lunes, 31 de diciembre de 2012

Querría ilusionarme con el año nuevo

El año pasado, como vengo haciendo desde 2006, escribí un post de nochevieja en el que no quise hacer balance de los doce meses anteriores. Menos ganas todavía tengo ahora y también menos razones. Porque si el 2011 no me fue nada pródigo en sucesos reseñables, este 2012 ha sido aún más tacaño. Trabajar, trabajar y trabajar que (no se equivoquen) no equivale a ganar dinero; lo de ser autónomo en los tiempos que corren no compensa en absoluto. Hace ya mucho, un tipo muy experimentado que actuaba como asesor áulico para la institución en la cual trabajaba, nos dijo al principio de un proyecto de esos de "largo recorrido" que todos teníamos un determinado "capital anímico" disponible para una tarea y que habíamos de saber administrarlo. Porque podía, solía, ocurrir que despilfarrásemos demasiado en las primeras etapas y nos encontráramos con que se nos acabara la ilusión antes de culminar el recorrido. Algo de eso me ha pasado y la culpa no es sólo del tiempo que llevo embarcado en el mismo proyecto (cuatro años y medio), sino sobre todo de la muy agobiante presión a que he estado sometido, en especial durante los últimos dieciocho meses, intensificada por las malas formas con que nos trata nuestro "cliente". Si bien creo que hemos hecho un trabajo más que digno para los estándares habituales en la profesión, se ha ido desvirtuando continuamente a causa de las exigencias impuestas, fruto de la mediocridad y miopía de los políticos. Así que, como ya he dicho, a estas alturas sólo me importa entregar, alcanzar unos mínimos formales y desembarazarme de lo que ya es casi sólo una rémora de la que no obtengo ninguna satisfacción. Lo necesito por mi salud mental, pero también por el bien de la empresa, para que podamos embarcarnos en proyectos diferentes que, además de recargarnos el depósito de la motivación, enderecen la ruinosa dinámica económica en la que estamos inmersos. O sea, que ya se puede imaginar cualquiera cuál es mi mayor deseo para 2013, uno muy concreto que haga verdad lo de año nuevo vida nueva. Y les aseguro que no más allá de febrero ha de cumplirse.

Releyendo mi post de hace un año constato que mis querencias (y las de casi todos) no han sido satisfechas en este muerto 2012. Los capitostes del mundo financiero han seguido campando a sus anchas y así nos ha ido. Al mismo tiempo, perseveran en repetirnos que lo que hacen es lo correcto, que no hay alternativas, en el esfuerzo, no carente de éxito, de que nos convenzamos de que debemos aceptar comulgar con ruedas de molino. Confío y deseo que no nos abandonemos a esa resignación dócil que tanto conviene al sistema. También confío y deseo que no nos despierten del amodorramiento por la violencia, aunque nada me extrañaría pues demasiado están tensando la cuerda. Ojalá que en este próximo año muchos arrimemos el hombro para cambiar las cosas, para decir basta a estas suicidas reglas de juego ... Y que lo veamos.

En fin, como es evidente, no empiezo un nuevo guarismo del calendario con los mejores ánimos. He estado todo el 31 sentado frente al ordenador hasta que K me rescató para preparar la cena. Me comí las uvas sin atragantarme (y eso que las campanadas canarias van más rápidas que las de la Puerta del Sol) para obedecer el requisito supersticioso. Y ahora, temprano en la primera mañana de enero, cumplo con el compromiso autoimpuesto, aunque sea haciendo trampa porque fecho este post ayer. A quienes me leen les deseo, sobre todo, salud (y también a mí, que el pasado año ha sido un poco chungo a tal respecto). También amor, claro, y en cuanto al dinero que llegue el suficiente, pero no más. Feliz 2013 a todas las personas de buena voluntad.


Love minus zero, no limit - Bob Dylan (Bringing It All Home, 1965)

Subo para iniciar la banda sonora del blog en el nuevo año, una de las canciones que más me gustan de Bob Dylan; hay multitud de versiones, pero ésta es la original de 1965 (otros tiempos que nos parecen hoy tan lejanos).

sábado, 29 de diciembre de 2012

Linda Perry a través de una vieja amiga

Verano de 1993, un bar de copas en el bajo Manhattan, la música –demasiado alta–, rock potente, en su mayoría temas clásicos de los setenta. De pronto suena una canción que desconozco, un tema pegadizo en el que destaca la imponente voz femenina, rica en registros. Pregunto a una camarera: no conoce la canción pero me promete averiguarlo y, chica cumplidora, pasada casi una hora, cuando estábamos ya a punto irnos, me da el dato. Se trata de una banda de chicas (no era del todo cierto) y la canción se llama What's up? Unos días después, en Tower Records, vi el CD: era el Bigger, Better, Faster, More! de las 4 Non Blondes (Cuatro No Rubias). Me hizo gracia el nombre del grupo y la portada del álbum, así que lo eché en la cesta. Total, por uno más, cuando compramos un centenar, alucinados por lo baratos que estaban.


What's up? - 4 Non Blondes (Bigger, Better, Faster, More!, 1993)


Seguro que todos habéis escuchado más de una vez esta canción, porque la emiten frecuentemente en las emisoras comerciales. Desde su publicación (1993) alcanzó los primeros puestos en las listas de muchos países, aunque que yo recuerde en España tardó algo más en hacerse popular. A mí me sigue gustando y considero que es un tema muy correcto, pese a que la famosa web musical Spinner.com la sitúa en el puesto 19 de su lista de "las peores canciones de la historia". Se trata en todo caso de una selección más que discutible (como cualquiera) y además con excesivo sesgo yanqui. No obstante, coincido con la inclusión del Macarena de Los del Río y un tema de las Spice Girls, así como con la opinión negativa que se nota que los de Spinner tienen de los noventa. Pero no pasa de mera anécdota intrascendente. Lo que sí es verdad es que 4 Non Blondes es lo que los anglos llaman un one-hit wonder, es decir, músicos que son conocidos por un sólo éxito, en este caso la mentada What's up? Por cierto, en las listas de one-hit wonders (¿de qué no hacen listas los americanos?) este tema aparece bien valorado. Las chicas prometían, pero sólo grabaron ese álbum (en estudio, porque tienen otro en vivo) que tampoco está nada mal en su conjunto, aunque las otras diez canciones pasaron desapercibidas. En su momento, como ya he dicho, me llamó la atención el nombre que del grupo y lo atribuí a reivindicación feminista contra el modelo publicitario de mujer insustancial. La estética de las chicas, entonces veinteañeras, contribuía a tal suposición; ninguna era rubia y sus imágenes no nada edulcoradas: estética grunge con guiños punkies, abundantes abalorios, piercings y tatuajes y poses agresivas. Aunque no creo que ande muy desencaminado, he encontrado en internet una versión (apócrifa) que refiere que el apelativo se les ocurrió a raíz de un incidente en un parque de San Francisco. Mientras las chicas comían una pizza y charlaban sobre Gremlins 2, apareció una matrimonio muy wasp con un niño pequeño. Éste quiso coger algunos trocitos caídos de pizza para dar de comer a los pájaros, pero los padres se lo impidieron: no los toques, están sucios por toda la gente que hay por aquí, y echaron una significativa mirada hacia la banda. Por lo visto los tres eran “muy rubios”.

En fin, que me disperso. Todo el rollo anterior venía para contar cómo “descubrí” a este grupo de “chicas guerreras” que me gustó, no como para echar cohetes pero sí para estar atento a futuros álbumes. Sin embargo, pasaron los años y no volví a saber nada de ellas salvo en una ocasión (hará unos diez años) en que me llegó un disco homenaje a los Zeppelin (Encomium, 1995) cuya primera canción (Misty Mountain Hop) era interpretada por las 4 Non Blondes; no me extrañó que las "no-rubias" fueran convocadas a este tributo porque ya les había notado las influencias de la banda de Page entre las fuentes de su eclecticismo (por ejemplo, apostaría a que también escuchaban mucho a los Jefferson Starship). Creo que fue por entonces que me enteré de que se habían disuelto y también de que la cantante y líder era una tal Linda Perry que se mantenía en activo, si bien sin destacar en las listas comerciales (las otras, salvo una que murió de sobredosis, también seguían en la música, pero ellas sí que en un universo muy underground). Pero lo cierto es que seguí desconociendo lo que hacían estas mujeres, ignorancia en la que he perseverado hasta hace unos días en que reapareció inesperadamente, desde las brumas de mi lejano pasado, una vieja amiga.

Giulia fue mi casi novia durante el 78. Yo estaba en tercero y ella acababa de ingresar en la escuela de arquitectura. La nuestra fue una relación prácticamente platónica (algún que otro besito y poco más); estábamos muy bien juntos pero no terminaba de haber química. De hecho, cuando hacia mitad de ese curso me enrollé con su amiga Lourdes, tan distinta a ella, Giulia no se molestó un ápice y con la mayor naturalidad pasamos de presunta pareja a amigos íntimos, desembarazados de equívocas expectativas sexuales. Siempre he creído que ella ha sido una de las personas con quien más confianza he tenido; hablábamos de todo sin tapujos, hasta de lo que más secreto considerábamos. Sin embargo, Giulia no fue conmigo tan abierta como hasta hace unos días había supuesto; nunca me dijo, pequeño detalle, que era lesbiana (y no, nunca lo sospeché). Acabado su primer año, mi amiga decidió que la arquitectura no era lo suyo. Que se hubiera matriculado en la escuela cuando lo que quería era hacer Bellas Artes fue el frágil consenso al que llegó con su padre, un ingeniero civil muy acomodado en la selecta oligarquía limeña, que pensaba que debía enderezar las aficiones bohemias de su primogénita. Pero tras cumplir su promesa de que probaría lo que para el viejo era una especie de ingeniería descafeinada, consiguió de éste el precio pactado: que le pagara los estudios de Artes en Berkeley. Y así, después de las Navidades del 78, Giulia partió hacia San Francisco y no la volví a ver hasta la semana pasada. Recordaba a una chica de 18 años recién cumplidos y me he encontrado con una mujer a punto de los 52. Toda una vida.

Mi amiga, por increíble que parezca, apenas ha cambiado en estos largos treinta y cuatro años. Sigue siendo flaca y esbelta, con la tez muy blanca sin apenas arrugas y el mismo pelo castaño abundante en rizos. Ahora es una profesora universitaria de prestigio, muy asentada en los círculos académicos de la bahía de San Francisco y su apariencia, elegante y sobria, encaja a la perfección con lo que dice su tarjeta de visita. Pero por lo que me ha contado, durante sus primeras dos décadas californianas no fue tan formalita y compaginó sus estudios con una intensa inmersión en el ambiente rockero de esa fantástica ciudad, haciéndose muy amiga de cantidad de músicos. Por lo visto, el que la metió en ese mundo fue el virtuoso guitarrista Joe Satriani, con quien coincidió en Berkeley. Lo sabe todo Giulia de las bandas de los 80 y 90 que pululaban por la Bahía, y no fueron pocas ni escasas en talentos. Hasta participó en algunas grabaciones underground y diseñó más de una portada de disco. Me ha prometido enseñarme cuando vaya a visitarla unos voluminosos álbumes de fotografías propias que según ella ya tienen un alto valor histórico para documentar los movimientos culturales (o contraculturales, si se prefiere) de una época de gran efervescencia artística y social.


Pues bien, Giulia me ha traído de regalo dos CDs de Linda Perry, In Flight (1995) y After Hours (1999). No sé si la conocerás, me dijo, pero en mi opinión es muy buena. Le comenté lo poco que sabía de ella y que desde hacía tiempo me despertaba interés. Entonces me contó que fue muy amiga suya hacia finales de los noventa, que incluso vivieron una corta aventurilla romántica que, confesó, le había dejado secuelas. Me enamoré mucho y creo que los posos no han desaparecido del todo y eso que hace más de diez años que no la veo. Linda era un ciclón que te apabullaba y creaba adicción, como una droga euforizante, supongo que será por su sangre brasileña. Yo la escuchaba y me asombraba de la fuerza atractiva de los opuestos porque, al menos en lo físico, nada tiene que ver la rockera con mi amiga. Días después, sin embargo, cotilleando en internet descubro que la Perry ha tenido unas cuantas novias de aspecto muy diferente al suyo, por ejemplo Clementine Ford, la hija de Cybill Shepherd (la que se hizo famosa en la serie Luz de Luna con Bruce Willis), que como su madre tiene pinta de rubita modosita. En fin,   que dudo que a Linda y sus novias le hayan dicho eso tan tonto de que hacen buena pareja, suponiendo claro está que ese juicio tan bien pensante se aplique ya a los homosexuales. 

Así que resulta que en aquel verano de 1993, días después de descubrir a las 4 Non Blondes, cuando visité San Francisco, quizá hubiera podido conocer a Linda Perry si hubiese quedado con Giulia. Pero por entonces todavía no habíamos retomado contacto (eso ocurrió hacia 2008, gracias a internet) y puede que ni me acordara de que vivía en California. Como agua pasada no mueve molino, lo que he hecho estos últimos días es escuchar los discos de esta mujer que parece tan vital y me han gustado. Desde luego, la música no es muy original (se le notan muy claramente las influencias que cubren un amplio abanico de nombres famosos de los setenta, al menos en lo que yo detecto), pero me parecen composiciones muy correctas y, sobre todo, interpretaciones con mucha fuerza. Y la voz me encanta. No acierto a entender por qué no ha tenido más éxito comercial. De hecho, me entero de que casi le ha ido mejor como productora y compositora de otros artistas, entre los que hay nombres nada desdeñables (Jewel, Alicia Keys, Robbie Williams, Melissa Etheridge, James Blunt y hasta el capullo de Enrique Iglesias). Acabo ya y como muestra un botón: ahí va un tema de descarado estilo zeppeliniano (y también un cierto aire a la Joplin).


Fly away - Linda Perry (After Hours, 1999)

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Lovecraft y Borges

Este fin de semana me releí un librito de Alianza, La habitación cerrada y otros cuentos de terror, que reúne diez relatos supuestamente de Lovecraft. Digo "supuestamente" porque el nombre del escritor de Providence encabeza la portada, si bien con el añadido, en segunda línea y letra más pequeña, de un tal August Derleth. No recuerdo que cuando lo leí por primera vez (hacia finales de los setenta según la fecha que puse en la primera página) me preguntara sobre la identidad de este segundo autor y su relevancia en la confección de los cuentos. Puede que ni me percatara o que, de hacerlo, se me antojara demasiado esfuerzo: téngase en cuenta que en aquellos años no existía internet. Ahora sí me he aclarado esa duda que a lo mejor nunca tuve, motivado por un pequeña sorpresa.

Tengo bastante mala memoria o quizá sería más atinado decir que el índice de acceso a mi disco duro no debe estar todo lo bien formateado que debiera. Así, muchos de los muchos libros que he leído se pierden en algún recoveco de mi cerebro y lo más que recuerdo de ellos, a partir de aleatorios estímulos, es que alguna vez los he leído, pero sin acertar a traer a mi pensamiento ni la más pobres síntesis de sus contenidos, lo más una vaga sensación de que me gustó o no. Si alguna vez los releo, o ojeo sus al azar sus páginas en un impulso curioso, me embarga una incómoda sensación casi de déjà vu que no es tal, claro. Eso me ocurrió este fin de semana con los relatos citados: según procesaba cada párrafo sentía que ya me era conocido, pero muy evanescentemente, tanto que ese endeble conocimiento no me permitía anticipar la continuación del argumento.

No me ocurre eso con todas mis lecturas; algunas, supongo que por que me impresionan más marcadamente, sí las mantengo en alguna pista del disco duro de la que mi cerebro consciente no extravía su ruta de acceso. Por ejemplo, mientras leía el cuento La lámpara de Alhazred, sobre las vagas evocaciones a que me he referido e imponiéndose a éstas con mucha mayor nitidez, me vino a la mente el argumento de El Aleph, el maravilloso relato de Borges que devoraría por primera vez uno o dos años antes que las historietas lovecraftianas. Para quien no lo haya leído (ya está tardando) diré que el aleph es una pequeña esfera tornasolada de apenas dos o tres centímetros de diámetro que contiene sin confundirse todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos y en todos los tiempos. Borges –porque es el propio Borges el narrador y personaje del relato– lo contempla durante un rato repantingado en la escalera del sótano de una vieja casona bonaerense en la parte inferior de uno de los peldaños. Tras la experiencia, todas las caras que veía en la calle le parecieron familiares y temió perder la capacidad de sorpresa; "felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido".

Pues bien, demasiadas son las similitudes entre la lámpara lovecraftiana y el aleph de Borges. Para empezar, en ambos cuentos el personaje principal, Carlos Argentino Daneri (el apellido es apócope de Dante Alighieri) y Ward Phillips (que he leído que es un trasunto del propio Lovecraft), es un escritor que pretende escribir un poema de tonos arcaicamente ampulosos y pretensiones totalizadoras. También en los dos cuentos tiene especial importancia en las tramas la casona familiar de los antepasados, en la que los protagonistas viven solos. Pero, sobre todo, coinciden en el objeto central que da título a los respectivos relatos. En el del estadounidense, una lámpara de aceite que parecía ser de oro, decorada con extrañas letras y jeroglíficos indescifrables, que al encenderse proyectaba escenas de mundos extraños, de tiempos mitológicos y paisajes ignotos cuyos nombres, sin embargo, se le revelaban al espectador asombrado. En el del argentino, un ente que más que un objeto se nos antoja alguna anomalía cósmica de energía, que, como ya he dicho, condensa en sus dimensiones finitas la representación infinita de todos los tiempos, espacios y ángulos de vista.

Muchas coincidencias, sin duda, en dos textos de muy similar extensión, demasiadas para que no sospechara de inmediato que uno de los autores había escrito partiendo del otro, haciendo su propia versión de un argumento que le había interesado en el grado que fuera. Mi primera intuición, antes de pararme a pensar o indagar nada, fue que era Borges el "plagiario" (adviértase el intencionado entrecomillado del adjetivo). Así lo asumí, imagino, porque siempre he creído que el de Providence era anterior al mi muy venerado JLB, lo cual es explicable porque mis años no se han superpuesto al primero y sí al segundo (incluso tuve ocasión de verlo y escucharlo en persona en un acto académico en Lima, yo un chaval rozando la veintena y todavía deslumbrado por mi reciente descubrimiento de su literatura). Sin embargo, Borges apenas era nueve años menor que HPL y sus respectivas entradas en los ruedos literarios son casi contemporáneas; lo que pasa es que el norteamericano murió con solo 46 años y el argentino con cuarenta más.

Hay otro argumento de más peso que me hizo presumir la posterioridad del relato borgiano: que es muchísimo mejor. Es como si Borges se hubiera apropiado de las ideas pergeñadas por Lovecraft para elaborar con ellas un relato perfecto, del que suprime con su inigualable maestría los estorbos adiposos originales. Además, releyendo enseguida El Aleph a la luz del cuentito lovecraftiano, me percaté admirado de la genial ironía metaliteraria con la que JLB lleva a cabo esa labor de re-creación. El facilón recurso, rayano en la cursilería, de la lámpara árabe de obvias reminiscencias mistéricas, se depura radicalmente hasta quedar en ese ente esencial, desprovisto de todo atributo material que siempre será superfluo ante la maravilla de su contenido. El pretencioso estilo poético de Ward Phillips se magnifica hasta el disparate en Carlos Argentino Daneri, con la consiguiente mutación de una crítica casi complaciente a una implacable e inteligentemente irónica burla que deja en ridículo a los mediocres escritores de la Argentina de aquellos años (no dejar de leer la postdata); además, no se priva Borges de regalarnos una de esas exhibiciones eruditas tan marca de la casa, aludiendo a la "epopeya topográfica" del Polyolbion de Michael Drayton. También, por último, he creído adivinar un elegante desprecio de Borges hacia la metáfora de la lámpara de Alhazred. Ésta, que ofrece escenas de otros mundos y de otros tiempos, queda como pobre cosa ante la infinitud del Aleph, insinuando, creo yo, la limitación del escritor de mundos mitológicos (Lovecraft encarnado en su personaje). Pero además me pareció relevante que mientras Ward Phillis crea su obra casi al dictado de las escenas que le ofrece la lámpara, Borges, vivido el breve lapso de la contemplación del Aleph, experimentada la maravilla, sale al mundo y se alegra de que le trabaje otra vez el olvido (me encanta esa locución), sin querer adeudar nada a inspiraciones esotéricas.

Ahora bien, tras releer El Aleph, quise hacer algunas mínimas comprobaciones. De entrada, el propio Borges dice en el Epílogo al libro de 1949 que "en El Zahil y El Aleph creo notar algún influjo del cuento The Cristal Egg" (1899) de Wells". Curiosamente (otra de las coincidencias que siempre me sorprenden) ese relato se incluye en el libro Los ojos de Davidson (editorial Atalanta, 2009) que compré con otros más en Madrid hace tres semanas y que esperan su turno en la mesilla de noche. Wells, es más que sabido, era uno de los predilectos de Borges ("Lamento haber descubierto a Wells a principios de nuestro siglo: Querría poder descubrirlo ahora para sentir aquella deslumbrada y, a la vez, terrible felicidad") y, en cambio, no apreciaba los relatos de Lovecraft (en el epílogo al Libro de Arena, de 1975, escribió: "El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario de Poe"). Así que, en principio, no hay por qué desconfiar de la honestidad del argentino, tanto en 1949 callando una aparente relación con La Lámpara de Alhazred porque no había tal, como en 1975 asegurando que el cuento There Are More Things es su primer internamiento en el ámbito lovecraftiano (al menos consciente). Por cierto, otear los vínculos y divergencias de este relato de senectud daría para otro post con el mismo título que el presente, pero ya otra persona se ha ocupado de ello (consúltese aquí).

Pero para quien desconfíe de las palabras de un hacedor de ficciones (tan aficionados a ficcionarse a sí mismos y sus circunstancias), la prosaica realidad de los hechos zanjó mis elucubraciones. Más atento o curioso este fin de semana que en mi primera lectura, descubro que los relatos de La Habitación Cerrada se publicaron en 1974 bajo el título de The Watchers Out of Time and Others. Parece que, pese a la atribución de la autoría a Lovecraft, estas historias están escritas prácticamente en su totalidad por August Derleth. Los expertos en el autor de Providence, en cuanto a La Lámpara de Alhazred, tan sólo han encontrado una breve referencia en una carta de Lovecraft a Derleth fechada en 1937. Es decir, el cuento ni es de Lovecraft ni Borges podía conocerlo cuando escribió El Aleph. En tal caso, ¿fue Derleth quien se inspiró en Borges para escribir su relato al estilo lovecraftiano? Si así fue (y tantas coincidencias incitan a sospecharlo) mejor habría hecho no destapando la pluma. Porque si El Aleph no existiera, La Lámpara de Alhazred podría leerse como un cuento menor al estilo de Lovecraft, pasable sin estridencias como tantos otros del género. Pero después de El Aleph es casi un pecado mortal.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Libros inexistentes (2)

Que ahora recuerde, el primer libro inexistente que conocí fue el Necronomicón, inventado por H.P. Lovecraft quien sigue la tradición cervantina de atribuírselo a un árabe, Abdul Alhazred. A Lovecraft lo leí en los primeros años de universidad por culpa de un amigo apasionado de la literatura (y cine) de terror y para quien el de Providence era casi un gurú y los mitos de Cthulhu poco menos que su Biblia. El Necronomicón, mencionado en muchas de las obras de Lovecraft (y de otros escritores que siguieron su senda), aparece por primera vez en el cuento El Sabueso, de 1922. Dos jóvenes diletantes ingleses, dedicados al satanismo por ansia de emociones, profanan el sepulcro de otro saqueador de tumbas muerto quinientos años antes por un espantoso animal. Junto al cadáver encuentran un amuleto de jade verde de exótico diseño que, gracias a sus lecturas del Necronomicón, reconocen como el símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. Naturalmente, se apropian del maligno objeto condenándose así al desastre. Sólo dos menciones del libro mítico, citando el apellido de su autor árabe, pero sin más datos.

Se dice que el antecedente directo del Necronomicón es El Rey de Amarillo, libro inventado por Robert William Chambers en los cuatro primeros relatos de la obra homónima publicada en 1895. En el cuento El signo amarillo, el pintor neoyorkino que lo narra en primera persona descubre en un rincón de la repisa más alta de su biblioteca un libro encuadernado en amarillo del cual ya conocía sus efectos malignos y por eso se había propuesto no abrir jamás. Sin embargo, lo lee junto a chica que lo ama y ambos quedan definitivamente condenados. Chambers, vástago de una de las grandes familias de Nueva Inglaterra, fue en gran medida el "fundador" de la nueva literatura de terror, superando el estilo "gótico" que primaba en el género hasta entonces. Además, es uno de los primeros que aprovecha en sus invenciones las aportaciones de otros autores; así, el terrorífico libro del Rey de Amarillo contiene referencias a la mítica ciudad de Carcosa y a los personajes de Hali y Hastur, provenientes de relatos de Ambrose Bierce, así como al famoso cuento de Poe La Máscara de la Muerte Roja. Buena manera de rendir homenaje a dos de sus escritores más admirados, a la que también se adherirá el propio Lovecraft en los Mitos de Cthulhu.

Ciertamente, Lovecraft veneraba los relatos de terror de Chambers (no en cambio los que escribió después que consideraba vulgares folletines para las masas) pero no hay constancia de que la invención del Necronomicón fuera directamente inspirada por El Rey de Amarillo. Nada dice de ello en las varias cartas alusivas, en las que informa a sus corresponsales de aspectos y circunstancias del libro inexistente e incluso alude a la posibilidad de escribirlo si tuviera la energía y el ingenio necesarios o, al menos, confeccionar un resumen con las partes menos dañinas de tan terrible obra (porque, para quien no lo sepa, se trata de un grimorio con saberes arcanos y magia ritual cuya lectura provoca la locura y la muerte). Interesado en dar consistencia a su invención, Lovecraft aporta en sus relatos multitud de datos sobre la obra inexistente e incluso publica en 1927 un texto específico (Historia del Necronomicón) que es un "breve, pero completo, resumen de la historia de este libro, de su autor, de diversas traducciones y ediciones desde su redacción (en el 730) hasta nuestros días". Con tantas referencias de su creador, no es extraño que muchos se convencieran de que el libro existía e incluso hasta hoy hay no pocos chiflados que creen que las protestas de Lovecraft asegurando el carácter ficticio de la obra no fueron más que mentiras piadosas para proteger a la humanidad de sus malignos efectos.

Mi amigo Vicente, el apasionado de Lovecraft que me animó a leerlo, me habló en una noche de conversaciones alucinadas sobre la teoría de un chalado británico, una de las máximas autoridades en ocultismo allá por la segunda mitad de los setenta. Este tipo, en un libro que mi amigo tenía en inglés (me lo ofreció pero lo desdeñé, tanto por falta de interés como por pereza ante el esfuerzo que me habría supuesto), sostenía que el Necronomicón existía realmente, pero no como objeto físico, sino en forma de un registro astral disponible sólo a quienes poseen dones chamánicos. Tantos años después, gracias a internet, me entero de que el ocultista aquel se llamaba Kenneth Grant y el libro que tenía Vicente era The Magical Revival (1972). Por lo visto, este hombre, muerto el año pasado a los 86, fue un discípulo del célebre Aleister Crowley (1875-1947), de quien algo sí sabía. Parece que en el libro citado Grant, siguiendo la tesis de su maestro de que muchas obras de ficción son en el fondo expresiones enmascaradas de una realidad más profunda, sostiene que la obra de Lovecraft son revelaciones provenientes de ese universo esotérico que le llegaban a través del sueño. Lamentablemente, Lovecraft no soñó lo suficiente para escribir el Necronomicón.

Pese a no existir, el terrorífico libro siguió siendo fuente de inspiración (y citas apócrifas) de numerosos émulos del norteamericano. En 1977, era inevitable, se publicó un presunto Necronomicón con el prólogo de un desconocido Simón. Se trata, en su mayor parte, de una colección de conjuros y rituales mágicos, con alusiones a los relatos de Lovecraft. Tuvo gran éxito de ventas pese a que enseguida se demostró que era una composición moderna. En 1978, un investigador de fenómenos paranormales llamado Colin Wilson publicó otra versión bastante más ajustada a los textos de Lovecraft. Así, Wilson aprovecha lo que se cuenta en la Historia del Necronomicón para asegurar que el libro proviene de un texto cifrado que había descubierto John Dee, el famoso astrólogo de la reina Isabel Tudor, todo un personaje cuya biografía merece la pena ser leída. Ya puestos, en un relato posterior, afirmó que el manuscrito Voynich, uno de los grandes misterios paleográficos y reto sin resolver para los criptógrafos, era esa copia cifrada. Según compruebo buceando en la red, todavía hay alguna que otra versión más; ¡Ay, si Lovecraft levantara la cabeza!


Ring them bells - Barb Jungr (Every Grain of Sand, 2002)


Esta canción de Dylan, versionada por la inglesa de origen checo-alemán Barb Jungr (me gusta este mujer), va dedicada a Grillo a propósito de su comentario al post anterior sobre campanas que doblan.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Libros inexistentes (1)

Inventarse libros que nunca han sido escritos es un recurso viejo en la historia de la literatura. El escritor que abre la veda en las lenguas modernas (seguro que habrá antecedentes latinos, griegos o más antiguos) es Rabelais, tan admirado por mi admirado Alejo Carpentier, culpable de que leyera hará algo más de dos décadas los cinco libros de Gargantua y Pantagruel (tengo ahora, en espera de relectura, una edición reciente de Acantilado). Así, nada más llegar a París sediento de aprendizaje, Pantagruel descubre la magnífica biblioteca de San Víctor (inexistente, claro), de la que Rabelais, con su exuberancia característica, nos ofrece un catálogo de casi ciento cincuenta obras imaginarias, de títulos desopilantes en latín macarrónico la mayoría. Lamentablemente nada se nos cuenta del contenido de esos libros, pero basta su relación para hacerse cabal idea de los asuntos que motivaban las chanzas del médico humanista, y que venían a ser todos los que constituían lo que hoy llamaríamos el sistema social políticamente correcto. En tal sentido, se me ocurre que el Ars honeste petandi in societate, del apócrifo Maitre Hardouin de Graetz, puede entenderse como una declaración de principios éticos si lo traducimos, muy libremente, como el arte de pedorrearse de la sociedad.

Supongo que lo que hace Rabelais se encuadra bajo una concepción amplia de la intertextualidad, aunque las referencias de la novela vayan a obras inexistentes. Medio siglo después, Cervantes da una rotunda vuelta de tuerca en esa línea con El Quijote que, entre muchas más cosas, es diálogo continuo con la literatura y aprovechamiento fructífero de los recursos que a partir de ahí derivan. Cuando en el capítulo VI de la Primera Parte, el cura y el barbero hacen un donoso y grande escrutinio en la librería de nuestro ingenioso hidalgo, nos informan de veintinueve libros, con el guiño autoirónico de incluir La Galatea. Si bien estas obras son verídicas, el juego de la ficción se entronca en la propia génesis de la novela, como nos informa el narrador en el capítulo 9, escapándose de la trama para hacernos saber que desconocía como acababa la batalla con el gallardo vizcaíno y que ello le causaba mucha pesadumbre, pero tuvo la fortuna de toparse en Toledo con unos papeles viejos que contenían la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo, y gracias a éstos pudo acabar el cuento. La invención del autor da pie, en este caso, a reescribir, bajo el manto de traducción, la obra pretendidamente imaginaria, sin perjuicio de que ese currículo apócrifo fuera paradójicamente título de autenticidad histórica del disparatado Quijano, por más que las referencias a este misterioso autor abunden en ambigüedades imposibles. En todo caso, el recurso Benengeli es otro más para que Cervantes se recree en sus geniales juegos de intertextualidad y ruptura de los límites convencionales de un texto de ficción. Uno más de tales recursos (y lo dejo, porque no va este post del Quijote) sería la boccaccesca novelita del Curioso Impertinente que encuentra en la venta el cura y lee a la cuadrilla, dedicándose un capítulo entero (el XXIII) a intercalar un texto ajeno por completo al argumento.

Hago un paréntesis para registrar que buscando en internet referencias a libros inventados encontré un breve artículo que se publicó en el suplemento Aula de El Mundo en el cual se dice que "el poeta inglés John Donne ... publicó en 1650 un catálogo de libros ocultos o malditos de autores célebres, alguno tan curioso como Propuesta para la eliminación de la partícula ‘no’ de los Diez Mandamientos, de Martin Lutero, el padre del protestantismo.. Este libro no existía, como tampoco existieron los restantes títulos de los que daba amplio detalle. Todo era una broma intelectual". No me pegaba nada que al santurrón de Donne le hubiera dado por estos entretenimientos y, en efecto, ese presunto catálogo no se menciona en la relación de sus obras completas de una web anglosajona que parece seria. Además, está el pequeño detalle de que este anglicano antipapista (pese a sus orígenes católicos) murió en 1631. Señalo esto para recordar que, siendo internet una fuente maravillosa de información, no hay que dar fiabilidad a todo lo que uno se encuentra y también, ya de paso, para echarle una reprimenda a El Mundo por ser tan poco riguroso.

Existe un blog de dos estadounidenses llamado la biblioteca invisible, en el cual relacionan alfabéticamente autores inexistentes y sus obras imaginarias. También la wikipedia en inglés cuenta con una entrada dedicada a los fictional books que enlaza a su vez a otra con una larguísima lista de títulos nunca publicados, ordenada por los autores que los inventaron. En ambos casos, hay un predominio apabullante de la literatura anglosajona; intuyo que los escritores en inglés deben ser los más aficionados a estas prácticas, pero seguro que hay bastantes más en otras lenguas que no aparecen citados. En todo caso, chequeando la última lista sorprende descubrir algunos escritores que cuentan con una vastísima obra ficticia, aunque de la gran mayoría de ellos ni había oído hablar. Pero también me ha chocado que algunos conocidos han metido en novelas que he leído referencias a obras imaginarias que no recuerdo haber detectado en su día (Agatha Christie, Robertson Davies, Conan Doyle, Aldous Huxley, John Irving, Kafka, Somerset Maugham, Georges Orwell, Orhan Pamuk, Anthony Powell, Evelyn Waugh). De otros citados en la wikipedia sí sabía ya que habían recurrido a estas ficciones, tales como Wodehouse, Kurt Vonnegut, Laurence Sterne, Ian McEwan, Nabokov y, sobre todo, H.P. Lovecraft y Jorge Luís Borges.

Para acabar este primer post (que continuaré) me apetece referirme a otra lista de libros inexistentes, si bien ésta no proviene de ninguna obra literaria sino que fue fruto de la invención de un ingenioso funcionario belga, buen bibliófilo amén de aficionado a los temas más diversos y dotado de un singular humorismo. Se llamaba el caballero Renier Chalon y, con la intención de divertirse un poco a costa de los buscadores de libros inéditos, construyó la biografía de un imaginario conde Fortsas (Jean Auguste Pichauld Nepomuceno, 1770-1839), bibliófilo refinado que dedicó cuarenta años a conseguirse los ejemplares más raros para luego reducirlos a sólo cincuenta y dos títulos, la crème de la crème de la más selecta biblioteca. Todos estos volúmenes eran únicos y conformaban una lista confeccionada mediante la hábil y erudita mezcla de ficción y realidad. Chalon imprimió y circuló por librerías de Bélgica y Francia unos cuantos folletos del presunto Catálogo de estas obras, en el que se anunciaba que se subastarían el 10 de agosto de 1840 en el despacho de un notario de la pequeña ciudad de Binche. Ese día, desde primeras horas, la localidad valona estaba abarrotada de ansiosos bibliófilos de todo el mundo que se miraban recelosos entre ellos; cuentan que incluso había representantes de gobiernos y el propio director de la Biblioteca Real de Bruselas. Para su desesperación, nadie conocía al notario convocante ni existía la calle de sus oficinas. En el periódico de la tarde apareció una nota que anunciaba la anulación de la subasta porque la biblioteca pública de Binche había adquirido la excelsa colección. Pero en Binche tampoco había biblioteca. Sólo años después se identificó al autor de la broma, contra el cual, significativamente, nadie interpuso ninguna querella (quizá por miedo a quedar en ridículo).

martes, 11 de diciembre de 2012

La tapa del váter

En su entretenida novela "La tapa del váter", el escritor húngaro injustamente olvidado György Bicskei disecciona agudamente, en un tono con las dosis justas de ironía, ternura y humor, la evolución del deterioro de una relación matrimonial que, a su vez, sirve como metáfora del enrarecimiento progresivo de la situación social y política de la Hungría de entreguerras. En ambos universos especulares, el microcosmos doméstico y el más amplio (pero no demasiado) de una imaginaria ciudad de provincias de la Rutenia Carpática (parece que la referencia es Beregszász, hoy perteneciente a Ucrania) el lento pero implacable flujo hacia el desastre no es motivado por grandes hechos, no hay ninguna causa calificable de importante o histórica. Por el contrario, como aviesamente nos hace ver Bicskey, lo que mueve la historia son minucias cotidianas, casi aleatorias, a las que nadie concedería el mínimo interés. Naturalmente, el autor evita hacer explícita ésta que podríamos llamar moraleja. La novela se desarrolla con una estructura que, al menos formalmente, respeta los cánones de un Balzac, por ejemplo. La trama va avanzando en secuencia cronológica, alternando entre capítulos interiores (la casa de Ferenc y Katalin) y exteriores que convergerán en un desenlace sorprendente que anonada al lector. Pero ese premioso discurrir del argumento (hasta su estruendosa aceleración final) sirve al autor para recrearse casi morbosamente, con una prosa exquisita, en los detalles más nimios. Erraba el crítico Arpad Szabo, cuando reseñando la obra a su publicación (Budapest, 1954) escribió que "Bicskey pinta un magnífico fresco de los años oscuros de nuestra patria mediante una historia plena de originalidad e interés. Lástima, sin embargo, que haya empleado demasiadas páginas (son casi quinientas): con la mitad o un tercio de ellas esta novela se habría situado entre las más grandes de la literatura húngara". Pobre Szabo –quien para su desgracia sería tres años después deportado a Siberia–, no alcanzó a ver que la grandeza de la obra no radicaba en su cualidad testimonial ni en su inventiva argumental sino justamente en esas minucias detallistas (seguro que le parecieron paja superflua) al servicio de las cuales está la novela entera, y no al revés. Sólo una vez Bicskey declara sin tapujos la intención que le anima; el desliz, si es tal, aparece en la página 345 cuando Ferenc zanja una agria discusión a propósito de recientes fechorías antisemitas de miembros del Partido de la Voluntad Nacional gritando enfadado: minden úgy történik, hogy nem csökkenti a WC-ülőke! (todo por no bajar la tapa del váter).

Ciertamente, las tapas de los inodoros deben bajarse y Ferenc lo tiene muy asumido, tanto que más que manía causa de continuas desavenencias conyugales raya en el borde de la obsesión. Pero el lector simpatiza con el atormentado protagonista desde que, sobresaltado por una pesadilla, le explica a su mujer (son los primeros años del matrimonio) que estaba soñando con una terrible escena de su infancia: una noche en la que lo que le despertó fue el ruidoso roce de innumerables ratas corriendo por su colcha. Los repugnantes animales, le dice a Katalin, habían entrado por la taza del váter. Años después, pasado ya el idilio del enamoramiento, Ferenc llega a su casa agitando enardecido, casi como si fuera un diploma olímpico, una revista de divulgación científica y obliga a su mujer a que lea en voz alta un artículo sobre la propagación de los gérmenes. Lo ves, lo ves, le espeta impaciente, si tiras de la cadena del inodoro con la tapa levantada arrojas al ambiente miles de millones de microbios. Pero ya, a esas alturas de la novela, la tapa del váter se había quedado levantada en demasiadas ocasiones y los gérmenes, si es que de allí provenían, estaban cómodamente instalados en las rendijas más profundas del matrimonio y de la sociedad húngara.

Bajar la tapa del váter, aunque la más notoria (no en vano da título al libro y, además, se presta de maravilla a metaforizar a mansalva) no es sino una entre innumerables acciones cotidianas susceptibles de erosionar la relación entre los protagonistas. Por lo que he contado, podría parecer que el problema radica en un Ferenc demasiado maniático, pero ni lo es tanto ni tiene la exclusiva. Katalin, por su lado, despliega un nutrido abanico de cosas que le disgustan, por ejemplo, que su marido olvide con mucha frecuencia apagar la luz al salir de una habitación. Eso sí, las reacciones de ambos son muy distintas pues también lo son sus personalidades. Mientras Ferenc se pasa exponiendo hasta el sopor la pretendida lógica de sus pretensiones, su mujer es más de interiorizar el malestar, pero consiguiendo inintencionadamente transmitírselo al otro. Uno y otro, a través de estas irrelevancias, van poco a poco abriendo entre ellos un abismo de incomunicación y desapego.

En el último capítulo, un Ferenc muy envejecido rememora con un tipo inquietante (prefiero no dar más pistas sobre este personaje porque es una de las claves del genial desenlace de la novela) los días previos a la entrada de Hungría en la guerra al lado de Hitler. Lo triste, dice, es que todo fue una cadena de estupideces. No fue consecuencia de ningún destino trágico, nada que merezca pasar a la Historia. Tan fácil nos hubiera sido evitar la catástrofe: más que malvados fuimos sencillamente idiotas. Hablaba también, claro, de su matrimonio, de su propia vida.


Canzone dell'amore perduto - Antonella Ruggiero (Genova, la superba, 2007)

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Otro indignado más

Estoy escandalizado. Este gobierno, al cual con tanta ilusión voté (Zapatero, cabrón, que llevaste a España a la ruina), ha asestado una puñalada trapera a nuestra economía. No, no me refiero a esa tontería de las pensiones que tanta alharaca está levantando. Jodidos viejos chupópteros e improductivos. Conste que no me opongo a una razonable solidaridad, no se trata de que los ancianos no tengan donde caerse muertos. Pero cuando el barco se está hundiendo hay que aligerar lastre. Además, alentar esa idea de que al llegar a la jubilación papá estado te va a mantener es infantilizar a la ciudadanía ... Y así nos ha ido. Que cada uno se preocupe por su futuro, que ahorre, que invierta inteligentemente, que guarde para el futuro. No, las pensiones, como todas las subvenciones públicas, las justas y sin pasarse, que sus efectos no son nada buenos para el bien común. Y esto no es más que el principio, por mucho que berreen tantos perroflautas. Porque así tiene que ser, porque es el capital el que crea la riqueza gracias a la cual podéis tener trabajo, panda de vagos impresentables. Por eso la primera y fundamental obligación del Estado es proteger al capital para que siga manteniéndonos a todos a flote (también a vosotros, sanguijuelas parasitarias) y nada de ponerle trabas ni cargas, y menos ahora que la cosa anda chunga. Leo en el Expansión de hace unos días que Rajoy ha desmentido la noticia de Reuters de que el año que viene se congelarán las pensiones. Servidumbres del cargo, nada más, estamos tan mal acostumbrados que no se nos puede hablar sin tapujos. Pues claro que se congelarán, alma de cántaro, si con ello ahorramos 4.000 milloncejos para la deuda. Y corto se queda el Gobierno, que lo que hay que hacer es reducirlas y, por supuesto, postergar la jubilación por lo menos hasta los setenta. Menos mal que estos tipos del PP, aunque me hayan decepcionado, guardan todavía un mínimo de compostura y cuando hay que hacer las cosas las hacen, sin ceder a los reparos absurdos de sentirse obligados por sus propias declaraciones. Hasta ahí podíamos llegar, dónde se ha vista que quien es responsable de gobernarnos haya de verse limitado por las boberías que hay que decir para apaciguar al rebaño.

No, mi cabreo no va por lo de las pensiones ni por las restantes acertadas decisiones que este Gobierno viene adoptando, ésas que con tanta demagogia son denigradas por la mayoría de vagos habituados a vivir de lujo sin dar chapa. Me acabo de enterar (aunque la medida la aprobaron en un Real Decreto a finales de agosto) que se limita a 500.000 euros la retribución fija anual de los directivos de entidades financieras que reciban apoyo del Estado. Por lo menos, parece que no tocan las retribuciones variables. Supongo que coincidirán conmigo en que se trata de una barbaridad metafísica. De entrada, quién coño es el Estado para limitar el sueldo de los que más directamente hacen que el capital crezca y, por tanto, de quienes nos mantienen a todos a flote. El capital tiene su propia lógica que está más que demostrado que funciona de maravilla, así como que cuando el Estado se mete sólo obstaculiza la creación de riqueza. ¿Acaso no hemos aprendido del estrepitoso fracaso de los regímenes comunistas? Ahora va a resultar que un tipo que se preocupa por buscar las inversiones con mejores tasas de ganancia no tiene derecho a ambicionar que las suyas propias aumenten proporcionalmente. Oigo a algunos impresentables, mayúsculos ignorantes, que afirman que la medida se justifica porque tales bancos han recibido dinero público. Pero desgraciados, para qué leches creéis que vale el Estado. Me aburre repetirlo: no es para ofrecer servicios gratis (o casi), que eso sólo conduce a reducir la productividad y robar campo de negocio a la economía privada, la única que crea riqueza (a ver si queda claro de una puta vez). No, la función del Estado es apoyar al capital (de hecho, pardillos, el Estado no es más que una institución del capital) y por eso, cuando el capital está en problemas, se le han de aportar fondos públicos. ¿O es que no sabéis que pasaría en caso contrario? Pues que todos a la mierda, y los primeros los perroflautas.

Así que basta ya de tocármelos mezclando churras con merinas, que nada tiene que ver que algunos bancos reciban dinero del FROB con lo de limitar los sueldos a sus directivos. ¡Medio miserable millón de euros! ¿Saben lo que eso significa? Que se valora el trabajo de todo un señor miembro del Consejo de Administración de un banco en apenas veinte veces más que el de un profesor de primaria. Y encima, esos inútiles acostumbrados a tres meses de vacaciones se quejan de que les han recortado sus salarios. ¡Sólo veinte veces más! Me cuesta creer que hayamos llegado a tal desatino, a tal falta de respeto a los valores más elementales. Como dije antes, confío en que no metan mano a las retribuciones variables y mediante éstas pueda compensarse en parte este atropello. Pero ya se ha hecho un gran daño, un golpe irreversible al prestigio de la que debería considerarse la profesión más sagrada en nuestra sociedad. A partir de ahora, cabe pensar que estas personas que son las que se ocupan de hacer que el sistema funcione (para que cobren sus nóminas los profesores quejosos, entre muchas otras responsabilidades) habrán de complementar sus emolumentos hasta lo que merecen casi a hurtadillas, como si fuera algo vergonzoso. Los cifras justas en esos cargos no pueden bajar del quíntuple de lo que pretende el Gobierno, que son los raseros bajos del sector en nuestro país. Doscientas veces el sueldo de un maestro, qué menos. Y estoy hablando de valores a la baja, pero no para dar pistas a quienes en el Gobierno, rastreramente, hayan impulsado esta norma injusta, que lo que han de hacer es derogarla y no meterse a regular lo que no es necesario (en realidad, poco debería regularse y mejor nos iría a todos). Porque en Estados Unidos, por ejemplo, donde tienen bastantes menos complejos ante los discursos de nostálgicos trasnochados, los números son mucho más altos. Baste decir que 25 gestores de fondos de inversión cobraron en 2009 lo mismo que 680.000 maestros. O sea, el trabajo de un tipo dedicado a mover el capital vale para los gringos lo mismo que el de 27.200 maestros. Eso es sentido común y qué lejos estamos todavía de alcanzarlo.

En fin, que una vergüenza que sólo va a traer daños a la economía. Un grave traspiés en una conducta de gobierno casi intachable hasta ahora (la única pega es que quizá no lo suficientemente enérgica: Rajoy debería dejarse de remilgos y ser más drástico y más rápido). Además, en lo personal, no puedo evitar entristecerme por el agravio que esta medida supone para tantos buenos amigos, que me han prestado grandes servicios y con quienes he compartido muchos enriquecedores momentos de ocio y negocio. Menos mal que casi todos cuentan con blindajes contractuales que pueden ayudarles en estos momentos difíciles. Por último, aunque sea sólo a título menor, no puedo evitar dejar de pensar que, además de terriblemente injusta, esta norma muestra que los del Gobierno se han agilipollado. Rajoy, Guindos, Montoro: que estáis tirando piedras sobre vuestro propio tejado. Hombres de Dios, ¿acaso no tenéis previsto, cuando dejéis la política, seguir sirviendo al capital en alguna de sus múltiples instituciones con retribuciones acordes a vuestros altos merecimientos? Coño, pues no os bajéis el sueldo.


Tryin' to get to heaven - Lucinda Williams (Chimes of Freedom, 2012)



PS: Este tema, que sólo muy indirectamente se relaciona con el del post, es una canción de Bob Dylan de 1997 que canta Lucinda Williams en el disco publicado este año por Amnistía Internacional. Intentando llegar al cielo ... antes de que nos cierren la puerta. Va para Lansky.

martes, 4 de diciembre de 2012

Romi Mayes

El pasado fin de semana me trajo el descubrimiento de una excelente compositora, cantante y guitarrista de Winnipeg (ciudad natal de Neil Young). Se trata de una treintañera llamada Romi Mayes que, al menos en el único disco de que he dispongo, hace un soberbio blues-rock de reminiscencias country. Las letras (aunque todavía no las entiendo completamente) rezuman nostalgia, tristeza, desamor ... En fin, esos sentimientos tan propios del blues. El álbum se llama Achin in yer bones (¿dolor en tus huesos?) y las diez canciones que contiene merecen mucho la pena, aunque yo destacaría la primera que es la que le da título. La voz de la chica es limpia y sugerente, las guitarras perfectas al servicio de ésta y la batería, sin alardes, acompasa de maravilla cada tema.

Poco he encontrado de esta chica en Internet, no desde luego lo suficiente para saciar mi curiosidad chismosa. Hay sobre todo reseñas de conciertos y artículos de prensa de críticos unánimemente laudatorios. En el 2010 fue nominada (aunque no ganó) para los premios Juno, los más importantes de la industria musical canadiense, como mejor disco del año "roots&traditional" y previamente había ganado uno de los "Western Canadian Music Awards". Aún así, no parece que todavía haya sido abducida por las grandes discográficas (se la considera parte de la escena musical "independiente"), lo que probablemente explica que no sea lo conocida y escuchada que por su calidad se merece.

Aparte del disco que he escuchado, de 2009, Romi tiene publicados dos anteriores (Romi Mayes and the Temporarily Employed: The Living Room Sessions Volume One, en 2005, y Sweet Somethin Steady, en 2006) y uno más el pasado año, Lucky Tonight, del cual he leído muy buenas críticas. No estaría nada mal asistir a una actuación de esta chica, pero parece que de momento no hay perspectivas de que se acerque por España; aunque se mueve mayoritariamente por Canadá y Estados Unidos, ya ha estado en Europa y veo en su web que para el próximo abril tiene prevista una gira por Italia y el Reino Unido: habrá que considerar una escapadita.

En fin, que valga este post para recomendar a esta blueswoman a quienes no la conozcan. Últimamente me están sorprendiendo muy agradablemente los canadienses: buena gente, pero qué frío que hace por esas tierras.


Achin in yer bones - Romi Mayes (Achin in yer bones, 2009)

viernes, 30 de noviembre de 2012

Los abuelos paternos de Bob Dylan

1905 fue un año revolucionario en Rusia y Odesa, la cuarta ciudad del imperio de Nicolás II, tenía todas las papeletas para convertirse en un polvorín. Odesa, fundada a finales del XVIII por Catalina la Grande, había sido poblada desde sus orígenes por gentes de múltiples etnias: rusos, polacos, griegos, turcos, judíos, pero también abundantes europeos occidentales. Pushkin, que la adoraba, la calificó como la ciudad más europea de Rusia y durante el XIX se convirtió en polo de atracción de aristócratas y artistas e intelectuales, al amparo de la riqueza que generaba su activo puerto en el Mar Negro. ¿Y en 1905? Pues ese año había comenzado con la caída de Port Arthur y la tremenda humillación de los rusos ante los despreciables japoneses. Pocos días después, los cosacos zaristas cargaron contra una multitud de obreros congregada ante el Palacio de Invierno de San Petersburgo para presentar unas peticiones al soberano; resultado: casi cien muertos y el despertar de la ira revolucionaria que tan bien sabrían aprovechar los bolcheviques. En junio, los marineros del acorazado Potemkin se rebelan y ondeando la bandera roja entran en el puerto de Odesa. En fin, que las cosas estaban caldeaditas y, para animarlas más, en octubre estalló el más famoso pogromo de la ciudad (que ya registraba otros anteriores).

Es sobradamente sabido que el antisemitismo ruso era de los más virulentos de Europa, mucho más que el alemán, desde luego, aunque los nazis, años después, consiguieran con sus atrocidades arrogarse el título de campeones mundiales en el extendido deporte de odiar a los judíos. La excusa era la de siempre: que los malditos asesinos de Nuestro Señor y perseverantes conspiradores contra la cristiandad eran los culpables de todos los males que aquejaban a los honestos ciudadanos. Y en una ciudad como Odesa, en la que un tercio de sus cuatrocientos mil habitantes eran deicidas, había yesca de sobra. Se les acusaba, por supuesto, de controlar el comercio portuario, enriqueciéndose a costa de los cristianos (aunque la gran mayoría de los judíos fueran pobres diablos de escasos recursos), de haber conspirado con los rojos contra los intereses nacionales, contribuyendo a la debacle bélica (y verdad era que no pocos Rabinovichs se habían unido al partido socialdemócrata y participado en las revueltas de junio con motivo de la sublevación del Potemkin) y, cómo no, de llevar a cabo asesinatos rituales de niños cristianos. Este mito, por cierto, tiene larga historia en toda Europa (entre nosotros, uno de los varios ejemplos es el del Santo Niño de La Guardia, al que ya me referí hace cuatro años) y fue la base del proceso seguido contra Mendel Beilis en Kiev en 1911, inspiración de El reparador, magnífica novela de Malamud muy recomendable para entender el clima de antisemitismo que debía respirarse a principios del siglo pasado en Ucrania. En el libro se nos presentan las Centurias Negras, movimiento autocrático y antisemita de extrema derecha que se adelanta en un cuarto de siglo a sus herederos ideológicos de Italia, Alemania y otros países occidentales.

Pero volvamos a los hechos de ese otoño de 1905 en Odesa. La conflictividad social distaba mucho de haberse apaciguado. El 15 de octubre, los alumnos de secundaria boicotearon las clases en solidaridad con los huelguistas ferroviarios. Trabajadores y estudiantes ocuparon las calles en multitudinarias manifestaciones que degeneraron en batallas campales contra la policía y el ejército. En un ambiente tenso, con la mayoría de los comercios cerrados, llegó la noticia de que el Zar había promulgado el Manifiesto de Octubre, por el que concedía ciertas libertades civiles que, por supuesto, no satisficieron a los revolucionarios. Así que, aunque al principio hubo reacciones de alegre entusiasmo, enseguida la población se polarizó en bandos opuestos y se agravaron los enfrentamientos. Cuando parecían apaciguarse, los que apoyaban al Zar, cabreados por incidentes tras los que veían la acción conspiradora judía, decidieron vengarse. En la tarde y noche del 18 de octubre se desató un motín en el barrio de Moldavanka, parece que a consecuencia de que un grupo de judíos jóvenes enarbolaba banderas rojas: destrozos indiscriminados de viviendas y tiendas. Al día siguiente se organizó una procesión patriótica de apoyo al Zar, en la que corrió abundantemente el vodka; el personal iba muy exaltado, azuzado por policías de paisano y miembros de la Centurias. En algún momento se oyeron disparos y un muchacho apareció muerto en el pavimento abrazado a un icono. Brotaron gritos de muerte a los judíos y la multitud, enjambre enfurecido, se abalanzó hacia el barrio hebreo, ansiosa por destruir y matar. El progromo fue aterrador y las atrocidades cometidas indescriptibles. Durante tres días se cometieron crímenes inhumanos. Al final, se estimó el número de víctimas en unas dos mil quinientas, con aproximadamente 800 muertos.

Es fácil imaginar el estado de ánimo de los judíos de Odesa después de estas barbaridades. Para muchos significó el empujón definitivo para decidirse a escapar de esa Rusia antisemita y América era uno de los destinos preferidos desde hacía varias décadas. Uno de los que se decidió a escapar fue un zapatero de treinta años llamado Zigman (o Zigmond), casado con Anna y padre de tres niños pequeños. Según varias fuentes, este Zigman viajó solo a Estados Unidos en 1906 o 1907 (aunque no he podido encontrar su nombre en el magnífico archivo que la Ellis Island ofrece en internet) y cruzó medio país para acabar instalándose en Dultuh, al borde del Lago Superior. ¿Por qué fue a esa ciudad de Minnesota? No lo sé y no he encontrado ninguna explicación, aunque supongo que ya lo tendría decidido de antemano, probablemente porque algún familiar o paisano le hubiera precedido en la aventura. Duluth era por esas fechas una población próspera, desarrollada gracias a las minas de hierro de la zona (The Iron Range) y al tráfico portuario a través de los Grandes Lagos. Aunque bastante más pequeña (unos 70.000 habitantes) guardaba ciertas similitudes con Odesa, lo que también pudo influir. La cosa es que el joven inmigrante comenzó a ganarse la vida como zapatero ambulante aprendiendo a chapurrear el inglés y cuando vio que allí había futuro mandó llamar a su mujer e hijos.


La mujer de Zigman, Anna, era dos años menor. Su apellido era Kirghiz y parece que la familia provenía de Trebisonda, en la vecina Turquía, lo cual no es anómalo pues en Odesa se comerciaba abundantemente con el imperio otomano y contaba con una amplia colonia turca. Trebisonda es una de esas ciudades míticas de la Edad Media, capital de uno de los imperios desgajados del bizantino, que alcanzó gran esplendor al ser una de las etapas obligadas de la famosa ruta de la seda. He leído que parte de los ancestros de Anna provendrían de Kirguistán, esa antigua república soviética entre las montañas del Asia Central; puede ser, pero se me antoja una conjetura a partir del apellido sin demasiadas probabilidades: muy lejos lo veo y además pocos judíos vivían allí, pero vaya usted a saber. El nieto de Anna, en el primer volumen de su autobiografía, nos informa de que la familia de su abuela era originaria de Kagizman, una pequeña ciudad de la Anatolia Oriental, muy cerca de la frontera armenia. Añade luego que también tenía ancestros de Constantinopla. En fin, que lo que parece claro es que siempre anduvieron en torno al viejo Ponto Euxino de los griegos.

Reunido el matrimonio en Duluth, poco tardaron en concebir tres hijos más; al segundo nacido en América le llamaron Abraham (Abe), quien treinta años después, en 1941, sería a su vez padre de un tal Robert Allen Zimmerman (inscrito en la sinagoga como Shabtai Zisel ben Avraham), más conocido como Bob Dylan. Los abuelos paternos de Dylan debieron vivir en Duluth hasta la muerte de Zigman, de la cual no tengo constancia pero que casi seguro que ocurrió antes del nacimiento de Bobby. Los últimos años de su vida, Anna viviría en Hibbing, a unos cien kilómetros al noroeste de Duluth, con su hijo mayor Maurice; murió en 1955, sin llegar a octogenaria. Dylan la evoca de sus visitas infantiles, cuando todavía residía en Duluth y sus padres lo llevaban a visitarla desde Hibbing: "Mi abuela sólo tenía una pierna y había sido costurera. Era una dama morena que fumaba en pipa. Su voz poseía una cualidad hipnótica y su rostro siempre estaba crispado en una expresión doliente".

En fin, que si no hubiera sido por el antisemitismo ruso tal vez los Zimmerman no habrían abandonado Odesa y, consecuentemente, Bob Dylan no habría nacido. La historia está hecha de carambolas fortuitas.

PS: Los abuelos maternos de Dylan, Ben Stone (originariamente Benjamin David Solemovitz) y Florence Edelstein, provenían ambos de familias judías lituanas, asentadas en Superior, Wisconsin, en los primeros años del siglo XX.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Responsabilidad (1)

Responsable es quien responde de las consecuencias de sus actos (o de sus omisiones). Que el grado de responsabilidad de nuestra sociedad está bajo mínimos se constata con demasiada facilidad. Incluso, diría yo, la responsabilidad no goza en la actualidad de la valoración social que merece; tan sólo se invoca ante "consecuencias" de notable repercusión mediática, especialmente si acaban en tragedias. Intuyo que en no poca parte ello es debido a la continua erosión de esta "virtud cívica" por el comportamiento de tantos personajes conocidos. No sólo los políticos, claro, aunque en su caso el daño es especialmente gravoso por la sencilla razón de que al ostentar un cargo público en representación de los ciudadanos han de ser –y son de hecho– referencia y ejemplo, bueno o malo, de la escala de valores sociales.

¿Cómo puede haber responsabilidad cuando en incontables situaciones el autor de los actos niega su autoría o, al menos, que las "consecuencias" lo sean del acto? Tal es la primera y más escandalosa manifestación de la impunidad, el contravalor correspondiente, que parece campar por sus respetos con la mayor de las desfachateces. Por supuesto, esta negación apriorística de la responsabilidad incluye la tan practicada conducta de ni siquiera tomar en consideración esos posibles y probables vínculos causales entre lo que uno a hecho y sus consecuencias. Meto en este saco las habituales mentiras y promesas de los políticos, materia en la cual el actual gobierno pepero está pulverizando todos los records, y mira que estaban ya altos. Para mostrar un botón entre los centenares disponibles, recordemos que, ya en el propio debate de investidura Rajoy dijo que no estaba a favor de crear un banco malo (respuesta a Cayo Lara, recogida en la página 60 del Diario de Sesiones del 19 de diciembre de 2011) y esta intención la expresó tajantemente en la entrevista concedida a Alex Grijelmo el 11 de enero de 2012: "No habrá un banco malo en España, y estableceremos un procedimiento que no sea gravoso para el contribuyente". Sin embargo, en servil cumplimiento de una de las condiciones impuestas el pasado julio por la UE para el rescate financiero de "nuestro" sistema bancario, el Consejo de Ministros de 31 de agosto aprobó el Real Decreto-ley 24/2012 de reestructuración y resolución de entidades de crédito, se crea el Banco malo ("Sociedad de gestión de activos").


Yo dije que en España no iba a haber banco malo y ahora Europa me exige que lo cree. Por tanto, como estoy obligado por mis palabras y no puedo hacerlo, sólo tengo dos opciones: dimitir o preguntar a la ciudadanía si me exime del compromiso asumido y me autorice a cumplir la condición que exige la UE para aportar capital a nuestro maltrecho sistema financiero. Qué ingenuidad, ¿verdad? Algo parecido intentó el pobre Papandreu y toda la clase política europea le acusó –tamaña hipocresía– de irresponsabilidad. En el maquiavélico lenguaje oficial que se nos impone (estrechamente emparentado con la neolengua orwelliana cuya inspiración proviene del lenguaje nazi, tan brillantemente diseccionado por Victor Klemperer) ahora resulta que lo responsable es no ser consecuente con los compromisos asumidos previamente. Pero entonces, si las promesas de los políticos no les comprometen pese a que se supone que son su oferta a la ciudadanía a cambio de la cual obtienen su representación en las elecciones, ¿es que nuestra democracia es una farsa? Sí, desde luego, pero no pasa nada: repitamos hasta la saciedad que somos un país democrático mientras el funcionamiento real lo es cada vez menos. Al menos, Papandreu dimitió.

Yo dije que en España no iba a haber banco malo y acabo de firmar un Real Decreto (¿para qué tramitarlo como Ley ante el Congreso? Tardaríamos más y total íbamos a aprobarlo igualmente que para eso tenemos la mayoría absoluta) mediante el que lo creo. Sí, os he mentido (panda de pardillos), pero la política y la suprema razón de Estado así lo exige. No estaría a la altura de la responsabilidad de un presidente de un gobierno democrático si hiciera otra cosa, si hubiera respondido de mi compromiso ante la ciudadanía cumpliéndolo o dándole la opción de ejercer la decisión democrática. Ser responsable no es lo que demagógicamente afirma el diccionario, sino justamente lo contrario. Ser un gobernante demócrata no significa cumplir las promesas electorales ni las del discurso de investidura ni las que se van desgranando a lo largo de los meses, sino prescindir de ellas por el bien de la ciudadanía (todo por el pueblo pero sin el pueblo que, con el pertinente aggiornamento, ahora sí es con el pueblo, pero de comparsa inútil, de excusa prescindible).

Entrevista de Alex Grijelmo en enero. El "banco malo" en 16:22

Las anteriores eran las palabras que pensaba Rajoy tras el Consejo de Ministros del 31 de agosto pasado, pero no tuvo huevos para pronunciarlas (prefirió dejar el marrón a la pánfila de Soraya y al impresentable del Guindos). Habría sido muy de agradecer que nos las hubiera dicho porque habría sido una importante contribución de pedagogía sociopolítica para mostrar a los ingenuos que todavía quedarán en este país cómo son las cosas. Además, quién mejor que el PP para desvelar sin ambages lo que realmente es la democracia, cómo hay que entenderla y aceptarla; al fin y al cabo, son lentejas, y a ellos les gustan. No creo, de otra parte, que haya demasiados que no sepan cuáles son las verdaderas reglas del juego así que, en teoría, no pasaría nada por llamar a las cosas por su nombre. Sin embargo, renunciar al neolenguaje está rigurosamente prohibido y cualquier amago en esa línea desencadena el fariseico escándalo de los serviles guardianes del sistema que enseguida elevan sus airadas voces condenatorias. Hay que seguir manteniendo que nuestra sociedad se basa en unos loables principios (entre ellos el de responsabilidad) que justifican y legitiman la actuación pública, aunque sepamos de sobra que tales principios son papel mojado.

Recurriendo pues al primer y más descarado mecanismo para eludir cualquier responsabilidad, se evita toda vinculación causal entre los actos y los compromisos previos. Esta táctica funciona estupendamente cuando se logra que no se hagan preguntas directas sobre dicha vinculación, algo que, sorprendentemente en un país con libertad de prensa, suele ocurrir en España. Claro que siempre hay algún irresponsable que mete el dedo en el ojo y, en tales casos, la solución es simplemente no contestar. Por seguir con el ejemplo del banco malo, en la rueda de prensa tras el Consejo de Ministros nadie le preguntó a Soraya o a Guindos si aprobar ese Real Decreto no significaba un incumplimiento del compromiso al respecto del PP; quizá se deba a que hay algún pacto, explícito o implícito, sobre lo que se puede preguntar en Moncloa. En el Congreso sí lo ha hecho en alguna ocasión Alberto Garzón sin naturalmente obtener ninguna respuesta.

Ser responsable significa, de entrada, responder. Si no se responde, por tanto, se es un irresponsable, lo que no quiere decir que valga cualquier respuesta para que pueda calificarse a alguien de responsable (pero de eso hablaré en otro momento). Lo mejor, por tanto, para eludir la responsabilidad, para mantenerse impune, es no responder, lo que a uno le permite seguir presumiendo de responsabilidad, ya que ésta ni se cuestiona. Pero para poder no responder, además de estar dotado de unas cualidades personales de las que Rajoy dispone en abundancia, es necesario que no pregunten o que, al menos, no agobien al "responsable" con demasiadas preguntas, que no insistan, que no le acorralen, que no sean demasiado incisivos los preguntones. Ahí está nuestra parte de culpa o de complicidad en la impunidad irresponsable de los políticos: en no insistir en las preguntas, en no obligarles a confesar que han incumplido lo que prometieron. Porque si se lograra ese primer paso, si se obligara por la evidencia de los hechos a que un político reconociera que ha faltado a un compromiso, se empezaría a poder limpiar la podredumbre moral en la que hozan con la más impune desfachatez. Pero, claro, un escenario así es inimaginable.

Señor Rajoy, usted afirmó que no habría un banco malo en España y, sin embargo, ha aprobado la creación del mismo, ¿ha faltado a su palabra? / Mire usted, es verdad que yo no era partidario del banco malo pero la evolución de los acontecimientos y la gravedad de la situación exigían esa medida que es la única posible para el saneamiento del sistema financiero, imprescindible para superar la crisis económica que, como usted sabe, es el objetivo fundamental de mi gobierno. / No cuestiono los motivos de la decisión adoptada, lo que le pregunto es si con ella ha faltado usted a su palabra. / Creo, si me lo permite (irritado), que no es ésa una cuestión pertinente, sino justamente si el Real Decreto va a contribuir, como estoy convencido, a mejorar nuestra situación económica. / Disculpe, presidente, pero es a mí a quien corresponde valorar la pertinencia de mis preguntas, así que voy a insistir. Usted afirmó en enero que en España no habría un banco malo, ¿es cierto? / (Visiblemente molesto) Sí, pero ha de entender usted ... / Perdone que le interrumpa, ¿está de acuerdo en que la Sociedad de Gestión de Activos que se crea con este Real Decreto es un banco malo? / Ciertamente responde a las características de lo que se entiende como banco malo, pero ha de tener en cuenta ... / Es decir, que si usted ha aprobado la creación de un banco malo en España, lo que dijo en enero ha resultado ser falso; luego ¿ha faltado a su palabra? / Yo no lo llamaría así porque ... / ¿No lo llamaría así? Usted ha hecho algo que dijo que no iba a hacer, ¿cómo llama a eso? / Sí, pero para calificar mi comportamiento como usted lo hace han de juzgarse las razones de interés público que lo justifican. / No, señor presidente, si uno hace algo que dijo que no iba a hacer, eso se llama faltar a su palabra, y fíjese que evito calificarlo de mentir. Usted ha faltado a su palabra y, una vez sentado este hecho, puede empezar a explicar a los españoles las razones por las que ha actuado así. Pero, por muy poderosas que sean, no cambiarán un ápice que lo que ha hecho se llama, en nuestro idioma, faltar a su palabra; lo que podrá, en todo caso, será convencernos de que ha hecho bien faltando a su palabra. Pues bien, ¿quiere usted intentar convencer a la ciudadanía de que ha hecho bien faltando a su palabra?