En las últimas dos semanas he leído dos libros muy interesantes de sendos etólogos sobre la incidencia de la herencia genética en nuestros comportamientos. Como es sabido, todo ser vivo, en primera instancia (o en última, qué más da) está programado para transmitir sus genes. Mediante la selección natural algunos genes, los que menos éxito reproductivo tienen, van poco a poco desapareciendo mientras que otros, los contrarios, van dominando. Los genes, por otra parte, no son sino trocitos de ADN que podemos asimilar a “paquetes de información” con las instrucciones de funcionamiento del ser vivo, su vehículo de propagación (eso somos para los genes). Así, hay instrucciones para que los ojos salgan verdes o marrones (el típico ejemplo mendeliano) pero también para ser más o menos celoso, agresivo, etc.
Cuesta creer que las emociones y su expresión reactiva (el comportamiento) ante situaciones de la vida real estén “codificadas” genéticamente. Yo siempre las había achacado a condicionantes culturales que, mamados desde pequeñitos, se nos habían incrustado tan dentro como si “formaran parte” de nuestra propia naturaleza. Pues parece que es que sí forman efectivamente parte de nuestra propia naturaleza. Y, en realidad, es bastante lógico, porque la mayoría de nuestras emociones son innatas como resultado de respuestas adaptativas al objetivo de mejorar la transmisión de los genes. En función del entorno del ser humano, durante los millones de años de la especie, los genes han ido mutando para alcanzar su mayor éxito reproductivo. No importa que el objetivo de un ser humano concreto hoy en día poco o nada tenga que ver con transmitir sus genes; sus emociones (y por tanto, en gran medida su comportamiento) vienen condicionadas por genes que resultaron más eficaces que otros (que habrían codificado otras emociones) en sus respectivos éxitos reproductivos.
En estos libros se describen con bastante detalle muchos comportamientos arquetípicos del ser humano desde la óptica de su papel adaptativo. La monogamia y las relaciones afectivas basadas en los celos y la posesión, la infidelidad, los orgasmos, el enamoramiento, la atracción sexual y afectiva, los mecanismos de la violencia ... Y uno se queda impresionado. De todas maneras, a mi modo de ver, el que gran parte de nuestras emociones tengan un origen genético, no suprime la importancia de la cultura, del ambiente en el que crecemos. Lo curioso, en todo caso, es que la mayoría de los “valores” culturales aprendidos refuerzan los condicionantes genéticos adaptativos. Por ejemplo, la institucionalización cultural de la pareja monógama (si bien con la “aceptación implícita” de devaneos ocasionales) no hace sino reforzar lo que parece que ha sido la opción más eficaz de la evolución genética de nuestra especie. Al final, en gran cantidad de asuntos, natura y cultura van bastante de la manita y, sospecho, se apoyan mutuamente.
Así que, al final, quizás, para entender nuestros "desconciertos", no sea demasiado relevante si lo que sentimos es porque lo llevamos en los genes o porque lo hemos “mamado” ambientalmente. Porque es probable que ambos factores influyan. Lo importante, en mi opinión (y en esto coinciden bastantes autores), es que por mucho que nuestras emociones y, consecuentemente, nuestros comportamientos estén condicionados (sea genética o culturalmente), no estamos “determinados”; es decir no somos esclavos ni de los genes ni de los “valores” que hemos mamado desde pequeños. La mayor grandeza de nuestra especie (para mí) es precisamente que somos capaces de trascender de nuestras tendencias heredadas o aprendidas. Nótese que digo “somos capaces”; así que no es prueba en contrario que la mayoría de nuestros congéneres sientan y se comporten como cabe esperar que lo hagan dados sus condicionantes genéticos y culturales.
Ayer K me decía que no hay necesidad de cuestionarse todo, que las cosas son más sencillas. No estoy de acuerdo (y se lo dije). No es que haya que cuestionarse todo por el simple hecho de cuestionarlo; pero sí es bueno cuestionar la validez o la bondad de sentimientos, actitudes, comportamientos, emociones ... que inercialmente damos por buenos cuando nos surge la sospecha de que no son tan buenos (y uso el calificativo bueno en términos de eficacia en la consecución de nuestra felicidad interior). Y cuando se empieza a cuestionar un aspecto es bastante frecuente que se cuestionen otros, porque tiras del hilo de una madeja muy enmarañada.
Digo todo esto porque, efectivamente, me estoy cuestionando muchos de esos sentimientos, actitudes, comportamientos, emociones, valores. Y puedo llegar a la conclusión (de hecho llego) de que quiero cambiar muchos de ellos, de que quiero vivir con otros distintos. Además me convenzo íntimamente (no sólo desde el razonamiento intelectual) de que esos cambios son buenos (eficaces) para mi felicidad. Lo cual no quiere decir que no sigan en mí esos sentimientos, actitudes, comportamientos, emociones, valores ... porque los tengo muy dentro. No obstante, pienso que es posible desmontarlos y reconstruirlos hacia lo que quiero que sean ... Y, aunque no lo fuera, merece la pena intentarlo.
Cuesta creer que las emociones y su expresión reactiva (el comportamiento) ante situaciones de la vida real estén “codificadas” genéticamente. Yo siempre las había achacado a condicionantes culturales que, mamados desde pequeñitos, se nos habían incrustado tan dentro como si “formaran parte” de nuestra propia naturaleza. Pues parece que es que sí forman efectivamente parte de nuestra propia naturaleza. Y, en realidad, es bastante lógico, porque la mayoría de nuestras emociones son innatas como resultado de respuestas adaptativas al objetivo de mejorar la transmisión de los genes. En función del entorno del ser humano, durante los millones de años de la especie, los genes han ido mutando para alcanzar su mayor éxito reproductivo. No importa que el objetivo de un ser humano concreto hoy en día poco o nada tenga que ver con transmitir sus genes; sus emociones (y por tanto, en gran medida su comportamiento) vienen condicionadas por genes que resultaron más eficaces que otros (que habrían codificado otras emociones) en sus respectivos éxitos reproductivos.
En estos libros se describen con bastante detalle muchos comportamientos arquetípicos del ser humano desde la óptica de su papel adaptativo. La monogamia y las relaciones afectivas basadas en los celos y la posesión, la infidelidad, los orgasmos, el enamoramiento, la atracción sexual y afectiva, los mecanismos de la violencia ... Y uno se queda impresionado. De todas maneras, a mi modo de ver, el que gran parte de nuestras emociones tengan un origen genético, no suprime la importancia de la cultura, del ambiente en el que crecemos. Lo curioso, en todo caso, es que la mayoría de los “valores” culturales aprendidos refuerzan los condicionantes genéticos adaptativos. Por ejemplo, la institucionalización cultural de la pareja monógama (si bien con la “aceptación implícita” de devaneos ocasionales) no hace sino reforzar lo que parece que ha sido la opción más eficaz de la evolución genética de nuestra especie. Al final, en gran cantidad de asuntos, natura y cultura van bastante de la manita y, sospecho, se apoyan mutuamente.
Así que, al final, quizás, para entender nuestros "desconciertos", no sea demasiado relevante si lo que sentimos es porque lo llevamos en los genes o porque lo hemos “mamado” ambientalmente. Porque es probable que ambos factores influyan. Lo importante, en mi opinión (y en esto coinciden bastantes autores), es que por mucho que nuestras emociones y, consecuentemente, nuestros comportamientos estén condicionados (sea genética o culturalmente), no estamos “determinados”; es decir no somos esclavos ni de los genes ni de los “valores” que hemos mamado desde pequeños. La mayor grandeza de nuestra especie (para mí) es precisamente que somos capaces de trascender de nuestras tendencias heredadas o aprendidas. Nótese que digo “somos capaces”; así que no es prueba en contrario que la mayoría de nuestros congéneres sientan y se comporten como cabe esperar que lo hagan dados sus condicionantes genéticos y culturales.
Ayer K me decía que no hay necesidad de cuestionarse todo, que las cosas son más sencillas. No estoy de acuerdo (y se lo dije). No es que haya que cuestionarse todo por el simple hecho de cuestionarlo; pero sí es bueno cuestionar la validez o la bondad de sentimientos, actitudes, comportamientos, emociones ... que inercialmente damos por buenos cuando nos surge la sospecha de que no son tan buenos (y uso el calificativo bueno en términos de eficacia en la consecución de nuestra felicidad interior). Y cuando se empieza a cuestionar un aspecto es bastante frecuente que se cuestionen otros, porque tiras del hilo de una madeja muy enmarañada.
Digo todo esto porque, efectivamente, me estoy cuestionando muchos de esos sentimientos, actitudes, comportamientos, emociones, valores. Y puedo llegar a la conclusión (de hecho llego) de que quiero cambiar muchos de ellos, de que quiero vivir con otros distintos. Además me convenzo íntimamente (no sólo desde el razonamiento intelectual) de que esos cambios son buenos (eficaces) para mi felicidad. Lo cual no quiere decir que no sigan en mí esos sentimientos, actitudes, comportamientos, emociones, valores ... porque los tengo muy dentro. No obstante, pienso que es posible desmontarlos y reconstruirlos hacia lo que quiero que sean ... Y, aunque no lo fuera, merece la pena intentarlo.
CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones
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