decir que el participio activo en -nte seguía manteniendo el género común y, por tanto, permitiendo su uso cuando las actuantes eran mujeres, como prueba que haya también hay abundantes ejemplos, probablemente más, de la presidente.

De modo que, creo yo, lo que puede haber ocurrido con los participios activos feminizados no ha sido, como dice Fundéu, que se ha creado el vocablo porque las mujeres han pasado a ejercer ciertos cargos o profesiones y, además, han querido explicitar que son ellas las que los ejercen, sino que, verificándose en efecto esas dos condiciones se ha cambiado la acepción de una forma femenina ya existente (porque no parece que se haya feminizado por estas causas –y recientemente, por tanto– ninguna de estas palabras; presidenta no, al menos). Lo cierto es que, al convertir en acepción predominante de presidenta la de “mujer que ocupa la presidencia” se produce el efecto de desplazar hasta casi la irrelevancia la que había dado origen a la feminización del participio activo, o sea, “mujer del presidente” (y lo mismo ocurre con todas las palabras de esa clase, como jueza, alcaldesa, generala, etc). Es decir, si hoy escuchamos presidenta a nadie se le ocurre pensar que nos referimos a la mujer del presidente; si queremos decir eso habremos de hacerlo con todas las palabras o recurrir a términos como primera dama, etc. Si mi conjetura es acertada, resultaría que la reciente feminización de estos participios activos (que ya estaban aceptados en femenino) no ha sido tanto explicitar que es una mujer la que ocupa el cargo sino más bien arramblar con una acepción en la que la mujer aparecía supeditada al varón (cuando lingüísticamente no se daba la situación simétrica). Intención feminista también, ciertamente, pero que no tengo reparos en compartir.

Porque la otra, que sería feminizar participios activos que hasta ahora no tienen forma femenina (ni masculina pues su género es común) para explicitar que quien ejerce la acción del verbo es mujer, lo siento pero me parece una estupidez. En primer lugar, no termino de entender por qué es más correcto (menos discriminatorio hacia las mujeres) dejar claro que quien ocupa el cargo es mujer cuando la palabra, como es el caso, tiene género común. ¿Porque si no lo especificáramos daríamos por sentado que se trata de un hombre? Pues errónea presunción que no demuestra sino la ignorancia de quien la hace. Pero, sobre todo, porque aún aceptando que se deba poder explicitar el género de quien hace la acción, esa posibilidad ya existe mediante el artículo que precede a cualquier participio activo. Y bueno, de momento parece que al menos en lo que se refiere a los participios activos esta razón basta ya que, que yo sepa, en las abundantes guías de estilo para escribir con “corrección de género” todavía no se reclaman nuevas feminizaciones; no parece que a corto plazo hayamos de escuchar agenta de policía o estudianta universitaria. Por último, he de suponer que, como consecuencia de la acepción dominante de presidenta, ya no procede decir la presidente. Bueno, a todo nos vamos acostumbrando y, la verdad, es que ya casi empieza a sonarnos hasta mal. En todo caso, lo cierto es que estaba equivocado en relación a presidenta: disculpa, Patricia.

domingo, 29 de enero de 2017

¿Deberían prohibirse las capillas en las universidades públicas?

Se trata ésta de una cuestión que salta al debate público con machacona frecuencia, disparada por cualquier incidente que, directa, indirecta o circunstancialmente, involucre religión (católica) y universidad. Por ejemplo –así enlazo con la larga serie de posts a propósito de Rita Maestre–, hubo muchos que pensaron que la performance de marras era contra la existencia de capillas en la universidad (y no, no tenía nada que ver con eso). Probablemente porque, inmediatamente después de la misma, se avivó la discusión, empezando por un “manifiesto por la laicidad en la universidad” firmado por 157 profesores en el que declaran que la “presencia de capillas y otros símbolos de poder religioso en las instituciones educativas públicas no responde a la satisfacción del derecho a la libertad de culto, sino a un privilegio de la Iglesia Católica que va siendo hora de superar en las universidades públicas”. Probablemente sea verdad que la Iglesia Católica mantiene aún privilegios en nuestra sociedad, pero a mi juicio, la discusión sobre la conveniencia de que haya espacios de culto (católicos o de otras confesiones) en la universidad poco tiene que ver con la denuncia de los privilegios de la Iglesia sino, justamente, con lo que niegan (aunque no justifican el porqué) los profesores que firmaron ese manifiesto: la satisfacción del derecho a la libertad de culto.

Lo primero que hay que dejar claro es que, en el marco legal vigente, que haya capillas en las universidades es absolutamente procedente. A estos efectos conviene recordar que el vigente II Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos culturales establece en su artículo V que “el Estado garantiza que la Iglesia Católica pueda organizar cursos voluntarios de enseñanza y otras actividades religiosas en los Centros Universitarios públicos, utilizando los locales y medios de los mismos. La Jerarquía eclesiástica se pondrá de acuerdo con las autoridades de los Centros para el adecuado ejercicio de estas actividades en todos sus aspectos”. En base a esta Norma se explica que los rectores suscriban convenios con los respectivos obispados para dedicar locales de sus universidades a capillas, tal como hicieron en 1993 Gustavo Villapalos y Ángel Suquía, en el caso de la Complutense, por ejemplo, lo que explica la presencia en el campus de Somosaguas de la capilla que asaltaron Maestre & friends. Naturalmente, que la existencia de capillas en las universidades públicas sea completamente legal no resuelve el debate. De hecho, como ya comenté en un post de 2015 al que siguieron otros sobre el vigente Concordato, el PSOE (y también Podemos) proponen derogar y/o sustituirlo. Es decir, el ordenamiento jurídico que legitima las capillas en los recintos universitarios podría cambiarse e incluso promulgar una normativa que, por ejemplo, prohibiese los lugares de culto religioso en los centros docentes públicos (siempre y cuando ello no resultara inconstitucional), que es lo que reclaman no pocos.

Ahora bien, ¿por qué habría de prohibirse que en las universidades públicas haya locales en los que los creyentes puedan rezar, practicar sus ritos, meditar, etc? En una pintada de los días del incidente Maestre se leía: “no vengas a rezar a mi universidad y no iré a pensar a tu iglesia”; lo mismo que con menos gracia afirmaba Jesús Álvarez País, profesor de Prehistoria en laUCM, en un breve artículo publicado en El País el 17 de julio de 2014: Las universidades públicas son centros dedicados a la docencia y a la investigación, pero no al rezo. Cada día que pasa resulta más lamentable tener que traer a cuenta estas observaciones, pero no por dejar de ser obvias las cosas hay que dejar de decirlas”. En términos estrictamente lógicos, tal argumentación sería consistente si en los campus universitarios sólo hubiera locales destinados a la docencia y a la investigación (no es así); o también si ser creyente y/o practicar actividades de índole religioso, fuera incompatible con la cultura. Probablemente mucha gente piensa que el que Dios exista o que se preocupa de nosotros son falsedades completamente superadas por el progreso científico (con lo cual, convendría desde el Estado combatir esas creencias supersticiosas y, como primera medida, prohibir sus manifestaciones). Pero desde luego, no es así como se trata la religión en nuestro marco constitucional; ni siquiera (me atrevo a decir) sea ese planteamiento el mayoritario en nuestra sociedad. Más bien al contrario: consideramos qcomo uno de los derechos fundamentales de la persona la libertad religiosa y de culto. De todas formas, los argumentos citados, aún no siendo sólidos, pecan de una incongruencia añadida: si aceptáramos que en un centro dedicado a la docencia y a la investigación no deben haber locales dedicados a actividades religiosas, la prohibición consecuente no debería limitarse a las universidades públicas sino a todas. Pero no, las campañas contra la presencia de capillas van siempre enfocadas a la universidad pública.

Encuentro dos argumentos que esgrimen los detractores de las capillas en la universidad pública. El primero que el Estado debe ser “neutro” respecto de la religión y, por lo visto, que en los espacios públicos (como un campus) existan templos equivale a mostrar una inclinación positiva hacia la correspondiente confesión, incompatible con la obligada neutralidad. Pero tan público es un campus universitario (público) como las plazas de una ciudad en las que se permite que se erija una iglesia. Mas, sobre todo, esa neutralidad no implica a mi juicio prohibir las capillas, sino dar un trato igual a todas las religiones. Lo que, por cierto, viene a ser mucho más congruente con la exigencia del artículo 16.3 de la Constitución que ordena a los poderes públicos que tengan en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantengan las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones. Un segundo argumento es que en un Estado no confesional no debe financiarse con dinero público la dotación de servicios religiosos. Estoy de acuerdo, pero de ahí no deduzco que no pueda haber capillas en la universidad pública sino que éstas deben ser financiadas por la Iglesia Católica o por la confesión de que se trate; incluso que se les cobre el alquiler del correspondiente local.

En resumen, que no encuentro motivos sólidos para prohibir las capillas en las universidades públicas. Es más, creo que este planteamiento obedece más a un anticlericalismo militante que no conduce sino a exacerbar los ánimos, dificultando la convivencia pacífica (tarea a la que nos apasiona dedicar nuestros esfuerzos). Me parece que sería mucho más natural facilitar a cualquier religión que lo solicite el correspondiente espacio para ofrecer servicios religiosos, siempre que haya suficiente demanda de fieles. Normalizar el debate religioso en este punto (es decir, evitar el continuo recurso a la bronca) podría traducirse en tratar la dotación de servicios religiosos exactamente como la de cualesquiera otros servicios; dicho de otra manera, que la universidad facilite a la Iglesia Católica (o a cualquier otra confesión) un local con los mismos criterios con que lo alquila para instalar un bar, una papelería, una agencia bancaria, etc (que de todo eso hay dentro de un campus sin que nadie se escandalice).

viernes, 27 de enero de 2017

¿Jurisprudencia vinculante?

Puntualización de Vanbrugh al post anterior: “en el derecho español la jurisprudencia no es una fuente del derecho, como sí lo son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho”. Para los que sepan poco de derecho (que es mi caso) o incluso le tengan manía, las fuentes del derecho son todas aquellas de las que nacen las normas, las reglas jurídicas que se aplican en un territorio. Lo que es importante resaltar es que en nuestro sistema jurídico sólo las fuentes del derecho tienen fuerza vinculante. Pues bien, hasta leer el comentario de Vanbrugh yo estaba convencido, como resultado de mis muchos años de trato con juristas en la Administración, que la jurisprudencia era una fuente del derecho español. Pues no, el artículo 1 del Código Civil deja claro que las fuentes del ordenamiento jurídico español son las tres que cita Vanbrugh. En el párrafo 6 de ese primer artículo se aclara que “la jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho”. Que esto sea así se lo debemos a los juristas de la Revolución Francesa que decidieron primar la Ley casi como única fuente normativa (un poco a regañadientes aceptaron la costumbre y esos abstractos principios generales, siempre supeditados ambos a las leyes) y se cargaron tanto la jurisprudencia como la doctrina. ¿Las razones? La principal, seguramente, de orden político: la eficacia de la Ley como instrumento del Estado para imponer su voluntad y ordenar la sociedad. Al mismo tiempo, se criticaron doctrina y jurisprudencia, la primera por la heterogeneidad en las opiniones de los juristas, la segunda por la arbitrariedad que se imputaba a los magistrados (se ve que la inquina de Vanbrugh hacia estos señores tiene ilustres antecedentes históricos).

Como es sabido, en el derecho anglosajón la cosa es sustancialmente diferente porque tanto la jurisprudencia como la doctrina son fuentes del derecho, del common law. Es más, puede afirmarse que el sistema anglosajón descansa mucho más en las sentencias de los Tribunales que en las mismas leyes. Así, se espera de los jueces que aclaren y acoten el alcance preciso de las leyes, algo que en el derecho continental heredero del francés está vetado. Y, claro está, las sentencias son tremendamente vinculantes; es lo que se llama la regla del precedente (rule of precedent que lleva al extremo de que algunos jueces (yo esto lo he leído de uno norteamericano) hayan dictado sentencias diciendo que no las consideran justas pero que vienen obligados porque así se lo exigen los precedentes. Los aficionados a las pelis judiciales de Hollywood se habrán dado cuenta de la importancia de la jurisprudencia cuando el abogado listillo saca a relucir lo que en una situación similar se dictó en un caso que nadie había tenido en cuenta. Así las cosas, ¿qué modelo es mejor, el continental o el anglosajón? Pues cada uno tiene sus ventajas e inconvenientes, pero ciertamente el nuestro resulta más rígido. Ahora bien, no deja de ser verdad que, a pesar de las relevantes diferencias teóricas, en la práctica se aprecia una tendencia a la convergencia. Quizá sea por la globalización y el dominio económico anglosajón, pero esa convergencia que apunto se refleja en nuestro ámbito, entre otras cosas, en el rol cada vez más importante que adquiere la jurisprudencia.

La jurisprudencia, en efecto, no es fuente del derecho, pero esta caracterización negativa parece más formal que real. No lo es porque, como ya he dicho, las que lo son se mencionan expresamente; pero lo cierto es que en el mismo primer artículo se señala que la jurisprudencia complementa el ordenamiento jurídico. Ahora bien, puede que la jurisprudencia no “produzca” normas, pero la interpretación de las misma puede tener tanta o más importancia práctica en la definición del ordenamiento jurídico que la labor legislativa (y no digamos si la comparamos con la costumbre, que será fuente pero su caudal actual es mínimo). Un criterio interpretativo mantenido de forma constante propicia que el propio ordenamiento jurídico se autoregule para adecuarse a la realidad de las cosas. Por eso muchos teóricos del derecho sostienen que, aunque la jurisprudencia no sea una fuente de Derecho en sentido formal, termina siéndolo en sentido material, al asignar a la ley su sentido y alcance práctico y concreto. Dice Vanbrugh: “la jurisprudencia no es vinculante directamente, y por tanto los "pobres magistrados" sí pueden apartarse de ella, sin que por ello su sentencia discrepante deje de ser válida. La discrepancia abriría tan solo la posibilidad de un recurso de casación”. En efecto, uno de los supuestos para que quepa el recurso de casación es que una sentencia se oponga a la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo. Este hecho es bastante ilustrativo de la importancia de la jurisprudencia, de su carácter casi vinculante. Mucho y muy bien tendrá que argumentar su sentencia un magistrado para que, apartándose de la jurisprudencia, el mismo Tribunal que ha sentado ésta la cambie y admita el nuevo criterio. En teoría al menos, todo es posible.

No obstante, desde hace muchos años (encuentro una referencia a una sentencia del Supremo de 1891) los magistrados vienen resolviendo en el sentido de reforzar el la obligatoriedad de la jurisprudencia. Así, causó un explicable revuelo en los medios jurídicos la STS del 11 de diciembre de 2001 que, resolviendo un recurso de casación, confirmaba la condena por prevaricación dolosa a un juez de la Audiencia Provincial de Barcelona cuyo fallo se apartaba de la jurisprudencia constante del Tribunal Supremo. Es sabido que la prevaricación dolosa implica dos condiciones: dictar una resolución injusta y hacerlo a sabiendas. La sentencia del Supremo a que me refiero dice que la injusticia no depende de las convicciones del juez ya que éste “no puede erigirse en tribunal de la conciencia de la Ley … planteamiento incompatible con los postulados del Estado de Derecho”. La injusticia de una resolución debe establecerse objetivamente desde la perspectiva de la legalidad, cuando supone apartarse de los medios y métodos aceptables de interpretación del derecho. Ahora bien, los resultados materiales de la interpretación del ordenamiento se contienen justamente en la jurisprudencia, por lo que un juez cuyo fallo es contrario a un criterio jurisprudencial consolidado, como era el caso del condenado, está dictando una resolución injusta. Y, para rematar el argumento, como todo juez es un especialista en Derecho, lo hace “a sabiendas”.

Ciertamente, esta sentencia no se traduce matemáticamente en la prohibición a cualquier juez de separarse de las interpretaciones jurisprudenciales consolidadas. Téngase en cuenta que el artículo 117.1 de la Constitución establece que los jueces y magistrados están “sometidos únicamente al imperio de la ley”, lo cual parece incompatible con que las sentencias del Supremo les hayan de vincular. En efecto, la sentencia 37/2012 del Tribunal Constitucional deja claro que “incluso que los órganos judiciales de grado inferior no están necesariamente vinculados por la doctrina de los Tribunales superiores en grado, ni aun siquiera por la jurisprudencia del Tribunal Supremo, con la excepción, de la doctrina sentada en los recursos de casación en interés de ley”. Y añade que “la independencia judicial (art. 117.1 CE) permite que los órganos judiciales inferiores en grado discrepen, mediante un razonamiento fundado en Derecho, del criterio sostenido por Tribunales superiores e incluso de la jurisprudencia sentada por el Tribunal Supremo”. Pero, claro, ahí está la cuestión, en que la motivación de la sentencia discrepante cuente con un razonamiento suficientemente sólido. Si en el caso que se está juzgando hay sentado un criterio jurisprudencial, el magistrado discrepante debería desmontarlo detalladamente argumentando desde la Ley o desde la propia jurisprudencia. Un trabajo ímprobo para evitar que se le acuse de prevaricador. Así las cosas, parece muy poco probable que un juez se moleste en apartarse del criterio jurisprudencial. Así las cosas, la jurisprudencia no será formalmente fuente de derecho, ni vinculante para las decisiones judiciales, pero en la práctica es difícil negarle ese carácter. Quizá por ello el sumiso respeto a la jurisprudencia que he observado de siempre entre mis compañeros juristas y que me habían hecho formarme una idea errónea.

martes, 24 de enero de 2017

Delito de profanación: Resumen y conclusiones

Después de una decena de posts que empezaron tratando sobre las sentencias de Rita para extenderse a una revisión general del delito de profanación, creo que puedo ya sentar mis propias conclusiones, por más que nunca sean definitivas. No pretendo, naturalmente, convencer a nadie, sino aprovechar para resumir esta larga exposición con sus consiguientes debates. Por cierto, a propósito de estos, mantenidos muy mayoritariamente con Vanbrugh, debo decirle a Joaquín que no es cierto, como afirma en un comentario al post anterior, que hayamos avanzado poco ni tampoco que ninguno se haya movido un ápice de sus posturas de partida. Basta ir siguiendo la larga y a veces densa argumentación para detectar ligeras variaciones entre lo que se sostiene antes y después, tanto en Vanbrugh como en mí mismo. Y en cuanto a avanzar puedo asegurar que yo al menos tengo las cosas bastante más claras que antes de empezar con esta serie y sin duda sé bastante más de este delito concreto y de su evolución histórica. Ah, y estoy convencido que también vosotros, los que hayáis sido capaces de leer los diez posts y sus comentarios. Cuestión distinta es que este asunto de la profanación os la traiga al pairo, lo cual entendería aunque no lo comparta; es que a mí me interesa casi todo.

El delito por el que se condenó a Rita en primera instancia fue el de actos de profanación. Estos actos vienen siendo delito desde siempre (el siempre empezó en 1822), si bien durante estos últimos casi doscientos años ha cambiado el motivo por el cual son delictivos (y también, consiguientemente, el capítulo en el cual se clasifican dentro del Código). Así empezaron siendo delitos contra la religión (del Estado), luego relativos al libre ejercicio de los cultos y finalmente contra los sentimientos religiosos. Pero los actos que se penaban se han mantenido con una sorprendente continuidad desde sus orígenes, con mínimos cambios. Así, el delito consiste en profanar, en maltratar, objetos sagrados del culto religioso. En versiones previas del código penal se distinguía entre las hostias consagradas y el resto de objetos destinados al culto (se castigaba con bastante mayor severidad la profanación de las primeras); como ya no existe, tal distinción no tendría importancia si no fuera porque las profanaciones de hostias, para ser delito, no exigían la intencionalidad. En todo caso, lo que a estos efectos importa remarcar es que hasta la última versión de este artículo la redacción dejaba meridianamente claro que el delito exigía maltratar físicamente objetos destinados al culto. Tan solo a partir de la reforma de 1971 se simplifica la redacción y se dice simplemente “ejecutar actos de profanación”.

La juez de Pozuelo que condenó a Rita Maestre explica en su sentencia que para que haya delito debe haber acto de profanación, que “el acto de profanación no lo constituyen las meras manifestaciones verbales ofensivas” (ni los comportamientos ofensivos, añado yo), pero se descuelga con que para que haya acto de profanación no es necesario tocar el objeto sagrado. A partir de ahí, llega a la conclusión que al estar las manifestantes comportándose irrespetuosamente en torno al altar lo profanaron. Desde luego, con cualquiera de las redacciones anteriores de este precepto ni siquiera la juez de Pozuelo habría podido calificar de profanación lo que hicieron esas chicas, porque quedó probado que no tocaron (y, por tanto, no maltrataron) ningún objeto destinado al culto. Pero es que, en contra de lo que expone la juez, la jurisprudencia constante (al menos desde el 82) mantiene el criterio expreso de que deben maltratarse físicamente los objetos sagrados para que haya profanación. A mi modo de ver, lo que vienen haciendo los magistrados del Supremo (muy anteriores a que existiera Podemos) es interpretar este aspecto del precepto tal como había sido siempre. Y los magistrados de la Audiencia Provincial de Madrid no hicieron sino aplicar la jurisprudencia del Supremo, como no podían hacer otra cosa. No absolvieron a Rita porque fueran simpatizantes de Podemos sino porque lo que hizo la acusada no podía considerarse profanación (en un improcedente intento de justificarse el ponente escribe que “para entendernos, se podría hablar, quizás, de un acto de profanación virtual o gestual, pero no de un acto físico de profanación, pues no llegaron a entrar directamente en contacto con ningún objeto sagrado”).

De hecho, la sentencia absolutoria no entra a valorar la cuestión de si Rita pretendía ofender los sentimientos religiosos, toda vez que al no producirse un acto de profanación era irrelevante discutir sobre la intencionalidad. Es decir, que Vanbrugh y yo hemos desarrollado una larga discusión sobre un asunto que fue irrelevante en la sentencia (no así en la condenatoria). Dicho de otra forma, aún en el supuesto de que fuera obvio (como lo es para Vanbrugh) que Rita tenía la intención de ofender los sentimientos religiosos, habría que haber tenido que ser absuelta porque no había ejecutado un acto de profanación. Aclaro esto porque, al menos para mí, lo que había en juego en la discusión sobre la locución “en ofensa de” no era si la absolución de la Maestre era o no justa, sino si la interpretación consolidada por la jurisprudencia de que tenía un significado finalista o intencional era correcta. Es decir, un debate que nace a raíz de un incidente concreto (el juicio a una concejala que claramente le tiene tirria a la Iglesia Católica) pero que evoluciona a un aspecto que, a la postre, no influyó en el resultado del juicio. De hecho, si entré al trapo, fue porque me pareció un pelín fuerte la descalificación que hizo Vanbrugh de los magistrados: que forzaban el sentido de las normas, que se inventaban interpretaciones, que querían no aplicar las leyes que no les gustaban …

En cambio, después de repasar la evolución de este precepto llego al convencimiento de que la interpretación que vienen haciendo los magistrados del Supremo desde 1982 (al menos) en cuanto a la exigencia de intencionalidad es la más razonable y ajustada al sentido común y al espíritu de la norma. De un lado porque, pese a la desafortunada locución que puede que se inventara Cuello Calón en 1928, hay bastantes indicios lingüísticos para pensar que significa “con la intención de ofender” (no voy a insistir en este asunto, al que ya dediqué un post). Pero el argumento principal proviene del seguimiento la evolución legislativa. Como también dije en el post correspondiente, el código de 1928 distingue entre las dos profanaciones ya señaladas, siguiendo el modelo del de 1848. Como comentó exhaustivamente Pacheco a mediados del XIX, además de la mayor severidad en las penas, la diferencia entre profanar las sagradas formas y otros objetos de culto estribaba en que en el primer caso bastaba con el acto mientras que en el segundo se requería que hubiera intención de ofender (“con el fin de escarnecer”). Cuello Calón mantiene la doble distinción, copia textualmente el delito de profanación de las hostias y el de los restantes objetos casi, pero cambiando “con el fin de escarnecer” por “en ofensa de”. Lo que quedó bastante claro en su época es que, pese al cambio de expresión, el legislador del 28 no quería cambiar en absoluto la definición del delito (el propio Vanbrugh así lo admite en un comentario) y, por tanto, seguía exigiendo la intencionalidad para que, en el segundo supuesto de profanación, hubiera delito. La locución de marras, tras el paréntesis del código republicano, pasó tal cual al código franquista, a su reforma y finalmente al vigente de 1995. Teniendo en cuenta este proceso, los magistrados del Supremo desde el 82 interpretaron, con bastante fundamento, que la intencionalidad era un requisito (componente subjetivo) del delito de profanación.

Admito desde luego que se puede disentir de esta interpretación, aunque ciertamente creo que teniendo en cuenta todos los factores que hemos ido repasando la mayoría se inclinaría por coincidir con ella. Pero ciertamente no es una conclusión obligatoria, matemática. Lo que ya se me hace muy difícil de admitir es que, conociendo todos estos antecedentes, se pueda sostener que los magistrados que han concluido esta interpretación o los que han fallado en la sentencia de Rita Maestre, actuaban por motivaciones extra-jurídicas, malévolas casi, para distorsionar la aplicación de la Ley. Decir o insinuar este tipo de cosas, en el asunto del que estamos hablando, me parece poco serio y hasta deshonesto (salvo que se aporten pruebas concretas). Entiendo de sobra que a un cristiano le ofenda lo que hicieron Rita y sus amigas en la capilla del campus de Somosaguas, y hasta que le sorprenda e incluso escandalice que no hayan sido condenadas. Pero es que, por más que desde el punto de vista católico lo que hicieron pueda considerarse profanación, no lo es en el código penal. Podemos preguntarnos si el espectáculo que dieron esas chicas merecería estar tipificado penalmente. No lo tengo muy claro (no lo he meditado suficientemente) pero en principio no me disgustarían que lo estuviera, al menos como falta. De hecho, en el código de 1870 el artículo 241 lo tipificaba como delito (“el que en lugar religioso ejecutare con escándalo actos que, sin estar comprendidos en ninguno de los artículos anteriores, ofendieran el sentimiento religioso de los concurrentes, incurrirá en la pena de arresto mayor en sus grados mínimo y medio”). Pero en el código penal vigente ya no existe ese delito u otro similar. Vanbrugh ha imputado a los jueces que no están dispuestos a calificar ningún acto como profanación; yo más bien creo que quienes se escandalizan de que Rita haya sido absuelta quieren forzar a los jueces a que consideren como profanación actos que dejaron de ser delito.

sábado, 21 de enero de 2017

El delito de profanación en la gestación del código penal vigente

Como dije en el post anterior, quería investigar si en la génesis del código penal de 1995, el que con algunas reformas puntuales sigue vigente, encontraba alguna pista sobre el delito de profanación. Lo primero que me llamó la atención fue que tuvieran que pasar veinte años desde la muerte de Franco para que el régimen democrático en dotarse de un código penal que sustituyese al de la Dictadura. Bien es verdad que el código penal de 1944 había sufrido numerosos cambios incluso durante el franquismo (su última versión fue el texto refundido de 1973) y esa técnica de parcheos sucesivos fue continuada por los primeros gobiernos de Felipe González. Pareciera que daba mucha pereza afrontar una revisión en profundidad que sólo llegó en la última legislatura socialista del siglo pasado, cuando Felipe estaba en minoría y con Juan Alberto Belloch como ministro de Justicia. Pero la verdad que, en lo que a los delitos se refiere, tampoco puede decirse que sea radicalmente diferente del código franquista, y esa similitud es mucho mayor en el grupo de los delitos que nos interesan. Ciertamente, pasan de la sección “delitos contra la religión católica” a considerarse “delitos contra la libertad de conciencia, los sentimientos religiosos y el respeto a los difuntos”; sin embargo, la redacción del artículo que nos interesa, el 524, se basa en el 208 del código franquista, mucho más que en el 235 del código republicano. Tan solo dos ligeras diferencias: en primer lugar ahora se refieren al acto de profanación en genérico, sin especificar como se había hecho en todos los códigos anteriores que consiste en maltratar objetos destinados al culto. Esta menor precisión podría suponer que los jueces entendieran que la realización de actos irrespetuosos en un lugar de culto, aunque no se maltrate ninguno de los objetos, quede incluida bajo el concepto de profanación; tal fue la interpretación que hizo la juez que condenó a Rita Maestre, por ejemplo. La segunda diferencia está en que los actos de profanación, para ser delictivos, tienen que realizarse en el interior de lugares destinados al culto o durante ceremonias religiosas, mientras que en la norma del 44 el lugar no importaba (“ya lo ejecuten en las iglesias, ya fuera de ellas”). Probablemente, este requisito permitió que se absolviera a Abel Azcona, porque los actos de profanación de las hostias consagradas los realizó fuera de la iglesia. Pero yendo en los más nos importa no hubo cambio: el legislador del 95 siguió manteniendo la puñetera locución “en ofensa de”. Lo que varía es que antes era en ofensa de la Religión Católica y ahora es en ofensa de los sentimientos religiosos.

Me he revisado todo el proceso de tramitación parlamentaria del código penal. El 13 de septiembre de 1994 el Gobierno presentaba a las Cortes el Proyecto de Ley del Código Penal. El 20 del mismo mes, la Junta de Portavoces calificó de orgánica la iniciativa, encomendó dictamen a la Comisión de Justicia e Interior y abrió plazo de enmiendas por quince días (que luego se ampliaría hasta cuatro veces). En el texto presentado por el Gobierno el artículo que nos interesa –entonces era el 503– tenía exactamente la misma redacción que el vigente (con una mínima diferencia que a nuestros efectos es irrelevante: la multa que se establecía como castigo alternativo a la prisión era de cuatro a diez meses y en el vigente es de 12 a 24 meses). A este artículo sólo se presentaron dos enmiendas (la 502 y la 503), ambas por el Grupo Popular. La primera pretendía ampliar los actos de profanación cuando fueran en ofensa de cualesquiera creencias aunque éstas no fueran religiosas (se rechazó porque la comisión consideró que la profanación opera siempre en el ámbito de lo religioso). La segunda quería que se ampliaran las penas y así se hizo, aunque no tal como lo pedían los populares. Por último, aunque no lo justificaban, solicitaban que la profanación también se castigara cuando no se realizara en lugares de culto ni en ceremonias religiosas, enmienda que tampoco prosperó. Pero, lo que nos importa es que nadie enmendó el uso de la locución “en ofensa de los sentimientos religiosos”. La Ponencia encargada de redactar el informe sobre el Proyecto de Ley, presidida por Javier Sáenz de Cosculluela, mantuvo doce reuniones (del 15 de marzo al 26 de abril de 1995) para estudiar las mil doscientas enmiendas presentadas y adoptar los acuerdos correspondientes. Respecto del artículo que nos interesa no se aceptaron enmiendas. Luego vinieron las reuniones de la Comisión de Justicia e Interior, durante los meses de mayo y junio, en las que se discutieron las enmiendas y, como resultado, el 21 de junio de 1995, se publica el dictamen sobre el proyecto de Ley que mantiene el artículo 503 con la misma redacción que había hecho el Gobierno. Posteriormente, el texto dictaminado por la Comisión se debatió en el Pleno del Congreso y el 5 de julio se votaron las enmiendas y finalmente se llevó a cabo la votación de conjunto que aprobó el Proyecto con 193 votos a favor y 113 abstenciones (ninguno en contra). El proyecto aprobado por el Congreso mantenía la misma redacción presentada por el Gobierno del artículo que nos interesa, aunque ahora pasaba a ser el 516. Del Congreso fue al Senado y se volvió a abrir plazo para presentar enmiendas. Esta vez solo se presentaron dos al artículo que nos concierne, ambas del Grupo Popular, las mismas que ya había presentado en el Congreso y que tuvieron los mismos efectos. Siguieron el informe y dictamen de la Ponencia y el 8 de noviembre el Senado aprobó el texto, sin que nuestro artículo sufriera ninguna variación, salvo el número de orden que pasó a ser el 524 (el que tiene en la actualidad). En resumen, en ningún momento de toda la tramitación parlamentaria del código penal se mencionó en lo más mínimo la locución “en ofensa de”.

Después de revisar toda la tramitación parlamentaria descubro que no fue 1995 cuando se cambió el texto del código civil de 1944 para que en vez de “en ofensa de la Religión Católica” pasara a decir “en ofensa de los sentimientos religiosos legalmente tutelados”. Tal modificación se produjo mediante la Ley 44/1971 de reforma del código penal para adaptarse a la Ley 44/1967 que regulaba el derecho civil a la libertad en materia religiosa (es la segunda etapa del franquismo, cuando comienza sus tímidas aperturas). Mediante esa reforma se refundieron los antiguos artículos 207 y 208 (lo que en la práctica significaba no distinguir en cuanto a profanación las sagradas formas de los restantes objetos) y se pasó de ofender la religión católica a los sentimientos religiosos de cualquier confesión. Veintipico años después, cuando se afrontó la reforma que daría el código vigente, el primero que se consideró plenamente democrático, los legisladores debieron considerar que el texto valía como estaba, que no merecía la pena introducir ninguna modificación. Es decir, digo yo que pensaron que la definición del delito era correcta y, además, entendieron que el delito estaba bien definido, que no había confusión ni ambigüedad en dicha definición. Quiero suponer que, si entendían que el precepto que copiaban de la Ley 44/1971, habría habido al menos algún diputado que lo hubiera hecho notar, que hubiera presentado la correspondiente enmienda.

No pretendo asegurar que todos los diputados entendieran perfecta y unívocamente el significado de la locución en ofensa de; es más, me atrevo a apostar que la mayoría de ellos lo ignoraría o, para decirlo mejor, les importaría un comino si para que los actos de profanación sean delito quien los cometa tiene que tener la intención de ofender o basta con que ofenda incluso no queriendo. Pero sí pienso que algunos, aunque pocos, se preocuparían de este precepto y llegarían a la conclusión de que la extraña expresión (que ya tenía casi setenta años de antigüedad) venía a exigir la intencionalidad para que hubiese delito. ¿Por qué? Pues simplemente porque para entonces ya el Tribunal Supremo había sentado con claridad la jurisprudencia. Ya dije en un post anterior que había ido recopilando sentencias desde 1982; aprovecho para citar ahora un párrafo de la Sentencia de 15 de julio de 1982, cuyo ponente fue Martín Jesús Rodríguez López: “Por otra parte al utilizar la locución "en ofensa", con carácter eminentemente tendencial, esta exigiendo el precepto un "animus" especial, como ocurre en otros preceptos del Código Penal cuando utiliza igual o semejantes palabras. Se trata en definitiva de un dolo especifico, o un elemento objetivo del injusto, que se añade al tipo, pero que como todo "animus" por ser estado subjetivo interno, o psicológico precisa para ser conocido de hechos exteriores suficientemente expresivos (facta concludentia) para que de ellos pueda deducirse la especial intención perseguida, deducción que deberá hacerse por el Juzgador mediante un juicio de valor, y que permitirá luego al Tribunal de casación revisar el acierto o desacierto de la deducción. Además el artículo 208 comentado incorpora dos elementos objetivos uno el "acto de profanación" (sin concretar en que consiste) y otro que sean ofendidos los sentimientos religiosos de los adeptos a una religión”.

En conclusión, cuando se promulgó el Código Penal actualmente vigente, los legisladores quisieron mantener el delito de profanación exactamente igual que como estaba regulado en la normativa previa. Y la regulación anterior estaba ya interpretada por la jurisprudencia, de modo que en 1995 se sabía que, para que hubiera delito, quien cometiera la profanación tenía que tener intención de ofender los sentimientos religiosos y, además, ofenderlos. Es decir, en el momento de promulgación de la norma hoy vigente se entendía que la locución “en ofensa de”, significaba tanto “con la intención de ofender” como “con el resultado de ofender”, pero que para que hubiera delito tenían que verificarse ambas condiciones. Es decir, para volver a uno de los puntos discutidos con Vanbrugh, parece que el legislador, conocida la jurisprudencia, asumía que no bastaba con uno de los dos requisitos (conjunción o) sino que tenían que darse los dos (conjunción y).

jueves, 19 de enero de 2017

Antecedentes del delito de profanación (códigos de 1932 y 1944)

El código penal de 1932

El 15 de abril de 1931, al día siguiente del advenimiento de la II República, el recién constituido Gobierno anuló el código penal de 1928 y restableció el de 1870; tanta premura ilustra cabalmente el rechazo que para la gran mayoría de los descontentos de la monarquía provocaba la legislación punitiva promulgada por la Dictadura. La estima que los dirigentes del nuevo régimen tenían al código elaborado por sus antecesores republicanos no les impedía comprender que, por muy progresista que en su momento hubiera sido, esa legislación, con más de seis décadas de antigüedad, reclamaba necesariamente una actualización. El primer ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, encomendó a una comisión de juristas que elaborara una reforma rápida –y por tanto limitada– del código de 1870 con dos objetivos principales: adaptar sus artículos al nuevo texto constitucional y humanizar los preceptos (sobre todo las penas). La idea era que esa reforma permitiera prolongar la vida útil de la legislación penal en tanto se trabajaba, con calma y profundidad, en un futuro código de nueva planta (código que nunca llegó a ver la luz). Así, a finales del 31 se presentó el proyecto de reforma en las Cortes y en el otoño de 1932 entra en vigor el nuevo código. Naturalmente, tras la derrota de la República en la Guerra Civil, se sustituyó el código de 1932 por otro más acorde con el carácter autoritario del régimen franquista; aún así, lo cierto es que no lo hicieron inmediatamente: esperaron hasta 1944.

Así pues, el código de 1932 es muy parecido al de 1870 y este parecido llega casi a la identidad en el caso de los delitos que nos ocupan. Como se justifica en la exposición de motivos se quiso mantener como sección autónoma los que en el código de 1870 se llamaban “delitos relativos al libre ejercicio de los cultos” “no sólo por conservar las paredes maestras del Código de 1870, sino por hacer más patente la importancia de estas infracciones en un país radicalmente intolerante”. De modo que, salvo el añadido de tres artículos relacionados con la libertad de conciencia, los preceptos de esta sección son casi copia literal de los correspondientes del código de la I República, si bien con las penas rebajadas ya que el legislador de los años treinta consideró que “aparecían castigados con infundado rigor”. El que específicamente nos interesa es el supuesto cuarto del artículo 235 que, como podemos ver, coincide con el antiguo 240.4:

Art. 240 (1870): Incurrirán en las penas de prisión correccional en sus grados medio y máximo y multa de 250 a 2.500 pesetas: … 4º. El que con el mismo fin (escarnecer públicamente alguno de los dogmas o ceremonias de cualquiera religión que tenga prosélitos en España) profanare públicamente imágenes, vasos sagrados o cualesquiera otros objetos destinados al culto”.

Art. 235 (1932): Incurrirán en las penas de arresto mayor y multa de 500 a 5.000 pesetas: … 4º El que con el mismo fin profanare públicamente imágenes, vasos sagrados o cualesquiera otros objetos destinados al culto.

O sea, que el código de 1936 no nos aporta nada nuevo, toda vez que vuelve a recuperar la letra (y el espíritu, por supuesto) de una norma anterior que ya he comentado. Sólo cabe resaltar que se mantiene, como en todos los códigos previos, la exigencia de intencionalidad para que los actos de profanación adquieran la condición de delitos.

El código penal de 1944

El inicio de la Guerra Civil supuso que en las áreas donde triunfó el golpe de Estado numerosos delitos se sustrajeron de la legislación común para pasar a la esfera penal militar. La victoria de los sublevados trajo casi inmediatamente algunas reformas puntuales al código republicano, siendo las más notables el notable endurecimiento de las penas, incluyendo la reintroducción de la pena de muerte. Lo cierto es que el nuevo gobierno, y en particular los falangistas, aspiraban a la promulgación de un código penal de nueva planta, en la línea ideológica de un Estado totalitario; así, un anteproyecto presentado por el Ministerio de Justicia nada más acabar la contienda contenía joyas como “delitos contra la dignidad y el interés de la Patria”, entre los que se contaba, por ejemplo, “el matrimonio con personas de raza inferior”. Sin embargo, estas veleidades no llegaron a prosperar y finalmente lo que se produjo fue una reforma del código de 1932 con un doble objetivo: hacer del código penal un instrumento protector del régimen totalitario y, desde un punto de vista técnico, depurar erratas, antinomias y errores, evitando extranjerismos del lenguaje en el que se consideraba habían incurrido los anteriores. El nuevo código se promulgó en 1944, siendo ministro de Justicia Eduardo Aunós Pérez, catalán que en su juventud militó en la Lliga de Cambó, posteriormente admirador del fascismo italiano, exiliado en París durante la República y adherido al "Alzamiento Nacional" en sus inicios, lo que le valió ocupar diversos cargos en el franquismo hasta su muerte en 1967.

Los delitos que nos interesan pasan a agruparse en la sección tercera, del capítulo segundo, del título II, que se denomina “Delitos contra la religión católica”. Volvemos pues al esquema de los códigos de 1822, 1848 y, sobre todo, al de 1928 de la Dictadura de Primo de Rivera. En todos ellos se habla de “religión del Estado”; ahora, con buen criterio a mi juicio, se la llama por su nombre. Ahora bien, si se protege la religión católica (no hay delitos contra otras religiones) es justamente porque es la del Estado, tal como se deja claro en el primero de los artículos de la sección, el que vuelve a tipificar como delito “cualquier clase de actos encaminados a abolir o menoscabar por la fuerza, como religión del Estado, la Católica Apostólica Romana” (hago notar, de pasada porque no es el objeto de estos posts, que se exige que los actos sean por la fuerza; parece pues que no sería delito, por tanto, tratar de abolir la religión católica mediante campañas de convicción). En cuanto al los actos de profanación, también se recupera la duplicidad de delitos, según se trate de hostias consagradas o de los restantes objetos de culto. La redacción de ambos artículos está copiada literalmente –salvo las penas– de la que compuso Eugenio Cuello Calón; véanse en el post anterior los textos de los artículos 273 y 274 y compárense con los de los 207 y 208 de 1944 que transcribo a continuación:

Art. 207. El que hollare, arrojare al suelo o de otra manera profanara las Sagradas Formas de la Eucaristía, será castigado con la pena de prisión menor.

Art. 208. Los que, en ofensa de la Religión Católica, hollaren, destruyeron, rompieron o profanaron los objetos sagrados o destinados al culto, ya lo ejecuten en las iglesias, va fuera de ellas, incurrirán en la pena de prisión menor.

Así que tampoco el código de 1944 nos aporta nada nuevo ya que vuelve, como hizo el del 32, a una redacción previa, que en este caso es volver a poner en juego la locución “en ofensa de” que tanto juego nos está dando.

Y hasta aquí los antecedentes. Antes de concretar mis conclusiones de esta revisión histórica puede convenir referirse en un próximo post al origen del código que tenemos vigente y que se promulgó en 1995.

miércoles, 18 de enero de 2017

Antecedentes del delito de profanación (el código penal de 1928)

En la introducción al post anterior conté que, como resultado de la Revolución del 68 que puso fin a la monarquía isabelina, se promulgó la Constitución de 1969, en base a la que, a su vez, se redactó y aprobó el nuevo código penal de 1870. La Constitución del 69 definía al Estado español como una monarquía lo que obligó a los prebostes del Gobierno Provisional a buscar candidatos a rey por toda Europa y encontrándolo finalmente en la persona del duque de Aosta, Amadeo de Saboya, que se convirtió en monarca constitucional en noviembre de 1870 por elección parlamentario (monarquía electiva). Pero el pobre Amadeo no duró mucho y en febrero de 1973, según cuenta la tradición, le comunicaron su despido y el rey renunció sin grandes alharacas ni lamentos de casi nadie. Así las cosas, de modo inmediato y en reunión conjunta, Congreso y Senado proclamaron la Primera República. Pi y Margall, quien fuera el segundo presidente de la República, impulsó una constitución republicana, pero el intentó no pasó del proyecto redactado por Emilio Castelar. En medio de pugnas constantes y sucesivos cambios de gobierno, la República no llegó a asentarse y el experimento acabó con la disolución del Congreso por el golpe de estado del general Pavía. Siguió luego la dictadura del general Serrano, sin Cortes y sin Constitución, que a su vez acabó con otra asonada militar, la del general Martínez Campos, que se pronunció por la restauración borbónica en la persona del que sería Alfonso XII. El 31 de diciembre de 1874 se formó el Ministerio-Regencia presidido por Cánovas del Castillo, dando por cerrado el Sexenio Democrático. Poco tiempo después, bajo la égida del artífice de la Restauración y líder de los conservadores, se redactó una nueva Constitución que se aprobaría el 30 de junio de 1876. En lo que aquí interesa, conviene destacar que la nueva Constitución reforzaba la confesionalidad del Estado. Sin embargo, los políticos turnistas del último cuarto del siglo XIX y del primero del XX no consideraron necesario, pese al cambio constitucional, modificar el código penal, de modo que siguió vigente el de 1870, durante la friolera de cincuenta y ocho años.

Las primeras décadas del siglo XX pueden sintetizarse en el progresivo debilitamiento del sistema político de la Restauración incapaz de reformar un Estado atrasado y casi comatoso, y en el paralelo agravamiento de la crisis endémica socioeconómica salvo en breves periodos de bonanza (como la I Guerra Mundial, gracias a la neutralidad española). Así las cosas, el desastre de Annual y el escándalo subsiguiente que amenazaba con embarrar al propio Alfonso XIII fue el detonante para el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 del capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, que instauró un régimen de corte fascista, muy en la onda política de entonces (recuérdese que un año antes Mussolini había encabezado la marcha sobre Roma que le había llevado al poder y ese mismo 1923, unos meses antes, fracasaba el putsch de Munich de Hitler y sus colegas nazis). La llegada de la Dictadura –con el aval del rey, desde luego– no fue mal recibida, lo que da una idea del hartazgo de los españoles con el sistema político (no cambian tanto los tiempos). Primo pretendía modernizar el Estado, incluyendo la legislación y, dentro de ésta, el derecho penal. No tengo muy claro si había una real necesidad de reforma o ésta obedeció a una obsesión del Directorio por revisar todo el marco legal, como se estableció por Real Decreto de junio de 1926. A partir de ahí, se creó una Comisión de Codificación, procurando integrar técnicos independientes (a fin de buscar una legitimación de la que el régimen siempre careció). En el caso del nuevo Código Penal, su autor principal fue Eugenio Cuello Calón, catedrático de penal de la Universidad de Barcelona. Una vez promulgado tras su discusión en Cortes, fue muy criticado por el mundo jurídico –en especial por Jiménez de Asúa, uno de los juristas más destacados y miembro del PSOE– e incluso el Colegio de Abogados llegó a pedir que se derogase y volviese al Código de 1870.

Pero vayamos a los delitos que nos interesan. Ahora vuelven a agruparse bajo el epígrafe “delitos contra la religión del Estado”, tal como se denominaban en los códigos de 1822 y 1848, mientras que en el previo de 1870 se identificaban como “delitos relativos al libre ejercicio de los cultos”. También vuelven a penarse los actos encaminados a abolir o variar como religión del Estado la católica. En lo que se refiere a la profanación, se recupera la duplicidad del código de 1848, dedicando un artículo a la profanación de las sagradas formas y otro a la profanación de los restantes objetos destinados al culto. Es decir, se refuerza la influencia del catolicismo en la legislación penal abandonando los progresos laicistas del código de 1848 y volviendo, casi miméticamente, al código de 1848. Para que se vea con claridad, transcribo a continuación las dos parejas de artículos dedicados a la profanación:

Art. 131 (1848): El que hollare, arrojare al suelo, o de otra manera profanare las sagradas formas de la Eucaristía, será castigado con pena de reclusión temporal.
Art. 273 (1928): El que hollare, arrojare al suelo, o de otra manera profanare las sagradas formas de la Eucaristía, será castigado con la pena de tres años a seis de prisión.

O sea, idénticos. Y, por lo tanto, vale el comentario que en su época hizo Pacheco y que cito en el post del pasado viernes: ante tan gran sacrilegio no se impone ninguna condición para tipificarlo. Veamos ahora las restantes profanaciones:

Art. 132 (1848): El que con el fin de escarnecer la religión hollare o profanare imágenes, vasos sagrados u otros objetos destinados al culto, será castigado con la pena de prisión mayor.
Art. 274 (1928): Los que, en ofensa de la religión del Estado, hollaren, destruyeren rompieren o profanaren los objetos sagrados o destinados al culto, ya lo ejecuten en las iglesias, ya fuera de ellas, incurrirán en la pena de seis meses a seis años de prisión.

La estructura sintáctica es muy similar: en ambas redacciones antes de describir los actos materiales se introduce una locución adverbial como condición para que dichos actos alcancen la condición de delictivos. Dicha condición en el texto de 1848 es incuestionablemente de finalidad: el profanador, para delinquir, ha de actuar con la finalidad de escarnecer la religión. Pero el legislador del 28 inventa la locución que se sigue repitiendo en el código que hoy tenemos vigente y que tantos problemas de interpretación nos lleva dando. Fue probablemente Cuello Calón el paridor de tan puñetera expresión. Pero, ¿por qué lo hizo?

Puede defenderse (supongo que será lo que piense Vanbrugh) que si cambió justamente la frase que claramente exigía el requisito de finalidad lo hizo para que no fuera ésta la condición del delito. Me parece verosímil, añadiendo que probablemente don Eugenio quiso dejar el precepto ambiguo; es decir, no se atrevió a separarse de la tradición del derecho penal español que siempre había exigido la intencionalidad para este segundo tipo de profanaciones, pero dejó una puerta abierta para que, si así lo entendían los jueces, se pudiera interpretar de otra manera (por ejemplo, traduciendo la locución por “con el resultado de ofender la religión del Estado”, como sostiene Vanbrugh). Sin embargo, a pesar de que podría ser plausible esta polisemia interpretativa, después de darle otra vuelta me quedo con que lo que quiso el legislador era mantener el mismo significado que el del artículo 132 de 1848, ya que por más que he buscado en los debates en el Congreso y artículos de la época, no he encontrado ninguna referencia que aluda al cambio de criterio, que es lo que cabría esperar si éste se hubiera producido. Y simplemente, Cuello Calón quiso decir lo mismo que se había dicho antes de una forma original que a lo mejor le parecía más atinada, inventando el “en ofensa de” que, para mí, está directamente inspirado en el “en defensa de”.

En fin, el código penal de 1928 no duraría mucho, ya que fue derogado por el promulgado en 1932, apenas cuatro años después, por la República. Pero tiene la fundamental importancia de ser el que acoge por primera vez la locución que motiva esta serie de posts.

domingo, 15 de enero de 2017

Antecedentes del delito de profanación (el código penal de 1870)

El 18 de septiembre de 1868 se pronunciaba en Cádiz el almirante Juan Bautista Topete contra la monarquía de Isabel, como parte de una sublevación organizada por unionistas, progresistas y demócratas, bajo la dirección principal del general Prim, exiliado entonces en Londres. El levantamiento se fue extendiendo por todo el país con el apoyo de la mayoría de los mandos militares, lo que dificultó al gobierno contar con fuerzas suficientes para vencerlo. El 30 de septiembre, la reina, todavía de vacaciones en San Sebastián, huyó a Francia y el 8 de octubre se formó el gobierno provisional: trinfaba La Gloriosa, la revolución que acababa con el denostado reinado de “la de los tristes destinos”. Por más que los medios para lograrlo respondieran al esquema ya tradicional de la asonada militar, lo cierto es que la historiografía considera el “experimento” iniciado en el 68 el primer intento serio de democratizar nuestro país; por ello, al breve y frustrado periodo que siguió se le denomina el Sexenio democrático. Durante el Gobierno Provisional se elaboró y aprobó la Constitución de 1869, cuyas innovaciones más llamativas fueron, de un lado, declarar los principios democráticos (se mantenía el régimen monárquico pero parlamentario) y, de otro, establecer la libertad de cultos, aunque se mantenía el carácter confesional del Estado. En todo caso, la cuestión religiosa pasó a partir de entonces a ponerse en el primer plano de los debates políticos, enfrentando a quienes exigían la unidad católica de la nación y quienes reclamaban el laicismo. Como es lógico, los nuevos presupuestos constitucionales exigían una modificación de varias leyes, entre ellas, desde luego, el Código Penal de 1848-1850.

En lo que nos interesa, el Código Penal de 1870 refleja una mayor tolerancia religiosa. Así, los delitos que nos ocupan ya no se disponen bajo la denominación de “Delitos contra la religión” como en los códigos 1848/1850, sino bajo el epígrafe “Delitos relativos al libre ejercicio de los cultos”. Además, en congruencia con dicha mayor tolerancia, dejan de penarse “la tentativa para abolir o variar en España la religión católica” (antiguo artículo 128), la celebración de ceremonias de otros cultos (129) y la apostasía (130). Pero yendo a lo concreto, al delito de profanación, éste queda confinado a un solo supuesto dentro del artículo 240, que reza así: “Incurrirán en las penas de prisión correccional en sus grados medio y máximo y multa de 250 a 2.500 pesetas: … 4º. El que con el mismo fin (escarnecer públicamente alguno de los dogmas o ceremonias de cualquiera religión que tenga prosélitos en España) profanare públicamente imágenes, vasos sagrados o cualesquiera otros objetos destinados al culto”. Lo primero que llama la atención de la nueva regulación respecto de la precedente es que desaparece la distinción entre la profanación de las hostias consagradas y la del resto de objetos; el delito pasa a ser único. De otra parte, se mantiene el sentido restrictivo de profanar, limitado a los objetos, y no incluyendo en el término el comportamiento irrespetuoso en el lugar de culto (que, no obstante, sí se tipifica como delito, pero otro distinto, como comento al final).

Pero lo que me parece importante resaltar es que, de nuevo, se mantiene el requisito de finalidad (o de intencionalidad, que viene a ser lo mismo en este caso) para que exista el delito; cualquier acto de profanación para ser delito ha de realizarse con la intención de escarnecer un religión profesada en España, incluso el de vejar las sagradas formas, que en el código de 1848 no exigía esta condición. No se discute que el acto objeto de juicio sea de profanación (un sacrilegio, en el derecho canónico), pero la profanación, si no se comete con la intención de ofender a la religión, no es delito. A mi modo de ver, más de cien años antes, la regulación es en lo esencial muy similar al código de 1995 (el actualmente vigente), aunque ahora lo que ha de pretender ofenderse no sea la religión en sí misma sino los sentimientos religiosos de quienes la profesan. Es decir, que los actos cometidos por Rita Maestre tampoco bajo el código penal de 1870 habrían sido considerados constituidos del delito tipificado en el supuesto 4º del artículo 240: en primer lugar porque no profanó objetos destinados al culto y, en segundo, porque no se demostró que la finalidad de la performance fuera escarnecer los dogmas o ceremonias de la religión católica (sí criticar el papel histórico de la Iglesia respecto de la mujer y la sexualidad).

Sin embargo, las chicas de Contrapoder sí habrían sido encausadas bajo el código penal de 1870 en base al artículo 241 que literalmente dice que “el que en lugar religioso ejecutare con escándalo actos que, sin estar comprendidos en ninguno de los artículos anteriores, ofendieran el sentimiento religioso de los concurrentes, incurrirá en la pena de arresto mayor en sus grados mínimo y medio”. A mi modo de ver, y sin entrar a valorar la idoneidad de la pena, tanto el espíritu como la letra de este precepto me parecen acertados y creo que perfectamente válidos en los tiempos presentes, pero lo cierto es que no se ha tipificado este delito. En efecto, no me parece de recibo que en un lugar dedicado justamente a la profesión de los actos religiosos no sea punible realizar actos ofensivos a los sentimientos de los creyentes. Sería admitir la obligación del Estado de proteger la libertad de culto en los espacios específicamente destinados al mismo, lo cual me parece congruente con el planteamiento constitucional. Nótese, además, que la redacción enlaza directamente con la del 524 vigente en tanto se refiere a los sentimientos religiosos, pero aquí deja claro que el delito es ofenderlos, téngase o no la intención de hacerlo. En consecuencia, cabe la tentación de pensar que la vigente locución “en ofensa de los sentimientos religiosos” provendría de este artículo 241 de 1870 y, por tanto, habría que interpretarla como que haya ofensa efectiva independientemente de la intención. No comparto esa hipótesis, pues está bastante claro, creo, que los orígenes del actual 524 hay que buscarlos en los preceptos previos referidos a los actos de profanación, y en éstos –como vamos viendo hasta ahora– se exige la intencionalidad.

viernes, 13 de enero de 2017

Antecedentes del delito de profanación (El código penal de 1848 / 1850)

Ya conté en el post precedente que el primer Código Penal español se enmarcaba en la Constitución de 1812. Ahora bien, recordemos que esos años eran justamente en los que en España pugnaban dos bandos contrapuestos en sus visiones de la sociedad y del Estado: los liberales, que defendían los principios de la Constitución de Cádiz, y los absolutistas, deseosos de tornar al Antiguo Régimen. Recordemos también que estamos en el inicio de un nuevo periodo de la historia española marcado por el fracaso de la invasión napoleónica y la recuperación de la independencia nacional, simbolizada en la reinstauración del que sin duda ostenta el disputado record de haber sido el más miserable de los reyes que nos ha tocado a los habitantes de este país: Fernando VII, que pasó muy pronto de ser llamado el Deseado a el Felón. En fin, que el caso es que cuando el odioso Borbón entró en España en marzo de 1814, en vez de jurar la Constitución, se dejó querer por lo absolutistas y aceptó un levantamiento de éstos (Manifiesto de los Persas y pronunciamiento del general Elío), restableciendo la monarquía absoluta y anulando la Constitución. Les tocó a nuestros abuelos soportar seis años de crueles gobiernos absolutistas, que además fueron muy inestables e ineficaces en resolver los graves problemas que acumulaba un país atrasado y asolado tras varios años de guerra. En enero de 1820 se produjeron las sublevaciones encabezadas por Rafael de Riego, abriéndose una nueva etapa conocida como el Trienio Liberal; durante estos años (1820-1823) se reinstauró la Constitución y se aprobó nuestro primer Código Penal. Pero su vigencia, como la de las reformas hacia la modernidad, fue brevísima; la Santa Alianza regía Europa y no eran buenos tiempos para ensayar democracias embrionarias. En 1823 el rey de Francia decide liberar a su pariente español de los liberales y envía a la Península a los Cien mil Hijos de San Luis, un ejército que derrota a las tropas constitucionales y permite que el Felón restaure de nuevo el absolutismo y dé inicio a la Década Ominosa (1823-1833) que llegaría hasta la muerte del monarca. Durante estos terribles años el Código Penal fue abolido y se volvió al derecho penal del Antiguo Régimen, fraccionario y mucho más duro y arbitrario. Hubo que esperar a los primeros años del reinado de Isabel II y a la victoria tras la I Guerra Carlista para que se empezara a trabajar en la elaboración de un nuevo Código Penal. Tras algunos proyectos fallidos, la Comisión General de Códigos, redacta el que se aprobaría en 1848, y se reformaría en 1850. Si bien se inspira en los principios liberales, se trata de un texto de marcado carácter autoritario; por eso, tras la Revolución de 1868, La Gloriosa, se sustituyó por el de 1870, adaptado a la Constitución de 1869.

Hecha esta introducción pasemos a ver como se regulaba en el Código de 1848 la profanación. Pero antes, aprovechando un comentario de Vanbrugh al post anterior, conviene dejar claro que desde 1822 la tipificación penal de la profanación se limitó a dos cosas: en primer lugar, las hostias consagradas, y luego los objetos destinados al culto. Evidentemente, la regulación penal del Estado reducía el ámbito semántico de la palabra profanar que, tal como se define en el diccionario, significa tratar algo sagrado sin el debido respeto; es decir, no sólo maltratar los objetos sagrados sería profanación en castellano sino también comportarse sin el respeto debido en un lugar consagrado (el ejemplo gráfico en exceso que pone Vanbrugh es cagar ante el altar). En el Código de Derecho Canónico (artículo 1376), como era de esperar, la profanación alcanza a cualquier cosa sagrada, sea mueble o inmueble. En la actualidad, como ya dije en el post anterior, se considera delito la profanación, sin especificar como se hacía desde 1822, los objetos susceptibles de ser profanados. Es decir, que con el Código vigente, propio de un tiempo bastante menos proteccionista de la religión que el siglo XIX, un juez puede admitir como profanación un comportamiento poco respetuoso en un templo aunque no se maltraten los objetos destinados al culto (así lo hizo la juez de primera instancia en el caso de Rita Maestre). Bien es verdad, que también puede (como hicieron los magistrados de la Audiencia) entender que la profanación debe limitarse a los objetos sagrados, en congruencia y continuidad con el origen de la regulación penal del delito. Pero al tema; en congruencia con lo ya dicho (y con el Código de 1822) dos son los artículos del de 1848 (que se mantienen en 1850) referidos a la profanación como delito penal. Los transcribo:

Art. 131. El que hollare, arrojare al suelo, o de otra manera profanare las sagradas formas de la Eucaristía, será castigado con pena de reclusión temporal.

Art. 132. El que con el fin de escarnecer la religión hollare o profanare imágenes, vasos sagrados u otros objetos destinados al culto, será castigado con la pena de prisión mayor.

Nótese que en el primer delito, que es el mayor sacrilegio que cabe en la religión católica, el precepto no impone ninguna condición para tipificarlo. Como escribió Joaquín Francisco Pacheco*, profanando las sagradas formas se ejerce “un escándalo que no tiene igual en nuestra religión … No se aquietará ni tranquilizará la piedad de los creyentes como no vean un castigo a tamaña audacia. No cumplirá por su parte el Estado, que protege la religión y que ordena su respeto, si de hecho no lo impone … Para una perturbación de este género no debe emplearse un castigo de menor … de doce años; y rara vez se impondrá ese mínimun, porque rara vez cabrá en esto circunstancia atenuante”. En cambio, “en el sacrilegio contra imágenes, vasos sagrados u otros objetos del culto no puede ser la ley igualmente severa. Si cuando se trata de las sagradas formas no pregunta ni inquiere el motivo que haya hecho obrar, aquí debe sin duda alguna preguntarlo e inquirirlo”. Es decir, que en esta segunda versión del Código Penal español encontramos que en el delito de profanación (limitado, como ya he dicho, a objetos de culto) el legislador requiere como condición para que exista de nuevo un elemento subjetivo. Pero ahora ya da un paso más y este elemento no es simplemente el conocimiento (a sabiendas del artículo 235 del Código de 1822) sino la intención de escarnecer la religión. Pues bien, me parece muy importante que apuntemos que hace más de 170 años el legislador estableció que para que haya un delito que, sin ser el mismo, es ciertamente antecedente del que tipifica el vigente Código Penal en su artículo 524, era necesaria la intencionalidad de quien cometía la acción. Vuelvo a citar a Pacheco: “Cuando no existe ese propósito, el delito aquí consignado se desvanece como el humo o se reduce a un delito diferente “.

* Joaquín Francisco Pacheco (Écija, 1808-Madrid, 1865) fue político, abogado, orador, historiador, periodista, literato y jurista teórico. Su prestigio como jurista fue altísimo, siendo alabado por muchos como el más importante del siglo. Participó con destacado protagonismo en la elaboración del Código del 48 (el redactor principal fue Seijas) y, sobre todo, escribió un monumental texto ("El Código Penal concordado y comentado") que, como ya señalaron en su época, no sólo son unos comentarios sino casi la exposición de motivos de todos y cada uno de los artículos. Las citas que he incluido en este post provienen de dicha obra, que en la actualidad es de dominio público.

jueves, 12 de enero de 2017

Antecedentes del delito de profanación (El código penal de 1822)

Nota previa: Estoy convencido de que con este post (y los que le seguirán) voy a conseguir ahuyentar a mis escasos lectores, pero qué le voy a hacer. Aunque asumo la responsabilidad de tan poco acertada decisión desde la óptica del marketing, quiero imputar una pequeña parte de la culpa a Vanbrugh, que ha conseguido picarme con su tenacidad discutidora. Tras el punto muerto al que creo que hemos llegado en cuanto al análisis filológico del significado de la locución en ofensa de, al que se dedica el post anterior y, sobre todo los comentarios, quiero investigar sobre los antecedentes del delito de profanación para averiguar si en esa evolución histórica (a través de los diversos códigos penales que hemos padecido en este país) descubro pistas que permitan interpretar con mayores argumentos el sentido de la norma vigente. Así que pido disculpas por el coñazo; entenderé de sobra los absentismos lectores.

El Derecho Penal moderno nace en España en 1822 con la promulgación del primer código penal, en el marco de la Constitución de 1812 (la famosa Pepa). Pese a que fue elaborado y aprobado en época liberal, en materia religiosa se acoge a la más rancia ortodoxia tradicional. Tampoco es muy de extrañar, pues no debe olvidarse que, como decía el artículo 12 de la Constitución, “la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Así, en el Título Primero de la Parte Primera había todo un capítulo que trataba “de los delitos contra la religión del Estado” que tipificaba nada menos que quince delitos (artículos 227 a 241), empezando por el más grave de todos que era el de conspirar para establecer otra religión en España o que la nación española deja de ser católica; quien eso hiciera era traidor y sufriría la pena de muerte. Pues bien, ya en este código aparecía el delito de profanación (aunque sin llamarle con este nombre) en dos artículos. Como me interesan las redacciones, permítaseme que transcriba ambos textos:

Art. 235. El que con palabras, acciones o gestos ultrajare o escarneciere manifiestamente y a sabiendas alguno de los objetos del culto religioso en los lugares destinados al ejercicio de éste, o en cualquier acto en que se ejerza (el culto), sufrirá una reclusión o prisión de quince días a cuatro meses …

Art. 236. Igual pena sufrirá el que a sabiendas derribare, rompiere, mutilare o destruyere alguno de los objetos destinados al culto público.

Conviene hacer notar que al acotar el objeto del delito al maltrato de los objetos del culto católico, ninguno de estos artículos, creo yo, habría podido aplicarse a Rita Maestre, pese a ser los primeros antecesores del actual 524 (por el que la encausaron) y provenir de una época y un cuerpo legal mucho más protector de la religión. La explicación está en que el actual código tipifica el delito como la ejecución de actos de profanación, sin concretar el alcance de este término. Si bien los magistrados de la Audiencia Nacional consideraron que para que hubiera profanación debían tratarse irrespetuosamente los objetos sagrados y por tanto, como los manifestantes no los tocaron, concluyeron que no existía, la juez de primera instancia consideró en cambio que el simple hecho de mantener un comportamiento irrespetuoso en un recinto consagrado al culto ya era un acto de profanación. Parece claro que la redacción del precepto de 1822 era, en lo referente a la materialidad del delito, bastante más precisa que la vigente y, probablemente, no habría posibilitado que dos sentencias judiciales resolvieran en sentidos opuestos sobre la misma cuestión: ¿hubo o no profanación? El legislador de 1822 deja claro que no, en cambio el de 1995 deja en manos de los jueces decidirlo.

La segunda cuestión que quiero resaltar es que ya desde estas primeras redacciones, para que exista el delito que pasará a llamarse de profanación, el legislador requiere un elemento subjetivo: hay que maltratar los objetos de culto a sabiendas. Esta locución, a diferencia de la puñetera “en ofensa”, no plantea ninguna duda en cuanto a su significado y, de hecho, se sigue usando en la actualidad (por ejemplo, el vigente artículo 404 define la prevaricación como dictar una resolución arbitraria a sabiendas de su injusticia). Ciertamente, a sabiendas no es lo mismo que con intención de que es la interpretación que la jurisprudencia ha dado a la locución en ofensa de. Volviendo al caso de Rita, si se hubiera aplicado el código de 1822 habría cumplido el requisito subjetivo, toda vez que quedó bastante claro que era consciente de que con sus actos ofendería los sentimientos religiosos de los católicos. No le habría valido de nada decir que no tenía intención de ofenderlos; tendría que haber convencido al Tribunal de que no sabía que los iba a ofender (y eso se me antoja tarea poco menos que imposible).

Conviene, por último, destacar que parece congruente que en estos artículos de 1822 no se exija la intención de profanar, bastando con hacerlo a sabiendas. Nótese que lo que se protege son los objetos de culto de la religión de un Estado declarado confesional. En la actualidad, la profanación no es delito porque se atente contra objetos sagrados (sólo puede serlo para los católicos en el derecho canónico), sino porque haciéndolo se ofenden los sentimientos religiosos de éstos. A mi modo de ver, el actual delito debería denominarse con más precisión como ofensa a los sentimientos religiosos mediante la profanación. Si el delito es ofender, puede admitirse como requisito para su existencia que haya intención de ofender. Incluso, por más que a algunos no les convenza, puede distinguirse entre la intención de ofender y el conocimiento de que se va a ofender; es decir, puede admitirse (como se ha hecho en el caso de Rita) que alguien no tenga intención de ofender aún a sabiendas de que lo va a hacer. En cambio, esta distinción carece de sentido en los delitos de profanación tal como los tipifica el código de 1822: si maltratas un objeto sagrado basta que sepas que lo es y que lo estás maltratando para cometer el delito.