jueves, 28 de septiembre de 2017

Hacia Albujarrota (1)

Ya comenté en la entrada anterior la audaz convocatoria de la Asamblea del Reino en Coimbra que hizo el Maestre de Avis en abril de 1385 y cómo consiguió ser nombrado rey, declarando ilegítimos a los otros aspirantes (a Beatriz, la esposa-niña de Juan I, y al tercer Juan, hijo de Pedro I). No debe menospreciarse el importante peso de la emotividad popular en esta coronación: el flamante Joao I supo excitar y aprovechar a su favor el odio de gran parte de los portugueses hacia Castilla. Los castellanos eran los enemigos, los que querían oprimir al buen pueblo portugués. Imagino, por ejemplo, que la propaganda de la época podría presentar con los tintes más negros el permanente acoso de la armada castellana sobre el amplio litoral portugués. Moviéndose continuamente entre las bases de Coruña y Sanlúcar, dividas en pequeños grupos, las naves de Juan I acosaban las poblaciones costeras e incluso entraban impunemente por el estuario del Tajo. Pero la fortaleza castellana fue quebrada a partir de la coronación, como si el contar con monarca propio inyectara bríos a las fuerzas lusas, creando una especie de sentimiento patriótico compartido colectivamente, aunque este tipo de enunciados deben considerarse con precaución, para evitar caer en anacronismos. El caso es que Joao emprendió varias contraofensivas victoriosas: las villas fronterizas con Galicia, la importante rendición de Guimaraes, que trajo consigo el derrumbamiento de la resistencia castellana en la zona e incluso la caída de Braga. Laureado y cargado de botín, el nuevo rey regresó a Coimbra.


Las noticias llegan a Juan I que está en Madrigal (de las Altas Torres, aunque por entonces aún no tenía el apellido). A esta villa abulense llegamos en verano, con un calor agobiante que no debió soportar el rey castellano que estuvo unos meses antes. Madrigal era una ciudad vinculada a la corona castellana, en concreto a las reinas, ya que se cedía a cada una de ellas como dote matrimonial desde que en 1311 Fernando IV se la otorgó a su madre, María de Molina. De modo que, al menos hasta los Reyes Católicos era una de esas ciudades castellanas habituales en las rutas itinerantes de la corte, antes de que Felipe II fijara capital. Lo mejor de esta villa es su estructura urbana, que te hace pensar que debió ser mucho más imponente en la Baja Edad Media de lo que es en la actualidad. El casco central está parcialmente murado y esa muralla mudéjar del siglo XI o XII es una maravilla, en especial las tres puertas que se conservan. El perímetro amurallado era casi circular con un diámetro medio de 685 metros, lo que supone que la superficie del recinto superaba las 35 hectáreas, más o menos como la de Ávila y mayor que los espacios intramuros de otras importantes ciudades de la época, como París o Reims. Tales dimensiones inducen a pensar que la ciudad árabe pudo ser más grande y poblada que la posterior cristiana.

Visitamos el Palacio de Juan II, construido a principios del XV por el nieto de Juan I. Sin embargo, en el mismo emplazamiento ya había un edificio en el que se alojaban los monarcas y nobles y en el que consta que residió Pedro I el Cruel, el último rey de la Casa de Borgoña (al que mató Enrique II, como ya he contado). Así que mientras visito el actual monasterio de Nuestra Señora de Gracia, trato de imaginarme esos días. A Don Juan I recibiendo en la sala de Cortes, bajo el magnífico artesanado mudéjar, a los que le traen las pésimas noticias de los triunfos de ese bastardo portugués a quien hasta entonces no había tomado tan en serio como habría debido. O paseando a grandes zancadas por agradable claustro, maldiciendo las recientes derrotas y ardiendo en airadas ansias de venganza. Pero la verdad es que no logro hacerme creíble este intento de viaje en el tiempo: los espacios por los que transito están demasiado “isabelizados”, porque lo que hace famoso a este inmueble no es que aquí morara Pedro I, o que –como elucubro– hiciera un alto Juan I en su campaña portuguesa, ni tampoco que fuera refugio de la reina María de Aragón y que su esposo Juan II lo ampliara y embelleciera. No, su atractivo turístico radica en que entre estas paredes, en 1451, nació Isabel la Católica. Y en función de la gran reina está montada la escenografía, de modo que mi pobre imaginación se resiste a dejarme ver en estos espacios episodios ocurridos 66 años antes.

Juan I estaba cabreado, mucho. Decidió que volvería a invadir Portugal para acabar de una vez por todas con ese impertinente Joao I y someter el país a su dominio. Elige Ciudad Rodrigo como cuartel general de sus tropas, si bien concentra algunas unidades en Badajoz para labores de cobertura en el Alentejo. Siguiendo la ruta del rey salimos de Madrigal por una carretera provincial que atraviesa un extenso y plano mosaico de cultivos de secano. A unos nueve kilómetros, primer pueblo, Horcajo de las Torres, uno de los veinticuatro municipios en los que pernoctó Carlos V en su recorrido de cinco meses desde Laredo hasta el Monasterio de Yuste. El pueblo es feo con ganas, nada tiene que merezca más de una ojeada, ni siquiera la Iglesia. Al llegar a su límite occidental cruzamos el río Trabancos, solo un cauce seco. Otros nueve kilómetros y otro pueblo, éste ya salmantino, que tiene el curioso nombre de Palaciosrubios. Por lo visto el topónimo alude a un lugar con almacenes de trigo rubión, porque el término “palacio”, en la Edad Media, se usaba con el significado de granero para el cereal ; y “rubión” era una variedad de trigo rojizo mencionada en El Quijote. Pero el nombre es lo más interesante del pueblo que, sin llegar al nivel de Horcajo, tampoco merece una visita. Y luego vino Poveda de las Cintas, después Villoria (iglesia con ábside románico), siguió Babilafuente (con algo más de empaque en torno a la Plaza Mayor) y, antes de llegar a Salamanca, Aldealuenga. En todos esos pueblos nos detuvimos a estirar las piernas y tomar un café cuando encontramos un bar abierto. Y de todos nos fuimos sin nada que nos hubiese regocijado la vista. Pero, en cierto modo, se trataba de ir lento. Hicimos los 60 kilómetros que separan Madrigal de Salamanca en dos horas y media, una velocidad bastante mayor que a la que iría el ejército castellano pero no mucho más que la de los caballeros al galope. En mis fuentes no he encontrado que Juan I se detuviese en Salamanca, aunque es indudable que hubo de pasar por aquí. Como nosotros sí hemos de detenernos un par de días, decido imaginarme que el monarca con sus más allegados descansó también unas jornadas en esta preciosa ciudad, mientras los soldados la bordeaban siguiendo viaje a pie.

Tres días después, al mediodía, estamos en Ciudad Rodrigo. Vamos directamente al Parador Nacional, donde hemos reservado habitación (una pasta; ya los Paradores no son tan asequibles como eran hace años), porque es el Castillo que había construido Enrique II una docena de años antes de los acontecimientos protagonizados por su hijo que estoy rememorando. En realidad el primer Trastámara recosntruyó las ruinas del castillo que también había reconstruido Fernando II de León en la segunda mitad del siglo XII, cuando ya la frontera con los moros había descendido suficientemente al Sur y la ciudad había sido repoblada gracias a los esfuerzos del conde Rodrigo González Girón. Desde el siglo XIII al XVI, Ciudad Rodrigo es uno de los núcleos urbanos de mayor importancia y renombre de Castilla, residencia de importantes familias de alcurnias, que han dejado abundantes muestras arquitectónicas (no en vano el casco histórico es Conjunto Histórico-Artístico desde 1944) de las que disfrutamos durante el día y medio que dura nuestra estancia. No poca parte de la misma, la dedicamos a pasear por este alcázar donde –estoy convencido aunque no haya encontrado la confirmación precisa– tuvo que alojarse Juan I con su estado mayor y desde donde hubieron de preparar la campaña portuguesa. Subo a lo alto de la Torre del homenaje y miro al Sur, al puente sobre el Águeda que algunos dicen que es romano (puede que en la Antigüedad hubiera aquí un puente pero poco queda de él en el actual) peor lo que es seguro es que sí estaba en los días previos al desastre de Albujarrota. Pienso que si cruzo ese puente, llego enseguida a la A-62, autovía que en sentido Este me pone en apenas 30 kilómetros en la frontera portuguesa. Ahora bien, sé que el ejército castellano entraría en Portugal por la villa fortificada de Almeida, a unos 40 kilómetros al Noroeste de Ciudad Rodrigo. Para llegar allí se puede cruzar la raya siguiendo la A-62 y en Vilar Formoso (la localidad fronteriza que no existía en tiempos de Juan I) girar hacia el Norte. O también dirigirse hacia el Noroeste por la Vega del Águeda para, a la altura de la zona arqueológica de Siega Verde, torcer hacia el Oeste, alcanzar la Aldea del Obispo y desde ahí llegar a Almeida a sólo 10 kilómetros de distancia. Las dos rutas tienen una longitud similar, y yo, oteando desde el castillo de Enrique II, sin más ayuda que un mapa del IGN y mi intuición, decido que fue la segunda la que hicieron los castellanos y la que yo seguiré al día siguiente.

martes, 26 de septiembre de 2017

Mosén Rubí de Bracamonte (3)

Hemos ya repasado la primera etapa de la vida de Robert de Braquemont, la que llega hasta sus treinta años, a mediados de la década de los ochenta del siglo XIV. Siglo catastrófico, desde luego, “uno de los más nefastos de la historia de la humanidad, marcado por las graves plagas y las guerras que asolaron casi toda Europa” (Wikipedia). Barbara Tuchman escribió un maravilloso libro dedicado a esta centuria –Un espejo lejano–, cuya lectura es muy recomendable para hacerse una imagen panorámica de aquellos tiempos. Recuérdese, por ejemplo, que hacia la mitad del siglo Europa vivió la terrible Peste Negra que supuso, en el caso de Francia, la muerte de casi la mitad de la población; afortunadamente para él, Robin nació cuando la epidemia se estaba disipando, al menos en Normandía, aunque siguió golpeando casi hasta el final de la centuria (por ejemplo, Luis de Anjou murió de peste). Pero de lo que no se libró fue de los conflictos bélicos que asolaban todo el continente, empezando por el mayor de todos que tan de cerca le tocaba, la Guerra de los Cien Años, que ya había empezado cuando nació y no habría acabado cuando murió. Este enfrentamiento entre los reyes de Francia y de Inglaterra enmarcaba muchos otros conflictos, la mayoría de ellos también de naturaleza dinástica, peleas por el acceso a los tronos, lo que da muestra de la enorme inestabilidad política de la época. Naturalmente, en tiempos de guerra la violencia es la que manda y la gran mayoría de la población sufre sus terribles efectos. Otros, sin embargo, saben desenvolverse en ese mundo de crímenes, intrigas y acciones militares, y gracias a él medran hasta los puestos más encumbrados de la sociedad. Nuestro protagonista fue uno de ellos.

Ya hemos visto que Robert alcanza reconocimiento militar al servicio del Duque de Anjou en el conflicto sucesorio por la corona de Nápoles, aunque el bando por el que combate resultara el perdedor. También en la Península Ibérica eran aquellos tiempos de broncas sucesorias y allí habría de ir el de Braquemont. Doy unas pinceladas rápidas para situar los antecedentes. Ya me referí en la entrada anterior al ascenso al trono de Castilla de Enrique II, el primer Trastámara, gracias al inestimable apoyo francés (y particularmente del legendario Bertrand du Guesclin). Ahora bien, Fernando I, el rey portugués, no aceptó la nueva dinastía del vecino país y, con apoyos en el interior y en el exterior (pactos con Inglaterra, Aragón, Navarra y los benimerines marroquíes y granadinos), abanderó la causa legitimista contra el usurpador con las llamadas guerras fernandinas. En las dos primeras, vence Enrique y se firman los correspondientes Tratados con los habituales acuerdos matrimoniales entre ambas casas (1371 y 1373); en la tercera, ya muerto el rey castellano, Fernando pacta mediante el Tratado de Salvaterra de Magos (1383) la que parece una solución de paz a lago plazo entre ambos reinos: casar a su hija y heredera Beatriz, entonces de 10 años, con el monarca castellano, Juan I, de 25 años, viudo reciente de Leonor de Aragón, que le había dado dos hijos (los futuros Enrique III de Castilla y Fernando I de Aragón). El acuerdo estipulaba que, si bien Juan podría titularse rey de Portugal como marido de la reina, ambos estados habrían de mantener sus independencias. Para ello, el primer hijo varón de la pareja habría de ser educado en Lisboa a cargo de Leonor, la reina viuda de Fernando (estaba ya agonizante a la firma del Tratado), quien ejercería la regencia. Sin embargo, en cuanto murió el rey portugués, como siempre ocurre, las cosas se torcieron.

Lo que pasó es que Juan II consideró que no le bastaba con ser nominal de Portugal, sino que quería poder ejercer de hecho como tal. En ese propósito tenía el apoyo de buena parte de la nobleza lusa pero se le oponía la incipiente burguesía y el pueblo llano; ya para entonces los portugueses recelaban muy mucho de los castellanos (y eso no ha cambiado más de seis siglos después). El caso es que cuando en varios lugares de Portugal se proclamó el ascenso al trono de Juan y Beatriz se manifestó un generalizado rechazo popular y reclamos para que otro Juan, el hijo de Pedro I de Portugal con Inés de Castro y, por tanto, hermanastro de Fernando I, fuera nombrado rey. Juan I, para evitarse problemas, encerró a su tocayo en el Alcázar de Toledo, pero entonces apareció en la partida un tercer Juan, también hijo de Pedro I, pero éste bastardo. Aún así, su sangre real hizo que le otorgaran el importante título de maestre de la orden militar de Avis, la más importante del medioevo portugués. Pues bien, este Juan maestre de Avis, se erigió como defensor de los derechos del otro Juan portugués y en contra del Juan castellano. Entre 1983 y 1985 se desarrolló esta crisis sucesoria que acabó con la contundente victoria de la resistencia portuguesa a las ansias anexionistas de Castilla. Durante esos años, el maestre de Avis ejerció un liderazgo decisivo de modo que, al final, la gran mayoría de sus partidarios deseaban colocarlo en el trono. Para ello, en la primavera de 1385 las Cortes portuguesas declararon que Beatriz era hija ilegítimo porque fue nulo el matrimonio de Fernando I con Leonor Téllez, y también que los hijos de Pedro I con la gallega Inés de Castro (entre ellos el segundo Juan) también lo eran porque también ese matrimonio fue nulo. De modo que gracias a estas dos nulidades matrimoniales a posteriori resultó que nadie tenía derecho por herencia y el pueblo era libre de escoger un nuevo soberano, a través de sus representantes, sin tener en consideración los dictámenes de las reglas sucesorias. Y, claro está, esas Cortes votaron al maestre de Avis que se convirtió en Juan I. Por primera vez en la historia de Portugal el rey era electo y, además, bastardo.

¿Y qué tiene que ver este episodio de la historia ibérica con la vida de Robert de Braquemont? Pues que, en virtud de la alianza entre Castilla y Francia a la que ya me referí en la entrada anterior, Juan I pidió ayuda a Carlos VI para reforzar el ejército con el que pretendía ocupar Portugal. Beltán Duguesclín, el fabuloso bretón, había dejado la Península quince años atrás, después de dar el trono a los Trastámara (parece que a principios de su reinado, Juan I solicitó que volviera el que ya era Condestable de Francia y él estaba dispuesto; pero enfermó de disentería y murió). Desde principios de 1384, Juan I se paseaba por el país vecino, sucediéndose una serie de ofensivas y repliegues. El ejército castellano era muy superior numéricamente al portugués, aunque éstos contaban con el apoyo de los mortíferos arqueros ingleses, a las órdenes del duque de Lancaster. Así, en vísperas del verano de 1385, las recientes contraofensivas del maestre de Avis (que siguieron a su coronación) obligaban al de Castilla a buscar una batalla final, decisiva, pero antes de acometerla esperó que le llegaran de Francia una compañía de 800 lanceros franceses mandada por Geoffroy Parthenay. Hemos de suponer que con ese contingente vendría Robin, ya en calidad de oficial de rango elevado, aunque no tenemos pruebas ciertas pues la primera constancia documental de su estancia en la Península es de 1386. Quizá sea más verosímil, dado que alcanzaría el grado de almirante, que viniera en alguna de las naves que anclaron en el estuario del Tajo a la espera del desenlace de Aljubarrota. Sin embargo, prefiero imaginarme que nuestro protagonista asistió a esa terrible batalla, que se batió cuerpo a cuerpo y que incluso se hizo notar por el rey y los nobles castellanos de modo que la humillante derrota fuera después para él fuente de ventajas y beneficios en la corte de Juan I. La importancia de Aljubarrota fue tan grande que merece que le dediquemos la próxima entrada, incluso aunque no estemos seguros de que en ella participara nuestro Mosén Rubín de Bracamonte.

domingo, 24 de septiembre de 2017

Mosén Rubí de Bracamonte (2)

Robín inició su carrera militar a los 19 años, cuando en octubre de 1374 fue recibido en el ejército del rey Carlos V, el tercer Valois. Para esa fecha, el monarca tenía 36 años y llevaba ya diez de reinado, pero en realidad su protagonismo en el gobierno de Francia había empezado mucho antes, desde que tras la captura de su padre por los ingleses en la batalla de Poitiers (1356), hubo de asumir la regencia. Carlos, llamado el Sabido, subió al trono durante la paz que interrumpió la Guerra de los Cien Años tras el Tratado de Brétigny (1360), pero el estado de Francia era desastroso. Grandes partes del Occidente y Norte del país había pasado a los ingleses y otras ya eran propiedad del Plantagenet o aliadas de éste (el ducado de Bretaña). Por otro lado, los soldados mercenarios que habían participado en la Guerra al servicio de los monarcas y grandes señores, al llegar la paz se habían organizado en compañías de bandoleros y asesinos que se daban al robo y al pillaje, de modo que en casi todos lados se vivía un clima de terror. Con el doble objetivo de acabar con tantos peligrosos criminales y, de paso, constituir por primera vez un ejército estable, que no dependiera de mercenarios, Carlos recurrió al más famoso de todos aquellos aventureros violentos, tan abundantes en la Francia bajomedieval, un bretón de fealdad y fuerza legendarias (“soy muy feo para ganarme el afecto de las mujeres, pero en cambio sé hacerme temer de mis enemigos”) que para entonces ya tenía en su currículum hazañas destacadísimas: Bertrand du Guesclin o, en España, Beltrán Duguesclín. Du Guesclin comenzó sus servicios al rey sabio en la guerra por la sucesión de Borgoña y consolidó su fama como gran general en la victoriosa batalla de Cocherel de 1364 contra las fuerzas anglo-navarras (sí, la misma en que murió Jean III Bethencourt).

Por aquellos tiempos Castilla sufría las peleas por la corona entre Pedro I el Cruel, el hijo legítimo de Alfonso XI con María de Portugal, y Enrique, conde de Trastámara, y también hijo de Alfonso pero con su favorita, la bella Leonor de Guzmán. Pese a ser el heredero de derecho y llevar una década en el trono, la extrema crueldad de Pedro lo había hecho odioso a casi todos; en el plano internacional, era enemigo de Francia y, consiguientemente, los ingleses se pusieron a su favor. En 1360, Enrique, viendo que sus partidarios crecían, decidió invadir Castilla y ocupó Nájera; sin embargo, en la batalla ante esta ciudad riojana, el Trastámara fue derrotado y hubo de exiliarse en la corte de Carlos V. Unos años después, el rey francés decidió prestarle ayuda militar para el definitivo asalto al trono castellano y, de paso, librarse de los últimos tard-venus (los bandoleros que asolaban Francia), integrándolos en el ejército francés que, al mando del aguerrido Bertrand du Guesclin, envió a la Península. En la batalla de Montiel (marzo de 1369), los dos hermanos se enfrentaron cuerpo a cuerpo y, gracias a la ayuda de Duguesclín, Enrique apuñaló a Pedro. De este modo se ciñó el bastardo Trastámara la corona de Castilla e inició una casa dinástica que en el siglo XV llegaría a gobernar en Castilla, en Aragón y en Navarra. Naturalmente, durante su reinado, Enrique II mantuvo la alianza con Francia, creando unas condiciones de amistad y colaboración que explican la posterior presencia e imbricación de nuestro protagonista en Castilla.

Pero antes de ir a Castilla, Robin deBraquemont, según cuenta la tradición, sirvió en la escuadra del almirante Jean de Vienne. De Vienne fue uno de los principales impulsores del reforzamiento de la armada francesa, comprendiendo cabalmente que en la Guerra de los Cien Años era fundamental conseguir la supremacía naval y atacar las costas inglesas. Pudo poner en práctica sus ideas en 1374, gracias al apoyo de Castilla que envió veinte galeras al mando del almirante Fernando Sánchez de Tovar. La unión de las fuerzas navales francesas y castellanas permitió llevar a cabo varias acciones de castigo sistemáticas contra las ciudades del litoral meridional de Inglaterra. En alguna de esas expediciones pudo haber embarcado el joven Robin de Braquemont, zarpando probablemente de algún puerto normando, muy cercano a su pueblo de origen. En junio de ese mismo 1377, Robin forma parte de una compañía armada sita en Honfleur, en el estuario del Sena. Esta preciosa villa (que siglos después sería una de las preferidas de los pintores impresionistas), había sido recuperada recientemente del dominio inglés y por entonces se estaba fortificando a fin de convertir su puerto en la puerta defensiva que impidiera entrar a los ingleses por el río. Por esas fechas, raptó a la joven Isabeau de Murdac, hija del señor de Sainte-Marguerite, pues se conoce un documento de 1378 que le condena a entregarla al caballero Henry de S. Denis. Supongo yo que el señorío de Sainte-Marguerite correspondería al actual pueblito de Sainte-Marguerite-sur-Mer, en la costa de la Alta Normandía a unos quince kilómetros de Bracquemont. Así que por qué no imaginar una romántica historia de amor: dos adolescentes de pueblos cercanos que se enamoran, él inicia su carrera militar empeñado en alcanzar fama y prestigio, ella promete esperarlo. Sin embargo, el padre la promete con un extraño, un tal Henry de Saint Denis; ella, desesperada logra enviar aviso a su amado, acuartelado en la no muy lejana Honfleur. Ambos se fugan de Sainte-Marguerite y viven escondidos algunos días, dispuestos a casarse contra los deseos de la familia. Pero pronto algunos camaradas le hacen saber a Robin que se una boda proscrita trae consigo perder su prometedora carrera; el padre de Isabel lo ha denunciado y un juez del rey ordena la devolución de la doncella. El cálculo se impone al amor y nuestro joven héroe entrega a la Murdac, quizá no del todo inmaculada, pero parece que no hubo más problemas. Al fin y al cabo, pensaría Robin, por un enamoramiento juvenil no voy a estropearme el futuro.

La verdad es que desconocemos las causas y consecuencias de esta aventura mujeril. Quizás no saliera del todo bien librado pues nada se sabe del joven hasta 1384, fecha en la cual ya estaría acabando su veintena. En ese año –según la Histoire Genealogique et Chronologique de la Maison Royale de France, escrita por P. Anselme en 1733– está al servicio de Luis de Anjou. Luis, duque de Anjou, era el hermano de Carlos V y, al morir éste en1380, hubo de ocuparse junto con sus otros dos hermanos –Juan, duque de Berry, y Felipe, duque de Borgoña– de la regencia pues el heredero, Carlos VI a quien apodarían el Loco, tenía solo 11 años. Pues resulta que unos años antes, Juana I, la reina de Nápoles, que no tenía hijos varones vivos, había nombrado como su heredero a Luis de Anjou. La cuestión sucesoria de Nápoles hay que enmarcarla en el Cisma de Occidente, surgido a la muerte de Gregorio XI en 1378. Como es sobradamente sabido, la designación de Urbano VI en Roma fue rechazada por varios cardenales quienes en Fondi eligieron a Clemente VII, quien fijaría su sede en Avignon. Pues bien, Juana se decantó por Clemente (al igual que Francia, Castilla, Aragón y Escocia, entre otros reinos) y, consecuentemente, en 1380, Urbano la declaró herética y cismática, lo que autorizaba a cualquiera a deponerla del trono. Quien ansiaba hacerlo era Carlos de Durazzo, miembro de una de las ramas de la dinastía napolitana de los Anjou y fuertemente apoyado por el rey de Hungría, enemigo mortal de Juana (si ahora me pusiera a contar el embrollo de la historia napolitana durante el reinado de Juana, sus enfrentamientos con Hungría y sus complejas ramificaciones internacionales, no acabaría nunca). El caso es que Juana, viendo peligrar tanto su trono como su vida, decidió que la opción más segura que le quedaba era involucrar a la familia reinante de Francia.


Sin embargo, Luis no partió inmediatamente hacia Italia debido a sus obligaciones como regente (o a falta de previsión política). Carlos de Durazzo, en cambio, con la bendición del Papa romano y el apoyo militar de Hungría, tomó la capital en abril de 1381 y mandó asesinar a Juana, refugiada en el Castel dell’Ovo (desde donde se ve un magnífico panorama de la bahía napolitana, como saben todos los que han visitado la ciudad). Solo una vez que el de Durazzo ocupa el trono napolitano, el de Anjou se da cuenta de que corre el riesgo de perder la magnífica ocasión de ser rey y comienza a organizar un ejército para la reconquista de Nápoles. En 1382 Luis está en Avignon, donde se hace coronar rey de Nápoles por Clemente VII y, de paso, conde de la Provenza, que por entonces estaba unida temporalmente a la casa reinante en Nápoles. Allí, en Provenza, se dedica a reunir fuerzas (como primera acción envía doce galeras a la bahía napolitana, sin mayores consecuencias). Luis al frente de un enorme ejército cruzaría los Alpes hacia el otoño de ese año y pasaría largos meses atacando sin éxito a las fuerzas de Carlos de Durazzo. Hay que suponer, por tanto, que Robin de Braquemont acudiría enrolado en algún contingente de refuerzo, cuando ya la campaña estaba en marcha. Lo que está claro es que no debió guerrear mucho tiempo, porque el Anjou murió en su base de Bari ese mismo año de 1384 (hay incluso quienes dicen que fue en septiembre del 83). Ahora bien, por poco que durara su permanencia en Italia, hubo de darle tiempo para destacar porque, el 1 de noviembre de 1388, Carlos VI le otorgó, en recompensa por sus servicios a la familia, la considerable cantidad de dos mil francos de oro. En los inicios de su treintena, Robert de Braquemont era ya un distinguido caballero del reino de Francia.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Mosén Rubí de Bracamonte (1)

Los Bracquemont eran una familia proveniente de la aldea del mismo nombre, casi pegada a la costa normanda, a solo 5 kilómetros al noreste de Dieppe. Hace quince años, cuando recorrí Bretaña y Normandía, tuve que pasar al lado del pueblo, pues después de dormir en Dieppe seguimos por la D925; quizá hasta nos detuviéramos, pero no lo recuerdo. Ese territorio es una inmensa planicie agraria, por lo que sorprende que el topónimo se forme con el sufijo mont. En una obra del XIX leo que la primera parte del nombre –bracque– sería una derivación de una palabra nórdica que significa paso o puente, y que la explicación sería que a través del pueblo se descenderían los acantilados para alcanzar las playas de la Mancha (se me antoja bastante cogido por los pelos). Más me convence la hipótesis de François de Beaurepaire (en la wikipedia) de que pueda provenir del nombre franco Bracho. En todo caso, se desconoce su origen preciso, y las primeras referencias seguras son ya de la Baja Edad Media. Bien es verdad que un tal Renaud de Braquemont aparece en una relación de cruzados de finales del siglo XI, pero según los entendidos no se trata de un dato fiable. Así, siguiendo a Cioranescu (la segunda edición de su biografía de Juan de Bethencourt, de 1982), el primer miembro conocido de la familia que ostentaba el dominio feudal de esa villa (por lo visto hubo un castillo construido en el siglo XII) fue otro Renaud, de quien sólo se sabe que sirvió en el ejército del rey entre 1340 y 1353. (¿De qué rey? Uno diría, de entrada, que del francés, Felipe VI, el primer Valois. Normandía era francesa desde 1214, pero estamos en los inicios de la Guerra de los Cien Años y muy pronto la región fue ocupada por los ingleses). En todo caso, lo que importa resaltar que este primer Renaud era hombre de armas, y tal será el oficio y vocación de sus descendientes; estamos ante una familia que labrarían sus fortunas vendiendo sus servicios militares.

Renaud I tuvo tres hijos –Renaud II, Richard y Mathieu– y dos hijas (Marie se llamaba una, la que casaría con Jean III de Bethencourt, el padre del primer conquistador de Canarias). Los tres varones alcanzarían cierta celebridad a causa de sus estrechas relaciones con Carlos el Malo, rey de Navarra (1332-1337). Aunque es de sobra conocido, me permito recordar que la Guerra de los Cien Años tiene su origen en la extinción de la dinastía de los Capeto y la reclamación del trono francés por Eduardo III, rey de Inglaterra y nieto, por vía femenina, de Felipe IV el Hermoso. La ley sálica hizo que la corona recayera en Felipe de Valois, llamado “el rey encontrado”. Pues bien, Carlos también descendía por vía materna de un rey Capeto y, al igual que el inglés, también consideraba que tenía más derecho que el Valois a ceñirse la corona gala. Durante el reinado de Felipe VI la guerra se decantaba claramente a favor de los intereses ingleses, lo que generaba la impopularidad de la nueva dinastía. A la muerte de Felipe en 1350, el rey navarro dedicó todo su empeño a hacerle la vida imposible a Juan II, su sucesor. Téngase en cuenta que Carlos era el jefe de la poderosa familia Evreux con enormes propiedades en el Valle del Sena y en Normandía, de modo que, gracias a sus maquinaciones, supo levantar contra Juan II a numerosos cabecillas normandos, incluyendo a los poderosos Harcourt. A estos conspiradores se sumaron con entusiasmo los tres hermanos Bracquemont. Según cuenta un documento de la época, se dedicaron a “hacer varias violencias, pillajes, robos; han preso y matado a varias personas, y a los demás los han puesto en rescate; y han exigido rescate de varias ciudades … han robado y violentado mujeres … y han robado iglesias y otros lugares”. Buenos pájaros estaban hechos los muchachos. No obstante, cuando finalmente se logro restablecer (más o menos) el orden en Normandía, los tres recibieron cartas de perdón.

Acabadas las correrías juveniles los hermanos sientan la cabeza. Mathieu se casa en 1358 nada menos que con Ysabeau de Saint-Martin, que acababa de enviudar de Jean II Bethencourt, abuelo del que vendría a Canarias. Esta Ysabeu descendía de la muy ilustre familia normanda de los Martel (reténgase el nombre porque aparecerá más adelante) y se crió en el castillo de Saint-Martin-le-Gaillard. Este pueblo del cantón de Eu (hoy con poco más de trescientos habitantes) está muy cerca de Bracquemont, así que quiero suponer que Mathieu conocía desde niño a Ysabeau; quizá hasta mantuvieron un romance adolescente que interrumpió la boda de ella con Bethencourt. Lo cierto es que al muy poco de enviudar Ysabeau, casándose con ésta, Mathieu se mudó al castillo de Grainville convirtiéndose, al menos durante la minoría de Juan III Bethencourt, en el señor feudal del lugar. De todos modos, el chico no era tan niño, porque para esas fechas había ya cumplido los veinte (la mayoría de edad se alcanzaba a los veinticinco). De hecho, en 1358, el mismo año en que su madre se casa con Mathieu, Jean III se une a Marie de Bracquemont, la hermana pequeña de su padrastro (de modo que pasan a ser también cuñados). En esos cuatro o cinco años en que el gobierno de Grainville recae en Mathieu hubo algunos enfrentamientos con el partido del rey. Así, por aquel tiempo debió ser cuando Mathieu asesinó a Pierre d’Auxy, uno de los leales a Juan II, sin que esté del todo claro si fue para expulsarle del castillo de Saint-Martin, que había confiscado el rey, o como venganza ya que este Auxy había secuestrado a Ysabeau (es decir, la habría probablemente forzado). Lo que parece es que las relaciones entre Mathieu y Jean III debían ser muy buenas, ya que el heredero del feudo deja hacer al padrastro, imagino que prefiriendo de momento disfrutar de los placeres de la vida sin tener que cargar con las responsabilidades del jefe del clan familiar. Eso ocurriría, más o menos, hacia 1362, cuando Jean III hace su entrada en la vida pública francesa, poniendo sus armas claramente al servicio de la monarquía francesa, separándose claramente de las preferencias partidistas de los Bracquemont. De hecho, su primera gran batalla –y última– fue la de Cocherel, en las tropas del famoso Bertrand du Guesclin (volveremos a hablar de él), en la que el recién coronado Carlos V derrotó definitivamente a Carlos el Malo. Pero Jean III de Bethencourt murió allí, dejando dos niños muy pequeños, nuestro Jean IV y su hermano Regnault IV.

Volvamos ahora al mayor de los hermanos Bracquemont, Renaud. Tuvo una vida larga (aún vivía en 1399) y dedicada casi siempre a la carrera militar, al servicio de distintos nobles y jefes. No he descubierto con quién casó pero sí sé que tuvo al menos cuatro hijos varones –Guillaume, Jean, Lyonnel y Robert–, y cada uno de ellos alcanzó fama destacada. No obstante, obviaré referirme a los tres primeros porque el que nos interesa es Robert, más conocido por su apodo Robin de Bracquemont o, entre nosotros, como Mosén Rubí de Bracamonte. Debió nacer hacia 1355, algunos años mayor por tanto que su primo Jean IV Bethencourt, y sería fundamental en la vida de éste y, en particular, en la empresa de la conquista de las Canarias. Pero, independientemente de su papel en ese asunto, la biografía de Robin es apasionante, la de un aventurero que jugó un papel protagonista en no pocos episodios de la historia política de los reinos de Francia y España, aparte de fundar una familia castellana (los Bracamonte) de noble y larga estirpe. Merece pues la pena repasar la vida de este hombre que murió con sesenta y pico años en su tierra de Mocejón, Toledo, el 4 de abril de 1419.

martes, 19 de septiembre de 2017

Antecedentes: la conquista señorial

La primera etapa de la conquista de Canarias, entre 1402 y 1418, fue protagonizada por el normando Jean de Bethencourt, en calidad de vasallo del rey Enrique III de Castilla. Se dice (no está del todo confirmado) que en octubre de 1405, regresando a Canarias desde Harfleur (en su feudo normando), un recio temporal forzó a Bethencourt a atracar junto al cabo de Bojador. Una vez allí, para aprovechar el desvío obligado se internó unas diez leguas y pasó ocho días razziando los aduares moros y consiguiendo un fabuloso botín: muchos hombres, mujeres y niños, y más de 3.000 camellos, de los cuales sacrificaron los que no pudieron embarcar. Si este incidente fue real se convertiría en la primera cabalgada desde Canarias en Berbería. La etapa betancuriana supuso la conquista de Lanzarote, Fuerteventura, El Hierro y La Gomera (aunque en esta última no llegó a consolidarse la ocupación europea). En 1406, dejando a su pariente Maciot de Bethencourt a cargo del gobierno, el normando deja el archipiélago. Este Maciot, según nos cuenta Berthelot, “siguiendo primeramente los consejos que su tío le dio al partir, se afana por la prosperidad del país, y hace amar su gobierno; cuida de la construcción de las iglesias de San Marcial de Rubicón y de Santa María de Betancuria, y se hace armar caballero para dar mayor lustre al carácter de que está revestido”. Sin embargo, parece que tras la muerte del primer obispo de San Marcial de Rubicón, Alberto de las Casas y “privado de los consejos de este sabio prelado”, Maciot se torna despótico y, entre otros abusos, se dedica a enviar razzias a las islas de Gran Canaria y Tenerife para apresar y esclavizar a sus naturales que luego vendía en la Península.

Hay que aclarar a quienes no estén familiarizados con la historia de Canarias que la conquista de Canarias, en su inicio, se acometió bajo el régimen señorial; es decir, era una empresa de privados que se sometían como vasallos a un monarca cristiano (al rey de Castilla, en este caso), quien les concedía los derechos de conquista y diversos beneficios. Lanzarote, Fuerteventura, El Hierro y La Gomera fueron conquistadas así y el régimen señorial se mantuvo hasta la extinción del Antiguo Régimen; Gran Canarias, la Palma y Tenerife, en cambio, fueron islas realengas, en las que la conquista fue acometida por la propia corona. Pero, ¿por qué para conquistar Canarias había que pedir permiso a un rey? En el contexto jurídico medieval existía el concepto de “tierra nueva”, que vendría a ser un territorio habitado por paganos o infieles que se pretendía incorporar a la Cristiandad. En la Baja Edad Media, las grandes monarquías occidentales, pese a la pervivencia del feudalismo, se habían asentado jurídicamente como las organizaciones políticas estables en que se dividía la cristiandad: el rey lo era por designio divino, de ahí la importancia del Papa en los equilibrios de poder entre naciones. De modo que se asumía que cualquier nuevo territorio que se conquistase habría de incorporarse a alguna nación cristiana (para esas fechas, podríamos decir también católica). En principio, bastaría con que un Estado reclamase (argumentando cualesquiera derechos históricos, más o menos sólidos) una tierra nueva para que, ocupándola, pasara a estar bajo su soberanía. Naturalmente, dicha reivindicación de soberanía podía ser discutida por otro monarca (situación recurrente entre Portugal y Castilla hasta muy avanzado el XV), y entonces había que pedir al Pontífice que arbitrara (pero tampoco su laudo era necesariamente respetado). De hecho, tanto el reino de Portugal como el de Castilla (y el de Aragón) habían ido consolidando las respectivas monarquías en paralelo con el desarrollo del background jurídico relativo a la incorporación de tierras nuevas a los crecientes Estados. La dilatada conquista de Canarias para Castilla (casi un siglo) fue una consecuencia casi epigonal del marco jurídico-político de las Reconquistas.

Como ya he contado en otro post, Canarias se “redescubrió” a principios del XIV (Lancelotto Malocello) y durante todo ese siglo fue objeto de múltiples viajes hasta el punto de que nada menos que Petrarca y en fecha tan temprana como 1337, refiriéndose a Las Afortunadas escribiera «de las que tanto por experiencia como por lo que los viajeros cuentan, no tenemos menos información que de Italia y Francia». Ahora bien, hasta mediados de esa centuria, estos viajes eran efímeros (de comercio o saqueo) sin que plantearan las islas como tierra nueva que habría de incorporarse a la Cristiandad. La primera iniciativa en ese sentido –también lo he contado en el post citado– corrió a cargo de Luis de la Cerda, bisnieto de Alfonso X de Castilla aunque súbdito del rey francés. Y este de la Cerda, que estaba de embajador de Francia en Aviñón, consigue que Clemente VI lo nombre en 1344 príncipe soberano de esas Islas Afortunadas. No parece que hasta entonces a nadie le importara el estatus político del archipiélago pero al enterarse de esta bula papal tanto Castilla como Portugal protestaron: desde luego, era contrario a los usos crear una nueva nación cristiana de la nada; además, las dos monarquías reivindicaron que las Canarias caen dentro de sus respectivas áreas de conquista (se ve que no consideraban que ésta se limitaba a la Península). A partir de ahí y hasta el Tratado de Alcaçovas de 1479 que resolvería definitivamente el conflicto, Portugal y Castilla (recordemos que, pese a haber sido navegantes mallorquines y catalanes los precursores en las expediciones a Canarias, para el siglo XIV la corona aragonesa había renunciado a cualquier aventura atlántica) no cesaron de pelear –eso sí, sin que la sangre llegara al río– por la soberanía del archipiélago, tanto mediante acciones diplomáticas frente al Papado como con acciones concretas (varias tentativas de Enrique el Navegante para ocupar Gran Canaria).

Viera y Clavijo (Historia de Canarias) nos dice que “es de creer que Juan de Bethencourt emprendió la reducción de las Islas Canarias sin otro derecho que el de primer ocupante y el que le daba su genio osado sobre un país que los monarcas españoles, ocupados a la sazón en otros negocios, miraban con indiferencia”. No parece acertada esta suposición del más ilustre de los ilustrados canarios. De entrada, es sabido que la empresa de Bethencourt y La Salle contaba con el visto bueno del rey francés, del cual ambos caballeros eran feudatarios; no parece verosímil que al monarca galo, sólido aliado del de Castilla al que necesitaba como apoyo contra los ingleses (Guerra de los Cien Años) se le hubiera ocurrido arrogarse el dominio sobre las Canarias para concederle derechos de conquista al normando sino que es mucho más probable que le dijera que fuera a solicitárselos a Enrique III. De otra parte, uno de los que más apoyó a Bethencourt fue su primo Robin de Braquemont, quien, como embajador de Francia y además cuñado del almirante de Castilla Diego Hurtado de Mendoza, fue uno de los muñidores de la alianza naval franco-castellana. Braquemont fue sin duda clave en sumar apoyos financieros castellanos a la aventura del normando, entre ellos los del comendador de Calatrava, del arcediano de la Reina y de Juan de Las Casas (y reténgase este nombre porque pertenece a uno de los dos linajes –el otro es el de los Peraza– que finalmente obtendrá el señorío sobre la Islas). Por último, parece que el padre de Bethencourt había prestado ayuda militar a Juan I de Castilla (anterior rey) en sus guerras contra Portugal y el duque de Lancaster. En resumen, que si en su primer viaje de ida (salida en mayo de 1402 de La Rochelle y escalas previas en La Coruña y Cádiz hasta llegar a principios de julio a Lanzarote) Bethencourt no se acerca a rendir homenaje al rey castellano, tuvo que tener presente que había muchos motivos para hacerlo lo antes posible.

Lo cierto es que no ha pasado medio año en Canarias cuando Bethencourt se embarca hacia la Península. Con su compañero Gadifer de La Salle acuerda que viaja para conseguir apoyo económico, batimentos y hombres, necesarios para resolver los problemas con que se enfrentan (la belicosidad de los nativos de Fuerteventura y el amotinamientos de sus propios hombres). Pero está claro que el normando, además (o sin perjuicio de ello), pretende obtener el favor del rey castellano y constituir, a su nombre, el feudo de Canarias. Consigue en efecto audiencia ante Enrique III y, siempre según Viera, le exhorta como sigue: Señor, yo vengo a implorar el socorro de V. A. y suplicarle rendidamente me haga merced de la conquista de unas islas llamadas de Canaria, a cuya empresa he dado principio y en cuyos países me esperan por instantes los compañeros de mi nación a quienes he dejado allanando el terreno, señaladamente mi amigo Gadifer de la Salle, que ha querido correr mi misma fortuna. Yo conozco, dilectísimo señor, que V. A. es rey y dueño de todas las tierras comarcanas y el príncipe cristiano que está más próximo a aquellas islas infieles, por cuya razón he acudido a solicitar esta gracia, esperando que V. A. llevará a bien le rinda homenaje por ellas». El normando le cae en gracia al rey, quien le contesta: «Vuestro reconocimiento a los derechos de mi corona es igual a la buena disposición de vuestro ánimo, y debo estimar mucho que no os hayáis olvidado de ocurrir a rendirme el homenaje por unas islas que, a lo que yo creo, están más de 200 leguas lejos de aquí y de las cuales apenas he oído hablar a mis vasallos».

Hay historiadores que opinan que al exponer al Monarca que la conquista ya había sido iniciada, lo que hábilmente hizo Bethencourt fue enfeudarse a la corona ofreciéndole un territorio que no es aún de ésta. Esta modalidad jurídica se distingue de la otra en la que el dominio previo es del Rey quien lo dona en feudo, y que habría sido probablemente la de aplicación si el normando se hubiese presentado ante Enrique III antes de haber tomado posesión “con el derecho de primer ocupante”, como dice Viera. Como es lógico, la preferencia por este tipo de enfeudamiento obedece a que era mucho más ventajosa para el futuro Señor. Tras las buenas palabras de ambos y la ceremonia solemne de fidelidad y vasallaje, el rey mandó publicar una pragmática para que nadie se atreviese a merodear por las Islas sin el consentimiento del conquistador, le otorgó importantes privilegios (por ejemplo, el derecho a tomar el quinto de todas las mercaderías que pasasen por los puertos) y le soltó una buena pasta (20.000 maravedíes de principios del XV que habían de valer bastante más que lo que estimé para siglo y medio después en este post). Obtenidas estas mercedes para él solo, no poco contento hubo de regresar Jean de Bethencourt a Lanzarote, causando grave disgusto y cabreo a su socio Gadifer de La Salle quien, con toda la razón del mundo, se sintió burlado. No era nada tonto el normando (tampoco muy leal).

sábado, 16 de septiembre de 2017

Berbería de Poniente, el escenario

El territorio de la Berbería de Poniente que sería el teatro de operaciones de las incursiones desde Canarias –el comprendido entre los cabos de Aguer y de Bojador– pertenecía al reino de Fez, al Marruecos de la dinastía wattasida (de origen bereber), si bien por los años en que suceden las aventuras de Thomas Nichols, los wattasíes acababan de ser derrocados por Mohámmed ash-Sheikh, quien daría inicio a los sultanes saadíes. Ahora bien, pese a esa adscripción política, la zona estaba habitada por diversas tribus de la gran familia bereber –masmudas, agezulas y azenegues– con relativa autonomía respecto de Fez (incluso se la denominaba bilad al Siba, es decir, tierra insumisa). El tramo más septentrional de esta área se definiría entre las estribaciones de la gran cordillera del Atlas (su encuentro con el océano se produce justamente en el cabo de Aguer, unos cuarenta kilómetros al norte de la actual Agadir) y la desembocadura del río Massa; allí, en los fértiles valles del Massa y del Sus sus habitantes se dedicaban mayoritariamente a la agricultura y a la ganadería. Algo más al Sur, desde el Massa hasta Saguia el-Hamra (la acequia roja), el torrente que pasa junto a la actual El Aaiún, era una comarca de transición entre la estepa y el desierto, con agricultores sedentarios en los pequeños valles y oasis y pastores trashumantes en los pastizales y montañas. La última zona, desde la Saguía hasta el Cabo de Bojador (o incluso hasta el Río de Oro, aunque nos salgamos de los límites del territorio) era ya el desierto sahariano, recorrida por tribus nómadas y parsimoniosas caravanas de camellos.



Había, desde luego, ciudades, sobre todo hacia el interior. La más notable, Tarudant, junto al Sus a unos 85 kilómetros de la costa, que en los primeros años del XVI vivió su edad dorada (cuando se construyeron las murallas y su gran mezquita). También ha de contarse Massa, a orillas del río del mismo nombre, mucho más cerca del litoral. El último núcleo urbano de importancia sería Tagaos (cercana a la actual Asrir), capital de Bu-Tata el reino bereber que se creó con la desaparición de los Benimarines para pasar a finales del XV bajo la órbita castellana. Los tres eran centros mercantiles, escalas de las caravanas que cruzaban el desierto enlazando la cuenca mediterránea con el África subsahariana y llevando el oro en polvo de la curva del Níger, esclavos sudaneses, malagueta, marfil, plumas de avestruz, cera, cueros, miel, índigo … Artículos todos que se adquirían a cambio de tejidos burdos, plata , granos; es decir, con poco coste y el consiguiente alto beneficio. No es de extrañar que a los europeos interesara participar de este lucrativo beneficio, por las buenas, si podía ser, pero, si no, por las malas. A partir de la conquista de las Canarias (desde el inicio de la empresa pero, sobre todo, a partir del dominio de Gran Canaria), fue Castilla la que consolidó el monopolio occidental sobre este territorio, frente al mucho mayor empuje de los portugueses que finalmente (mediante el Tratado de Alcáçovas (1479) renunció a ese tramo de costa (así como a las propias Islas).

Pero, al margen de las ciudades, gran parte de los pobladores de este territorio residían en aduares. Aduar, palabra que proviene del árabe beduino duwwār, significa campamento de beduinos formado por tiendas y chozas. En cada aduar vivía un clan de reducida población (sus miembros, obviamente, estrechamente emparentados), dispuestos a desmontar el campamento por las exigencias del pastoreo para mudarse a otros lugares. Tanto los musulmanes urbanos como los turcos despreciaban esa forma de vida, y esa actitud fue adoptada por muchos de los españoles del XV y el XVI aunque, de otro lado, también es cierto que los beduinos de Berbería eran considerados más nobles y ricos, con mayor nivel de vida y cultura y, sobre todo, mejores y más peligrosos guerreros. Fue por tanto con los habitantes de los aduares de esta franja africana entre Aguer y Bojador con quienes se relacionaron, pacífica o violentamente, los canarios (los castellanos que se habían ido asentando en Canarias durante la segunda mitad del XV). Y conocer los aduares amigos y los enemigos (entre ellos había frecuentes conflictos), sus ubicaciones, fortalezas y debilidades, pasó a ser una de las condiciones fundamentales para que se desarrollaran estas interacciones. Por eso adquirió gran importancia la figura del adalid, los guías de las expediciones a África, generalmente moriscos cristianizados que habían arribado libremente a las islas, pero también antiguos cautivos.

Ha de tenerse en cuenta de que era aquélla una costa de hierro, escarpada y batida por el mar, sin apenas abrigos donde guarecerse las embarcaciones. Nos cuenta Rumeu de Armas que no era “en absoluto impenetrable, pero sí que hacían falta muchos años de experiencia, a lo largo de renovados intentos y múltiples fracasos, para tener acceso a los únicos e inseguros surgideros, las bocas de los ríos, cerradas por barras difícilmente franqueables, y los pequeños puertos de arrecifes, de entrada aún más angosta si cabe. Esta experiencia náutica sólo la adquirieron los castellanos, desde la base frontera de las Canarias, a lo largo del siglo XV”. Así, el territorio descrito –y sus gentes– pasó a considerarse como un verdadero hinterland de las Islas, campo natural (y de derecho) para la expansión de los habitantes isleños en todos los aspectos: conquistas, cabalgadas, comercio, pesca … Y la parte del océano que quedaría comprendida por un imaginario polígono entre Lanzarote y Fuerteventura con el litoral continental pasó a llamarse desde finales del XV la "Mar Pequeña" (además se bautizó Río de la Mar pequeña a un torrente que desembocaba, formando un abrigo natural, a unos 45 kilómetros al NE de cabo Juby).

jueves, 14 de septiembre de 2017

Tomás Nicolás interruptus

Toca hablar ya de las hermanas Moreno, María y Catalina, las dos últimas declarantes y sin duda las que más encono mostraron hacia nuestro petimetre inglés. Muy poco he logrado averiguar sobre ellas, omitiendo por el momento lo que de estas mujeres cuenta el propio Thomas, obviamente denigrándolas. Por Cioranescu me entero de que María era viuda de García de Puerta Carriazo, arcabucero que se había enrolado en la desgraciada expedición de rescate a Berbería que organizó en 1555 Francisco del Hoyo Solórzano, y allí falleció. En cuanto a Catalina, su marido era un tal Arquileo Pavón que también estuvo en Berbería, pero no muerto sino prisionero de los moros, de quienes lo rescataría el Licenciado Melchor Mansilla. Pues bien, llegados a este punto del relato me entran ganas de tomarme dos licencias que graciosa y magnánimamente me concedo. La primera echarle con descaro imaginación al relato a fin de completar las demasiadas lagunas de las noticias documentadas. Por ejemplo, si apenas nada se sabe de las dos hermanas Moreno (que a mí, además, me parecen muy sugerentes), procederé a inventármelas, con el único límite de que mis ficciones no contradigan los hechos ciertos de la historia. Lo mismo vale para los maridos, en especial para el que quedó vivo y que volvió a Tenerife, aunque –ya lo veremos más adelante– no queda del todo claro si ya había sido rescatado en los días de los sucesos que se van narrando o si, habiendo regresado, estaba en el domicilio conyugal con Catalina. Ahora bien, advertida de antemano mi intención, digo también que el lector no tendrá dificultad en distinguir lo que es ficción de lo que es historia, y quien tenga alguna duda pues que pregunte.

Y la segunda licencia no es otra que volver a caer en mi vicio más pertinaz que quienes suelen pasar por aquí de sobra conocen e incluso algunos (V_ _ _ _ _ _h) suelen afearme –con toda justicia y no sin discreción– de cuando en cuando. Me refiero, claro, a interrumpir el relato para irme por una de las múltiples ramas que se me abren cada vez que ando leyendo sobre un tema, con el desesperante resultado para el lector de que la rama principal queda interrumpida sin que encuentre ocasión para volver a ella (yo mismo suelo olvidarme de que deje otra trama en suspenso y alguna vez ocurre que han de recordármelo, como recientemente ha hecho Capolanda a propósito de la historia que titule “Funerales”). La cosa es que debo admitir que eso de “irse por las ramas” me es actividad tentadora y, en el fondo, me parece metáfora ajustada del mismo devenir vital de cualquiera de nosotros, salvo quizá de esas personas que se imponen con espartana disciplina planes de vida y no se desvían de sus objetivos (en los tiempos que corren no creo que haya muchos de esa especie; desde luego, no es mi caso). Quiero decir que vamos viviendo acontecimientos que rara vez muestran una continuidad duradera, que suelen quebrarse y divergir hacia rumbos inesperados, aunque sigamos siempre en el marco de la cotidianeidad –no hacen falta aventuras extraordinarias–, pero cotidianeidades cambiantes y aparentemente aleatorias. De otra parte, eso de interrumpir relatos para enlazarlos con otros que divergen del primero, tiene no pocos antecedentes literarios. Cito nada más la excelente Si una noche de invierno, un viajero de Italo Calvino.

¿Y cuál es la rama por la que voy a transitar interrumpiendo las desventuras de nuestro amigo inglés? Pues la de las correrías canarias hacia la vecina costa africana durante esas primeras décadas de la colonización. Viene a cuento, desde luego, porque los dos cónyuges de las pérfidas Moreno sisters participaron en ellas. Pero la verdadera justificación no es esa, sino que es un asunto del que sabía muy poco y sobre el cual, gracias a la historia de Nichols, me he puesto a leer recientemente (y, por cierto, topándome con otro texto muy pertinente de Cioranescu). Y como ya es sabido que empleo este blog para escribir en él las cosas que en cada momento me van interesando, pues forzoso era que dedicara alguna –más bien algunas– entradas al que por aquellos tiempos era el “deporte de aventura” más de moda en Canarias, que además de disparar los niveles de adrenalina, podía generar pingües beneficios a los participantes (aunque también perjuicios muy graves, pero ¿dónde estaría la emoción si no hubiese riesgos?)

Estas incursiones violentas de los colonos canarios en las vecinas costas africanas (y viceversa, no se vaya a ignorar) fue práctica importada de la península, donde se había ejercido durante siglos en el marco de la llamada Reconquista. En el fondo, no es más que una de las constantes siempre presentes en sociedades enfrentadas y fronterizas, a ambos lados de un línea, nunca infranqueable (por mucho que Trump se empeñe). De hecho, en la España bajomedieval se había venido conformando todo un mundo vinculado a esas actividades de entradas y salidas rápidas en los dominios enemigos, en el que encontramos personajes casi legendarios cuyos nombres hace mucho que los hemos perdido: helches o tornadizos, alfaqueques, frontaleros, homicianos, almogávares o adalides, lenguas o trujamanes, enanciados … En los tiempos del reino nazarí, toda esta fauna pululaba a ambos lados de la frontera castellano-granadina, “puesto que su fin principal era combatir, aunque también fueron útiles para acciones caballerescas y otras lides políticas y diplomáticas, sin olvidarnos de la más frecuente, las cabalgadas o algaras que eran entradas de jinetes e infantes –entonces llamados peones– en territorio enemigo para saquear, destrozar cosechas y apresar hombres y ganado” (La Cuestión de las cabalgadas canarias a Berbería, Jesús F. Salafranca Ortega). Pero la diversión se acabó en 1492: desapareció la frontera en la Península Ibérica y con ella esos modos de vida que a no pocos varones atraía sobremanera. Ahora bien, se habían conquistados unas islas en el Atlántico, lo suficientemente cerca de tierra de moros para renovar –con las necesarias variantes– el viejo deporte, de forma que los caballeros cristianos (andaluces, sobre todo) pudieran saciar sus ansias de aventura y gloria y, de paso, dar curso a una actividad económica muy lucrativa.

Antes de ofrecer una breve crónica de estas incursiones, describamos y acotemos el ámbito geográfico de las mismas. Para ello, recordemos que, al menos desde principios del siglo XIV, la monarquía castellana sostenía una vaga política africanista orientada a incorporar al reino –una vez completada la reconquista peninsular, obviamente– las tierras que forman la esquina noroccidental de África, poco más o menos el territorio del actual Marruecos (sin el Sahara). Los reyes castellanos hacían valer sus derechos jurídicos porque la que había sido la provincia romana de la Mauritania Tingitana pasó a formar parte en las etapas finales de Roma de la Bética. De hecho, bajo esta inconsistente argumentación histórica (como lo son casi todas que pretenden extraer del pasado presuntos derechos), a medida que se iba cristianizando Andalucía, los pescadores –sobre todo los del litoral atlántico– comenzaron a faenar por esta aguas considerándolas como propias, como “españolas”. A mediados del siglo XV –ya conquistada parte del archipiélago canario–, Juan II concede al duque de Medina-Sidonia (de cuyas tierras, como ya he comentado, provendrá un importante contingente de los primeros pobladores de las islas) el dominio del tramo de costa que va “desde el Cabo de Aguer hasta la tierra y el Cabo de Bojador, con dos ríos en su término, el uno llaman la Mar Pequeña, donde hay muchas pesquerías e se puede conquistar la tierra adentro”. Si nos fijamos en la ubicación de este espacio geográfico, que habría de ser el ámbito preferente de las incursiones de los aventureros canarios, comprobaremos que queda al Sur de la antigua provincia romana. O sea, que la argumentación histórica no es válida, pero ¿a quién le importan esas nimiedades?

martes, 12 de septiembre de 2017

Tomás Nicolás (7)

El 21 de enero de 1560, Don Luis de Padilla, Inquisidor de Canarias, ordena al Comisario del Santo Oficio en Tenerife, el beneficiado de La Orotava, Francisco Martín, que “examine a ciertos yngleses y flamencos por palabras y proposiciones heréticas”. Desconozco quienes eran los otros “investigados” (si es que había), pero lo cierto es que, mientras Tomás Nicolás cerraba sus asuntos en Tenerife y se preparaba a dejar unas islas de cuya peligrosidad ya se había convencido, sin él saberlo la maquinaria inquisitorial ya lo había enfocado en su mira. ¿Por qué? Sería ingenuo pensar que se trataba de una iniciativa de oficio, que el inquisidor Padilla, motivado por el ambiente político contra flamencos e ingleses, hubiera decidido informarse sobre esos nacionales residentes en el Archipiélago. No; no hay datos de que se imputaran cargos contra ningún otro “hereje” y, teniendo en cuenta el escaso rigor de las pruebas (como veremos), nada habría costado que Nichols fuera en compañía de otros. El propio Kingsmill, su colega de Las Palmas y de mayor posición en la compañía no es molestado por el Santo Oficio; pero tampoco lo son varios comerciantes ingleses y flamencos que residían en Tenerife. O sea, que parece más que verosímil que la investigación iba directa y exclusivamente contra nuestro amigo. Y, si era así, hay que pensar que, con toda probabilidad, la actuación del Inquisidor obedecía a una denuncia y, seguramente, de persona de peso, cuya palabra no podía despreciarse sin más. Unos años después, Anthony Hickman y Edward Castellan, los patronos de Thomas, redactaron un escrito de quejas a la cancillería inglesa relatando los perjuicios que había sufrido su factor en Tenerife, y en él apuntan como instigador del proceso al licenciado Morteo. Como es lógico, estos señores no hacían sino repetir lo que les habría dicho el propio Nichols (y quizá corroborado Kingsmill) pero, aunque no sea ninguna prueba definitiva, uno tiende a pensar que Polo Morteo, el de oscura fama, estuvo en efecto detrás de esta nueva y mucho mayor desgracia que se precipitó sobre el inglés. Cioranescu dice no comprender tan encarnizada persecución, porque poco beneficio iba a poder sacar de las nuevas desdichas del inglés. A mí, la verdad, no me sorprende tanto; siendo frecuente que quienes causan perjuicio a otros lo hagan por intereses lucrativos, tales acciones no pocas veces pueden obedecer simplemente al odio y emociones emparentadas. Quizá –elucubro– Morteo se sentía burlado por el inglesito y se la tenía guardada; su posición (que le daba fácil acceso al Inquisidor) y el clima político antibritánico, le dieron la oportunidad de descargar el golpe.

Así que, el 26 de enero, Francisco Martín, comisario, asistido por Francisco de Coronado, notario del Santo de Oficio, empieza sus investigaciones que no consisten más que en tomar declaración a cuatro testigos. Sabiendo que los testimonios se reciben en Las Palmas el 1 de febrero de ese 1560, hemos de concluir que no juzgaron necesario dedicar demasiado tiempo a la instrucción de esta causa. No se sabe cómo los inquisidores eligieron a los testigos pero, dado su corto número y el cariz incriminatorio de sus declaraciones, parece lógico suponer que, como el propio Nichols protestaría posteriormente, estaban señalados de antemano, tal vez por el mismo Morteo. No se trataba de descubrir la verdad (si el inglés era o no hereje) sino de construir una acusación que lo llevara al presidio. En todo caso, tal era la práctica habitual en los procesos de la Inquisición y diría yo que la misma ha enraizado profundamente en nuestro ánimos, a pesar de los siglos pasados y los notorios avances en cuanto a garantías jurídicas y presunciones de inocencias. Yo mismo he conocido (y hasta intervenido) en más de un pleito en el que el interés de los actores parecía condenar a los imputados –a modo de Dios vengador del Antiguo Testamento– sin interesarles apenas esclarecer los hechos. Será que todos llevamos nuestro inquisidor incrustado.

El primer testigo con el que hablaron los instructores fue un tal Pedro Soler, bachiller y vecino de Thomas (“frontero” dice, o sea, habitaría en la casa adyacente). Hay en el siglo XVI tinerfeño un Pedro Soler de relevancia; un mercader catalán que se asentó en La Laguna en los primeros años veinte del XVI. Se casó con Juana Padilla, lo que le permitió acceder a la importante hacienda que el padre de ésta había formado en el Sur de la Isla –más de mil hectáreas de monte a costa en Chasna, entre los actuales municipios de Arona y Vilaflor) gracias a la adquisición de datas otorgadas por el propio Adelantado. Por la fecha en la que estamos, el Pedro Soler interrogado pudo ser el catalán, que ya tendría avanzada edad, o el tercero de sus seis hijos, que andaría por la treintena y disfrutaba del cargo de beneficiado de la parroquia de Los Remedios (la que pasaría a ser la actual Catedral). Incluso pudieran haber intervenido ambos en el proceso porque Cioranescu nos cuenta que en una segunda información hecha en febrero de 1561 en La Laguna, declara el licenciado (no bachiller) Pedro Soler, hijo del primero. En fin, lo que queda claro es que la familia Soler era gente de calidad e instruida (vendría luego un tercer Pedro Soler, nieto del catalán originario quien, junto con su mujer María Cabrera, instituyó mayorazgo de sus propiedades sureñas a principios del XVII) que, además, se dedicaban al comercio y mantenían fluidas relaciones con mercaderes extranjeros (Pedro Soler hijo tuvo estrechos tratos con los negocios de portugueses). El primer testimonio de Soler (supongamos que fue el viejo) deja claro que el vecino se había dado sobrada cuenta del extraño comportamiento del joven inglés; dice que “así mesmo tiene sospecha que se anda por yr de la tierra encubiertamente, porque lo bee andar recatado e escondiendo de una casa en otra su ropa e hazienda, e asy estuvo en casa de otro ynglés que se llama Calafetón (se trata de Richard Grafeton, que ya ha salido en esta historia) e después la a sacado e metido en casa de Luys Leal, boticario francés”. O sea, que fue el propio Thomas el que con sus idas y venidas erráticas se hizo sospechoso ante sus vecinos pero también, como el propio Soler añade, “por ser ynglés”. Y la declaración la remata con que “no le bee yr domingos ny fiestas ny otros días a missa”. No obstante, un año después, el hijo dirá lo contrario. Da la impresión de que este primer testigo lo es de buena fe (de hecho, en un escrito posterior de Nichols en el que relaciona un buen número de personas que lo odian, no recusa a los Soler). Un señor mayor que constata un comportamiento sospechoso, temeroso, en un extranjero de país protestante. Son indicios para convencerse de no sea trigo limpio y, por tanto, no podía ser buen católico. No cuadra del todo, en cambio, que Thomas no fuera a misa; primero porque estaba organizando un matrimonio por la Iglesia y, segundo, porque para nada le convenía hacerse notar en ese sentido. Parecen pues más creíbles las declaraciones que en febrero del 61 harían más testigos (entre ellos Soler hijo) confirmando que cumplía con las obligaciones católicas.

El segundo testigo es un tal bachiller Pedro González de los Ramos, que oficiaba de preceptor de gramática en La Laguna y era cura al servicio de la Iglesia de la Concepción. No se termina de entender por qué se convoca a este señor en la instrucción ya que de sus parcas declaraciones pareciera que ni siquiera conocía a Thomas. Solo alcanza a decir que Nichols no iba a misa y que le habían dicho unas mujeres que tenía por buenas las doctrinas de Lutero. Esas mujeres eran las hermanas Moreno –María y Catalina– que serán las siguientes en testificar (Cioranescu presume, con bastante probabilidad, que estarían haciendo antesala mientras González declaraba ante el comisario y el escribano). En alguna fuente he leído que ejercía de “protector” de alguna de las hermanas Moreno y el término entrecomillado alude inequívocamente a una relación ilícita. Más adelante nos detendremos en estas dos hermanas a las que parece que no se podía calificar como modelos de virtudes; valga decir de momento que nada extraña el conchabamiento de este hombre –que para la época calculo yo que andaría mediada la treintena– con las hermanas y que fuera precisamente esta circunstancia la que explica su citación en el examen inquisitorial. Sea dicho más claro: que si estaba testificando era para que dijera lo que se le había dicho que tenía que decir y, así, estrechar más la soga en torno al cuello del inglés. Estaríamos pues ante un testigo preparado, no como el anterior, pero sí como, mucho más descaradamente, lo eran las dos siguientes, las hermanas Moreno. La malintencionada selección de estos tres testigos no me parece, en todo caso, que pueda atribuirse al licenciado Morteo. La veo más como una tarea menuda, impropia y hasta inconveniente para un cargo público. Se me antoja más verosímil que, suponiendo que Morteo fuera el último y más alto instigador de las desgracias de Thomas, hubiera recurrido a otra persona para la ejecución de los actos concretos necesarios para meter al inglés en la boca del lobo.

Si damos crédito a Nichols hay motivos para sospechar que quien amañó la instrucción fue Francisco de Coronado. En efecto, en su escrito de febrero del año 1561 en el que suplicaba su inocencia, recusaba al escribano del Santo Oficio, a quien tenía por su “mortalíssimo enemigo”. Para explicar el encono que según él le tenía Coronado, contó al Tribunal que había tenido problemas en la compra de azúcares blancos del ingenio de Daute, en lo que aquél había actuado de intermediario. Pero la disputa mayor ocurrió en agosto de 1559 (cinco meses antes de la instrucción), cuando Coronado fue a la tienda de Nichols y se encaprichó de una pieza de tela para calzas importada de Flandes y quiso que se la vendiera por once doblas cuando le había costado dieciséis y media. Como el inglés se negó, el otro le armó una bronca, ofendiéndole con “palabras sucias y disonestas, que no son para escribir; y aunque sea cristiano nuevo, plega a Dios que se enmendé” (nótese la insidiosa acusación de Nichols hacia el escribano para desmerecer su actuación al ser descendiente de conversos; desde luego, ya había aprendido no poco de los usos y costumbres del reino en el que residía). De este Francisco Coronado he encontrado algunas menciones en documentos de mediados del XVI, datados en la ciudad de La Laguna. Habría que pensar, en principio, que si era escribano, y más de la Inquisición, debía ser de moralidad sin tacha, pero me temo que si eso hiciéramos estaríamos de nuevo pecando de ingenuos. Creamos o no las imputaciones que le haría luego Nichols, lo cierto es que juzgando por cómo se llevó la instrucción, en la medida en que él era uno de los dos que la impulsaba, no queda en un papel muy lucido, al menos en lo que a objetividad se refiere. Desde luego, como veremos en la siguiente entrada, llamar como testigos de cargo a las dos hermanas Moreno atufa de mala manera el proceso. Pero así fueron las cosas.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Tomás Nicolás (6)

El escrito para su matrimonio por poderes lo firmó Tomás el 13 de enero de 1560. Ya he dicho que en vísperas de las Navidades del 59 estaba en La Palma, así que es más que probable que las fiestas las pasara con la que pretendía que fuera su futura familia política. Concertarían la boda para su próximo viaje. Sin embargo, de vuelta en Tenerife, nuestro hombre comprende que se cierne un complot contra él. Hay que suponer que algún amigo se lo advertiría, incluso es posible que apuntaran al licenciado Morteo como el instigador en la sombra. Lo cierto es que, según nos cuenta Cioranescu, durante esos pocos y últimos días de libertad “vivió, más que en su casa, en casa de amigos, casi ocultándose, y tratando de liquidar los bienes y las mercancías que le quedaban en La Laguna, quizá con la intención de pasar a Londres después de casado”. En estos quehaceres se le fue el mes de enero, y se comprende que de tan atareado (y puede que también asustado) decidiera que más le convenía el casamiento por poderes. Nada sabemos sobre las gestiones de su criado Andrés ni tampoco, si éste llegó a La Palma y presento los poderes, de la reacción de los Camacho. Bueno, algo sí sabemos: que el matrimonio nunca llegó a producirse porque cuando a Tomás lo apresa la Inquisición declara ser soltero. Imagino que la llegada del criado con los poderes –si es que llegó– fue una sorpresa para los Camacho, que seguramente no era eso lo que habían acordado un par de semanas antes. Don Alonso se mosquearía, digo yo, y suspendería el contrato nupcial hasta averiguar qué pasaba con su aspirante a yerno. Supongo que, dado que estaba bien relacionado en el aparato de gobierno de las islas, no tardaría mucho en enterarse de que el inglés estaba en problemas nada menos que con la Inquisición. En esas circunstancias, a lo que menos estaría dispuesto es a emparentarlo con su familia. Y así acabaron para siempre las relaciones entre los Camacho palmeros y el joven Nichols.

Antes de seguir con el cuento, esbocemos algunos trazos sobre la Inquisición en Canarias, a modo de conveniente encuadre para los sucesos que están por acontecer. De sobra es conocido que la Inquisición moderna la introdujo la reina Isabel en 1478 con el inicial objetivo de perseguir las prácticas judaizantes de los conversos y a este cometido se dedicó muy mayoritariamente el Santo Oficio durante su primer periodo –que suele extenderse hasta 1530–. En Canarias la institución tardó en instalarse, probablemente porque era territorio de frontera con mucha menor rigidez social que en Castilla, lo que convenía para su mejor poblamiento y desarrollo. A ello añádase que no pocos conversos, mucho de la jurisdicción de Niebla, donde el duque de Medina Sidonia los protegía, habían participado en la conquista de las Islas. Incluso el todopoderoso Adelantado de Tenerife estaba emparentado con conversos. No obstante, era inevitable que, aunque tarde, llegara la Inquisición también al archipiélago. Primero entre 1493 y 1505 con el nombramiento de un comisario especial, Pedro Valdés, dependiente de la sede sevillana y por fin, en ese último año, con la creación mediante real cédula de un Tribunal propio para las islas (con sede en Las Palmas) y la designación del primer inquisidor Bartolomé López de Tribaldos, que ya era canónigo de la catedral. Durante el ejercicio del cargo –hasta su muerte en 1520–, Tribaldos empezó las acusaciones contra judíos y conversos judaizantes, y además contra moriscos, pero lo cierto es que sin demostrar excesivo celo en su labor inquisitorial. La cosa cambió con su sucesor, Martín Ximénez, que era fiscal de Sevilla y que llevaba vinculado al Santo Oficio al menos desde 1502. Este hombre llegó a Gran Canaria en 1524 e inmediatamente demostró que quería ir a saco contra los herejes; parece que fue un tipo inmoral (gustaba, por ejemplo, de apropiarse de esclavas ajenas para sus apetitos lujuriosos) y de extrema crueldad. A lo largo de sus apenas 26 meses que ocupó el cargo sentenció a 114 personas, ganándose el aborrecimiento de la mayoría de los residentes en el archipiélago (lo llamaban “la segunda pestilencia”, en alusión a la epidemia de peste bubónica que durante aquellos años asolaba las islas). Al final, ante la intensidad de la bronca que se había generado en Las Palmas (Ximénez se enfrentó con el gobernador Diego de Herrera), el emperador Carlos optó por cesarle, sustituyéndolo en 1527 por el que se ocuparía de nuestro amigo inglés, el tercer inquisidor de Canarias, Luis de Padilla, quien se mantendría en el cargo hasta su muerte en 1562, nada menos que tres décadas y media.

El proceso de la Inquisición contra Thomas Nicholls inaugura, en la opinión de los historiadores, las persecuciones sistemáticas contra el protestantismo en Canarias. Hay, no obstante, algunos antecedentes anteriores, aunque no pasen de ser casos aislados. Así, conocemos el del flamenco Hans Parfat, comerciante, quien alrededor del año 1524, en conversaciones en los salones de la buena sociedad (la testigo fue nada menos que Inés de Herrera, esposa del segundo Adelantado), afirmaba que Lutero era buen cristiano y que cuanto decía era verdad que provenía de los propios Evangelios: que no había purgatorio, que las bulas carecían de valor, que el Papa no tenía ninguna autoridad ... Por la misma época o quizá antes, tenemos nada menos que a Jácome de Groenenberg, el primero de la importante familia palmera de los Monteverde (castellanización del apellido alemán). Este Jácome, nacido en 1472 en Colonia, se había instalado en Amberes y allí, en 1500, se casó con la flamenca Margarita Pruss; poco después, en los primeros años del nuevo siglo, el matrimonio se desplazaría a La Palma, donde cuentan que se instaló a lo grande, alardeando de fortuna y raíces nobiliarias. Asociado con la poderosa compañía alemana de los Welser, hacia 1513, autorizado por cédula de la reina Juana, adquirió las fincas e ingenios azucareros de Argual y Tazacorte. Esas fértiles tierras dedicadas al cultivo de la caña dulce con aguas provenientes de la Caldera de Taburiente, habían sido adjudicadas por Alonso Fernández de Lugo a su sobrino Juan, en virtud de su facultad de repartir la recién conquistada isla, y allí se había erigido la iglesia de San Miguel. De modo que hacia mediados de los veinte, ya cincuentón, Jácome de Monteverde y su familia (tenía cinco hijos) son objeto de envidia y vigilancia. Entre 1524 y 1525 fue denunciado por varias personas en las visitas que los inquisidores hicieron a La Palma; decían que elogiaba a Lutero como un hombre grande y sabio.

Piénsese que por esas fechas todavía no había llegado la definitiva ruptura del Emperador con los protestantes (lo que ocurriría en la Dieta de Augsburgo de 1531),aunque ya Lutero había sido excomulgado. De hecho, las causas contra Parfat y Monteverde son casi inéditas en el contexto del conjunto del Reino y puede que se expliquen por el intenso y cruel celo del inquisidor Ximénez. Éste ordenó arrestar a Hans Parfat en 1526 y lo encerró durante algún tiempo en Las Palmas acusado de protestantismo. Mientras estuvo en prisión, Parfat intentó sin éxito averiguar quién lo había denunciado (tal era la práctica habitual: denuncias anónimas que impulsaban la actuación de los inquisidores), pero de lo que sí se enteró fue de que el Santo Oficio andaba tras su amigo Monteverde, y consiguió enviarle aviso. Por lo visto, el potentado palmero trató de deshacerse de libros que pudieran incriminarle. Pero en marzo de 1527 es detenido en su propia Hacienda (parece que opuso feroz resistencia), sin que le valiera de nada que hubiera gastado una fortuna en obras sacras para las ermitas de su finca y de otras iglesias palmeras. Le forzaron a abjurar de sus supuestas herejías, le arrebataron la décima parte de sus bienes y, al igual que a su amigo Parfat, lo enviaron a Sevilla, sede de la cual dependía la Inquisición canaria. A Jácome de Monteverde lo internaron en el convento sevillano de San Francisco el Grande y allí murió y fue enterrado en julio de 1531. De la suerte que corrió Hans Parfat nada he averiguado.

Hubo algunos incidentes más, ya durante el tiempo en que Luis de Padilla era el inquisidor general de Canarias. Un ejemplo es la entretenida historia –relatada por Cioranescu– de los primeros libros luteranos que llegaron a las Islas en un barco de alemanes que naufragó en las costas de Berbería en 1528. Otro más, sucedido poco antes del tiempo de nuestro cuento, en 1557, es el del también flamenco Jan Cornelis Van Dijck, que escapó de las garras de Tribunal y fue quemado en efigie por proposiciones e irreverencias). Pero lo cierto es que, como ya se ha dicho, se trataba de casos puntuales que en absoluto eran la principal preocupación de los inquisidores de la época. Además, la herejía luterana no era aún objeto de aversión popular, y menos en Canarias, donde los extranjeros que podían ser sospechosos de la misma contaban con no pocos apoyos. Que el caso de Tomás Nicolás marque, al menos en Canarias, un cambio en la línea de actuación de la Inquisición que se centraría desde entonces en perseguir las diversas herejías protestantes, mucho tiene que ver con el empeoramiento de las relaciones exteriores de Felipe II; con Inglaterra, cobre todo, pero también con los irredentos flamencos. Los ingleses empiezan a pasar de ser amigables aliados a potenciales enemigos y ese cambio en el ambiente sociopolítico es caldo de cultivo idóneo para fomentar las denuncias malintencionadas contra ciudadanos de ese país que residían en el archipiélago. Así, las animadversiones que podía haber generado Thomas (y de las que hablaremos en la siguiente entrada), tal vez incentivadas por el encono de Polo Morteo o Luis Melián de Betancor, encontraron las condiciones perfectas para alcanzar los más dañinos efectos y traer la desgracia a nuestro protagonista.