Ya comenté en la entrada anterior la audaz convocatoria de la Asamblea del Reino en Coimbra que hizo el Maestre de Avis en abril de 1385 y cómo consiguió ser nombrado rey, declarando ilegítimos a los otros aspirantes (a Beatriz, la esposa-niña de Juan I, y al tercer Juan, hijo de Pedro I). No debe menospreciarse el importante peso de la emotividad popular en esta coronación: el flamante Joao I supo excitar y aprovechar a su favor el odio de gran parte de los portugueses hacia Castilla. Los castellanos eran los enemigos, los que querían oprimir al buen pueblo portugués. Imagino, por ejemplo, que la propaganda de la época podría presentar con los tintes más negros el permanente acoso de la armada castellana sobre el amplio litoral portugués. Moviéndose continuamente entre las bases de Coruña y Sanlúcar, dividas en pequeños grupos, las naves de Juan I acosaban las poblaciones costeras e incluso entraban impunemente por el estuario del Tajo. Pero la fortaleza castellana fue quebrada a partir de la coronación, como si el contar con monarca propio inyectara bríos a las fuerzas lusas, creando una especie de sentimiento patriótico compartido colectivamente, aunque este tipo de enunciados deben considerarse con precaución, para evitar caer en anacronismos. El caso es que Joao emprendió varias contraofensivas victoriosas: las villas fronterizas con Galicia, la importante rendición de Guimaraes, que trajo consigo el derrumbamiento de la resistencia castellana en la zona e incluso la caída de Braga. Laureado y cargado de botín, el nuevo rey regresó a Coimbra.
Las noticias llegan a Juan I que está en Madrigal (de las Altas Torres, aunque por entonces aún no tenía el apellido). A esta villa abulense llegamos en verano, con un calor agobiante que no debió soportar el rey castellano que estuvo unos meses antes. Madrigal era una ciudad vinculada a la corona castellana, en concreto a las reinas, ya que se cedía a cada una de ellas como dote matrimonial desde que en 1311 Fernando IV se la otorgó a su madre, María de Molina. De modo que, al menos hasta los Reyes Católicos era una de esas ciudades castellanas habituales en las rutas itinerantes de la corte, antes de que Felipe II fijara capital. Lo mejor de esta villa es su estructura urbana, que te hace pensar que debió ser mucho más imponente en la Baja Edad Media de lo que es en la actualidad. El casco central está parcialmente murado y esa muralla mudéjar del siglo XI o XII es una maravilla, en especial las tres puertas que se conservan. El perímetro amurallado era casi circular con un diámetro medio de 685 metros, lo que supone que la superficie del recinto superaba las 35 hectáreas, más o menos como la de Ávila y mayor que los espacios intramuros de otras importantes ciudades de la época, como París o Reims. Tales dimensiones inducen a pensar que la ciudad árabe pudo ser más grande y poblada que la posterior cristiana.
Visitamos el Palacio de Juan II, construido a principios del XV por el nieto de Juan I. Sin embargo, en el mismo emplazamiento ya había un edificio en el que se alojaban los monarcas y nobles y en el que consta que residió Pedro I el Cruel, el último rey de la Casa de Borgoña (al que mató Enrique II, como ya he contado). Así que mientras visito el actual monasterio de Nuestra Señora de Gracia, trato de imaginarme esos días. A Don Juan I recibiendo en la sala de Cortes, bajo el magnífico artesanado mudéjar, a los que le traen las pésimas noticias de los triunfos de ese bastardo portugués a quien hasta entonces no había tomado tan en serio como habría debido. O paseando a grandes zancadas por agradable claustro, maldiciendo las recientes derrotas y ardiendo en airadas ansias de venganza. Pero la verdad es que no logro hacerme creíble este intento de viaje en el tiempo: los espacios por los que transito están demasiado “isabelizados”, porque lo que hace famoso a este inmueble no es que aquí morara Pedro I, o que –como elucubro– hiciera un alto Juan I en su campaña portuguesa, ni tampoco que fuera refugio de la reina María de Aragón y que su esposo Juan II lo ampliara y embelleciera. No, su atractivo turístico radica en que entre estas paredes, en 1451, nació Isabel la Católica. Y en función de la gran reina está montada la escenografía, de modo que mi pobre imaginación se resiste a dejarme ver en estos espacios episodios ocurridos 66 años antes.
Juan I estaba cabreado, mucho. Decidió que volvería a invadir Portugal para acabar de una vez por todas con ese impertinente Joao I y someter el país a su dominio. Elige Ciudad Rodrigo como cuartel general de sus tropas, si bien concentra algunas unidades en Badajoz para labores de cobertura en el Alentejo. Siguiendo la ruta del rey salimos de Madrigal por una carretera provincial que atraviesa un extenso y plano mosaico de cultivos de secano. A unos nueve kilómetros, primer pueblo, Horcajo de las Torres, uno de los veinticuatro municipios en los que pernoctó Carlos V en su recorrido de cinco meses desde Laredo hasta el Monasterio de Yuste. El pueblo es feo con ganas, nada tiene que merezca más de una ojeada, ni siquiera la Iglesia. Al llegar a su límite occidental cruzamos el río Trabancos, solo un cauce seco. Otros nueve kilómetros y otro pueblo, éste ya salmantino, que tiene el curioso nombre de Palaciosrubios. Por lo visto el topónimo alude a un lugar con almacenes de trigo rubión, porque el término “palacio”, en la Edad Media, se usaba con el significado de granero para el cereal ; y “rubión” era una variedad de trigo rojizo mencionada en El Quijote. Pero el nombre es lo más interesante del pueblo que, sin llegar al nivel de Horcajo, tampoco merece una visita. Y luego vino Poveda de las Cintas, después Villoria (iglesia con ábside románico), siguió Babilafuente (con algo más de empaque en torno a la Plaza Mayor) y, antes de llegar a Salamanca, Aldealuenga. En todos esos pueblos nos detuvimos a estirar las piernas y tomar un café cuando encontramos un bar abierto. Y de todos nos fuimos sin nada que nos hubiese regocijado la vista. Pero, en cierto modo, se trataba de ir lento. Hicimos los 60 kilómetros que separan Madrigal de Salamanca en dos horas y media, una velocidad bastante mayor que a la que iría el ejército castellano pero no mucho más que la de los caballeros al galope. En mis fuentes no he encontrado que Juan I se detuviese en Salamanca, aunque es indudable que hubo de pasar por aquí. Como nosotros sí hemos de detenernos un par de días, decido imaginarme que el monarca con sus más allegados descansó también unas jornadas en esta preciosa ciudad, mientras los soldados la bordeaban siguiendo viaje a pie.
Tres días después, al mediodía, estamos en Ciudad Rodrigo. Vamos directamente al Parador Nacional, donde hemos reservado habitación (una pasta; ya los Paradores no son tan asequibles como eran hace años), porque es el Castillo que había construido Enrique II una docena de años antes de los acontecimientos protagonizados por su hijo que estoy rememorando. En realidad el primer Trastámara recosntruyó las ruinas del castillo que también había reconstruido Fernando II de León en la segunda mitad del siglo XII, cuando ya la frontera con los moros había descendido suficientemente al Sur y la ciudad había sido repoblada gracias a los esfuerzos del conde Rodrigo González Girón. Desde el siglo XIII al XVI, Ciudad Rodrigo es uno de los núcleos urbanos de mayor importancia y renombre de Castilla, residencia de importantes familias de alcurnias, que han dejado abundantes muestras arquitectónicas (no en vano el casco histórico es Conjunto Histórico-Artístico desde 1944) de las que disfrutamos durante el día y medio que dura nuestra estancia. No poca parte de la misma, la dedicamos a pasear por este alcázar donde –estoy convencido aunque no haya encontrado la confirmación precisa– tuvo que alojarse Juan I con su estado mayor y desde donde hubieron de preparar la campaña portuguesa. Subo a lo alto de la Torre del homenaje y miro al Sur, al puente sobre el Águeda que algunos dicen que es romano (puede que en la Antigüedad hubiera aquí un puente pero poco queda de él en el actual) peor lo que es seguro es que sí estaba en los días previos al desastre de Albujarrota. Pienso que si cruzo ese puente, llego enseguida a la A-62, autovía que en sentido Este me pone en apenas 30 kilómetros en la frontera portuguesa. Ahora bien, sé que el ejército castellano entraría en Portugal por la villa fortificada de Almeida, a unos 40 kilómetros al Noroeste de Ciudad Rodrigo. Para llegar allí se puede cruzar la raya siguiendo la A-62 y en Vilar Formoso (la localidad fronteriza que no existía en tiempos de Juan I) girar hacia el Norte. O también dirigirse hacia el Noroeste por la Vega del Águeda para, a la altura de la zona arqueológica de Siega Verde, torcer hacia el Oeste, alcanzar la Aldea del Obispo y desde ahí llegar a Almeida a sólo 10 kilómetros de distancia. Las dos rutas tienen una longitud similar, y yo, oteando desde el castillo de Enrique II, sin más ayuda que un mapa del IGN y mi intuición, decido que fue la segunda la que hicieron los castellanos y la que yo seguiré al día siguiente.
Tres días después, al mediodía, estamos en Ciudad Rodrigo. Vamos directamente al Parador Nacional, donde hemos reservado habitación (una pasta; ya los Paradores no son tan asequibles como eran hace años), porque es el Castillo que había construido Enrique II una docena de años antes de los acontecimientos protagonizados por su hijo que estoy rememorando. En realidad el primer Trastámara recosntruyó las ruinas del castillo que también había reconstruido Fernando II de León en la segunda mitad del siglo XII, cuando ya la frontera con los moros había descendido suficientemente al Sur y la ciudad había sido repoblada gracias a los esfuerzos del conde Rodrigo González Girón. Desde el siglo XIII al XVI, Ciudad Rodrigo es uno de los núcleos urbanos de mayor importancia y renombre de Castilla, residencia de importantes familias de alcurnias, que han dejado abundantes muestras arquitectónicas (no en vano el casco histórico es Conjunto Histórico-Artístico desde 1944) de las que disfrutamos durante el día y medio que dura nuestra estancia. No poca parte de la misma, la dedicamos a pasear por este alcázar donde –estoy convencido aunque no haya encontrado la confirmación precisa– tuvo que alojarse Juan I con su estado mayor y desde donde hubieron de preparar la campaña portuguesa. Subo a lo alto de la Torre del homenaje y miro al Sur, al puente sobre el Águeda que algunos dicen que es romano (puede que en la Antigüedad hubiera aquí un puente pero poco queda de él en el actual) peor lo que es seguro es que sí estaba en los días previos al desastre de Albujarrota. Pienso que si cruzo ese puente, llego enseguida a la A-62, autovía que en sentido Este me pone en apenas 30 kilómetros en la frontera portuguesa. Ahora bien, sé que el ejército castellano entraría en Portugal por la villa fortificada de Almeida, a unos 40 kilómetros al Noroeste de Ciudad Rodrigo. Para llegar allí se puede cruzar la raya siguiendo la A-62 y en Vilar Formoso (la localidad fronteriza que no existía en tiempos de Juan I) girar hacia el Norte. O también dirigirse hacia el Noroeste por la Vega del Águeda para, a la altura de la zona arqueológica de Siega Verde, torcer hacia el Oeste, alcanzar la Aldea del Obispo y desde ahí llegar a Almeida a sólo 10 kilómetros de distancia. Las dos rutas tienen una longitud similar, y yo, oteando desde el castillo de Enrique II, sin más ayuda que un mapa del IGN y mi intuición, decido que fue la segunda la que hicieron los castellanos y la que yo seguiré al día siguiente.